Autor/aSilvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022). En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

El valiente

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Había un hombre que conocí hace muchos años. Era una persona alegre, inteligente, perspicaz y muy observadora. Ya era mayor. Durante su vida tuvo muchísimas experiencias.
A pesar de su edad, todavía tenía buen aspecto, lo que de alguna forma lo hacía atractivo para las mujeres. Y realmente eran ellas quienes más lo atraían y llamaban su atención.
Se llamaba Juan.
 
Supuestamente, Juan era un nombre muy común en aquella época, dado que el rey de entonces también se llamaba así, pero con una gran diferencia: nuestro Juan no era rey y tampoco pretendía serlo, a pesar de saber manejar muy bien sus cuentas y economías. Vivía en España.
 
Juan había estado casado muchas veces debido a su inevitable predilección por las mujeres, lo que hacía que no permaneciera mucho tiempo con ninguna.
 
Pues bien, nuestra historia comienza con Juan, pero no termina con él.
 
En un paseo matutino, me narró entre risas una historia, de entre las muchas que vivió, que me pareció hilarante y que ahora relataré en estas pocas líneas.
 
Juan fue un alto ejecutivo de una empresa y, como ejercía un cargo de dirección, tenía contacto con los demás empleados, lo que incluso le permitía escuchar sus llamadas telefónicas, digamos, más personales.
 
Entonces, Juan me contó que un empleado suyo recibía diariamente en la oficina llamadas de su esposa, quien estaba en casa y acostumbraba darle órdenes y también reprenderlo por teléfono. Este hombre se llamaba Andrés.
 
Cuando el teléfono sonaba para Andrés y él verificaba que era su esposa, bajaba la cabeza, permanecía callado y con una expresión de sumisión. Movía los brazos como si estuviera asintiendo a todo lo que ella le decía.
 
En la oficina, todos ya estaban acostumbrados a su manera servil de acatar las órdenes de su esposa, y entre ellos intercambiaban miradas burlonas y sonrisas disimuladas.
 
Sin embargo, al terminar la llamada, Andrés se transformaba, se convertía en otro hombre y, para que todos lo escucharan, decía en voz alta y firme, como si aún estuviera hablando con ella, aunque ya no hubiera nadie en la línea:
 
—¡Ana (Ana era su nombre), tú sabes que en nuestra casa el que manda soy yo!
¡Cállate! ¡No me molestes ni me contradigas!
¡Mujer molesta e imprudente!
¿No ves que estoy en el trabajo y no puedo estar a tu disposición, criatura infeliz?
¡Cuando llegue a casa, te castigaré como mereces!
¡Corto ahora la llamada, tengo que trabajar!
 
Juan me contó, entre carcajadas, que en la oficina, después de esta escena cómica que ocurría casi a diario, los hombres, irónicamente y con sarcasmo, aplaudían a Andrés, elogiando entre risas lo valiente que era.
 
Sí, en verdad muy valiente... cuando el teléfono ya estaba colgado.

Mi camino

M

Silvia C.S.P. Martinson

 
¿Que caminho recorrer?
Me pregunto, ¿por qué?
Si dudas tengo,
¿qué senda tomar?
El día de esperanzas me trae
momentos inolvidables,
alegrías y horas felices
en los caminos
por nosotros urdidos.
Al amanecer y al alba,
mi alma rejuvenecida
te esperaba y aún espera, olvidada
de que la noche siempre llega
y, a veces, el oscurecer
nos hace olvidar el camino trazado
e inevitablemente entonces
nos hace perder.

Hechos

H

Silvia C.S.P. Martinson

 
Cuando en el cielo de un azul intenso, en esta plaza donde estoy sentada ahora, las nubes blancas corren libres -no tan densas como para nublar la belleza de este infinito- recuerdo hechos que ocurrieron hace tiempo, o incluso más recientes, que me llamaron la atención. Uno de ellos sucedió frente al edificio donde vivo.
 
Todos los días veía allí, caminando con una joven, a un anciano. Este hombre estaba acompañado por esa mujer, de la cual con el tiempo supe que era su cuidadora, ya que él tenía casi 100 años y vivía solo.
 
Estaba solo, porque a pesar de ser rico y vivir en un edificio de lujo, ya no tenía familiares vivos ni amigos de su edad.
 
Los conocí en la plaza, donde todos los días paseaba para tomar el sol y distraerme un poco.
 
Él era esencialmente sociable y pronto entablaba conversación, y así lo hizo la primera vez que me acerqué a ellos.
 
Le gustaba contar su historia, hablar de sus trabajos, de su vida y de sus amores. Tuve la oportunidad, a través de las diversas veces en que nos encontramos, de conocer algunas de sus historias.
 
Sin embargo, lo que más le gustaba enfatizar eran los amores (las mujeres) que lo habían apasionado y que habían hecho que su hombría, su masculinidad, fuera reconocida y elogiada por ellas durante su vida.
 
Y por increíble que parezca, a pesar de su edad, él todavía, por su apariencia y fluidez verbal, conservaba gran atractivo y encanto.
 
Pienso que en su juventud y en su madurez debió haber tenido muchas aventuras, así como probablemente haya destruido la esperanza de muchas mujeres de tenerlo solo para ellas. Era simplemente un galán incorregible.
 
Extrañé su presencia en la plaza después de un tiempo, y fui a averiguar qué había sucedido. Me contaron que, al cumplir 100 años, el día de su cumpleaños, había fallecido. Lo hizo a su manera, suave y educadamente, sin molestar a nadie. Se durmió para siempre, dejando atrás tantas historias que, egoístamente, aún tenía la esperanza de conocer.
 
