Pedro Rivera Jaro
Pasado un rato yo tenía todos los efectos de una borrachera, aunque entonces no lo sabía.
Pasado un rato yo tenía todos los efectos de una borrachera, aunque entonces no lo sabía.
Después de escuchar todas estas opiniones, yo me pregunto: ¿Cómo puede nuestra sociedad mantenerse fuera de la mentira, si nuestros principales líderes, sin querer detallar nombres y apellidos, (aunque se me vienen a la cabeza algunos muy conocidos e importantes), prometen en sus campañas políticas una serie de cosas que harán, y otra serie de cosas que nunca harán si consiguen el poder, pero cuando lo alcanzan hacen lo contrario de lo que prometieron?
Yo entonces me interpuse, y les dije que no tenían ningún derecho, porque eso no era un motivo para que maltrataran a aquel muchacho. Entonces uno de aquellos tres acosadores me gritó que seguramente yo también era otro maricón, y que por eso le defendía.
Mi padre, que tenía al Director don Francisco en un altar como si fuera un Santo, tomó la funda de la bandurria con élla dentro, y poniéndola en lo alto del armario ropero de su dormitorio me dijo: “Hasta que acabe el curso, no vuelvas a tocarla”. Y yo aguantando mis lágrimas no me atreví a contestarle a mi padre, pero en mi fuero interno y lleno de pena pensé: “No la volveré a tocar más”. Y así fue.
Era verano. El año no lo recuerdo exactamente, pero aproximadamente debería tratarse de 1968. Deberían de ser alrededor de las 10 de la noche. Habíamos cenado y mis hermanos pequeños Félix y Javi salieron a jugar a nuestro hermoso patio, mientras mis padres, mi hermana Maribel y yo, veíamos en la cocina de nuestra casa, en el televisor Werner, el programa que estuviera emitiendo la única televisión que teníamos entonces en España, Televisión Española.
La cocina era el centro de reunión habitual en nuestra casa. Siempre lo recuerdo así, allí estaban la cocina de gas butano donde mi madre guisaba cada día los alimentos que comíamos todos, allí estaba el fregadero, el armario de cocina con un montón de platos, vasos y otros objetos de uso habitual. Este armario tenía distintos apartados, así como dos cajones que contenían uno, los cuchillos, tenedores cucharas, etc., y el otro servilletas y manteles de hilo, para colocar en la mesa. La mesa que era grande, para que pudiéramos sentarnos los seis miembros de la familia a comer juntos, y también tenía dos cajones donde se guardaba el hule impermeable que mi madre tenía costumbre de extender sobre la mesa y debajo del mantel. Había una ventana amplia, de dos hojas, que aquel día de verano estaban abiertas para que entrara el fresco del patio.
También estaba en la cocina, la estufa de carbón que en invierno era toda la calefacción que teníamos en nuestra casa y donde calentábamos los pijamas y las mantitas de muletón en las que nos envolvíamos para combatir el frío de las sabanas.
La casa era amplia, de planta baja y tenía además de la cocina, el dormitorio de mis padres que era el más grande, el dormitorio de mi hermana, el cuarto de estar y otro dormitorio con dos camas, donde dormíamos los tres varones. Luego conseguimos tener un cuarto de baño, que fue la última incorporación a la casa, a partir de traer la conducción de agua potable a la casa, que hasta entonces íbamos a la fuente pública y la traíamos en cántaros, en cubos, barreños, etc.
Y el agua para regar el jardín, lo sacábamos de un pozo bastante profundo que dejó hecho mi abuelo Pedro. Toda la casa estaba atravesada por un pasillo distribuidor desde la puerta de la calle, hasta la puerta del patio.
