Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

El caracol

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Carlos Boné Riquelme

 
La baba va dejando un rastro húmedo, mientras el caracol, con sus cachitos definitivamente al sol, se va arrastrando lentamente en dirección a ninguna parte. Pero se mueve. Y deja huella. Y ocupa un lugar en el espacio y el tiempo.
 
Pero en eso, llega un enorme zapato que lo pisa convirtiéndolo en un amasijo de trozos indefinidos de caparazón, con una sustancia transparente que unos segundos antes tenía vida.
 
Aún el amasijo ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo, pero ya no es importante, pues en pocos minutos se hallará cubierto de hormigas diminutas que usaran cada fragmento del caracol, para su propia subsistencia. Lo que fue, ya fue. Y se fue para hundirse en un pasado sin retorno.
 
Muchas veces he observado atentamente el progreso de un caracol, o el salto de un sapo. O quizás el reflejo de una hoja deslizándose sobre la superficie de un río hasta perderse en la lejanía de las aguas convulsas.
 
Cuántas veces me he quedado extasiado mirando el reflejo de mi propia imagen en un cristal, para solo poder definir el misterio de la desaparición de mi imagen en la medida que la luz se desvanece. Y el resultado es siempre el mismo. De asombro. ¿Cómo puede ser que lo que estuvo ya no esté? Y claro que entiendo el efecto gravitacional de la tierra y el sol, y porqué los cambios de luz se suceden periódicamente, pero es que es sorprendente.
 
Ver algo que de a poco de desintegra, y por más esfuerzo que tú hagas, de todas maneras, se desvanece para quizás volver a aparecer horas después con las primeras luces del sol. Pero ya no será la misma imagen. Parecida, quizás. Pero no la misma, aunque uno quiera engañarse y decir, “si es igualita”, pero no lo es.
 
Al mirar atentamente, veras quizás una arruguita más, que no quieres reconocer y la llamaras, “marcas de expresión”. Guevadas. Son arrugas. Y quizás las bolsas bajo los ojos se marcarán un poco más. Y si eres observador podrás ver que al igual que el caracol, te vas desintegrando de a poco; te vas despareciendo, al igual que hoja en el torrente líquido.
 
Cuántas veces me senté a la orilla de la desembocadura del rio Bio-Bio para mirar las olas quebrarse en chasquidos de dedos blancos, que por un momento se elevan para luego caer y no volver, pues el que vuelve, es otro y diferente.
 
Esos pequeños cambios que se dan tan rápidos, como relámpagos de pensamiento, me hacen cavilar sobre lo pasajero de todo lo que hacemos y pensamos que logramos. Así como el arrastrarse de un caracol; el salto del sapo; el deslizarse de las nubes en el cielo; la conversación de café; el cómo me dices, “te amo”; el sonido de la lluvia; el apretón de manos; cada acción, y cada reacción tiene su paralelo en el universo hasta cambiar y desaparecer por completo, al igual que un eco.
 
Han sido incontables oportunidades en que me he quedado extasiado por horas mirando la calle con su actividad de carros, personas, animales, sonidos reverberando en el espacio y el tiempo. Y de apoco todo se apaga, y queda silencioso. La gente se va. Los carros detienen sus motores dejando los últimos gases elevarse y desaparecer en la nada. Lo gritos y voces callan. Y todos nos olvidamos de ese momento único que vivimos por unas horas; y en cada segundo; en cada minuto; ese momento se va para no volver nunca más…

Universidad de Concepción

U

Carlos Boné Riquelme 

Los paseos por la Universidad de Concepción siempre me traen anhelos de vidas pasadas y recuerdos de momentos que no se han perdido con el tiempo, pues están presentes en mis recuerdos.
 
No muchos saben que antes de la Universidad hubo una escuela técnica donde se estudiaba abogacía y algunas otras profesiones, pero los títulos tenían que ser recibidos en Santiago. Por eso, el advenimiento de la Universidad, gracias a Don Enrique Molina Garmendia, fue uno de los grandes logros de esta ilustre ciudad.
 
Pero al margen de esto, un paseo por esas avenidas universitarias siempre fue, es y será uno de los grandes placeres de vivir en Concepción.
 
Yo solía pasear y recorrer la Universidad especialmente los fines de semanas. Me detenía en la “Laguna de los Patos” a admirar aquellos cisnes de cuello negro que nadaban elegantemente entre las flores de agua, nenúfares. que se abren en colores de húmedas formas. O aquellas caminatas hasta donde estaba la pequeña jaula donde los “Pudu-Pudu”, el ciervo enano original de la selva de Nahuelbuta se asomaba curioso, o quizás expectante de algún alimento, aunque el letrero colgado en la reja advertía, “no alimentar a los animales”. Al frente estuvo un casino donde muchas fiestas se produjeron en aquellos movidos años 70. También, más de algún día, casi cayendo la noche, me refugie junto a otros amigos, en su oscuridad ilustre para acciones menos ilustres.
 