Otra historia más o menos reciente de la que tuve conocimiento fue la de un hombre de nacionalidad argentina que vivía en mi ciudad.
Lo que me hace pensar que a veces la naturaleza masculina, en el aspecto sexual, se hace más fuerte en algunos hombres y en otros no, o que estos últimos, más hábiles, saben disimularlo muy bien.
 
Pues bien, este argentino se creía irresistible. Era un tipo bajo, gordo y feo, con rasgos muy marcados que recordaban a los antiguos habitantes de las tierras sudamericanas.
 
Sin embargo, siempre que se acercaba a una mujer, lo hacía con una gran sonrisa que le acompañaba siempre, con una dentadura perfecta, no sé hasta qué punto natural.
 
Supe, a través de conversaciones, que una noche de fiestas en la ciudad, mientras deambulaba por las calles, vio a una mujer muy bonita que aparentemente estaba sola.
Se le acercó y le lanzó su presumida sonrisa, suponiendo que ella se sentiría encantada por él. Craso error. Ella lo ignoró. Él, insatisfecho, se acercó a ella y le pasó cariñosamente la mano por la cintura, como si fuera su novia. La mujer, ante tal actitud, lo rechazó con vehemencia, apartando su mano de su cuerpo. Él, insatisfecho, volvió a insistir.
 
Lo que sucedió después fue que el marido de la señora estaba cerca y, al ver la actitud atrevida del argentino, se enfureció, sacó un revólver que portaba y que tenía derecho a portar por ser policía, y le disparó de forma certera en los órganos genitales del insolente.
 
Sobrevivió.
 
Sin embargo, hoy circula por la ciudad con su inconfundible sonrisa y con gestos de manos y cuerpo algo llamativos, buscando ahora no a mujeres, sino a hombres que satisfagan sus apetitos, ya que, después del disparo, quedó definitivamente incapacitado para tener relaciones sexuales con mujeres.
 
Quienes lo conocían antes, hoy le tienen lástima y le dirigen algunas palabras, o simplemente evitan su presencia al cruzarse con él en las calles de la ciudad.
 
Del marido de la mujer ofendida se tiene noticia de que fue absuelto por la Justicia, y ellos viven juntos, caminando por las calles, muy felices y tranquilos.

Saulo – El despacho

S

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por José Manuel Lusilla
 

Mi nombre: Saulo Jardim.
35 años.
Por opción: alcohólico y poeta.
Soy moreno, delgado, alto y bonito.

Si no fueran mis ropas andrajosas, sería considerado un buen partido... una gran compañía para mucha chica solitaria.
Culto, bueno para la charla y siempre bien informado por recoger de las calles por donde vago, todos los periódicos y revistas que tiran. Los leo con ansia y con ellos también me cubro. Así soy yo.
“Las estrellas son mi techo por la noche. Las letras, mis mantas”.
Ando por las calles de noche, nunca paso por postes sin luz.
Tampoco cruzo frente a velas encendidas y gallinas muertas en las esquinas.
Si así sucede, doblo la esquina y me persigno.
Me volví adicto al alcohol . No acato órdenes de cualquier “jefecillo” o de pseudo-intelectuales.
Agarré a mi antigua jefa arreglando sus medias de seda, a la altura de la entrepierna, no resistí como siempre. La agarré por la fuerza. Me ocasionó esta cicatriz en la cabeza. Recibí un golpe certero.


¿Mi vida anterior?

Es mejor no hablar de ella ahora, quién sabe si aún escribo un libro y cuento todo, quién sabe...
Cuando ataqueé a la jefecita, fui despedido. Amaba mi empleo – era periodista – y mil lágrimas lloré.
Superé todo, pienso, arrojándome a la bebida.
Me sentí en el declive de la vida, aferrándome a las calles, viviendo los dolores y las alegrías ajenas, ensimismado.

André, viejo amigo y compañero de trabajo de Saulo, viendo fotos antiguas, mentalmente conversa consigo mismo y con un interlocutor a quien narra parte de su historia. Es como si estuvieran los tres, André, Saulo y el interlocutor, sin duda éste último imaginario también.

Aquel que aparece a la derecha de esta foto vieja, casi borrada, es Saulo Jardim. Sucedió en un evento para periodistas en Sao Paulo, en el año 1999.
Saulo fue mi amigo y colega.
Joven prometedor, buena labia, inteligencia, agudeza y capacidad crítica. Gran lector y escritor contundente... casi genial. Alto, moreno y bonito, se destacaba, como se ve en la foto, por su encanto y buen vestir. Cabellos negros, casi siempre en elegante desaliño. Sus ojos negros, penetrantes, encaraban profundamente a su interlocutor, casi hipnotizándolo, cuando por él era entrevistado.
Era galanteador inveterado. Las mujeres no le resistían.
La medalla que se le ve al pecho, es una de los homenajes que recibió como mejor reportero del año por coberturas nacionales e internacionales que hizo en el área política.

En el centro de la foto me encuentro yo, André, de estatura media, rubio y un poco gordito. Siempre con la cámara fotográfica colgada al cuello.
Era el fotógrafo acompañante de Saulo en sus andanzas y reportajes por el mundo, además de ser su mejor amigo.

