Autor/aPedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va? Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres. Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras. En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Agua de carabaña

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Pedro Rivera Jaro

 Pinto en el año 1946 era un pueblo situado al sur de Madrid capital, muy próximo de Valdemoro cuyo punto más importante era y sigue siendo actualmente, el Colegio de Guardias Jóvenes Duque de Ahumada, en donde se formaban los jóvenes que querían ser miembros de la Guardia Civil.
 
En aquellos años del Hambre, denominados así porque España había salido de una guerra entre hermanos, que había durado casi 3 años, mi suegro Fermín, que había estado encarcelado durante un año y medio, por haber formado parte del ejército Republicano, circunstancia que explicaré en otro lugar y en otro momento, consiguió montar una pequeña pescadería en la plaza de Pinto, y viajaba cada madrugada en el tren, hasta Madrid, donde compraba en el Mercado de Pescados que entonces estaba en la Puerta de Toledo, y por el mismo medio de transporte volvía con la mercancía a Pinto, donde María, mi suegra, y Fermín, lo vendían a los habitantes del pueblo. Así empezaron a reorganizar su vida familiar para poder criar a sus tres hijos, un varón y dos hembras.
 
Con esa actividad se aseguraban poder comer pescado cada día, cosa de mucha importancia en aquel tiempo de aislamiento, al que los españoles fueron sometidos, cuando España estaba en ruinas, con muchas miles de bajas ocurridas en combate y muchos miles de personas encarceladas.
 
El caso es que junto a la pescadería, vivía una señora de nombre Angeles, que tenía una hija de 11 años de edad, y dicha vecina habló con María mi suegra, para que tomara de cuidadora de los niños a Angelines que así se llamaba su hija, de manera que María podía estar tranquila mientras atendía la venta de pescado, y Rafita, Maruja y Conchi, mis cuñados, porque Estrella mi esposa, no vendría al mundo hasta 1953, quedaban al cuidado de la chiquilla de la vecina.
 
Desde el punto de vista de nuestra época, puede parecernos una barbaridad que una chiquilla tan pequeña tuviera ya obligaciones de trabajo, pero os diré que mi padre Félix con 6 años pastoreaba un rebaño de ovejas. Era otra sociedad, donde todos hacían falta para sacar la familia adelante.
 
Mi suegra, María, cuando vino la niña por primer día a su casa, la puso de comer hasta que sació su apetito. Aquello era algo increíble para Angelines, que estaba pasando necesidad como casi todo el mundo entonces. Gustaba de comer boquerones y sardinas crudas, después de abrirlos y limpiarlos. Y también les preparaba a los niños para que los comieran igualmente, y era de su gusto. A quien no le gustaba que comieran pescado crudo, era a María, quien se lo prohibió a Angelines: tu come todo lo que quieras, pero no se lo des crudo a mis niños. No obstante, a los chiquillos les gustaba comerlo y en secreto, lo seguían comiendo.
 
Había otra vecina, amiga de María, que tenía un niño de 6 años, que era bastante antipático en opinión de Angelines. Esta vecina solía venir a la casa todas las tardes con el niño, y el niño tenía la costumbre de, en cuanto llegaba y se sentaba, pedir agua. Con lo que María mandaba a Angelines que fuera a la cocina y le sirviera un vaso de agua.
 
Harta de que aquel niño la molestara cada día con el agua, un buen día se la ocurrió en vez de agua, traerle Agua de Carabaña, que era un potente purgante, y que nada más beberlo la reacción en los intestinos del niño fue fulminante.
- Mamá!, mamá!, gritaba el niño, y su madre decía: “¿Pero qué le has dado a mi niño?”
En fin, nada grave, salvo la urgencia de evacuación. La señora María se lo imaginó, pues sabía que la niña era traviesa, pero permaneció callada hasta que se fueron el niño y la madre. Después le dió una buena regañina a Angelines por lo que había hecho.
Pero lo cierto fue que el niño no volvió a pedir agua nunca más.

Solo tenía 7 años cuando perdió el bracito

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Pedro Rivera Jaro

Mi prima Victori era la niña mayor y única hembra de seis hermanos, hijos de mi tío Perico y de su esposa, mi tía Julia.
 
Fue a la tienda de ultramarinos a comprar lentejas, como la ordenó su madre. Solo tenía 7 años, pero su madre tenía que cuidar de otros dos niños que ya tenía en el mundo.
 
Cruzó la calle de Marcelo Usera, por donde subía y bajaba el tranvía de la línea 37 y entró en la tienda del Tío Ratón, que es como llamaban al dueño de la tienda. Compró medio kilo de lentejas, las pagó con el dinero que su mamá la había dado, y emprendió el regreso hacia su casa, para lo que tenía que volver a cruzar Marcelo Usera.
 
Un camión cargado subía la cuesta, procedente de la Glorieta de Cádiz y pasó por delante de Victori cuando ella acababa de salir de la tienda. Aquellos camiones, de aquella España, no tenían la potencia y la velocidad de los camiones de la actualidad. Subió trabajosamente aquel camión por delante de ella y, cuando terminó de pasar, cruzó la calle corriendo, sin darse cuenta de que un tranvía bajaba a gran velocidad y la arrolló derribándola al suelo, en donde le cortó su brazito izquierdo a una altura intermedia entre el hombro y el codo.
 
Mi madre, que adoraba a Victori, quedó absolutamente aterrada cuando recibió aquella terrible noticia. La niña fue intervenida quirúrgicamente de inmediato y salvó la vida, aunque, para siempre quedó manca de su brazo izquierdo.
 
Creció sin su bracito, pero conservó intacto su espíritu, su vivacidad y su alegría.
 
