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Imaginación

I

Silvia C.S.P. Martinson

Ella caminaba solitaria por las calles.

El tiempo pasaba lentamente, el día apenas comenzaba, las luces nocturnas de la ciudad se apagaban y las calles, poco a poco, se llenaban de gente. Gente que pasaba apresurada junto a ella, sin notar su presencia.

A ella poco le importaba la opinión o la atención de los demás.

Caminaba inmersa en sus pensamientos, pero al mismo tiempo apreciaba el hermoso amanecer que se presentaba.

Los árboles se cubrían de hojas después del largo invierno, aunque aún hacía frío. Las flores, cubiertas de rocío en los jardines, y las rosas rojas que tanto amaba extasiaban sus ojos y su alma.

Sus pensamientos iban y venían como por arte de magia y, a cada paso que daba, las cosas a su alrededor se transformaban.

¿En qué pensaba?
¿Qué poderes poseía?
¿Sería una bruja o un hada?

Se observaba a sí misma y le encantaban sus propias acciones cuando las tomaba.

En una avenida por la que pasó, los hombres se enfrentaban con palabras, al mismo tiempo que se agredían físicamente con armas, matándose unos a otros.

Ella se detuvo, los miró por un momento y una lágrima escapó de sus ojos. Al caer al suelo, todo se transformó.

La avenida se llenó de luz, de la luz de un sol nunca visto. Los jardines florecieron y los hombres, extasiados ante tanta belleza, dejaron de pelear, se miraron profundamente unos a otros, se dieron la mano, se abrazaron y siguieron cada uno su camino. Las armas desaparecieron.

En otra calle por la que pasó, las mujeres, preocupadas por su belleza y apariencia, entraban en las tiendas a comprar elegantes ropas, zapatos, perfumes, joyas y mil otras cosas que les parecían importantes. Y, cuando salían de esos lugares, no notaban a otras mujeres que, junto a sus hijos hambrientos, extendían sus manos en una súplica dolorosa de auxilio, de ayuda, para aliviar el hambre y el frío que las consumía.

Ella, al observar todo esto, nuevamente se conmovió y de sus ojos brotó otra lágrima. Lágrima que, al tocar el suelo, lo transformó todo.

El frío cesó, el sol brilló nuevamente, las mujeres ricas y poderosas tomaron conciencia de las otras, más miserables, y comenzaron a ayudarlas, sustituyendo sus harapos por ropas dignas, ofreciéndoles alimento y refugio para ellas y sus hijos.

En su caminar, llegó entonces a la orilla del mar que rodeaba aquella ciudad, bordeada por hermosas playas de arena blanca, donde el agua, de un verde cristalino, se derramaba lentamente sobre ellas, como el tiempo, como la eternidad.

Un grupo de pájaros, posados en el agua, la observó sonreír ante tanto esplendor y belleza. Entonces, alzaron vuelo y, en su camino, la tomaron por los brazos y, con ella, volaron hacia el infinito.

Amaneció el día. Ella despertó con la imagen vívida de lo que había soñado mientras dormía y pensó:

¿Habrá sido todo producto de su imaginación?
¿Sería realmente un hada?

Y así, soñando despierta, sonrió para sí misma una vez más.

 

Justicia por propia mano

J

Pedro Rivera Jaro

 

Corría el año 1973.
Aquel hombre había trabajado duro toda su vida, desde que tenía tan solo cinco años, y con el fruto de su esfuerzo había conseguido comprar una parcela de terreno, que valló convenientemente y a la cual instaló una gran puerta para camiones, de tres metros de altura.

Unos meses antes de fallecer, hizo algo a lo que siempre se había resistido, pero que, debido a sus necesidades económicas, no tuvo más remedio que aceptar: alquiló aquel gran solar a un comerciante de vehículos usados que, además, era policía desde hacía muchos años. Pensemos que, en aquel tiempo, España estaba bajo otro régimen político, muy diferente al actual, en el que los policías tenían mucho más poder que en la actualidad.

Durante unos meses, el propietario estuvo cobrando el importe del alquiler, aunque con cierto retraso respecto a las fechas acordadas con aquel policía.

Desgraciadamente, aquel hombre sufrió un derrame cerebral que acabó con su vida en muy pocas horas, dejando a su familia carente de los ingresos principales que la habían sostenido hasta entonces. Como anécdota, cabe mencionar que, una semana después de su fallecimiento, un comando de ETA ejecutó en Madrid un atentado con explosivos que provocó la muerte del presidente del Gobierno de España, don Luis Carrero Blanco.

A la viuda, por lo tanto, le hacía una tremenda falta la cantidad de dinero comprometida por el alquiler, pero el policía dejó de pagar lo estipulado en el contrato. Por dicho motivo, la señora tuvo una conversación con él, en la cual el hombre argumentó que su situación financiera en ese momento era delicada, que había comprado muchos vehículos usados y que se había quedado sin fondos. En consecuencia, pagaría el alquiler cuando pudiera.

La señora le contestó que, en ese caso, tendría que desalojar el solar para que ella pudiera alquilárselo a alguien que sí pudiera pagar el precio acordado.

El policía respondió que el solar era suyo y que lo seguiría siendo, quisiera ella o no, y que, para echarlo, tendría que gastar mucho tiempo y dinero en abogados y pleitos. Añadió que era policía y tenía muchas amistades en los juzgados.