“La soledad, mi querido Saulo, es como un vaso vacío, es el champán no sorbido de sueños soñados, porque derramada en cáliz ajeno, es la copa, rota de ilusiones partidas, es la ausencia voluntaria de amigos, amores, hasta de enemigos... Es chicle, es asfalto que se pega y no se suelta del zapato, único, del desilusionado, es mancha que no sale de la ropa sucia, es como bolero o tango sonante, penetra en el alma, no apacigua el dolor, es como ropa vieja, pero preferida y la cachaza no descartada vuelve y es siempre tomada, es siempre vestida”.

Saulo por su parte, en su abrigo miserable, comienza a recordar su vida y piensa: Esta mañana me levanté, sacudí los cartones y trapos que me cubren y descubrí que estoy harto, cansado, de esta vida de andariego mentiroso. Además, estoy cansado de mentir, de engañarme a mí mismo, tratando de parecer un vagabundo. En verdad lo que soy es mendigo, pordiosero, necesitado, casi demente. Estoy harto de la cachaza mal servida, adquirida por subterfugio, por la excusa, de la limosna solicitada para el pan. Estoy cansado de ver el mundo girar en la ignorancia, en la mala fe, en la inoperancia y en la guerra. Estoy harto de ver drogados, bandidos y prostitutas de todos los géneros. Estoy injuriado por vivir debajo de este puente sobre el arroyo, del ruido constante de los coches y autobuses, de la compasión de los transeúntes, de la falta de una mirada amiga, de lo que fui, de lo que soy... ¿en qué me he convertido? Cansado de estar cansado, de no tener esperanzas, de ser maldito. Pensando bien, estoy harto, agotado, es...¡cansado de mí mismo!

Hace tiempo tuve un amor. Es gracioso recordarlo ahora...
En verdad, no sé por qué. ¿O lo sé?

Fue aquella chica que pasó por mí y que me hizo recordar... En realidad, ella era especial y yo la amaba tal como era. Acostumbraba a acomodarse la braguita a cada rato y en cualquier lugar donde estuviese, para ajustarla mejor, entre las nalgas. Tenía una predilección especial por tanguitas mucho más pequeñas de lo que su tamaño comportaba. Era gordita, bien fornida, caderas anchas, pechos grandes. Los amigos la consideraban horrible.

Y yo, sin embargo, cada vez que ella llevaba la mano a su trasero, para ajustar el tanga, me subía por las paredes excitado y la amaba aún más. ¡Pasión loca por la gordita!

Fui tan injustamente despedido, por razones sexuales. prejuicio puro. ¿Qué mal haría adorar medias de seda?  Y mucho más en piernas bonitas

Hoy hago un llamamiento. Hoy,  que estoy en el destierro, a las poderosas empresas: Hagan cursos, contraten psicólogos, para que se verifiquen los traumas de sus empleados. Que puedan trabajar libremente, con sus taras bajo control. Que su capacidad y productividad no sean evaluadas por sus deficiencias emocionales.
A final, de médico y loco, todos nosotros tenemos un poco. ¿No es consenso general?

La cachaza, el maíz y la gallina quedaron atrás, restaron en el despacho.
Se subió la cremallera, guardó su “arma”…Se atascó... ¡mala suerte!
Cruzó los brazos. Acarició su mentón. Se agachó, miró, sonrió y se persignó.
La orina se escurría por la acera. Mojó todo.

Saulo en pensamiento exclama y al mismo tiempo recuerda

“Muna muna, animunaanimuna, ramararamarana”.
Nuestro mantra, nuestro código, ¿recuerdas? gritó.

Increíble, yo Saulo Jardim, escribiendo a mi padre una carta.
Sí, al señor Eduardo Jardim, mi padre.
Para quien no sabe, o mejor, para recordarme, es residente y domiciliado en el barrio Jardín de Flores, calle de Las Rosas nº 15 en Guaraparí, Sao Paulo.
Eduardo Jardim, viejo, como me gusta llamarte. Nunca lo permitiste.
Aquí, una de nuestras grandes diferencias, entre tantas otras... la falta de intimidad.
Yo quería tanto tratarte con cariño. Nunca me dejaste.
Entiendo, querías hacer de mí un hombre serio, no un llorón sentimental.
Sólo no sabes cuánto me hizo falta.
No fui enseñado a amar...
Los amores que doné fueron tan solo manifestaciones físicas, nada espirituales.
Me hiciste un egoísta, pero aún así, te perdono.

En mi última y reciente conversación con André, pude a través del ser humano que es él, comprenderte más.
Espero tengamos, aún, la oportunidad de encontrarnos para, por fin, liberar las emociones contenidas, por tantos años, en nuestros corazones.

Te abrazo, respetuosamente.

Saulo continúa pensando y recordando los viejos tiempos……es simple cómo me gusta quedarme en el crepúsculo como al atardecer. La luz que penetra entre las cortinas entreabiertas me hace bien.

La cama en desorden, los cuadros, mal dispuestos, torcidos, con las paredes descascaradas, gris de color, me recuerda mi confort: El no hacer nada.

Me siento bien así, no es lúgubre como pueda parecer. Es simplemente la esencia y la representación de  mi manera de ser: Displicente pero atento.

Sentado en esa silla raída leo, en mi cuarto imaginario, El cuervo de Edgar Allan Poe; misterio, suspense, poesía pura, tal cual la vida.
Cierro el último capítulo, la frase final, embebido, en este cuarto, espacio solo mío, inalcanzable para los demás, ahora leo y releo algo que hace mucho vi escrito por Manoel de Barros... “Hay historias tan verdaderas que a veces parece que son inventadas”.