Cómo no recordar esa sociedad formada por amigos de diferentes carreras llamada “la Sociedad del Ron”, cuyo fin era ocultar botellas de ron en diferentes lugares de la Universidad, para, en esas noches de parranda buscarlas y celebrar cada vez que alguna era rescatada de su anonimato etílico. Que emoción era entrar a esa biblioteca donde tantas horas pasamos estudiando y donde la querida “Checha” Montero me atendía con cariño cada vez que aparecía yo buscando una nueva aventura literaria. O mi querida amiga Antonieta, secretaria de la biblioteca, que siempre me atendió con cariño, dándome espacio para mis ventas de “cachemiras”. O el “platillo volador” con sus aulas empinadas desde donde divisar el pizarrón era una odisea. O la cafetería en el primer piso donde los quesos calientes con Nescafe fueron el consuelo de muchos días de hambre vividas en pensiones famélicas.
 
La escuela de sociología y Periodismo, cerradas durante, y después del año 1973, y donde conocí tantos amigos y que era compartida con antropología.
 
La escuela de educación donde tantas horas pase esperando la salida de mi “polola “de aquel tiempo, y luego caminar hacia el foro en la oscuridad de los faroles que iluminaban el frontis de la Escuela de ingeniería, las de química y física, la de matemáticas con sus pequeños paseos de árboles y flores y con algunas estatuas blancas escondidas en sus vericuetos. Allá está el recuerdo de mi gran amiga Lucy Puentes, secretaria de la escuela de Matemáticas, que junto a otras grandes amigas me recibían amablemente cada vez que yo aparecía a vender mis “Cachemiras”. Esa es otra historia que ya compartiré. Y al otro lado del foro, donde se instaló el primer computador IBM, y luego fue el hogar de la escuela de informática dirigido por esa otra gran amiga, Isabel Zurof. Mas abajo, en casi llegando a la plaza Perú, la extraordinaria Pinacoteca con su escuela de Arte y sus talleres de escultura que se divisaban desde la escuela de Lenguas; y el paseo estrecho que nos llevaba al arco triunfal de la escuela de Medicina. También “La Casa del Deporte” con sus historias increíbles, como la de aquel periodista que fue abandonado por la gente del MIR, desnudo, frente a la salida de los estudiantes. O de aquel incidente donde un estudiante muy conocido en Concepción le pego un puntapié en la cara a Bob Kennedy en su visita a la universidad. La foto de este puntapié dio Vuelta al mundo y creció como una leyenda urbana. Pero no olvidemos los hogares empinados en el cerro, bungalós, que fueron el orgullo de esa Universidad por lo modernos y porque se dio la oportunidad a aquellos que no podían pagar un hospedaje para vivir decentemente mientras estudiaban.
 
Y cerca, el hogar los Tilos, donde diariamente se otorgaban comidas a cientos de estudiantes, uno de los cuales fui yo. Tantas horas pasadas en ese comedor sentado con amigos de diferentes carreras conversando para definir en que mundo queremos vivir; sin saber que eso ya estaba determinado; pero disfrutamos analizando teorías y sueños. Y por primera vez yo vi estudiantes de Medicina, Ingeniería, sociología, Antropología, filosofía y Arte conversando y amarrando ideas sin peleas ni discusiones; horas trenzadas en conversaciones donde podíamos determinar sin llegar a conclusiones, definir sin limitar los trazos, dibujar sin pincel y al final solo descubrir que todos éramos iguales, con visiones parecidas del Universo, amarrados al mural de la escuela de Ingeniería desde donde
 
Pascal nos gritaba,“ que es el hombre frente al Universo, un puente entre el todo y la nada…”, y eso éramos nosotros desde el humilde hogar Los Tilos…

Me dejé la puerta abierta

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Carlos Boné Riquelme 

Sentí la corriente de aire fresco que azoto mi rostro, y trajo escalofríos a mis huesos viejos y solo allí me percate de que la puerta del corredor, de aquel largo y oscuro corredor que lleva al patio trasero de la casa, había quedado abierta. Pero no quería levantarme de mi poltrona donde me sentía cómodo, cayendo de a poco en un letargo que era habitual después del almuerzo. Quise gritar a alguien que la cerrara, pero de pronto recordé que estaba solo.

No había nadie en la casa pues todos ya habían muerto; yo era el único sobreviviente en esta enorme casona que se encontraba en medio de la nada, en el campo, rodeado de montañas y árboles que transmitían en susurros los mensajes del más allá, y que yo recibía en imágenes que me rodeaban día y noche.

Entonces debía tomar una determinación, quizás levantarme de mi sillón y caminar hasta el fondo a cerrar la puerta, pero yo sabía que, en el camino, los brazos de mis padres y abuelos me detendrían en cada paso para arrastrarme al pasado, y yo no quería desatarme en millones de imágenes que solo añadirían un peso más al que ya tenía sobre mis hombros.