Con gran disgusto, la señora les contó todo a sus cuatro hijos (tres varones y una mujer).

—¿Qué podemos hacer, hijos? No tenemos dinero para entrar en pleitos, y además, el alquiler nos hace mucha falta. Pensad en qué podemos hacer de ahora en adelante para solucionar nuestros problemas financieros.

La hija trabajaba como secretaria de dirección. El hijo mayor había terminado su carrera universitaria aquel mismo verano y había cumplido su periodo de prácticas como oficial de complemento. Tenía previsto marcharse a trabajar a un hotel en Londres para mejorar su conocimiento del inglés.

Sin embargo, al enviudar su madre, ella le rogó que no se marchara, pues se sentía muy desvalida sin su marido. El hijo cambió sus planes sin rechistar y se quedó en Madrid para apoyar a su madre viuda.

Los otros dos hijos menores encontraron empleo y contribuyeron económicamente al sostenimiento de la familia.

En cuanto al asunto del solar, sin levantar sospechas, los dos hermanos mayores decidieron dar un escarmiento a aquel policía abusivo.

Aquella noche, alrededor de las 22:00 horas, los dos jóvenes, de 19 y 24 años, treparon por la puerta de camiones del solar y entraron en él portando martillos y cuchillos.

Dentro había dos docenas de automóviles, los mejores que poseía aquel comerciante-policía, tirano y ladrón: Citroën Tiburón, Mercedes, Chevrolet, entre otros. Uno por uno, fueron rompiendo faros, pilotos y cristales, rajando los neumáticos y las tapicerías de los asientos y respaldos. Al cabo de un rato, no quedaba un solo vehículo sin destrozar.

Una vez concluida su tarea, saltaron nuevamente la puerta y regresaron a su casa.

Tres días después, el policía llamó a la viuda y quedó con ella para pagar su deuda y desocupar el solar donde guardaba sus mejores vehículos.

Y así ocurrió. No hubo necesidad de contratar abogados ni de iniciar un pleito.

Quizá comprendió que, a veces, la justicia llega por caminos inusitados e inesperados.

¿Dónde están las llaves?

¿

Pedro Rivera Jaro

Aquella mañana, el agente de policía municipal estaba dirigiendo el tráfico en la Glorieta de Embajadores, cuando llegó un coche muy lujoso conducido por un señor que hizo caso omiso de las señales de prohibición de aparcar y lo estacionó justo delante de una caseta de la Empresa Municipal de Transportes, donde hacía guardia un empleado de la misma para controlar a su personal.

El conductor se bajó del coche y entró en un bar próximo, cuyo nombre era El Portillo de Embajadores, en memoria del Portillo de la tercera muralla de Madrid, o Cerca de Felipe IV, por donde entraban los embajadores extranjeros que llegaban a la Corte madrileña para presentar sus credenciales al monarca de España.

Pasado un cuarto de hora, el policía se aproximó al vehículo con la intención de sancionar la infracción cometida por su conductor. Cuando llegó, observó que el coche estaba abierto y las llaves estaban puestas en el lugar habitual de arranque.

El agente tomó las llaves y se las guardó en un bolsillo de su pantalón. Luego se dirigió de nuevo al centro de la Glorieta para seguir dirigiendo el tráfico.

Pasaron unos cinco minutos más, y entonces el dueño del coche salió del bar y se dirigió hacia el vehículo. Abrió la puerta y, de repente, observó que las llaves no estaban en su sitio. Pensó que las tendría en alguno de sus bolsillos, así que empezó a palpar por todos y cada uno de ellos, sin conseguir encontrarlas.

Al no obtener resultado, comenzó a buscar por dentro del coche, entre los asientos y debajo de ellos. Pero el resultado siguió siendo exactamente el mismo: ¡NADA!

Luego empezó a buscar alrededor del coche y debajo de él. ¡NADA! Nuevamente, el resultado fue el mismo.

Volvió a entrar al bar para preguntar si acaso se le habrían olvidado allí. Pero tampoco estaban allí, ni nadie las había visto por ningún lado.

Mientras tanto, el agente de tráfico, que había observado todo desde el punto donde dirigía el tráfico, se acercó al coche con la libreta de sanciones y el bolígrafo en la mano. Sacó las llaves del coche de su bolsillo y las dejó debajo del coche, aproximadamente a una cuarta de distancia del borde.

Después se acercó al conductor y le informó de su intención de denunciarlo.

El conductor respondió que solo había parado un minuto para dar un recado urgente a otro señor que le esperaba en el bar, pero que cuando salió no encontraba las llaves.

En realidad, desde que llegó y aparcó, habían transcurrido como treinta minutos. Pero el policía se dio cuenta de que el hombre estaba muy preocupado, y le preguntó si había buscado las llaves detenidamente.

—Sí —contestó él—, por todas partes, pero no sé qué he hecho con ellas ni dónde las he dejado.

El policía se agachó y le dijo:

—Ahí están las llaves.

Esto produjo una tremenda alegría en el conductor.

El policía le dijo:

—Usted sabe que aquí no puede aparcar, y yo tendría que sancionarlo por no haber respetado la prohibición. Sin embargo, si usted me da su palabra de honor de no volver a repetirlo, y habida cuenta del mal rato que ha pasado, le perdonaré la sanción.