Como periodista, entre tantas historias que escribí, en los más variados lugares del mundo por donde anduve, hubo un incidente que me llamó sobremanera la atención.
Este incidente me otorgó el premio de mejor periodista del año y a André, mi colega y amigo, el de mejor fotógrafo.
Ocurrió en Porto Alegre, mi ciudad natal, más precisamente en la plaza conocida como Redenção.
El titular era: “Arboles – accidente o negligencia”.
…”Cuando en los países considerados civilizados los árboles, que forman parte de plazas y jardines, son supervisados y podados anualmente, procurando no solo el bienestar sino, principalmente, la seguridad de los transeúntes, aquí, en Brasil, específicamente en la capital de Rio Grande do Sul, son olvidados ya que no son inspeccionados por una entidad competente”.

Evidencié en mi artículo el absurdo de considerar un accidente la muerte de una persona y las lesiones graves causadas a otras por la caída de un árbol, hecho debidamente narrado por mí y fotografiado magistralmente por André.

Hasta hoy recuerdo con nostalgia los buenos tiempos de reportaje.
“¡Ah,! ¡Qué nostalgia…!” suspira Saulo.
- “Saulo, ¿un sándwich?” pregunta André.
- “Acepto”.
- “André?” dice Saulo.
- “¿Me reconociste?. ¿Cómo?” indica Saulo.
- “Por la mirada... miento”, afirma André.
- “Hace tiempo que te observo"

-“ ¿Desde dónde?” pregunta Saulo.
- “Recogiendo las revistas que lees”, responde André.
- “Nuevamente, ¿desde dónde?” repite Saulo.
- “De mi basura”, responde André.
- “Vivo cerca, en la Avenida João Pessoa.. solo hay que cruzar el arroyo.”
- “¡Ah!” suspira Saulo.
- “¿Volvemos? ¿Saulo? ¿Estás listo?” pregunta André.

- “Hay vacantes, nuevamente”...
- “¿Seré capaz?” interroga Saulo.
- “Sin alcohol, evidentemente”, responde André.
- “Ya dejé. ¿Y la jefa?” pregunta de nuevo Saulo.
- “Se fue. Ama São Paulo…” responde André.

El tránsito estaba caótico en ese momento. Entonces se oye el sonido de las bocinas, el choque, los vidrios rotos y las latas retorcidas.... se formó el caos. Los amigos se dirigieron a la esquina. ¡peligro! el semáforo indicaba rojo.

Las velas negras y moradas aún ardían sobre el maíz, la sangre de la cabeza, decapitada, del gallo y un papel escrito en letras grandes: "Nunca más".

Saulo piensa: “A la gorda amada no la veré más, el cáncer se la llevó. Solo me queda arriesgarme. De aquí me voy y entrego mi destino”… ¿Dará tiempo?

El semáforo cambia, él corre, esquiva los vehículos al mismo tiempo que sueña con nuevos reportajes. El sonido de la frenada es estridente, espeluznante. En la acera de enfrente, sin embargo, él salta y grita locamente:
- ¡Lo logré! ¡Lo logré! ¡Lo logré!

Moraleja: Es preciso saber la hora de cambiar y desearlo.

La silla vacía

L

Sílvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Un amigo muy querido, cuando hablábamos me contó que es histórico que los reyes de la antigüedad solían sentarse en una silla, semiabierta en su asiento, para hacer sus necesidades fisiológicas mientras recibían a sus invitados y embajadores para charlar.
Era extraño, prepotente e imagino que desagradable para los visitantes oler en ese ambiente.

Y me detuve, no sé por qué, a pensar en ello.
A veces un acontecimiento nos lleva a pensar o recordar cosas que hace tiempo que pasaron.
Extraño...

Mientras pensaba en esto, recordé una historia que me contaron hace mucho tiempo. Por lo que recuerdo, ahora la transmitiré y la contaré.

A él, cuyo nombre no importa, le gustaba viajar y también las mujeres. Tuvo muchas durante mucho tiempo (las mujeres).
Sin embargo, hasta entonces, no se había apegado con amor a ninguna de ellas.
Todas simplemente satisfacían sus instintos y exaltaba su libido. De ninguna se había enamorado él y tampoco habían logrado satisfacer su espíritu aventurero, es decir, viajar por el mundo para descubrir nuevos lugares y apreciar nuevos paisajes y culturas.

Entonces, un día, cuando volvía a casa, la vio paseando por una calle en la que había muchos turistas. Sucedió algo inesperado. Sus miradas se encontraron y un magnetismo inexplicable los atrajo.

Ambos se detuvieron en seco y olvidaron momentáneamente lo que se habían propuesto. Se miraron, sonrieron -como si se conocieran desde hacía milenios- y se saludaron, lo que desencadenó una conversación.

Por los temas que trataron, se han dado cuenta de que tenían muchas ideas y opiniones en común.

Este encuentro, por voluntad de ambos, dio lugar a otros nuevos que se fueron sucediendo con el tiempo.

Decidieron irse a vivir juntos. Ella le quería intensamente.

Ella creó un ambiente seguro y agradable donde él disfrutó de toda su libertad. No había quejas entre los dos. Eran creativos en su convivencia diaria y también en su amor.

Un día, ella, fue a una tienda de muebles de segunda mano que le había llamado la atención y compró una silla de madera. Era vieja, pero estaba bien cuidada y era especialmente cómoda.

Se la llevó a casa y la colocó en el salón.
Cuando él volvía de la calle, ella le presentó la compra, diciéndole que allí, cuando él no estuviera, siempre le esperaría con alegría y con la esperanza de que llegara sano y salvo, fuera la hora que fuera.

El deseo de viajar y ver mundo volvía a él una y otra vez.