Escuche el sonido ululante de los árboles y quizás el mugido de las vacas haciendo coro, y quise tapar mis oídos para negarme al tiempo y a la vida. Pero allí sentí más que escuché, los pasos de la vieja Eulogia que desde la tumba se aproximaba a teñir mis días de pesados pensamientos que me arrastraban a aquellos momentos de cuando fui joven.

El fragor de la batalla, el estruendo de los cañones en el campo de batalla, los gritos adoloridos de aquellos que agonizaban y que persiguieron a mi padre, tambien me perseguían y la vieja Eulogia lo sabía, y se reía con aquella boca desdentada que mostraba la profundidad de la nada.

El miedo acompañó el frío, y me forcé a levantarme y recorrer el largo pasillo escuchando los murmullos de aquellos que alguna vez habitaron este caserón, pero que hoy me dejaron solo. Me tape los oídos, pero sus sombras vagas me perseguían bailando alrededor mío. Logré llegar a la puerta abierta, y en vez de cerrarla, salí sintiendo un vaho de alegría por escapar, aunque fuera solo por minutos de la tortura que me perseguía al interior de este cascaron que solo contenía recuerdos.

Mi vista se perdió a la distancia tratando de atrapar el paisaje que me circundaba en una sola mirada, y pude divisar los bosques en las laderas de las montañas, los verdes pastos que aún se mecían con la fuerza del viento, el rio que se perdía en el recodo, y todo me pareció una fantasía creada por mi mente exhausta de memorias escalonadas y entrelazadas con aquellos que murieron antes que yo.

Y me pregunto: ¿porqué solo sigo yo presente en esta realidad que me aprisiona?, pero no hay respuestas y aunque doy golpes a la oscuridad, aun sigo sin rumbo, esperando una respuesta que no llega.

Todo comenzó en otra época, cuando yo tenía solo cinco anitos. Mi madre estaba sola pues mi padre nos había dejado al cuidado de los abuelos mientras el cumplía sus labores en el ejército, apostado en alguna de las interminables fronteras donde las escaramuzas con el enemigo eran constantes.

Mi madre se encargó de las labores de padre y madre, aunque mis abuelos, especialmente la abuela además de Eulogia, la criada, ayudarono mucho en mi crianza, pues yo fui un hijo único. Me crie corriendo por esta misma casona donde hoy habito, solo que en aquel lejano tiempo estaba llena de gente, la cocinera Rosa, la muchacha del aseo, Mariluz, el muchacho de los mandados Rufino, y tambien la gente que trabajaba en la lechería, la que cuidaba los caballos, aquellos que llevaban las ovejas al monte, y en las tardes, el ruido de todos los trabajadores en el comedor del patio era increíble.

El ruido de las risas alegraba aquellas tardes mientras las mujeres, además de mi abuela y madre, bajo la atenta mirada de mi abuelos que desde la ventana de la casa que daba al enorme patio, vigilaba que todos aquellos rudos hombres de campo se comportaran decentemente. Pero ninguno de ellos se hubiera atrevido a decir o hacer imprudencias. Y no porque no fueran hombres, pero eran gente educada, de esos que recibieron su educación en el campo donde se respetaba a las mujeres y a los ancianos.

Pero cuando llegaba la noche, todos se sentaban en torno a una enorme fogata y al compás del mate, se contaban historias, una más fantástica que la otra. A veces, algunos de ellos bajaban la voz, y mientras chupaban la bombilla sorbiendo el amargor de la yerba, y mientras el resplandor de las llamas iluminaban sus rostros, contaban historias del “maligno”, de aquel que acecha a los campesinos borrachos, o a las mujeres que se atreven a salir de noche por los caminos desolados, para llevarlos al infierno donde desaparecen y nunca más regresan a sus hogares.

Tambien contaban sobre los “entierros”, lugares donde estaban grandes fortuna de oro y plata y que aquellos que vendían su alma a diablo, eran guiados por “el patas de cabras” a encontrar los tesoros, y eran ricos para siempre, hasta que el “malulo” volvía a aparecer a cobrar la deuda.

Yo escuchaba aterrado estas historias mientras mi imaginación elaboraba detalles que luego, cuando era la hora de acostarse, me perseguían aun debajo de las sábanas donde yo me cobijaba escuchando ruidos y crujidos que me parecían del “más allá”.

A veces, me levantaba en medio de la noche y corría al cuarto de mi madre donde me acostaba al lado de ella mientras ella amorosamente me cobijaba entre sus brazos, y así, conciliaba el sueño.

Después de mucho tiempo, no sé cuánto, pues mis dedos solo contaban hasta diez, mi padre regreso. Venia viejo, cansado, amargado, y ya nunca más se escuchó su risa rebotando en las paredes, ni lo vi abrazando a mi madre mientras ella soltaba gritos de protesta que al final eran de placer.