A lo largo de los años aprendí a observarla conservando su coquetería y, en este sentido, ocultaba la falta de su brazo, con ropas que le tapasen, como por ejemplo, se echaba una rebeca sobre los hombros, sin meter su único brazo en la manga.
 
Desarrolló habilidades impensables para los que tenemos la buena suerte de conservar ambos brazos, como por ejemplo lijar las uñas de su única mano, sujetando entre sus rodillas una cajita de cerillas, de aquellas cuyo rascador era de lija. Y lo que no podía lijar así, lo conseguía poniéndola entre sus dientes, a modo de sujeción.
 
Era increíble verla hacer punto con la lana y sujetando una de las dos agujas, bajo el muñón que le quedaba de su brazo izquierdo.
 
Pero lo más increíble de Victori siempre fue su espíritu positivo, su reacción ante tantas dificultades que la vida trajo hasta ella.
 
Tenía un talento innato para cantar Fandangos de Huelva, y se acompañaba dando las palmas con su única mano sobre su muslo derecho.
 
No había penas a su lado, siempre tenía un chiste para hacernos reír a todos, y siempre se interesaba por conocer las cosas particulares en la vida de los miembros de nuestra familia.
 
Siempre acompañaba en los actos sociales de la familia, tales como bodas, bautizos, comúnciones y defunciones. Si algún familiar sufría una operación quirúrgica, allá estaba Victori ando su compañía.
 
Por desgracia el COVID 19 nos la arrebató.
 
Que descanse en paz y siga viviendo en mi recuerdo.
 

La pesca furtiva

L

Pedro Rivera Jaro 

Mis primos Pedro y Faustino, junto con nuestro amigo Enrique (Camorra), y yo mismo, quedamos al salir el sol, en la carretera nueva, justo donde se juntaba con la carretera
vieja.
 
La carretera nueva tenía asfalto sobre el firme de piedra y tierra apisonadas,
mientras que la vieja carecía de asfalto, en aquella época.
 
Muchos años después, siendo alcalde Nazario, la asfaltaron y quitaron una enorme piedra, que se había desprendido de la ladera contigua, y que había quedado parada en mitad de la carretera, obstruyendo en gran parte el tráfico rodado.
 
Estoy hablando del maravilloso pueblo de Las Rozas del Puerto Real, cuyo nombre proviene del lugar donde los ganados trashumantes pagaban el Peaje Real, a la Hacienda de la Corona del Rey, en la Cañada Real de Merinas del Noble Concejo de la Mesta.
 
Este pueblo es el último perteneciente a la provincia y Comunidad de Madrid, y ocupa el esquinazo del oeste del mapa, lindando con las provincias de Ávila al norte y Toledo al sur.
Enrique traía una cesta vieja atada a su espalda, cuyo objetivo yo desconocía.
Bajamos caminando y pasamos junto a la Fuente de El Chorrillo, cuya agua cristalina y
fresca como la nieve, habíamos bebido tantas veces.
 
Continuamos bajando por la carretera vieja, y llegamos al cruce de Cinco Castaños, donde se acababa y por donde pasaba la que viene de Madrid con dirección a Plasencia. Un poco más arriba a la izquierda, está el Colegio Arzobispal y Seminario San Dámaso, o como decíamos nosotros, la fábrica de Curas, que era así solo en parte, porque muchos chicos del pueblo estudiaron allí, como Goyo y Currinchi, pero nunca llegaron a cantar Misa, porque entonces era su único camino para estudiar bachillerato en el pueblo.
Cruzamos la carretera y seguimos cruzando unos campos, y enseguida llegamos al arroyo de la Cañada Real.
 
Del otro lado de la Cañada Real, saltando la valla límite, existía un colmenar con una treintena de colmenas, cuyas obreras recogían el fruto de todas las plantas silvestres que se criaban en aquellas laderas.
 
Recuerdo innumerables tomillos salseros, cantuesos morados, romeros malvas, zarzales, jaras blancas, dedaleras rosas, peonías rosas, rosales silvestres, serbal de los cazadores, ciruelos silvestres, aranés, retamas, jenistas, toronjiles, gamones y tantas plantas medicinales y silvestres, algunas de las cuales me enseñó a distinguir mi querida tía abuela Cruz, como el orégano y el poleo, que recogíamos durante las últimas semanas del mes de agosto.
 
En aquellas colmenas, mis primos y yo, ignorantemente, habíamos descubierto los picotazos de las abejas y probamos el dolor que produce su veneno, al levantar la tapa de una de ellas y provocar su ataque, en defensa de su hogar.
 
Mi primo Pedro y yo andábamos por los 10 años, y Faustino un par de años más. Cuando las furiosas abejas se precipitaron contra nosotros, corrimos como alma que lleva el diablo, hasta llegar al arroyo, y allí nos sumergimos en una de sus charcas, consiguiendo apaciguar a las furiosas voladoras, que nos perseguían, para castigar nuestra osadía al perturbar la tranquilidad de su cotidiana existencia.
 
Nosotros le habíamos explicado a Enrique, que era hijo del tío Amalio, y que era 4 años mayor que yo, que capturábamos ranas, pero que los peces se nos escapaban. El se rió mucho y nos dijo: “mañana nos bajamos a la Cañada y os enseño a pillarlos”.
 
Una vez en el arroyo de la Cañada, nos explicó cómo teníamos que colocarnos en él .
Luego él se metió en la charca, a la orilla que estaba debajo de los árboles y colocó la
cesta vieja sumergida. Entonces nos indicó Enrique, que fuéramos cerrando el círculo
en dirección a donde estaba él, con la cesta bajo las raíces, intentando espantar a los
peces, para que se refugiaron dentro de la cesta. Cuando sacó la cesta y el agua escapó, vimos los pececillos saltando en el fondo.
También había una culebrilla de agua, a la cual dimos libertad.
 