Por fin tuvo el valor de contárselo y llevar a cabo sus planes de viajar solo.

Cuando ella lo escuchó todo, se limitó a bajar los ojos y a sonreír tristemente y le dijo que lo esperaría como siempre en aquella silla que estaba ahí.

Pasaron los años y él no tenía la costumbre de escribir ni de enviar noticias de ninguna forma.

Un día, cuando ya era viejo, se cansó de todo. La echaba de menos, a su casa, a su amor, a su vida anterior. Decidió regresar. Llegó a su pueblo y se dirigió a su casa, feliz de encontrarse allí.

Entró en la casa y lo encontró todo como lo había dejado, pero con un detalle: la habitación estaba cubierta de polvo que, se dio cuenta, llevaba allí depositado por mucho tiempo.

La silla estaba en su sitio, como si le hubiera estado esperando.

Allí, en el silencio, sólo le esperaba ella, pero ahora estaba completamente vacía.

Recordaba la historia de la silla de los reyes y pensaba que, a veces, las visitas o los embajadores nunca llegan y los monarcas en su orgullo,  se quedan solos, abandonados y olvidados.

Buenos tiempos

B

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
No vivo para recordar el pasado como si fuera la mejor época de mi existencia. Pero a veces algunos recuerdos vuelven a mi mente y me hacen sonreír al recordarlos.
 
Creo que ahora vivimos una vida nueva y maravillosa en relación con el confort y la tecnología, nunca imaginada por nuestros padres, especialmente para las mujeres de aquella época.
 
Desgraciadamente, debido a otros muchos factores, la inmensa mayoría de la población mundial pasa hambre y no ve cubiertas ni siquiera sus necesidades básicas como seres humanos.
 
Pero, dejando a un lado todo esto, voy a narrar un pequeño hecho que ha quedado grabado en mi memoria y que hace justicia al título de esta narración.
 
Éramos niñas. Mi madre trabajaba mucho en casa. Era una modista muy conocida por su impecable trabajo. Tenía una clientela excelente.
 
Nuestra casa era grande y cómoda para la época y la clase social a la que pertenecíamos, gracias al trabajo de mis padres. No éramos ricos, pero teníamos mucha comida en la mesa, ropa modesta y zapatos siempre limpios, y sobre todo acceso a la educación y el estudio.
 
Dejando a un lado mis divagaciones, les contaré por fin lo que ocurrió.
 
Mi madre estaba cosiendo y nosotras estábamos en el patio jugando. Era verano.
 
En aquella época no era costumbre cerrar con llave las puertas de la casa que daban a la calle. La gente era respetuosa.
 
Jugamos distraídas durante casi toda la mañana y cuando volvimos a entrar en casa para comer mi madre nos dijo que debíamos lavarnos las manos antes de comer.
 
El salón de la casa estaba junto al comedor y la cocina y había dos sillones y un sofá grande y cómodo.
 
En cuanto nos sentamos a comer miramos, tampoco sé por qué, lo que había en el salón.
Y para nuestra sorpresa había una persona - por lo que veíamos- simplemente tumbada en el gran sofá del salón. Era un hombre.
 
Gritando, llamamos a nuestra madre, que corrió a ver qué pasaba, cuando también encontró a aquel desconocido en nuestra casa.
Entonces se acercó al sofá y vio que la criatura dormía y también olía a aguardiente. Ella era valiente. Sacudió al hombre con cuidado y lo despertó preguntándole qué hacía allí. Balbuceó, medio avergonzado, que estaba cansado, hambriento y que la puerta de la casa estaba abierta y por eso había entrado. Dijo que estaba en paro . Mi madre le dijo que no podía entrar así en las casas.
 
Teníamos miedo, pero mi madre, además de valiente, era una mujer caritativa y se apiadó del pobre desgraciado. Dijo que le daría comida. Y así lo hizo. Preparó un buen plato de alubias con arroz, carne y una ensalada que se sirvió aparte. Le ordenó que se sentara a la mesa y le sirvió. Recuerdo bien...
 
El pobre hambriento comió con avidez y luego fue a sentarse de nuevo en el sofá.
 
Mamá entonces con toda paciencia y por qué no decir, prudencia, le dijo que no podía quedarse allí ya que su marido volvía del trabajo y seguramente no le gustaría esta situación. Lo comprendió, se levantó y ayudado por mi madre, ya que aún se tambaleaba por la bebida, lo condujeron a la calle. Siguió su camino. Nunca lo volvimos a ver.
 
Ese día, la puerta del jardín que daba a la calle estaba cerrada.
 
Desde entonces se tomó la costumbre de mantener la puerta cerrada en todo momento.
 
Los buenos tiempos eran aquellos en los que teníamos paz, no había cerraduras ni teléfonos para llamar a la policía. Sin embargo, la gente no era agresiva y el mal no estaba tan extendido, al menos en mi ciudad.
 
Buenos tiempos aquellos...

La tumba

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 
Fui a visitar aquella tumba cuando estuve en Gaurama, antigua provincia de Erechim en el estado de Rio Grande do Sul, Brasil.
 
Era simple, pero bien conservada. Estaba situada justo al inicio del cementerio y consistía en una cerca de hierro torneado y una cruz donde estaban escritos en una placa de metal los nombres de las personas allí enterradas.
 
No había lápida, la tumba era de tierra, que sin embargo estaba cubierta por flores silvestres de varios colores y un rosal con rosas rojas.
 
Allí había paz y soledad al mismo tiempo. La impresión que daba el lugar era que hacía mucho tiempo que nadie lo visitaba.
 