El conductor empeñó su palabra, y me consta que cumplió con ella durante todo el tiempo que el agente prestó su servicio de vigilancia y control del tráfico en Embajadores.

Yo personalmente creo que el objetivo de corregir estuvo mejor conseguido de la manera en que se hizo en este caso, que si se hubiera sacado dinero al infractor.

¡Oh mami blue!

¡

Carlos Boné Riquelme

El humo sube lento, en espirales, hasta el alto techo de lo que era la piscina del Hotel Araucano, ubicada en el subterráneo de este. Sobre la piscina, una terraza que se usaba como pista de baile, no era grande, pero sí lo suficiente para acomodar a 15 o 20 parejas que, abrazadas, seguían el ritmo candente, casi erótico, de la música, con aquella voz suave que, como un quejido, dejaba escapar ese “oh mami, mami blue, oh mami blue…”.

La voz, de tono afroamericano, sonaba como si viniera de algún lugar de Alabama o Mississippi, pero en realidad provenía de España. Los asistentes, vestidos a la usanza de aquellos lejanos 1974, con suecos, pantalones anchos, camisas ajustadas al cuerpo con cuellos largos, y el cabello largo hasta los hombros.

Las chicas, con minifaldas, también suecos, algunas con jeans a las caderas y blusas que dejaban al descubierto el ombligo, y con melenas largas cayendo por la espalda. La luz no era muy baja, y así se podía adivinar que el local no había sido diseñado como discoteca. Sin embargo, en aquellos tiempos post-1973, los lugares de diversión eran populares, y así, muchos restaurantes que no eran sitios bailables empezaron a abrir los fines de semana funcionando como discotecas.

Liceos y colegios particulares también se usaban como lugares de baile, donde, además, se recaudaba dinero para el paseo de fin de curso. El Centro Italiano y otros conocidos lugares también adecuaban sus instalaciones como discotecas de fin de semana para los “lolos” y “lolas” de la época.

Estas fiestas solo duraban hasta el filo de la medianoche, cuando el toque de queda obligaba a cerrar y hacía que todos escaparan rumbo a sus hogares antes de que las patrullas militares o de Carabineros salieran a patrullar. Los rezagados debían correr por las calles totalmente vacías, ocultándose en los portales de las casas.

Los menos afortunados eran detenidos “in fraganti” y llevados a la comisaría o retén más cercano para el “control de identidad”.
Y así, una noche, fuimos detenidos y llevados a la 5ª comisaría, ubicada en la calle Ejército. Fuimos empujados a una celda maloliente, cuyo piso de concreto estaba mojado, aunque no se podía adivinar de qué tipo de líquido, si agua o orines de algún ebrio.

El lugar estaba medio lleno, con algunos de los detenidos apoyados contra las murallas frías, fumando, y en el piso había un “pallet” de madera donde yacían profundamente dormidos varios hombres, algunos de los cuales estaban borrachos y bañados en vómito, lo que contribuía al mal olor.

A algunos metros del suelo, había una cavidad abierta que hacía de ventana, pero con algunos barrotes metálicos; aunque el tamaño no era suficiente para dejar pasar a nadie, quien sabe, tal vez algún enano de circo intentó huir de esta celda alguna vez.

En una esquina estaba el “toilette”, de color indefinido, y cubierto de una costra color café. A nadie se le ocurriría decir el origen de esa cubierta maloliente, y mucho menos tratar de usarlo. Uno de los dormidos sobre el pallet tenía unos zapatos que brillaban, lo que los hacía parecer nuevos.

Más de uno de los ocupantes de la celda se percató, pero uno de ellos en especial comenzó a moverse lentamente en dirección al borracho.

Los que estábamos en la celda nos percatamos de lo sigiloso de sus movimientos, y aunque prestamos atención a los gestos del sujeto, nadie dijo nada. El tipo llegó a su objetivo, sacó uno de sus zapatos y lo comparó con el pie del dormido; cuando vio que eran casi del mismo tamaño, rápidamente le quitó uno, luego el otro, y los cambió por los que él tenía puestos, los cuales ya estaban bastante deteriorados, con las suelas agujereadas y el cuero gastado y viejo.

Nadie en la celda hizo ningún comentario.
Quizás fue esa especie de complicidad tácita que se origina en las cárceles o entre los detenidos lo que nos hizo callar, pero allá nos quedamos todos en silencio esperando el segundo acto de este drama.

Pasó la noche, llegó la mañana y, a eso de las 7, junto con el cambio de guardia, comenzaron a dejarnos salir, previa constatación de nuestras identidades, según nos decían. Aquellos sin cédula de identidad se quedaban detenidos por más tiempo.

Alrededor de las 8, los últimos que estábamos en pie fuimos liberados, quedando en el piso los borrachos aún dormidos. En este último grupo de liberados iba el que se había apropiado de los zapatos del ebrio, y cuando salimos a la calle, el tipejo se miró los pies con mucho orgullo y, de pronto, dejó escapar un grito: “¡Chuc… de su madre, estos zapatos son de plástico, por la… y los míos eran, por lo menos, de cuero!” Los demás soltamos la risa, y más de uno habrá pensado: “El crimen no paga…”

Memorias

M

Silvia C.S.P. Martinson

El viejo caminaba por la calle como lo hacía todos los días. Sin embargo, en esa mañana de un cielo azul y sol radiante, las personas que, al igual que él, caminaban por allí, le parecían más alegres y felices.