Los pececillos brillaban como plata al saltar en el fondo de la cesta, y yo, sabiendo que
morirían al faltarles el agua, busqué y encontré un caldero viejo, colgado en un árbol de un pequeño huerto vecino al arroyo. Eché agua en el caldero, o cubo como le llamamos en Madrid, y depositamos los pececillos dentro de él, para evitar su muerte.
 
Cuando acabamos la pesca, después de repetir varias veces la operación, en otras charcas, subimos cargados con el cubo, el agua que contenía, y los peces que nadaban dentro de él.
Al llegar a mi casa, en la pila donde mi madre lavaba la ropa a mano, echamos agua limpia y depositamos en ella el contenido del caldero.
 
Los pececillos parecían estar bien. Desde muy niño me encantaba ver los peces dentro de la pecera de la prima Petra, una de las hijas de mi tía abuela Marcelina.
 
Lamentablemente al día siguiente, cuando me levanté por la mañana y fui a ver nuestros peces a la pila, habían muerto casi todos y flotaban en la superficie. Los dos que quedaban vivos, los volví a poner con agua limpia, en el caldero, y después los bajé hasta el arroyo, en el lugar donde el día anterior los habíamos capturado.
 
Los devolví a su charca y el volví a colgarlo en el árbol donde lo había encontrado el día anterior.
 
Tengo que decir lo mucho que disfruté en mi querido pueblo de Las Rozas del Puerto Real, durante aquellos veranos infantiles.
Nunca lo podré olvidar.

Piensa mal y acertarás

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Pedro Rivera Jaro 

Si algo he aprendido a lo largo de mis 74 años de vida, ha sido a desconfiar de políticos, y por añadidura, de gobernantes de cualquier signo político.

Recuerdo que siendo un niño, me contaba un señor anciano, de cabellos y bigotes blancos, que cuando la guerra de independencia de Cuba, la intervención oficial norteamericana comenzó por el estallido e inmediato hundimiento del acorazado Maine, perteneciente a los Estados Unidos de Norteamérica, estando fondeado en la bahía de La Habana, en aguas de Cuba.

Esa fue la excusa, o el detonante para intervenir sin tapujos en la guerra de España con los independentistas mambis de Cuba. Y ya de paso se sumaron Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam a la insurrección y posterior influencia norteamericana sobre esos territorios.

Todos conocemos la situación política posterior de todos estos territorios, donde los Estados Unidos tuvieron predominio, exceptuando Cuba, donde les salió la paloma cuco, y en la que desde los primeros años cincuenta, Fidel Castro y sus guerrilleros en Sierra Maestra se apoderaron de la Perla del Caribe, y ahí siguen con su régimen comunista.

Los estadounidenses ocuparon Guantánamo en 1898. Legalizaron esa ocupación en el Tratado USA-Cuba de 1903, consiguiendo jurisdicción, pero conservando Cuba la soberanía definitiva.

La realidad era que a España no le interesaba provocar al gigante norteamericano, pero pudo ser organizado por los independentistas cubanos, con objeto de soliviantar la opinión pública americana y promover la intervención norteamericana en el conflicto.

El propietario del diario The World y de otros muchos periódicos, William Randolf Hearst, había visitado el Maine cuatro días antes de su hundimiento.

Después de la explosión, se comprobó que no había peces muertos alrededor, o sea, que no había indicios de explosión exterior. La explosión fue interior y producida por un accidente originado por la combustión espontánea de carbón, que se trasmitió a la pólvora negra que formaba parte de la carga, y también a la munición, provocando la explosión y el inmediato hundimiento del acorazado.

En 1975, un equipo de expertos dirigido por el Almirante Hyman Rickover, creador de la Marina de Guerra Nuclear, concluyó que la explosión fue interna y que los oficiales del barco no obraron con las debidas cautelas. Hubo otros investigadores que llegaron a igual conclusión.

Dicho lo cual, y refiriéndonos ahora al conflicto generado por el ataque de Hamás , ¿cómo puede ser que entre un contingente armado, en territorio israelí, que está fuertemente militarizado y con gran preparación de reacción ante ataques terroristas, y actúen libremente sobre una multitud de miles de jóvenes asistentes a un gran espectáculo musical? ¿No había ninguna vigilancia que pudiera reaccionar?.

Asesinar a 1.200 personas y cientos de heridos y secuestrados, sin encontrar resistencia en el mismo país que hace pocos días, ha reaccionado al lanzamiento de 300 misiles y drones, consiguiendo su destrucción, casi al 100%., ¿es posible creerlo sin mantener un mínimo de desconfianza?

Al menos deberíamos de pensar los que tengamos un gramo de cerebro. La prensa y demás medios, son convenientemente silenciados por el poder político, y hábilmente dirigidos hacia donde conviene a los que mandan.

Siempre ha sido así, sigue siendo y seguirá por los siglos de los siglos, mientras que el hombre sea hombre.

¿A quien conviene todo lo que está pasando en Oriente Medio?

La guerra de Melilla en 1909

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Pedro Rivera Jaro

Una de las guerras de España en Marruecos tuvo lugar el año 1909. A aquella guerra, como a todas las guerras, contribuyó el pueblo con su sangre más joven y también con sus oficiales militares más valientes, como el Capitán Melgar.
 
Los políticos originan las guerras y los hijos del pueblo, que no tienen dinero para pagar la Bula de Salvación, y evitar la entrada a filas, vierten su sangre en defensa de intereses de unos pocos poderosos a los que ni siquiera conocen. Todo ello en nombre de la "patria". Pues bien, mi abuelo paterno, Apolonio, que tenía a la sazón 21 años, fue uno más de aquellos jóvenes.
 