Entonces, en ese momento, me volvieron a la memoria las historias que había escuchado tantas veces cuando era niña.
 
Allí estaban enterrados un matrimonio.
 
Había escuchado su historia contada por otros.
Él era, según me dijeron, ruso. Era ingeniero agrícola. Pienso que por su apellido debía de ser judío, ya que ese nombre no parecía del idioma ruso. Se llamaba Carlos, Carlos Martinson.
 
Trabajaba en el palacio del Zar como ingeniero jefe, encargado de administrar los jardines y plantaciones del mismo.
 
Me contaron que ese Zar estaba loco y que, en pleno invierno, cuando todo quedaba cubierto de hielo, exigía que los jardines estuvieran llenos de flores cuando él pasaba en carruaje. Su nombre era Nicolás II.
 
Carlos, debido a su habilidad y conocimiento agrícola, criaba rosales en invernaderos y tenía, para satisfacer a ese déspota, rosas que colocaba en los parterres esperando el paso del todopoderoso Zar, las cuales, al final de su recorrido, ya estaban muertas y secas por el frío.
 
Carlos estaba casado. Su esposa era procedente de Lituania, hija de una familia de origen noble y cuyo apellido era Von Rohnes o Rhouness. Se llamaba Cristina.
 
En esa familia, como en toda su descendencia, la hija primogénita lleva el nombre de Cristina, sea como primer o segundo nombre.
 
Ella era enfermera de alto nivel, es decir, especialmente cualificada para participar, incluso, en cirugías. Era una mujer muy culta, habilidosa y elegante. Sabía, incluso, hacer perfumes.
 
Bien, continuemos con la historia de los dos.
 
Se conocieron en algún lugar de Europa, no sabemos dónde. Se casaron y fueron a vivir a San Petersburgo, ciudad ubicada en el mar Báltico, un puerto que fue durante dos siglos la capital imperial de Rusia, y donde Carlos desempeñaba sus funciones en el palacio del Zar. De su unión nacieron 10 hijos.
 
El pueblo estaba hambriento y descontento con el Zar por su gestión desastrosa en la conducción del país, que se encontraba en la miseria mientras él, su familia y sus cortesanos vivían en el mayor lujo y opulencia. La revolución comunista y el descontento general ya se sentían por las calles de la ciudad.
 
Carlos tenía un hermano que era comunista. Este le advirtió lo que iba a suceder a la familia real y a todos los que la rodearan, incluidos los sirvientes. Todos serían asesinados, encarcelados y fusilados a ser posible, para que el nuevo sistema gubernamental se implantara sin mayores resistencias.
 
Ante tal conocimiento, Carlos hábilmente abandonó el palacio con su familia, atravesó Europa y, después de un tiempo, embarcó rumbo a las Américas. Su hermano hizo lo mismo, pero por otro camino. Atravesó Siberia a pie y llegó a Canadá, donde se estableció.
 
Carlos llegó a América del Sur, más concretamente a Brasil, donde primero se estableció en la ciudad de Campinas, donde trabajó en las plantaciones.
 
En Campinas, él y su esposa tuvieron dos hijas más, las únicas brasileñas, una se llamaba Natalia, la mayor, y la otra más joven, María.
 
Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo allí. Carlos quería tener su propio espacio, ser dueño de su vida y de su propiedad, es decir, dejar de ser empleado.
 
Y así, de acuerdo con Cristina, su esposa, compraron tierras en el sur del país,  en un pueblecito llamado Gaurama, nombre que conserva hasta hoy.
 
No obstante, para llegar allí solo se podía ir a lomos de burros y en carretas que eran conducidas con las familias de inmigrantes hasta esas tierras inhóspitas. Había en esas tierras pumas, monos y serpientes de todo tipo.
 
Construyeron su casa, que adornaron con los objetos que habían traído de Rusia, tales como aparatos para hacer los perfumes que Cristina tan bien sabía elaborar junto con sus hijas mayores, además de un candelabro de 7 velas y un samovar para preparar el té.
 
Los habitantes de esa región, muy pocos, eran personas más simples, con poca educación y cultura, y por eso miraban a esta familia con cierto desdén y, al mismo tiempo, con disimulada envidia.
 
Las hijas más pequeñas fueron bautizadas en la religión católica ortodoxa.
 
Los árboles en ese lugar eran tan viejos y grandes que los doce hijos juntos no podían abrazarlo sus troncos.
 
La rigidez del clima, las costumbres, y las dificultades inherentes al lugar, hicieron que una de las hijas muriera durante la famosa gripe española, que diezmó grandes poblaciones y arrebató a muchas familias a sus seres queridos.
 
Desafortunadamente, para los hijos, los padres Carlos y Cristina vivieron poco tiempo allí.
 
Carlos murió como consecuencia de la caída de un caballo sobre él mientras cruzaba un río.
 
Ella falleció algún tiempo después a causa de una neumonía mal curada en un lugar donde no había médicos ni medicinas.
 
Los hijos mayores se dispersaron en busca de nuevas tierras y oportunidades.
 
Solo quedó allí un hermano casado, quien crió a la hija menor, María, y hasta hace algunos años, ella, también casada y con nietos, aún vivía en esa ciudad.
 
Hoy no se tienen más noticias de ellos.
 
Natalia fue llevada para ser criada por otra hermana que, también casada, la llevó a su casa y, junto con su esposo, la tuvo, dándole poca educación, viéndola más como una empleada doméstica.
 