No se había dado cuenta de que, mientras caminaba, los recuerdos de tiempos pasados afloraron ininterrumpidamente en su mente.
Eran memorias de su infancia, cuando vivía feliz e inocente en la casa de sus padres. Aquella casa estaba ubicada en el barrio más alejado de la ciudad.

El tranvía, el medio de transporte para quienes no tenían automóvil –y eran pocos los que lo poseían–, llegaba solo hasta algunos kilómetros antes de su casa. El resto del trayecto debía hacerse a pie, caminando bajo el sol, en días nublados o con lluvia y frío.

Con el crecimiento y expansión de la ciudad, esta situación cambió con los años.

Hoy en día, la población ha aumentado, al igual que los medios de transporte y comunicación, los cuales se han vuelto accesibles para la mayoría de las personas.
También con el progreso –y esto lo observaba el viejo– han surgido algunos inconvenientes, como el aumento de la delincuencia e inseguridad, que ya no permitían a la gente caminar despreocupadamente por las calles como antes.

Mientras caminaba, le surgieron nuevos recuerdos, como aquellos de cuando aún era niño. Se acordó de la casa donde vivía, que tenía un terreno que iba de una manzana a otra, con casi 100 metros de extensión.

En aquel terreno había árboles frutales ya adultos y grandes, como perales de diversas variedades y caquis, cuyos frutos, además de ser muy dulces, si su jugo caía sobre una prenda y no se lavaba de inmediato, quedaba manchada de un color óxido para siempre.
Había también parras de uvas blancas, rosadas y negras, con las que su madre preparaba jugos y deliciosos postres en el verano.

Había papaya, naranjos, limoneros y mandarinos, todos dando sus frutos. Recordó que sus padres cultivaban hortalizas y flores de las más diversas variedades.

Otro recuerdo que le vino a la mente fue el gallinero que había en el fondo del patio, donde criaban gallinas y un gallo cantor que lo despertaba cada mañana. Su padre recogía cada día varios huevos, que se guardaban en una cesta de paja en la cocina para su consumo posterior.

En aquella época no había duchas eléctricas, y el agua del baño se calentaba en el frío invierno en un gran fogón de leña, donde enormes ollas y un hervidor se dejaban hasta llegar al punto de ebullición. En su casa, recordó, había grandes tinas de aluminio en las que cabían él y su hermano, que servían exclusivamente como bañeras y que estaban colgadas en ganchos en el baño, que, sin duda, su madre mantenía siempre impecable.

La casa era sencilla, de madera, pero acogedora. Tenía dos habitaciones, una sala de entrada, otra más grande de estar, una amplia cocina y un baño.

Fuera de la casa había un gran cobertizo donde se guardaban una nevera de hielo comprado a un vendedor que pasaba semanalmente, así como la leche que adquirían del lechero, quien todos los días la vendía en la puerta de su casa.  Además de todo eso, allí se guardaban las herramientas de su padre.

Y así, caminando, recordó también al vendedor de pescado que pasaba todas las mañanas temprano frente a su casa gritando:
—¡pez pin! ¡pez pintado! ¡bagres y dorados! ¡pescado fresquito! ¡Compren para el domingo!

Con estos recuerdos aflorando en su mente, el viejo regresó, caminando lentamente, al final de aquella hermosa mañana a su casa, pensando si al día siguiente nuevos recuerdos volverían a su memoria, trayéndolo la alegría de rememorar tiempos y momentos tan agradables que había vivido.

Y pensó: "La vida es larga e inesperada. No sabemos lo que sucederá mañana, así que seré feliz ahora..."

Alondra

A

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
 
Todos los días ella iba a su ventana y cantaba una canción para que él despertara por la mañana. Al atardecer, cuando la noche se acercaba, hacía lo mismo para que él durmiera plácidamente y lleno de encanto.
 
Tenía una voz bellísima y cada día traía consigo nuevas formas y matices en su canto.
Se conocían desde hacía muchísimo tiempo.
En verdad, por muchos años ella hacía inexorablemente lo mismo cada día.
 
Él la había salvado de morir, y desde entonces, ella le tenía un enorme cariño y un profundo amor. De la misma manera, él la quería y respetaba.
 
Así, ambos fueron creciendo, cada uno a su manera, madurando y disfrutando de la vida y la belleza de vivir cada día con nuevas experiencias.
 
Él se convirtió en un hombre apuesto, culto y elegante, siempre cortejado por mujeres hermosas. Ella lo observaba y admiraba mientras él siempre la acogía y protegía de todos los males.
 
Un día, él viajó muy lejos y estuvo ausente durante mucho tiempo.
 
Ella, sin embargo, en su simplicidad e inocencia, no dejó ni un solo día de visitar su ventana como siempre lo hacía.
 
Por fin, después de un tiempo, él regresó, y ella, feliz, fue a cantar en su ventana por la mañana esperando verlo, como siempre había sucedido. Pero entonces tuvo una sorpresa.
 