Cuando yo tenía como 12 años, mi abuelo ya debía de contar como 74 años, y debido a una insuficiencia de su riego sanguíneo, durante las noches sufría episodios que le hacían llamar en sueños a su madre, dando voces y despertando a mi tía Lucía y a mis primas Isabel y Rosita.
 
Para compartir esa pequeña contrariedad, porque el resto del tiempo mi abuelo era una persona muy cariñosa con su familia y muy apreciado por vecinos y amigos, decidieron los cinco hijos, o sea, mis tíos y mi padre, acompañarle cada noche por turno y así, el resto de familia podía descansar. El problema surgía porque mi padre y mi tío Víctor eran camioneros y a veces el sueño durante la conducción, podía interrumpir la concentración que requiere conducir un camión, como le ocurrió en una ocasión a mi tío Víctor, que se salió de la carretera y afortunadamente no tuvimos que sufrir graves consecuencias. Para evitar esto, los nietos cuando era estrictamente necesario que nuestro padre o tío durmieran, hacíamos el acompañamiento al abuelo durante la noche, para atenderle con todo el cariño que nuestros mayores merecen.
 
Mi abuelo no acostumbraba a hablar demasiado, pero de vez en cuando contaba alguna cosa, siempre con mucho cariño y una sonrisa en su cara. A mi padre le llamaba cariñosamente el Negro, porque era moreno de pelo y de piel, curtida por el sol. Decía de él, que siempre fue diferente a los demás hermanos. Otro recuerdo que tengo, puede que de los primeros de mi vida consciente, era en un día soleado, precioso, en el que estaba mi padre y mis tíos en un campo de lo que hoy es la Ciudad de los Angeles, en Madrid, y mi abuelo conmigo, mientras ellos recogían en ese campo la cosecha de garbanzos, mi abuelo me llevó debajo de un gran depósito de agua, cuyos soportes eran columnas de hierro, y allí se quitó su boina negra, que siempre vestía en su cabeza, y me tomó la mano, sacando del interior de la boina un grillo negro, que pretendía que yo tomara en mi mano, pero que a mí me daba miedo. Su sonrisa era completa, su boca y sus ojos estaban iluminados, y hablándome muy suavemente me decía: no tengas miedo hijo, mira no hace nada. ¿Ves como lo tengo yo? Mi miedo desapareció y cogí el grillo que, después de un rato lo soltamos, para que siguiera viviendo libre.
 
También me contó, durante una noche que le velaba y despertó, acerca de cuando estuvo combatiendo en la Guerra de Melilla, donde estuvo a punto de morir por efecto de la peste y por los combates con los Kabileños.
 
El era acemilero, o sea que se ocupaba del cuidado y manejo de las mulas o acémilas, que eran el transporte fundamental en aquellos terrenos abruptos, para el armamento pesado, municiones y otros suministros en general necesarios en aquella situación. Cada día tenía que llevar las mulas a beber agua a una fuente, a la que había que acceder bajando por un barranco, en cuya parte más baja estaba el abrevadero. Desde lo alto de los cerros que bordeaban el barranco, los Kabileños ocultos disparaban con sus fusiles a los soldados españoles de abajo, y les producían muchas bajas.
 
Mi abuelo me contaba que se arrimaba a una de las mulas, resguardándose detrás de la cabeza, cuello y patas del animal, y así le servía de parapeto. Aquel Barranco era denominado del Lobo.
 
En aquel momento entendí la canción que oía cantar a las niñas cuando yo era más pequeño, mientras ellas saltaban a la comba: “En el Barranco del Lobo// hay una fuente que mana// sangre de los españoles// que murieron por España.// Pobrecita niña // ¿cuánto llorará?// al ver a su novio// que a la guerra va. //Ni me peino ni me lavo, // ni me pongo la mantilla,  //hasta que vuelva mi novio, // de la guerra de Melilla. // Pobrecita niña //¿cuánto sufrirá // pensando en su novio // que en la guerra está//
 
Otra cosa que me contaba era como le rescató de entre los muertos y desahuciados por la peste un paisano, compañero y amigo suyo, cuyo nombre no recuerdo, aunque si su apellido que era Ramos, cuando le llevaron los enfermeros a un barracón al que arrojaban los muertos víctimas de la terrible peste que se desató entre los componentes del ejército español de África. Cuando su amigo Ramos pudo ir a verle a la compañía y se enteró de que se lo habían llevado al depósito de cadáveres, dijo que no podía ser, que por la mañana le había visto recuperándose, despacito pero recuperándose. No contento con la situación, se dirigió al Depósito, y comprobó que la puerta del mismo estaba cerrada con candado, pero encontró una ventana que no estaba bien cerrada, y por ella pasó al interior. Buscó allí a mi abuelo hasta encontrarle, y comprobar que seguía vivo. Cargó con él sobre su espalda y lo arrastró hasta la ventana, sacándole al exterior y llevándole hasta la compañía, con la ayuda de otro compañero que le esperaba fuera del Depósito de Cadáveres. Aquel tremendo gesto de solidaridad, amistad y compañerismo, siempre lo he tenido presente y sin él, probablemente yo no existiría ni estaría contándoos esta historia.
 
Mi abuelo Apolonio se curó y llegó a vivir cerca de 80 años. Aquel amigo que le sacó literalmente de entre los muertos, visitaba en Madrid la casa de mi abuelo y yo le veía cuando era un niñito, pero yo entonces desconocía lo que os estoy contando, y que era el origen y cimiento de su gran amistad que duró hasta su muerte.

Promesa fallida

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Pedro Rivera Jaro 

Me he acercado a ti por tu sonrisa
Que me promete lo que tus ojos dicen
Lo que adivino en su brillo
Y que calla tu silente boca.