Al comienzo, traté de acercarme a él, pero su frialdad de a poco me hizo alejarme y aunque mi madre trataba de explicarme que el estaba triste, su ceño adusto me daba miedo, y así, me perdía en el campo, yendo a sentarme cono los trabajadores con los cuales compartía sus comidas y risas. Y durante las tardes, cuando mi padre aparecía por el patio trasero, las risas de los inquilinos se apagaban y un silencio espectral nos rodeaba.


Mi padre parecía no darse cuenta, y sin mirar nadie cogía una botella de licor y sentado en una vieja mecedora se perdía en algún mundo lejano mientras bebía de la botella hasta que esta estaba vacía. Y luego cogía otra, hasta que, en la noche, mi madre ayudada por alguno de aquellos hombres lo llevaban a acostar entre gruñidos y denuestos que el soltaba al aire.

Poco a poco, los hombres dejaron de venir a comer a la casona, y ésta se quedó silenciosa, con las mujeres, incluida mi madre, se deslizaban por los corredores casi como fantasmas para no despertarlo de su letargo alcohólico. En aquel tiempo mi abuelo falleció, y mi padre no apareció al velorio, al cual llego toda la gente del pueblo, además de los trabajadores y la familia, alguna de la cual venia de lejos. Se preparo comida, y se sirvió mucho “gloriado”, y las guitarras sonaron tristes en medio de las conversaciones y los lamentos de las “lloronas” que hacían eco al sollozo de mi abuela.

Ella, mi abuela, se fue al poco tiempo, y mi madre, la vieja Eulogia, mi padre, el cual ya casi no salía de su habitación, y yo, nos fuimos quedando solos. Primero fue Rufino que partio casándose con Mariluz la muchacha del aseo, y los cuales le dijeron a mi madre que habían comprado una “tierrita por allí”, y querían formar su propio hogar sin trabajarle “a naiden”. Mi madre entendió y los dejo ir dándoles una plata adicional que los puso muy contentos, y ambos, cargados con canastos llenos de ropa y mercancías, desaparecieron en medio del polvo del camino.

Luego fue la cocinera que ya no quería escuchar los improperios que mi padre lanzaba en medio de su estado alcohólico, y tampoco aceptaba este silencio que se había apoderado de la casona. Se despidieron llorando con mi madre, abrazadas en la salida del rancho, y en medio de toda esa pena, nos quedamos solos lo tres.

Poco a poco los peones tambien se fueron alejando, y los animales se vendieron o comieron, y el campo empezó a caer en el descuido. Mi padre falleció, de borracho, fue lo que escuche decir al doctor, y casi nadie nos acompañó a su entierro. Aparecieron algunos soldados que habían servido en el ejercito con mi padre, y ellos cargaron el cajón y le rindieron honores póstumos. Mi madre ellos atendieron como pudo en la casona, y escuchamos las historias de la guerra en la que mi padre había perdido su sanidad mental. En algunos momentos mi madre los hizo callar por lo crudo de sus relatos que quizás, explicaron porque mi padre regreso tan diferente a cuando marcho, apuesto, seguro de sí mismo, erguido como un héroe en su uniforme lleno de charreteras.

Cuando estos hombres se marcharon, mi madre quedo sumida en una tristeza que la hizo llorar, pero cuyas lagrimas oculto de mí, diciéndome que eran solo de pena porque estábamos tan solos. La vieja Eulogia apareció muerta un día en su cama, un ataque al corazón y se fue mientras dormía. La enterramos en una ceremonia privada, y con mi madre nos quedamos un poco más solos.

Y así crecí en esta casa, con mi madre envejeciendo y sin querer volver a casarse, aunque las proposiciones no le faltaron, pero ella quería estar sola, sin nadie que le volviera a agriar sus días, y yo la entendí, aunque yo tampoco me casé. No tuve hijos ni novias, y solo me dediqué a preparar quesos y licores los cuales vendía en el pueblo cercano, y con esto, más el montepío que mi madre recibía del ejército, lográbamos mantenernos. Pobremente, pero decentemente.

Estábamos casi en la ruina, solo esta casona sobrevivía a aquellos buenos tiempos. Pero los recuerdos en mi madre la comenzaron a atormentar y marchitar. De a poco comenzó a apagarse, y cuanto yo hice por mantenerla viva fue inútil. Asi llego el día que ya no levanto más de su lecho, y a pesar de todos mis esfuerzos ella comenzó a languidecer lenta e inexorablemente.