Él estaba acompañado por una hermosa mujer que, al verla cantar, sonrió y cerró la ventana. Aquella no apreciaba su canto.
 
Ella, entonces, celosa, arrancó de su cuerpo, con su pico, una pluma colorida y la dejó allí como recuerdo.
 
Se alzó al cielo, voló muy alto, altísimo, y nunca más regresó.
 
El hombre, sintiendo la ausencia de Laverca, su canto y la melodía que arrullaban sus sueños y escondían las tristezas del mundo, simplemente, sin consuelo, lloró hasta morir.
Las mañanas y las tardes quedaron silenciosas, tristes y vacías sin el bello canto de Laverca o Alondra.
 

¿Lo puedes creer?

¿

Alvaro de Almeida Leao

 

Torneo estatal de fútbol . El equipo local, Tamoio Futebol Clube, jugando por el empate contra el equipo visitante, Tupi Futebol Clube.

Árbitro y asistentes contratados de fuera del estado. Estadio lleno. Veintitrés mil espectadores, de los cuales tres mil eran hinchas del equipo visitante. Acercándose al final del partido, con el marcador en cero a cero, es más que normal oír de la hinchada local: ...¡Se acabó!... ¡Se acabó!... ¡Es campeón!... ¡Es campeón!... ¡Es campeón!...

A los cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo, surge una desgracia. ¡Y qué desgracia!... El árbitro pita un penalti contra el equipo local. Faltaba solo que el delantero pasara al último defensor, cuando, en el área pequeña, éste le da un patadón que lo levanta con balón y todo. Penalti claro, legítimo. Aceptarlo, eso es lo que hay. A veces el interés personal no permite el uso adecuado de la razón.

Pocos aficionados felices y la gran mayoría pidiendo morir. En el campo, empujones, ofensas de un lado a otro, ¿cobran el penalti o no?, el empujón, esconder la pelota y el juego, que es lo que se dice, nada. Los asistentes, solidarios con la decisión del árbitro, lo protegen. La policía, astutamente haciendo "vista gorda" cuando se trata de las acciones en favor del equipo local.

El presidente del equipo local se acerca al árbitro, ya desabrochando ostentosamente su camisa para que se vea su “revólver” de caño plateado y lo "insulta feo" a gritos:

-¡Oye, tu tonto, cuando vivía en el gallinero de tu ciudad, a cualquier hora del día o de la noche, si quería, me acostaba con tu madre!

El árbitro ni se inmuta. Ya había oído algo similar en otras ocasiones y sabía cuál era su intención: provocar una reacción que lo dejara en una mala situación.

El delegado de la ciudad, ya dentro del campo, se acerca y empieza a coaccionar:

-¡Oye, vago, no tenías nada que pitar ese penalti cuando quedaba poco para terminar el partido! ¡Recapacita!... ¡Cambia tu decisión mientras hay tiempo!

-Aquí, se cometió un penalti, y mi obligación es pitarlo. Duélale a quien le duela.

-¿Conoces el dicho “quien siembra vientos, cosecha tempestades”? Creaste un gran problema, ahora resuélvelo. Sal de ahí si eres un verdadero hombre.

El árbitro y los asistentes con un solo objetivo: cumplir bien sus obligaciones.

Después de “largos e interminables” diez minutos de interrupción, el centro delantero del equipo visitante (su capitán y encargado oficial de los penaltis) se acerca al arquero del equipo local:

-Pues mira, arquero, si ninguna de las partes cede, no llegaremos a ningún lado.
-Sí, no está fácil...
-Tengo un matrimonio en mi ciudad dentro de poco, y de ninguna manera quiero retrasarme, porque soy el padrino de los novios.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso?
-Particularmente, creo... No, no creo, estoy seguro de que el penalti fue correctamente señalado. Entonces, quisiera hacerte una propuesta.
-¿Propuesta?!... Piensa bien lo que vas a proponer. ¡Podrías salir mal! ¡Muy mal!
-¡Tranquilo!... Te propongo que convenzas al capitán de tu equipo para que dejen cobrar el penalti. Y entonces...
-Tu equipo ganará el campeonato.
-No, no es eso. Entonces, yo, que soy el encargado de patear el penalti, lo voy a tirar afuera, rescatando así la injusticia cometida.
-¿Lo garantizas?
-Puedes creerlo. Sabes bien que somos hombres de palabra.
-¿Se puede creer?
-Sin duda. No te pongas nervioso en el momento. Lo voy a tirar a unos dos metros por encima del arco.

El arquero no podía creer lo que oía. La situación había cambiado, de la noche a la mañana. Fue a hablar con el capitán de su equipo:
-Capitán, necesito hablar contigo, algo importante. Vamos allá, es una conversación privada.
-“Vale”, pero que sea rápido. Necesito estar con el equipo, levantando su moral.

El centro delantero del otro equipo, que es el encargado oficial de los penales, me prometió hace unos momentos que si dejamos que cobren el penalti, lo tirará afuera. Tiene un compromiso, está de padrino en un matrimonio. Necesita irse cuanto antes.
-¿Y qué piensas? ¿Te parece firme?
-Es un riesgo, es cierto, pero creo que lo hará como propone. Es cuestión de probar... Él hasta resaltó que somos hombres de palabra.
-Creo que es una... Pero me preocupa, el padre, hace un rato, defendió tan firmemente nuestros intereses ante el árbitro. Contradecirlo ahora no sería buena idea.
-El hecho de que, además de ser el capitán, seas hijo del delegado, pesa, es verdad, pero creo que lo más importante es conseguir el título para nuestro equipo.
-También lo creo. Entonces, arquero, hablaré con el árbitro.
-¿No sería mejor informarle primero al presidente de nuestro equipo?
-No. Cuantas menos personas involucradas, mejor.
-Bien recordado.