Eso era al menos lo que yo creía
Hasta comprobar que tu promesa desaparecia
Y tampoco tus ojos expresaban la verdad
Y que perdieron su brillo de inmediato
Mientras tu boca dejó de ser silente
Y empezó a hablar, y hablar, y hablar.

España en llamas

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Pedro Rivera Jaro 

Estamos ahora en el mes de diciembre de 2022. Llueve con gran profusión en toda España y no escuchamos en las televisiones, emisoras de radio y prensa escrita, absolutamente nada de fuegos terroríficos que devoran nuestros montes.
 
Desde la tranquilidad, es el momento de hacer unos comentarios referidos a esta cuestión.
Pavorosos incendios en el verano repartidos por toda la geografía española: en Galicia, provincia de Lugo, Folgoso do Courel y Pobra do Brollón. Provincia de Orense, Carballada de Valdeorras y O Barco de Valdeorras, Candeda, Riodolas. Destruidas 30.000 hectáreas de montes.
 
En Castilla León, provincia de Zamora, Losacio, San Martín de Tábara, Sierra de la Culebra. Destruidas 52.000 hectáreas, y muerte de un brigadista de 62 años. Provincia de Salamanca, Candelario, Las Batuecas, Monsagro, Peña de Francia. Destruidas 9.000 hectáreas. En Segovia, Navafria. En Ávila, Cebreros, Herradón de Pinares y Navalperal de Pinares, 4.000 hectáreas y 2.100 vecinos desalojados Provincia de León, Luyego, Teleno. Provincia de Valladolid, Provincia de Burgos. En Extremadura, Monfragüe, 6.000 hectáreas, Valle del Jerte y Las Hurdes de la provincia de Cáceres, en Cataluña, provincia de Barcelona, Pont de Vilomara-Bages, en el parque Natural de Sant LLorenc del Munt i l´Obac.
 
En Aragón, provincia de Zaragoza, Ateca, 14.000 hectáreas. En Madrid, Guadarrama. En Castilla La Mancha, provincia de Guadalajara, Valdepeñas de la Sierra. Provincia de Albacete, Riopar. Por último en Andalucía, Sierra de Mijas, en Málaga.
 
El total de hectáreas de monte abrasadas en este verano, superan las 200.000. Sin contar el fallecimiento de varias personas, casas quemadas, establos, ganados, animales salvajes como linces, lobos, nidos de águilas, viñas, olivares, etc.
 
Echarle la culpa al cambio climático, es demasiado cómodo, señores. Brigadas Antiincendios del Ministerio de Transición Ecológica, Asociaciones de Bomberos Forestales, Aviones, Helicópteros, camiones Cisterna-Bomba y cientos de héroes anónimos que se juegan la vida para intentar apagar los incendios lo antes posible, no son suficiente, cuando en el monte seco hay combustible suficiente para arder como teas árboles, matorrales, zarzas, etc.
 
Los Ingenieros Forestales solo buscan regular actividades, para justificar sus puestos de trabajo, desde sus cómodos despachos oficiales, desoyendo a los habitantes de los lugares del medio rural, que durante generaciones han cuidado y mantenido los campos limpios, por ser su medio de vida y donde criaban sus ganados, que comían hierba y matorrales y sembraban sus huertos, sus olivares, sus viñedos, etc. Efectuaban sus podas correspondientes y los restos de esas podas, una parte se consumía como combustible en sus hogares, en sus cocinas, en sus estufas de calefacción, que encendían con piñotas de pino, retamas y ramitas. Otra parte les servía para fabricar carbón de encina y cisco. Y el resto lo quemaban en estas épocas de lluvia, en lugares donde no podían originar incendios. Limpiaban los accesos y callejas de zarzas y maleza, y los montes se mantenían limpios de ese combustible que ahora está prohibido retirar, si no hay un inspector presenciándolo, previa solicitud por parte del lugareño. Imaginen a los pastores de ovejas, de cabras o de vacas, que conocen los campos como nadie, pero que los temas burocráticos les suponen un gran esfuerzo, teniendo en cuenta que muchos de ellos no han tenido la oportunidad de pasar en el colegio el tiempo suficiente. Todo esto formaba parte de un sistema de vida que poco a poco, se ha ido abandonando al mismo ritmo que el hombre rural, se ha ido convirtiendo en urbanita, y cada día quedan menos habitantes en las zonas rurales. Señores que se autodenominan ecologistas enseñan a los que se han criado sobre el terreno, cuidándolo y viviendo de él.
 
Ecologistas de las macetas de la terraza de mamá, que no permiten explotaciones del monte que son centenarias en su existencia. So pretexto de cuidar a la fauna salvaje, lobos y jabalíes se enseñorean de los montes, destrozando el medio de vida que tuvieron nuestros ancestros y convirtiendo el monte en una selva impenetrable, donde en cuanto cae un rayo, una cerilla, un cigarrillo encendido, produce un desastre de dimensionesimpensables.
 
La realidad es que hay abandono rural, la gestión forestal es prácticamente inexistente, los cortafuegos se encuentran en estado de semidestrucción, llenos de matorrales, que permiten el paso del fuego de un lado al otro de los mismos.
 
Mi humilde opinión es que los incendios se apagan en invierno, mediante el trabajo preventivo de limpieza de matorrales y zarzas, que consigue que cuando llega el verano, si cae un rayo y produce un incendio, nunca puede adquirir las dimensiones que adquieren ahora con los montes llenos de broza combustible que imposibilita el paso de los brigadistas antiincendios.
 
¿Cómo es posible que tengamos millones de parados en España, y no se contraten jornaleros en paro que se dediquen a sanear los montes, limpiar cortafuegos y hacer otros nuevos?
 