Mi desesperación se agrandaba y pasaba los días a su lado llorando y rogando que por favor no se fuera, que no me abandonara como el resto de la familia, pero todo fue inútil. Al final expiro, dejándome completamente solo en esta casona la cual no puedo abandonar, pues fuera de aquel, el mundo real no existe. La dejé por días alli, hasta que el hedor de la carne en descomposición fue demasiado y empezó a atraer animales salvajes a este lugar, y yo debía pasar horas persiguiendo ratas, perros hambrientos, lobos que aullaban noches enteras impidiéndome alcanzar el sueño. La envolví en las sábanas en las que ella reposaba y cavando un profundo hoyo en el patio, la enterré. No puse cruces ni nombres pues quería que la tierra la absorbiera y yo, a la vez, quería olvidar el lugar donde ella estaba. Pero no podía dejar de pensar en su rostro, sus manos abrazándome, su voz cantándome canciones de cuna. No podía dormir, y pasaba las noches sentado mirando el promontorio donde ella estaba enterrada. Las noches se hacían día, y las noches volvían.


El tiempo pasó, y ahora cuento casi 150 años, y cuando me miro al espejo, ya no envejezco. Mi pelo está blanco, y siento mis huesos doloridos, y mis ojos parecieran hundirse en las cuencas, pero mi existencia prosigue indeleble.

Los viajeros no se detienen a mi puerta, siguen de largo, pues todo parece que se desvaneció en el aire, y solo el monte y los animales que merodean alrededor son los habitantes de este lugar. Y en las noches, los espíritus recorren los pasillos, entrando a cada cuarto, pues yo los escucho conversar, reír, bailar, pero cuando corro a aquellos lugares, solo existe la nada. Y los ruidos me persiguen cada noche sin dejarme dormir. Durante el día, me es imposible conciliar el sueño, y así transcurren mis días y noches en una perpetua soledad donde nada existe, quizás yo tampoco soy real, pero mis pensamientos y sensaciones están aquí, vagando y esperando un final que no quiere llegar. Los caminantes son solo sombras que cuando les hablo no me escuchan, y no me ven. Mi única compañía, y es terrible, son las sombras y las voces que me llaman en las noches, que me persiguen por los pasillos oscuros, que cuando los llamo, se esconden y ríen con terrible carcajadas. Estoy solo, no puedo dejar esta casona, y solo tengo como compañía los fantasmas de aquellos que la habitaron. Yo soy un fantasma más que con mis ciento cincuenta años a cuestas espero la muerte con su liberador sueño eterno.

Don Gustavo

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Carlos Boné Riquelme

 

La esquina de Janequeo y Freire en nuestra ciudad Concepción, Chile, tenía durante el día una apariencia normal, de barrio cualquiera, en cualquier parte del mundo. Pero el epicentro de la actividad en esta esquina era el almacén de Don Gustavo Hernández.

Don Gustavo era un hombre serio, recto, pero campechano. Hombre rudo, de un humor irónico, acostumbrado al trabajo desde toda su vida, mantenía esa media sonrisa sardónica debajo de unos ojos negros, profundos, y un pausado andar. Era de cuerpo bajo, pero fuerte, y tenía una gran potencia en sus grandes y toscas manos, de trabajador innato, y apenas te conocía las extendía abiertas, prestas al saludo, con grandes dedos toscos y encallecidos, y si tu cometías el error de darle la tuya, de por seguro recibirías un apretón que te la dejaría trémula y temblorosa seguida de un comentario sarcástico de don Gustavo por aquel mequetrefe de ciudad: “que paso hombre…!!, no me diga que le dolió”.

En contraste, su esposa era pizpireta, ágil, dulce, con unos bellos ojos azules, heredados por varios de sus hijos, que todo lo miraban y lo veían, y que se movía con gran agilidad por el local y la casa, la cual solo a algunos pasos de distancia, ella manejaba a la perfección, casi como un reloj.

Después estaban los hijos, Gastón, Luchin, Antonio, y por supuesto, el retoño, Raúl. La regalona era la pequeña hermana de ellos que tenía los mismos ojos bellos, y el carácter tierno pero fuerte, heredado de la mama. Del mayor de los hermanos, Gastón, no recuerdo mucho más que era delgado y no muy alto, y solo aparecía de vez en cuando por el negocio y el hogar familiar. A Luchin le decíamos “el guatón” pues tenía una contextura gruesa, pero la verdad que él era muy fuerte, tanto como el padre, pero tenía una gran agilidad, la que yo la vi muchas veces en acción. Luchin era, y es hasta hoy en día después de décadas viviendo en Canada, un hombre de carácter, con una personalidad directa y risueña, lo que le ganaba el respeto y cariño de nosotros los amigos. Y sigue siendo el mismo con el cual reímos cuando lo llamo a Canadá donde reside desde hace mucho.

Antonio, o Tono como le llaman desde siempre, el que seguía, era más reservado y de hablar más pausado. Él fue el heredero de la personalidad paterna, o quizás el más parecido a Don Gustavo. Tenía ese mismo aire medio guasón, pero recto y directo, e igual a Luchin, un carácter fuerte, recto y seguro. Raúl, el menor de los hombres, era como un niño, siempre riendo y bromeando, pero armado con una gran curiosidad que lo convertía en un gran admirador de su hermano y sus amigos. A Raúl lo recuerdo con la sonrisa eternamente en sus labios, y esa alegría contagiosa que no escapaba a nadie.