De pronto sonaron fuertes golpes en la puerta de la calle. Salimos corriendo los cuatro y abrimos rápidamente la puerta. A grandes voces Fernando, otro vecino de la calle, nos decía que teníamos dos ladrones por los tejados y que al arrojarles trozos de ladrillos y de gravilla que eran restos de una pequeña obra que habían hecho en la calle, se fueron corriendo por el tejado en dirección a la parte que daba con nuestro patio y nuestro garaje. Corrimos hasta el patio, y allí vimos a mis hermanos que venían como del garaje y llegaban justo a la esquina del cuarto de baño con el patio.
Al preguntarles nosotros si habían visto a alguien bajar de los tejados, contestaron que no habían visto a nadie.
- "Hay ladrones por los tejados" les dijimos, al mismo tiempo que veíamos en el suelo del patio, los proyectiles de obra que Fernando les había estado arrojando, cascotes y piedras.
Javi permaneció callado, pero Félix que era el mayor de los dos, dijo muy asustado: "No hay ningún ladrón. Éramos nosotros que queríamos coger un nido de gorriones que tiene ya grandes los pajaritos y que pronto van a echar a volar".
Y miraba a mi padre que estaba muy serio, pero que aparte de la travesura, prefirió ésta sin duda, mejor que tener que enfrentarse a los supuestos y por otra parte, inexistentes ladrones.
Mi padre les regañó bastante, y no cobraron porque mi madre siempre le sujetaba a mi padre para que no nos diera cachetes.
Yo estuve dando muchas vueltas a la cabeza y pensando la desgracia que hubiera sido de haber acertado Fernando alguno de los proyectiles de piedra que les arrojó. Después me estuve riendo con ganas, pensando en la rapidez que tuvieron en bajar del tejado por la reja de la ventana del cuarto de baño, al suelo. Años después, ya todos adultos, nos hemos reído muchas veces comentando lo ocurrido, y haciéndonos muchísima gracia la diferencia de carácter de los dos, uno que se hizo el “muerto” y no confesó nada, y el otro con su franqueza dando la cara, confesando lo ocurrido, y demostrando un carácter que sigue teniendo en la actualidad, más de cincuenta años después.
Las pobres hormigas aladas habían pasado de aspirar a ser reinas en sus hormigueros, a ser reclamo vivo para atrapar pájaros.
Cuando llegué al control de equipajes, donde los arcos detectores buscan armas o bombas, gracias al regalo que nos hicieron los terroristas a las personas normales, me dijo el agente al que correspondía registrarme a mí, que me quitase el cinturón y los tirantes, y además debería vaciar mis bolsillos. Yo le contesté, que lo sentía, pero que tendría un dedo roto de la mano izquierda y la mano derecha completamente hinchada y dolorida, como podía comprobar por mis vendajes. Y además le hice saber que tengo 6 clavos de titanio en mi columna vertebral, así como una prótesis de cadera, en el lugar que antaño ocupaba mi cadera izquierda original.
La abuela calló, cuando escuchó el comentario, y decidió observar desde un lugar escondido cómo se amamantaba el bebé. El niño empezó a mamar, y la mamá se adormiló enseguida.
De pronto, la abuela observó que, del ojo de una enorme cerradura que había en aquella vieja puerta carretera de madera, empezó a salir una culebra bastarda, y se aproximó hasta la boca del niño, introduciendo en ella la punta de su cola. Al mismo tiempo con su boca empezó a mamar la teta. Una vez hubo terminado, se retiró por el mismo orificio por el que había salido antes.
El frigorífico nuestro era un pozo de agua como de 12 metros de profundidad, en cuyas aguas claras y frescas, mediante un cubo amarrado a una maroma, deslizándose mediante una garrucha de hierro, bajábamos una botella de vino, otra de gaseosa y una tercera de agua, unos tomates y un melón.
Con esa actividad se aseguraban poder comer pescado cada día, cosa de mucha importancia en aquel tiempo de aislamiento, al que los españoles fueron sometidos, cuando España estaba en ruinas, con muchas miles de bajas ocurridas en combate y muchos miles de personas encarceladas.