Recuerdo siendo yo un niño de 11 años, allá por 1961, podría ser 1962 tal vez, en el precioso pueblecito de Las Rozas del Puerto Real, provincia de Madrid, en las estribaciones de la Sierra de Gredos, de donde era oriunda mi familia materna (mis abuelos Pedro y Saturnina), y donde solíamos pasar el verano mis hermanos y yo, al cuidado de mi querida mamá, estábamos un sábado por la noche en la Verbena de Alberto, viendo el cine, que proyectaba un señor ambulante sobre una sábana blanca en un muro recto, cuando se presentó la Guardia Civil, y dio la alarma de un incendio en las cercanías del pueblo. Todos los varones que había allí, mayores de 16 años, subieron al remolque del tractor del hijo de Tía Fernanda, Pepe, y fueron hasta donde estaba el fuego quemando el monte, y con retamas verdes, hachas, escobas, azadas y cubos de agua, colaborando todos hasta que apagaron el incendio.
 
No había retenes antiincendios, ni helicópteros, ni aviones, ni camiones cisterna, pero lo que si había era la firme voluntad de conservar el monte y sus bosques.
 
Unos años más tarde también pude observar durante un invierno, en el mismo pueblo de Las Rozas del Puerto Real, que varios grupos de jornaleros del pueblo, contratados por ICONA, Instituto para la Conservación de la Naturaleza, que viene siendo equivalente a lo que hoy se denomina Medio Ambiente, limpiaban las laderas, los caminos, los bordes de las carreteras, etc, y recuerdo que durante los años que se hizo ésta labor, no hubo ni un solo incendio en el pueblo.
 
Después de todo esto, dejaron de contratar cuadrillas y empezó la maleza a apoderarse de todo el monte. Le pregunté a un gran amigo mío pequeño ganadero, que porqué no limpiaba y quemaba las zarzas, y me contestó que lo habían prohibido los de Medio Ambiente. No podían cortar zarzas si no solicitaban un permiso previamente, y una vez concedido, debían de adjudicar día y hora para que estuviera presente un Agente de Medio Ambiente, para evitar supuestos abusos a la hora de quemar zarzas. Al parecer conocía mejor ese Agente el terreno de mi amigo, que él, que se había criado y cuidado toda la vida de él.
 
Aburren con normas de poco sentido a personas que viven por y para el monte. Los que saben son los ecologistas de macetas de terraza, que traspasan sus falsos conocimientos a las personas que nacieron en él y aprendieron de sus padres y abuelos, el respeto a la flora y a la fauna.
 
Ayer mismo escuchaba en un chat, hablar a dos ganaderos y agricultores modestos de Extremadura, explicar lo que les está pasando.
 
Uno de ellos mostraba según apacentaba sus cabras y sus vacas, los restos de una poda de olivos, amontonados en un prado verde, después de que sus cabras se hubieran comido todas las hojas y partes tiernas. Según una ley creada y publicada por los que él llama despectivamente “corbatines”, señalaba a Guardias Civiles y Forestales, la obligación de denunciar y multar a aquéllos que quemaran dichos restos, como se ha venido haciendo durante cientos de años.
 
Él recomendaba que los agentes forestales, mirasen para otro lado y dejasen al pequeño agricultor que sigue resistiendo en el campo, con sus animales y sus pequeños cultivos, porque si no, va a llegar el día en que desistirán de seguir produciendo patatas, frutas, aceitunas, cabritos, terneras, etc., y luego en las ciudades vamos a comer grava.
 
En cuanto al otro pequeño ganadero y agricultor, mostraba un olivar que el mantuvo limpio y cuidado, entre otros olivares ya abandonados y cubiertos de maleza, que este verano había ardido completamente y no quedaban mas que los troncos desnudos. Este último ya no tenía ganas de seguir luchando y hablaba de hacer leña con los troncos, para el fuego de su casa.
 
Sin señalar a ningún partido político, los que mandan desde sus lujosos despachos, deberían de aprender a hablar con el pueblo, porque son los miembros del pueblo los que conocen su medio de vida, con la sabiduría trasmitida de generación en generación, y en último término, con sus contribuciones, tasas e impuestos, contribuyen en buena medida al pago de sus sueldos de funcionarios.

Aquellas semanas santas

A

Pedro Rivera Jaro

 
Hoy es Domingo de Pascua Florida, o como también acostumbramos a decir, Domingo de Resurreción.
 
Hoy las costumbres, para la mayoría de los ciudadanos españoles, son muy diferentes a las que conocíamos durante los años de mi infancia y de mi adolescencia.
 
En aquellos años de mis recuerdos infantiles, finales de los cincuenta y principios de los sesenta, si empezamos por el Miércoles de Ceniza, día en el que nos llevaban del Colegio a la Iglesia Parroquial de San Fermín, a todos bien arregladitos, por recomendación de nuestro profesor.
 
En la iglesia, el Cura Párroco Don Antonio, nos daba un sermón sobre el significado de ese día en recuerdo del final del periodo de Jesucristo en el desierto, y la ceniza que simboliza la muerte y la pequeñez del ser humano ante la grandeza del Creador, y nos recuerda la vanidad de las cosas. Viene a recordarnos igualmente, que somos polvo y ceniza, únicamente.
 
Más tarde llegaba el Domingo de Ramos. Era un día festivo para nosotros los niños, porque íbamos con las palmas a las procesiones y también estrenábamos algo nuevo, porque según rezaba el dicho popular: “Hoy que es Domingo de Ramos, a quien no estrene algo nuevo, se le caerán las manos.”. Simbolizaba la entrada de Jesús en Jerusalén, montado a lomos de una borriquita, cuando los habitantes de aquella ciudad le vitoreaban arrojando a su paso ramos de olivo, y postrándose a su paso.
 