Todos ellos conformaban una bellísima familia, y en ese hogar, siempre rondaba la alegría y la actividad. Y yo recuerdo especialmente esas “onces”, el té de las cinco, costumbre tradicional en Chile, en que llevaban a la mesa casi todos los productos del almacén consistentes en cecinas, quesos, pate, mermelada, las cuales en más de alguna ocasión tuve oportunidad de disfrutar.

Pero cuando la noche llegaba, y Don Gustavo bajando la cortina del almacén se marchaba, la esquina se transformaba.

Aparecían unas figuras que semejaban sombras en la oscuridad y convertían esa esquina en un punto de reunión donde nos juntábamos todos a fumar y conversar hasta altas horas de la noche. A veces aparecían botellas de alto flujo alcohólico, o más de algo que se fumaba pasándolo de mano en mano.

Lulo y su hermano, ambos altos y divertidos con la risa que da la seriedad de saber que la vida es algo serio; Jaime y Pato; el infaltable Luchin; a veces llegaba Alejandro Vila siempre acompañado de alguna historia, o anécdotas que nos hacía reír; el negro “Cayuzan” con su aire gansteril y su sonrisa blanca que brillaba en la noche, y que le daba el toque a reunión de lo que hoy conocemos como “ganga”. Pero “el negro” Cayuzan era divertido, buen amigo, gentil y amable y con un gran sentido del humor. Los hermanos Jiménez, grandes amigos a los que recuerdo con cariño; los hermanos Moena, y también aparecían los hermanos Quico y Lucho Kotman, Nano y Cuchepo Wolf al que llamábamos el “Alain Delon chileno”, pues él era muy atractivo y divertido con un gran magnetismo para las féminas. Y aparecían muchos otros advenedizos, que, como yo, llegaban y desaparecían como barajas en manos de un mago.

Las horas se desvanecían entre risas, conversaciones, murmullos y carcajadas hasta casi la mañana que nos ahuyentaba a todos con sus primeras luces. Y luego, de a poco, la esquina iba quedando nuevamente sola, como esperando las primeras horas del alba cuando Don Gustavo, impertérrito, abrigado en su chaquetón marinero azul marino, con paso lento pero seguro, llegaría a abrir el almacén para comenzar un nuevo día entre los sacos de porotos y lentejas, el queso en la vitrina al lado de la mortadela…

El Boy Hyde

E

Carlos Boné Riquelme

La Puerta era diminuta y casi inexistente en aquel muro Amarillo sembrada de musgo y hierba. O’Higgins se perdía hacia Roosevelt en nuestra ciudad de Concepción, en Chile, pero la noche aun con su soledad, nos esperaba amistosa y cálida.

La Puerta se abre como hacia otro mundo, y el “Boy” Hyde, ese personaje casi mitológico de Concepción, nos mira desde un lugar remoto, pero con una sonrisa que promete la calidez del vino con naranja, y la conversación intrépida y delirante. Domingo Robles, mi acompañante y guía en esta expedición nocturna, saluda al “Boy” con un gesto de su mano oculta bajo la larga bufanda negra que pende desde su cuello, y haciendo un comentario leve que arranca una risa corta del “Boy”. Los anaqueles de libro apiñados en contra de la pared se sienten vivos, y hacia la derecha esta la pequeña sala con la chimenea, que en invierno siempre esta encendida, con alguna sillas repartidas alrededor de una pequeña mesa, de esas llamadas “ratonas”.

Una copia de un grabado italiano famoso que representa la Piazza San Marco pende desde la muralla, y las sombras del fuego iluminan desde el hogar a Albino Echeverria, Enrique Giordano, Tole Peralta, y quizás algún otro noctambulo, que, ensimismados en una conversación, de la que aún no podemos adivinar el contenido con Domingo.

En las paredes del pasillo que va hacia el interior de la casa, están las pinturas de Camilo Mori y Nemesio Antúnez dedicadas al “Boy” Hyde. Algún recuerdo dejado por la famosa bailarina Margot Fontaine, y por supuesto, las dedicatorias de algunos renombrados escritores chilenos y extranjeros que en algún momento se cruzaron con el “Boy”.

No acercamos al fuego, y los presentes nos saludan con un gesto mientras la conversación prosigue sin detenerse. El “Boy” Hyde fue una de las figuras más importantes y controversiales de Concepción. Pero en su hogar, solo habitan las ideas y la conversación. El “Boy” se negó siempre a la televisión y la radio, pues este lugar era el reino de la conversación. Así nos sentamos, yo callado, pues entre tanto erudito del arte solo cabía observar y escuchar.