Sin embargo, a pesar de todas las dificultades y de quedar huérfana a los cuatro años, Natalia creció y aprendió un oficio y, prácticamente autodidacta, mantuvo durante toda su vida un gran amor por los libros, siendo una lectora voraz y amante de la buena música, asistiendo cuando podía a los conciertos que se daban los domingos en la ciudad donde, después de casarse, fue a vivir.
 
Natalia fue mi adorada madre.
 
Carlos y Cristina fueron los abuelos que, lamentablemente, no conocí y a cuya tumba rendí mis homenajes póstumos.

Chiquiña

C

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Hoy son blancos. Blancos y sueltos al viento, tan hermosos como la nieve que cae.

Una vez fueron negros, hace mucho tiempo.
Sus cabellos son los testigos de muchas experiencias vividas.

Ahora camino a su lado, de su mano me sujeta.

Nosotros dos, de tanto tiempo cómplices, por las calles, lentamente caminamos. Yo siempre a su lado.

Soy suyo. ¿Cómo no serlo?

Sí, soy su fiel compañera.

El tiempo es corto para ambos.

Me pesa aún más. Estoy segura de que pronto me iré.

El me acaricia, me habla, y me mima.

Qué feliz me siento en estas horas de convivencia más cercana.

Caminando juntos recorremos las calles, él guiándome.

Somos viejos y cuando nadie nos ve, me cuenta en voz baja lo que ha pasado, lo que pasa en su corazón.

Me habla de sus alegrías, de sus tristezas y de sus esperanzas rotas.

Y todavía siento su alma palpitando cuando me habla de sus amores y deseos.

¡Que maravillosa intimidad la nuestra!

Todo mi cuerpo vibra al sentirlo.

Como he dicho antes, el tiempo es escaso.

Para mí es más rápido.

Dicen que son siete por cada año del hombre.

No lo sé.

Tengo que organizar la despedida.

No quiero hacerle daño, ni hacerle sufrir.
No se lo merece, teniendo en cuenta todo el cariño que me tiene y los sacrificios que hizo por mí.

Lo sé… Haré lo mismo que todos los que son como yo, cuando llegue el momento.

Sin que se dé cuenta, cuando abra la puerta saldré corriendo por las calles de la ciudad en busca del campo, correré y me esconderé.

Y allí me quedaré tranquilla, escondida, hasta que ella llegue. Como siempre nos llega a todos.

Soy vieja. Se me cae el pelo. Mis ojos ya no ven bien, ya no puedo defenderlo.

Ya casi no se oye mi ladrido.

¿Aún no lo sabes?

Yo soy Chiquinha, su perra.

Me estoy muriendo

El profesor

E

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
Cuando entré a clases de secundaria lo conocí.
Era la primera vez que asistía a esa escuela, que en ese momento era considerada la mejor escuela pública para niñas. Funcionó en un colegio privado masculino evangélico, ya que el gobierno del Estado le pagaba alquiler porque no había disponibilidad de un edificio propio que le permitiera operar. Por la mañana estudiaban allí alumnos varones del colegio evangélico. Por la tarde se impartieron clases a las alumnas del colegio público.
 
La admisión a esta escuela fue bastante difícil, ya que las candidatas para el puesto debían realizar un examen de conocimientos generales, impartido en 1er Grado, tanto escrito como oral. La nota media en cada materia fue 8, lo que hizo que muchas candidatas al puesto no pudieran alcanzarla.
 
El año académico comenzó en marzo y finalizó a mediados de diciembre para quienes aprobaron, luego de los exámenes escritos y orales. También se produjo la llamada 2ª temporada, cuando a finales de diciembre y principios de enero se aplicaban nuevos exámenes a las recalcitrantes, dándoles una segunda oportunidad de aprobar.
 
Cabe decir, de paso, que en aquella época se consideraba una vergüenza que la estudiante dependiera del “2º Periodo” para pasar a las clases del año siguiente. Estas estudiantes eran consideradas perezosas o poco inteligentes. El requisito de conocimientos en estos exámenes fue mucho mayor que los solicitados al final del año escolar.
 
También había días festivos a mediados de año, más precisamente en el mes de julio, que se considera, en mi país, el período más frío por ser invierno. A este descanso de 30 días se le llamó entonces “vacaciones”.
 
Era una época en la que nos quedábamos en nuestras casas resguardadas del clima y podíamos dormir hasta tarde, sin mayores compromisos.
Todo esto os lo cuento, en principio, para entrar ahora en la historia principal.
 
Empecemos entonces.
 
Me pasó en los primeros días del año escolar, es decir, marzo. Con mis ingenuos 13 años, pasé  frente a una aula donde estudiaban jóvenes mayores que yo. Me atrajo la forma en que el maestro se dirigía a las estudiantes.
 
Era un hombre de mediana edad, bien vestido y elegante. Sin embargo, tenía una expresión arrogante y hablaba en voz alta a las jóvenes, lo que nos permitió escuchar lo que decía. Llamó a las estudiantes de pobres ignorantes, y no preparadas para sus clases y que nunca debían esperar de él una nota de 10 porque solo dependía de él.
 
Las aterrorizadas estudiantes lo miraron con asombro y preocupación ante tanta arrogancia.
Más tarde descubrí que siempre reprobaba a muchas  al final del curso para que tuvieran que repetir el año. Ante tal visión en ese momento, me juré a mí misma que nunca sería su alumna.
 
Me equivoque. 
 
En el 4º y último año de secundaria tuve la desagradable sorpresa, al regresar a clases, de que éste sería nuestro profesor de dibujo geométrico. Luego vino a dar mi clase.
 