Los días siguientes se sucedían, la Última Cena, la Oración en el Huerto de los Olivos, o de Getsemaní, y el Prendimiento de Jesús. Posteriormente era juzgado por los Sacerdotes del Templo, y condenado a ser azotado y ejecutado. Luego fue llevado delante de Pilatos, quien después de lavarse las manos, dio a elegir al pueblo, y este eligió que liberase a Barrabás, el ladrón, y crucificase a Jesús. Y en Jueves Santo fue crucificado.
 
Todo esto se representaba dentro de las iglesias con las imágenes de Santos y Vírgenes, cubiertas con telas de color morado, figurando el luto por la muerte de Jesucristo.
 
Aquellos días no se podía poner música, la radio ponía música clásica, en la televisión, solo veíamos películas de temas sagrados, como Quo Vadis, La Túnica Sagrada, Los Diez Mandamientos, Ben Hur, Rey de Reyes, Barrabás, etc.
 
Hasta que desembocábamos en el Sábado de Gloria, y los niños íbamos a la Iglesia con recipientes llenos de agua, y el cura bendecía el agua, que después se salpicaba por los rincones de las casas. Aquella noche resucitaba y salía del sepulcro.
 
Por fin llegaba el Domingo de Resurrección, en el que volvíamos a la normalidad.
 
Yo recuerdo que en Madrid era el día del estreno de las nuevas películas, en los cines de la Grán Vía, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio y de la Glorieta de Bilbao.
Eran tiempos del Nacionalcatolicismo, las iglesias se atestaban de fieles, y no cabía ni un alma más. Muy diferente de lo que ocurre hoy en día, que no se ven nunca llenas.
 
Los jóvenes de entonces, en nuestra adolescencia, opinábamos que era exagerada aquella situación, y algunos nos convertíamos en transgresores de aquel luto.
 
A medida que salíamos de los años sesenta, íbamos perdiendo el miedo a transgredir aquellas normas.
 
En el año 1968, o tal vez en el 1969, nos reuníamos en Semana Santa en la Sierra, en la Urbanización Entrepinos, perteneciente al precioso pueblo de Las Rozas del Puerto Real. Entre los pinares, con un tocadiscos que funcionaba a pilas, escuchábamos y bailábamos la música de Los Brincos, Diana Ross and the Supremes, y otros grupos de aquella época.

Cinco niños huérfanos de madre

C

Pedro Rivera Jaro

En Gerindote, un pequeño pueblo de la provincia de Toledo, muy próximo a Torrijos, que era el núcleo principal de aquella comarca en la que se ubicaban ambos pueblos, nacieron mis abuelos paternos, Apolonio e Isabel.
 
El matrimonio formado por Isidoro Rivera Martín y Luisa Soriano Yepes, trajeron al mundo en 1887 un varón, a quien pusieron de nombre Ignacio Apolonio, en la calle Hurtada, número 4, donde vivían y tenían su domicilio.
Tres años más tarde, en 1890, vino al mundo mi abuela Isabel, hija del matrimonio formado por Emeterio González Palomo y Petra Rivera Sánchez-Aparicio, en la calle del Norte, número 7.
 
Mi abuelo trabajó toda su vida en labores agrícolas, salvo el paréntesis del servicio militar que cumplió en la guerra de Melilla y que cuento en otro lugar. Después de volver de Africa, volvió a trabajar para uno de los terratenientes del pueblo, en la misma casa en la que también trabajaba mi abuela Isabel. Allí se enamoraron, y en 1914 se casaron.
 
En aquella casa, mi abuelo ganaba 5 pesetas diarias. En 1927 el matrimonio ya tenía 5 hijos y decidieron que Apolonio se viniese a trabajar a Madrid, en donde empezó ganando 8 pesetas diarias y muy poco tiempo después, su jefe consideró que era un hombre muy trabajador y muy responsable, por cuyas razones le subió el salario a 10 pesetas diarias.
 
Un año después, en 1928, buscó una casa en Madrid, donde pudiesen vivir los siete juntos, y trajo a la abuela Isabel y a los cinco hijos. Lucía de 13 años, Luis de 11, Emeterio de 9, Felix de 5 y Victor de 3 años.
 
La abuela enfermó muy pronto, y mi padre Felix, me contó como recordaba que el médico fue dos veces a la casa para revisarla. Muy poco después Isabel y los hijos, volvieron a Gerindote, donde la bisabuela Petra, que era su madre, cuidó de ella y de los chicos, hasta que poco después falleció aquel verano con solo 36 años. Demasiado joven y demasiados hijos.
 
El día que falleció , tío Luis, con 12 años estaba trabajando en el pueblo de Torrejón de Velasco, llevando con una burra, la comida y los utensilios, a una cuadrilla de segadores, ganando 20 duros (100 pesetas, 0,60 céntimos de euro), por todo el verano.
 
Era así la vida de un chiquillo entonces. Todos desde niños, debían aportar al mantenimiento de la familia.
 
Recuerdo que mi padre me contaba que con 5 ó 6 años, ganaba 1 peseta al día, pastoreando ovejas o trillando la miés, en el verano.
 
Un día que estaba en el Pradolongo, y que llovía a mares, en el mismo lugar donde 38 años después yo iba a jugar los sábados al futbol con mis compañeros de bachillerato del Colegio Central, mi padre que estaba allí con las ovejas y, que había estrenado sus alpargatas de tela y cáñamo, aquel mismo día, al pisar el barro santo que se pegaba en ellas en gran cantidad, empezó a llorar amargamente, porque sus alpargatas se le iban a destrozar. Pobre niño mi padre, que no se daba cuenta todavía de que, mucho más importante que las alpargatas, había perdido a su querida madre.
 
Digo madre, porque así lo decían ellos, que no estilaban decir mamá, como decimos ahora.
Si alguno de nosotros, mis hermanos o yo, cometíamos el error de contestar mal o desobedecer a mamá, y mi padre lo presenciaba, montaba en cólera y nos reprendía diciéndonos, que no teníamos ni remota idea de lo que significaba, tener una madre.
 