La discusión era sobre el arte del siglo XVII, y Domingo rápidamente se incluyó con alguna observación que levanto las cejas de Albino. El “Boy”, que había desaparecido momentáneamente de la escena, reapareció con una jarra blanca y azul de porcelana repleta de vino tinto con naranja que vertió suavemente en unas tazas similares al jarro, repartiéndolas entre los asistentes. Estas eran las noches de invierno en este oasis casi desconocido de los penquistas pero que muchos recordaran por haber sido espectadores casuales, como yo, de uno de los lugares más increíbles de Concepción.

El “Boy” Hyde era hijo de inmigrantes ingleses, y creo que el único inmigrante con un verdadero título nobiliario, heredado de su padre. Fue, creo, uno de los fundadores de la biblioteca de la Universidad de Concepción, y era maestro de la porcelana y el arte. Pero ya estaba alejado de la mundanidad y solo dedicado a sus privadas reuniones con algunos de los artistas que adornaban notablemente la ciudad.

Mas tarde, para 1973 el “Boy” se transformó en un personaje sospechoso, activista político, quizás, y su maravillosa casa fue allanada y muchos de los tesoros acumulados allí fueron destruidos entre la barbarie del momento. El “Boy” ya enfermo y sin deseos de luchar más contra un sistema sin cultura, decidió que era tiempo de emigrar de Concepción, y se perdió en una isla del trópico donde vivió sus últimos días mirando el mar, como Gauguin, y disfrutando de la tranquilidad y humildad de su entorno.

En los 80, me encontré en las calles de Concepción a una excompañera de las Escuela de Arte, Cecilia Sius, pintora y artista y en aquel tiempo radicada en Viña del Mar, que con su marido paseaban tranquilamente por Barros Arana, y sorprendentemente como me enteraría más tarde, el sobrino del “Boy” Hyde.

Fuimos a mi apartamento en los altos de la galería Martínez a conversar, y allí, me entere de la muerte del “Boy”, y de sus últimos días. El sobrino fue a la isla a buscar los restos del “Boy”, y me contaba emocionado la vida humilde pero tan llena de energía de aquellos últimos momentos de este gran personaje al cual debemos rendir homenaje. Y gracias, Domingo Robles, pues tú me ensenaste el arte, no solo del Teatro, pero de vivir sin vergüenza… solo vivir.

(Este escrito se lo dedico a mi gran amigo y siempre recordado escritor y poeta penquista Enrique Giordano. Te estimo Enrique, y te recuerdo como el día que nos conocimos).

El pernil

E

Carlos Boné Riquelme 

Salimos riendo de Radio Lautaro de Talca, después de ver el programa matutino de “a despertarse señor”, el cual hizo las delicias de mi infancia, con el periodista radial, muy conocido en la zona central, Don Alfonso Fernández.

Mi padre y mi madre reían felices, como hacía mucho no pasaba, comentando los chistes del periodista el cual era muy ágil y divertido a la hora de conducir el programa. Atrás quedo esa primera impresión de la sala con sus humildes bancas de madera, y creo que a esa escasa edad aprendí que a veces el contenido es mas importante que la estética.

Y en aquellos 1962, los señores de la radio hacían milagros con los recursos que les eran asignados. Pero la alegría que nos aportó esa hora en el programa duraría mucho, hasta hoy en día que cada vez que recuerdo aquellos momentos, no puedo evitar la sonrisa que el recuerdo trae a mi mente.

Ese era el tiempo donde el espectáculo se hacía en buses que partían en interminables giras alrededor del país, presentándose en estadios y gimnasios, o teatros de ciudades y pueblos. Donde los periodistas deportivos debían encogerse en hoteles modestos, y comer en pensiones baratas que los trataban como familia, pues eran conocidos.

La radio era el único medio de entretenimiento en nuestros hogares. En mi casa era una vieja Telefunken de pantalla iridiscente, con un dial manual que corría en medio de unos números que para mi eran un misterio. Y la onda se iba a cada rato, dejándonos a veces en medio de la telenovela, o del partido de futbol, sin saber si el gol había entrado en el arco o no.

La desesperación de mover la antena para recoger la emisión nuevamente era solo comparable con los garabatos que se escuchaban por toda la sala. En las tardes, eran muchos vecinos los que se apilaban en la sala a escuchar a Arturo Moya Grau, el mejor escritor y actor de telenovelas en la radio chilena. Y las mujeres lloraban y el capítulo serviría para la conversación del resto del día, mientras se servía la “once”, o se sorbía el mate.

A la entrada de los colegios, las madres que dejaban a sus hijos conversaban sobre los acontecimientos del capítulo del día anterior, esperando ansiosas las dos de la tarde, para seguir con el nuevo episodio.

Así que la decepción duro lo que el gusano en el pico del pollo, y entre risas y comentarios alegres, decidimos que era hora ya de almorzar. El almuerzo era una tradición que se seguía al pie de la letra. Ya fuera en casa, alrededor de la mesa familiar, o en el lugar donde la hora nos acogía. Y este día era en “Talca, Paris y Londres”, como era el dicho popular que ponía a esta ciudad en el medio de las capitales mas famosas del mundo.