El capitán del equipo local se acerca al árbitro:
-Señor árbitro, yo, capitán de mi equipo, decido que el penalti, que creo no ocurrió en absoluto, debe ser cobrado. Te equivocaste  al señalarlo, pero como no quieres retroceder, paciencia... Tu carrera de árbitro ya se acabó. Un error técnico de esa magnitud es inconcebible.

Al escuchar semejante disparate, el presidente del equipo local se vuelve loco. Furioso se va hacia el capitán desafiante de su equipo y solo no se agredieron porque lo sujetaron.

La hinchada local, atónita, presencia al presidente del club peleando con su propio capitán.

El delegado, tras recomponerse de la sorpresa, va a hablar con su hijo:

-¿Qué hiciste, hijo?!... ¡Estás loco?!... ¿Tienes realmente idea de la responsabilidad que estás asumiendo?

-Sí, papá. Sé lo que estoy haciendo. No va a haber error.

Los jugadores del equipo local, indignados por tan infame decisión. El presidente del equipo local, tan enfurecido, está totalmente fuera de sí. El delegado es la personificación del desánimo.

La hinchada local, al ver a los jugadores y al árbitro dirigiéndose hacia el arco de su equipo, siente que el penalti será ejecutado. ¡Eso es lo que faltaba!... ¡No, no puede ser!...

Frente a frente, el centro delantero del equipo visitante – consciente de su deber – y el arquero del equipo local – tranquilo, para él, promesa es promesa –.

Finalmente, el árbitro autoriza el tiro. El centro delantero pega un potente disparo al ángulo izquierdo del arco y, al ver la pelota entrar en la red, corre “a mil” hacia su vestuario.

El arquero del equipo local, sin que nadie entienda por qué, inicia una persecución al "malhechor tramposo" para hacerlo pagar. Al mismo tiempo, el presidente del equipo local, con un revólver en mano, busca al "maldito" capitán de su equipo. Este, que no es tonto, se dirige a la salida del estadio. El delegado, al percatarse del peligro de vida que acecha a su hijo, lo protege, poniéndose entre los dos. En ese momento, la figura del padre prevalece sobre la del delegado.

El delegado, en súplica, le dice al presidente del equipo local:

-¡Hombre de Dios, no dispares a mi hijo! ¿No es suficiente todo lo malo que está pasando?

De no haber sido por la heroica actitud del delegado, la situación habría sido terrible.
La hinchada local, que pedía morir, está siendo debidamente atendida.

El equipo visitante, "a lo suyo", sin aceptar provocaciones, celebró el gol y ya había reemplazado a su centro delantero. Espera el reinicio del partido.

El equipo local, sin condiciones en todos los aspectos, no regresa. Entonces, el árbitro da por terminado el partido y proclama en el acta al Tupi como ganador, con un marcador de uno a cero.

Por la noche, la fiesta del “matrimonio” en la sede del Tupi. El goleador centro delantero irradia felicidad, ¡y vaya que sí! La novia – la fiel hinchada del Tupi – y el novio – el título de campeón del torneo – todos sabemos que serán felices para siempre.

La Pituca

L

Carlos Boné Riquelme

 

Se llamaba María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, y venía de una de esas familias que se dicen de mucha prosapia. Sus antepasados se remontaban a tiempos de la colonia, cuando uno de sus antepasados llegó a Chile proveniente de Argentina, con el ejército libertador, y, luego de que San Martín volviera a sus tierras, él se quedaría embrujado en el amor de una chilena de sociedad, Doña Mercedes Urrutia.

Ella, Doña María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, era delgada, alta, de rasgos muy definidos y herméticos, y su porte demostraba su total conciencia de clase y providencia. Lo único que no coincidía con su porte altivo era que no poseía un peso.

Vivía en lo que fuera la residencia familiar, pero con el crecimiento de la ciudad, la casa poco a poco había quedado relegada a un barrio que era de esos llamados de clase media, y quizás tirado a baja.

La fortuna familiar había sido dilapidada por sus antepasados, muy elegantes todos ellos, pero que no sabían de inversiones o administración, y, por lo tanto, el dinero se fue en fiestas, viajes y carreras de caballos con fuertes apuestas que, por supuesto, se perdieron.

Así, de a poco, la casa cayó en ruinas, pues no había dinero para reparaciones, y cuando el barrio comenzó a cambiar, y todas las familias pudientes empezaron a emigrar a los barrios de esos llamados “altos”, ellos debieron quedarse en la casa de familia y tratar de sobrellevar la vida con la máxima austeridad, y, por supuesto, con mucha dignidad.

Así, Doña María Rosa se había quedado solterona, pues su familia no le encontró a un caballero de su alcurnia para formar familia en este barrio, y ella no tenía el dinero necesario para asistir a las fiestas de los que ella consideraba “de su altura”.