Eso y despreciar las comidas que nos hacía mamá, teniendo en cuenta el hambre que había pasado él, eran los más graves motivos que podían despertar su rabia contra nosotros, a quienes por otra parte, adoraba.
 
Algún día que ya había terminado sus tareas laborales, y fijaros bien que me estoy refiriendo a un niño de 6 años, y salía a la calle a jugar con otros niños de su edad o parecida, y salían las madres de los otros niños, a darles la merienda, mi padre se metía en la casa y se ponía a llorar en soledad, porque él no tenía aquella madre que tanto quiso y que ya no podía, darle su merienda, ni sus besos, ni sus abrazos.
 
Nunca olvidó el recuerdo de su madre, a quién siempre mencionaba con un tremendo cariño, que se dibujaba en el brillo de sus ojos, y en la sonrisa de toda su cara.
 
Mi abuelo Apolonio con sus 42 años, quedó viudo y con 5 criaturas, de las cuales la mayor era mi tía Lucía, la única hembra, que tenía 13 años. El más pequeño de los hermanos era mi tío Victor, con 3 años. Y ella se convirtió en la responsable de todos, porque mi abuelo no quiso nunca que sus hijos tuvieran madrastra.
 
Y así fue hasta su fallecimiento.

El tirachinas del "pastillas"

E

Pedro Rivera Jaro 

Allá por el mes de Julio de 1960, cuando se habían acabado los estudios y recibido las notas, mis padres preparaban todo lo necesario para desplazarnos al bellísimo pueblo de Las Rozas de Puerto Real, el pueblo de mis abuelos maternos Pedro y Saturnina, donde mis padres, un año antes, habían comprado una parcelita de 300 metros cuadrados de terreno y habían construido un pequeño chalet.

Al principio teníamos que transportar muebles y ropas de nuestra casa en Madrid, que cargábamos en el camión de mi padre hasta la nueva casa del pueblo, en las estribaciones de la Sierra de Gredos.

En la cabina del camión subían mamá con los dos pequeños, Félix y Javi, acompañando a papá, que lo conducía. Mi tío Luis junto con mi prima Luisita, mi hermana Maribel y yo, viajábamos sentados en la caja, sobre una alfombra y sin levantarnos, para que la Guardia Civil de carretera no nos multase.

Mi padre normalmente aprovechaba la festividad del 18 de julio, en la que se permitía llevar personas en las cajas de los camiones, porque se hacían excursiones al río Alberche, Guadarrama y al Pantano de San Juan, para pasar el aniversario del levantamiento de los Generales contra la II República, para llevarnos al pueblo.

A excepción de mi padre y de mi tío Luis, que regresaban a Madrid para trabajar, todos los demás nos quedábamos en Las Rozas de Puerto Real hasta el comienzo de las clases en el colegio, en la primera decena de Septiembre. O sea que durante casi dos meses disfrutábamos de nuestra estancia y actividades veraniegas.

Una de las actividades que yo practicaba habitualmente, era la práctica de la caza. En aquella época, la cultura y costumbres populares diferían en buena medida de las que hoy se consideran normales.

Por ejemplo se consideraba normal, que los chicos cazásemos pajarillos por las viñas, olivares y montes, para que, una vez desplumados y destripados, fueran cocinados y sirvieran de comida.

Mi amigo Antonio, que todos llamábamos Pastillas, tenía un tirachinas, de los que hacíamos con una horquilla de madera de olivo, dos gomas procedentes de ruedas viejas de bicicleta, y una zapata de cuero viejo, para alojar la china, que era el proyectil.

Antonio, donde ponía el ojo, ponía la china. Yo en cambio tiraba con una escopetilla de aire comprimido de 4,5mm. de calibre y marca Norica, que disparaba un plomillo de cada vez.

Observábamos donde pernoctaban las bandadas de pájaros, vigilándolos a la caída de la tarde, y allí donde los localizábamos, nos acercábamos por la noche, con una linterna de pilas. Enfocábamos la linterna sobre las ramas bajas donde dormían las aves, y en un rato teníamos unas cuantas en nuestro poder.

Una noche saltamos la valla de una viña, cercana a la iglesia del pueblo, y en las ramas de una higuera, próxima a la torre del campanario, que fue hacía siglos, torre Albarrana, localizamos con la linterna un gallo blanco durmiendo con sus plumas muy blancas.

Mi querido Pastillas no me dio tiempo a decirle que no tirara. En un santiamén había tirado y acertado al gallo, que cayó al suelo cacareando con gran estrépito y alboroto.
Justo en ese momento estaban saliendo unas señoras de la iglesia y al escuchar los cacareos, empezaron a dar voces, motivo por el cual, mi amigo y yo, salimos corriendo por las viñas, escapando a campo través, abandonando el gallo en el lugar donde había caído, que supuse se recuperaría de la pedrada.

Otra tarde observamos muchos pájaros sobre un redil de ovejas, que tenía el padre de mi amigo Angelillo, en una calleja que subía al Barrio de Las Eras, desde la Fuente Morisca, junto a la casa de Nicomedes.

Aquella noche fuimos allá y entramos al redil. Bajo las higueras estuvimos un rato cazando entre las ovejas.

Cuando consideramos que debíamos irnos, y saltamos la red, de pronto empezamos a notar picotazos en las piernas, por lo que nos alumbramos con la linterna y descubrimos que nuestras piernas estaban negras de pulgas y por ello fuimos corriendo hasta una fuente pública cercana, en cuyas pilas nos estuvimos lavando, totalmente desnudos, hasta conseguir deshacernos de aquellos molestos animalitos..

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