Su método agresivo y soberbio no había cambiado en absoluto. Se creía muy inteligente y capaz y los alumnos sólo servían para ser masacrados y pisoteados por su personalidad egocéntrica y cruel.
 
Tan pronto como observé todo esto, decidí nunca, como alumna suya, obtener una calificación inferior a 10 para hacerle ver que no era tan competente como quería parecer.
 
Entonces estudié y me preparé para mis exámenes. La primera vez saqué 10 y me llamó delante de toda la clase, burlándose de mí y diciendo que de alguna manera había copiado los resultados. Le dije que no. Que realmente merecía ese 10 porque yo había estudiado y me había preparado a conciencia.
 
Y así fue pasando el año y en todas las pruebas que hacía yo seguía sacando 10 y él me odiaba cada vez más por eso.
 
Al final del año, durante los exámenes finales, me aisló de las demás estudiantes en un rincón del salón donde examinó la mesa en la que yo me había sentado para ver si allí había alguna copia de su material e incluso tenía a otras compañeras comprobando si lo había hecho y se llevaba en mi ropa algún documento relacionado con su tema. También me hizo colocar todos mis útiles escolares en su escritorio, dejándome solo un lápiz, un bolígrafo y una goma de borrar.
 
Él comenzó la prueba para todas nosotras, pero se paró a mi lado controlándome durante todo el examen.
 
No me enojé; estaba tan disgustada con él que me esforcé aún más en responder correctamente las preguntas del examen. Lo terjminé y lo entregué en su escritorio.
 
Él, con mirada maliciosa, me dijo que me había dado vuelta, a lo que respondí:
- No, señor.
 
Yo, para su disgusto y grato recuerdo de mí,  volví a sacar un 10.
 
Terminé el año con una media de 10 en dibujo geométrico, un hecho sin precedentes en esa escuela.
 
Y, verdaderamente, eso es lo que pasó.

Chico

C

Silvia Cristina Preissler Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro

Salió de una camada de gallinas de pecho doble.

Eran criadas por nosotros en un gallinero muy bien hecho por mi marido, en un terreno baldío al lado de nuestra casa.
Eran hermosos especímenes de una raza criada para el sacrificio y también para producir huevos de calidad.

Teníamos varias, y muchas eran ponedoras.
No dábamos abasto con la cantidad de huevos producidos, así que vendíamos o regalábamos los excedentes.

Pues un día, una de ellas, al estar en contacto con el gallo, al que llamábamos Rojo y que formaba parte del lote, puso huevos fecundados y, gracias a su cuidado, estos eclosionaron. Y así fue. Los huevos eclosionaron y surgió una hermosa camada de pollitos.

Pronto, entre ellos se destacó por su fuerza y, de cierta forma, agresividad, un macho. Este, poco a poco, se fue transformando y se mostró, con el tiempo, como un hermoso gallo blanco. Le dimos el nombre de Chico.

Chico creció rápidamente debido a la alimentación y los cuidados que teníamos, como limpieza, higiene y medicamentos propios para una buena crianza.

¡Chico quedó hermoso! Sus plumas eran totalmente blancas, la cresta de un rojo vivo y tenía enormes espolones en los pies.
Su único defecto: su carácter.

Era profundamente celoso y protector del gallinero y de las gallinas que allí vivían.
Y un día, en su envidia y celos, mató a Rojo, su padre, a espolonazos. Cuando logramos acercarnos, Rojo ya estaba muerto. No quedaba nada por hacer.

Este gallo era tan bravo que casi no podíamos recoger los huevos. Simplemente atacaba, y era necesario entrar al gallinero con botas y mucha protección para poder aislarlo en un rincón y proceder a la limpieza y recolección de los huevos.

Hay un animal silvestre que gusta mucho de atacar a las gallinas para chuparles la sangre y comer sus huevos. Popularmente se llama Zorrillo (Gambá en portugués).

¿Zorrillo por qué? Porque adora la bebida alcohólica, y si quieres capturarlo, la mejor forma es poner un recipiente lleno de aguardiente y dejarlo en un lugar al que él pueda acceder fácilmente. Se embriaga y cae en un sueño profundo.

Pues bien, el tal zorrillo olfateó las gallinas y sus huevos y, en su afán, intentó entrar al gallinero trepando la cerca de alambre que lo protegía. No fue de otra manera... Chico, furioso, voló hacia la cerca y con sus espolones golpeó al zorrillo varias veces hasta que cayó muerto al suelo.

El gallinero tuvo que ser demolido, el terreno donde se encontraba fue vendido.

Las gallinas, así como el gallo Chico, las donamos a un vecino que tenía un gallinero grande y se ofreció a cuidarlas.

Después de unos días, nos enteramos de que Chico había matado al gallo del vecino y se había adueñado de todas las gallinas, manteniéndolas celosamente bajo su estricta vigilancia.

No se recogía por la noche antes de que todas las gallinas estuvieran cada una en su nido.
Y si alguna se retrasaba, la empujaba bruscamente con las alas para que se acomodara en el nido.

Era un gallo loco.

El señor Jaime, así se llamaba el vecino, se vio obligado a matarlo. Nadie más podía entrar al gallinero para recoger los huevos o alimentar a las gallinas.

Chico, el de las plumas blancas, después de muerto, nos proporcionó a todos un delicioso almuerzo, comenzando con un soberbio caldo y seguido de arroz con trozos de pollo en salsa, ensaladas y todo regado con un buen vino, que disfrutamos alegremente.

Chico tuvo su gloria y su merecido final.

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