Tampoco nadie sabía el gran secreto que ella ocultaba en lo más profundo de su alma.

Y así, de a poco, empezó a encerrarse para que nadie conociera su condición de “pobretona”, y salía solo a comprar, pues tampoco tenía la servidumbre que solía tener cuando creció. Como apenas podía pagar la electricidad, ella trataba en las noches de usar velas, y en el invierno frío, se calentaba con un “guatero” o con un brasero.

El carbón se lo traía un viejo pariente de mejores recursos, que, apiadado por la pobre existencia de esta vieja relación, le traía algunas vituallas, carbón, velas, y lo que ella pudiera necesitar, sin que pareciera una limosna, pues María Rosa era muy orgullosa.

Si ella hubiera detectado el menor cariz de pena en su conocido, no le habría abierto más la puerta, y aunque el interesado en que estas cosas llegaran a destino era más bien ella, aun así, el orgullo era mayor, y preferiría morirse de frío o de hambre que causar lástima.

En el barrio todos la conocían y la respetaban, pues reconocían en ella una de aquellas rarezas casi extintas del siglo pasado, pero que había visto mejores tiempos que ellos en este barrio.

Cuando, en sus raras salidas, María Rosa caminaba lento, pues sus piernas con artritis ya no la acompañaban bien, pero siempre erguida, con mirada altanera y ojos distantes, que solo saludaban a sus vecinos con una corta venia y una sonrisa casi desdeñosa; nadie le decía nada.

Todos sabían que, “la pituca”, como la llamaban todos en el barrio, aunque nadie hubiera osado decírselo en su cara por el respeto que inspiraba ella. Y el dueño del almacén “El Silvestre”, Don Silvestre Manzano, la atendía con gran delicadeza, y cuando ella le murmuraba que, “le anotara el pedido pues ya mandaría el dinero con alguno de sus sirvientes”, cosa que él sabía que no existían, y aun así, le decía con respeto, “así lo haré, Doña María Rosa”.

Y el muy atento le daba instrucciones al muchacho de los mandados para que le llevara lo pedido a la “mansión de los Zamorano”, y lo decía fuerte para que ella lo escuchara, pues sabía que ya estaba un poco sorda.

Ella no daba muestras de enterarse, pero muy dentro de sí, sentía un gran contento de que aun la reconocieran por lo que ellos habían sido.

Pero había algo que ella no sabía, no adivinaba. Don Silvestre siempre estuvo enamorado de ella. Y él tampoco sabía que ese amor era correspondido por Doña María Rosa, pero él nunca se hubiera atrevido a confesarle su amor secreto, y ella nunca hubiera aceptado ese amor.

Y así, cada vez que ella venía, él la miraba con el amor y la pasión encendida en sus viejos ojos, escondidos detrás de esos lentes gruesos de marco negro, que se iluminaban debajo de las espesas cejas que se asomaban debajo de la boina que usaba siempre para cubrirse la calva del duro frío invernal. Y muchas veces, no le cobraba la deuda que ya cubría varias hojas de su libreta, que no perdonaba al resto de los fiadores.

Era la única manera que él conocía para gritar su amor en silencio.

Y ella lo sabía.

Y esa era la única razón por la que ella caminaba ocasionalmente, “para no dar que hablar a las malas lenguas”, hasta el almacén, y dejaba que los minutos se alargaran un poco más, mientras Don Silvestre, parado al lado de ella, tomaba su pedido.

Este amor había comenzado muchas décadas antes.

¿Cómo pasó? No se sabe, pero Don Silvestre también llegó al barrio con sus padres, inmigrantes italianos, “bachichas”, como les decían, y con mucho trabajo habían levantado este negocito que les dio de comer y un poco más.

Un día, estando él con su padre en el almacén, llegó Doña María Rosa acompañada de una de las criadas, que, por aquel entonces, aún vivían en la casa señorial, y cuando Don Silvestre, que era un muchacho apenas empinando la adolescencia, de tez oliva, ojos despiertos y un cuerpo atlético, vio a Doña María Rosa, creyó que un ángel había caído del cielo.

Ella era bella, de ojos y piel clara, largo pelo ondulado cayendo por su espalda, y una mirada tierna que, cuando lo miró, él se quedó prendado para siempre, y ella, sin saberlo, también. Ella soñó muchas noches con él.

Fantaseó que él era un caballero extranjero que la venía a rescatar de esa soledad en la que ella estaba inmersa, pero en el fondo de su corazón, sabía que era un amor imposible, pues su familia no lo permitiría.

Y aunque ella trataba de ir al almacén con cualquier excusa, pero siempre acompañada de una criada, solo para verlo un momento, nunca le dio a él pie para hablarle. Y él también soñaba con ella cada noche.

Le escribía poemas.

Poemas que nunca le entregó, pero que tenía guardados en su escritorio, y que de vez en cuando leía. Por ella, él no quiso aceptar la beca a la universidad que le ofrecieron, ante la rabia e impotencia de sus padres.

Y se quedó en el barrio, como simple almacenero, pues así estaba cerca de ella. Y ella envejeció, junto a él, en el mismo barrio, año tras año, sin atreverse a confesar el gran amor que creció y se alimentó en ese secreto que cada uno llevaba en su pecho.

