Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera jaro
Cuando me levanté y tomé mi medicación por la mañana, media hora antes del desayuno, como me había recetado el médico, me vinieron recuerdos de mi infancia, no sé por qué.
Recuerdos de cuando éramos pequeños en mi casa, que tenía un gran patio lleno de árboles frutales y flores que a mi madre le encantaba plantar para embellecer sus rincones. Allí pasábamos los días jugando y haciendo todo tipo de travesuras.
Mi padre nos construyó una especie de refugio en un viejo canelo. Allí subíamos por una escalera que nos llevaba al enclave de gruesas ramas, donde había bancos para sentarnos y una mesa improvisada.
En este rincón del árbol jugábamos a las casitas, es decir, improvisábamos comida en latas que subíamos.
La comida estaba hecha de tierra húmeda, hojas de árbol y decorada con flores del jardín.
En nuestra imaginación infantil, las muñecas se comían toda esta comida y luego dormían en sus camas improvisadas.
Era un mundo de ensueño...
Otras veces jugábamos a juegos peligrosos, atando cuerdas a las ramas y bajando por ellas hasta el suelo, imaginando que, como el personaje Tarzán, estábamos en la selva.
Para nosotros, aquel patio, de casi 100 metros de largo y lleno de árboles frutales, era como un denso bosque lleno de posibilidades para aventurarnos en aquel paraíso nuestro.
En otra ocasión, imaginamos que estábamos en un circo y para ello atamos una cuerda de un árbol a otro, fuertemente anudada, y caminamos sobre ella así, como habíamos visto en un espectáculo circense.
Hubo muchas caídas y todavia hoy quedan cicatrices y dolores, las marcas de nuestras travesuras.
Mi mamá y mi papá trabajaron duro para mantenernos y darnos una educación digna, no con riqueza, porque no éramos ricos, sino principalmente con acceso a la cultura y a la educación, que en esa época era muy buena y se impartía en escuelas públicas bien conceptuadas, donde se tomaban exámenes rigurosos para poder asistir a ellas.
Bueno, en realidad, estos recuerdos me vinieron por la mañana mientras tomaba mi medicación matutina y pensé ¿por qué me ocurrieron?
Entonces recordé, también, que en aquella época sí que acabábamos enfermando.
Había enfermedades graves para las que ya existían vacunas, como para la parálisis infantil, la difteria y otras.
Sin embargo, en mi infancia, no sabría decir si por falta de vacunas o de recursos económicos, teníamos tanto enfermedades graves como normales, que podríamos decir que eran caseras.
Para las caseras, había varios remedios que mi madre conocía y aplicaba rigurosamente, por ejemplo: cuando nos dolía la garganta, hacíamos gárgaras con agua con sal y vinagre para hacer gárgaras y limpiar las amígdalas de infecciones.
Para la fiebre, nos metía en la cama bien tapados con mantas y nos daba té caliente con miel y limón y otra pastilla de aspirina para bajar la temperatura, lo que nos hacía sudar mucho, empapando la ropa, las sábanas y las mantas.
Creo que surtió efecto, porque la fiebre bajó y al día siguiente estábamos en vías de recuperación.
Pero lo que más odiaba, y lo que ella utilizaba a menudo para limpiar nuestros intestinos, era el famoso aceite de ricino, que actuaba como laxante, permitiéndonos expulsar elementos indeseables de nuestro cuerpo.
Según recuerdo, lo que realmente me disgustaba y me daban a menudo, porque era delgada y no me gustaba comer, era el llamado Aceite de Hígado de Bacalao. Solía correr por todo el patio escondiéndome para evitar tomarlo. Y cuando lograban atraparme y someterme a él, además de tener que tragármelo, recibía unos buenos azotes en el trasero para que aprendiera a no ser desobediente.
¡Cuánto se sacrificó mi madre para hacernos personas!
Mi padre trabajaba todo el día y sólo venía a casa por la noche.
Y hoy pienso que el aceite de hígado de bacalao fue efectivo...
Sigo siendo fuerte y sana, física y mentalmente, a pesar de los años que han pasado.
Mi madre tenía razón.