Un gorrión casi humano

U

Pedro Rivera Jaro

 
En lo que conocemos como Pasillo Verde, que era una antigua vía de ferrocarril,
existen una serie de tiendas que frecuentamos habitualmente mi esposa y yo, para
las compras diarias de alimentación. Una de ellas se llama Montepinos. En uno de sus dos locales, Montepinos tiene instalado un Mercadito en el que existen una pescadería, una charcutería, una pollería, una carnicería y una frutería.
 
En el otro local, situado justo enfrente, cruzando la calle, hay una cafetería, que, en
una parte alberga un horno de panadería, con su despacho de pan y pastelería.
 
El otro día fui a la panadería para comprar el pan, por encargo de mi esposa, y al abrirse la puerta de cristal, observé como por encima de mi hombro entraba volando una hembra de gorrión y se posaba enfrente, sobre el borde de una estantería.
 
Distingo entre hembra y macho, porque este lleva en su plumaje lo que llamamos
corbata que es una mancha oscura sobre su garganta y pecho, y la hembra no la
lleva, sino que es totalmente gris en su garganta y pecho, como el resto del plumaje
de su cuerpo.
 
Aquel animalito bajó al suelo y picoteaba en el, miguitas de pan y restos de comida,
que supongo se caían de las consumiciones de los clientes, que consumían en la
cafetería.
 
Intenté aproximarme a ella, y ella, dando cortos vuelos y saltitos, no me lo permitió.
Compré mi pan y me aproximé a la cajera, que me conoce y se llama Eva, y le
comenté el tema.
 
Ella me contestó que ya me había observado, y que el pajarito llevaba entrando desde la pandemia, cuando estuvimos recluídos en nuestros domicilios, y cuando al no
encontrar comida por la calle, entraba a buscarla allí dentro. Pero lo que llamó más
mi atención, fue saber lo que me dijo Eva, que era que, cuando esta pajarita tenía
crías, entraba con ellas para buscar alimentos para dárselos a los polluelos. También
me dijo, que si pudiese pillarla la metería en el horno, porque lógicamente ensucia
por todas partes con sus cacas. Pensemos que ella es la encargada de limpiar el local. Pero el animalito es lo suficientemente listo, como para no permitir que nadie le ponga la mano encima.
 
Cuando terminó su búsqueda de alimentos, esperó a que alguien volviese a abrir la
puerta y nuevamente salió a la calle. En mi modesta opinión, yo creo que un
animalito que demuestra esa inteligencia para sobrevivir ante las dificultades de la
vida, aunque no se trate de un humano, merece admiración y respeto.

La técnica y el hombre

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 

Un diálogo basado en la discusión, el 22.08.1968, de dos computadoras IBM (computadoras electrónicas) que llegaron, tras un largo debate, a la triste conclusión de que no son máquinas, sino genios.

¡Oh, hombre triste!
Hombre triste...
Que andas vagando,
en el tiempo,
deambulando...
Dentro de tu civilización,
desplazado,
estás solo en ti,
no te entienden,
los otros, los “hombres”,
no te quieren.
¿Por qué preguntas sobre el inicio?
¿Por qué quieres crear?
¡Todo está hecho!
Hoy, ya no eres tú,
hoy, eres masa.
Vuelve tu mirada.
E intégrate,
en la nada.

Todo narcótico en pequeñas dosis es un sedante, de la misma forma que la máquina para el hombre.

La máquina para el hombre se asemeja a los narcóticos, pues ambos, administrados en pequeñas dosis, funcionan como una terapia física y mental. Esto porque los narcóticos, cuando se aplican en grandes cantidades, proporcionan sensaciones que jamás se experimentarían en estado natural. De manera similar, las máquinas, en un número y perfección desmesuradamente grandes, privan al hombre de sus realizaciones previas, surgidas de su entonces poder creativo, las cuales le generaban alegría y satisfacción, haciéndolo sentir un ser superior.

Nos preguntamos entonces: ¿Debe el hombre detener el avance técnico y científico? ¿Es posible que lo logre en la actualidad?
¿Y si este avance se aplicara en beneficio de una mayoría en lugar de favorecer solo a una nación o un continente?

Aproximadamente hay en nuestro planeta 3 mil millones de habitantes, de los cuales más del 50 % son analfabetos y están desnutridos debido a su falta de acceso a los bienes y conforts que la técnica proporciona a quienes, afortunada o desafortunadamente, tienen acceso a ellos.

El hombre moderno, a través de su ciencia, penetra el cosmos, atraviesa las barreras de los enlaces atómicos en busca de un objetivo mayor y más profundo: el conocimiento y la identificación de su causa. Sin embargo, lo que más debería interesarle sería la comunicación y comprensión de sus semejantes, algo que la técnica no permite, pues esta individualiza y al mismo tiempo reemplaza al hombre. Así, allí donde podría haber un grupo humano realizando determinada tarea, que favorecería al mismo tiempo las relaciones entre ellos, se coloca una máquina: fría, indiferente, más eficiente, rápida y precisa, con un margen de error mínimo.

Basándonos en este hecho, es fácil suponer que las máquinas crearán máquinas, que gradualmente sustituirán al mundo de los hombres por un mundo mecánico, en el que la extensión de los cálculos escapará al dominio humano.

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