Mi padre, como buen vendedor viajero, conocía las mejores” picadas” de cada ciudad. Y Talca no era la excepción. Pronto nos dirigió a una pequeña “fuente de soda”, con varias mesitas a lo largo de la pared, y un mesón donde algunos parroquianos comían o bebían una cerveza para “matar la calor”. Mi padre era conocido de los parroquianos, lo cual lo delato rápidamente por los saludos del dueño que atendía el lugar, y de uno que otro de aquellos sentados a la barra; por supuesto que mi padre salió al camino rápidamente, anunciando a viva voz, “esta es mi señora y mis hijos”, con lo cual se ganó una mirada de sospecha de parte de mi madre, lo cual le costaría algunas explicaciones mas tarde, cuando nadie estuviera presente.

Y mi padre, sospechándolo, le pidió al “garzón” los especiales del día. En aquellos tiempos, los menús solo existían en los clubes elegantes, en los lugares mas populares, se daban los especiales del día a viva voz. Y como yo era el celebrado este día, mi padre me dio la oportunidad de elegir, causando la rabia de mi hermana Liliana que empezó a reclamar diciendo, “siempre le dan todo a él, claro, es el regalón…”, mientras yo me reía feliz, para mis adentros, y así no causar más problemas.

Pero ya mi atención había quedado retenida en uno de los ofrecimientos del día, “pernil con papas cocidas y chucrut”. Había escuchado tantas veces hablar de esta delicia, a mis tíos, abuelos, padres, que, sin pensarlo dos veces, lo escogí rápidamente. Y aquí se hizo un silencio en el bar. Todos me estaban mirando, y luego de algunos instantes, empezaron a reír.

Yo me quedé sorprendido, pensando que quizás había cometido un error, pero no. El problema no era ese. Mi padre me miró sorprendido, y mirando a todos alrededor se rio, diciéndome “Carlitos, ese plato es muy grande para ti, mijo…”. Pero yo solo quería, al igual que venir al programa de la radio, ese plato. Y empezaron las apuestas alrededor del bar. Si me comeria todo el plato, o no.

Mi padre estaba vacilante, pero como la mayoría decía que yo no sería capaz de comer el plato completo, se sintió ofendido y se decidió a defender el honor familiar. Y pidió con voz fuerte al garzón, “tráigale el plato a mi hijo, que él se lo comerá todo”, mientras yo totalmente ajeno al problema que había causado, me regocijaba pensando que mi hermana tendría que contentarse con lo que mi madre le pidiera. Yo era el hombre de la casa, a pesar de mi edad.

Y mi padre cubrió las apuestas, y ya todo era excitación. Y llegó el plato, el cual era verdaderamente enorme. Un pernil de puerco, humeando de ese cuero cafecito y grasoso, mientras la carne casi dorada se escapaba por los bordes, con las patatas cocidas y el chucrut bañado en pimienta. Yo totalmente indiferente a la expectación causada alrededor del lugar, me saboreé, y cogiendo tenedor y cuchillo, corté el primer pedazo de carne, que se deslizó suave por mi paladar, sintiéndose como el manjar de lo dioses.

No presté más atención a lo que sucedió a mi alrededor, así que no recuerdo lo que comieron mis padres y hermana, o lo que pasaba con toda aquella gente mirando y observando a que yo no recibiera alguna ayuda de mi familia. Y de a poco, el hueso del pernil empezó a quedar a la vista, y las papas fueron devoradas al igual que el chucrut. Y cuando me deje caer hacia atrás en la silla, el plato estaba limpio, y solo el hueso quedaba como triste recuerdo de lo que fue ese magnifico pernil.

Todo el mundo se miraba consternado, sorprendidos de que en este cuerpo tan pequeño alcanzara tanta comida, Y las risas no se hicieron esperar, mientras mi padre orgulloso recogía el dinero de las apuestas, con lo cual, básicamente el almuerzo salió gratis. Yo tuve tiempo y espacio para comer el postre, y por parecer más agrandado, pedí un café.

Salimos de allí, con mis padres felices, riendo, yo sintiendo la mano de mi padre sobre mi hombro, y las patadas de mi hermana en las canillas. Solo puedo agregar, que, hasta el día de hoy, el pernil con papas cocidas y chucrut, además de la cazuela de vacuno, son mis platos favoritos.

En Concepción recuerdo la Séptima compañía de Bomberos en el Parque ecuador, donde comí los mejores perniles, y lugar al cual fui bastante a menudo.

Diego Padilla

D

Carlos Boné Riquelme 

A Diego Padilla Fuller lo conocí. Todo el mundo en la ciudad conocíamos a Diego desde niño. Igualmente, a las tres hermanas, las cuales siempre andaban juntas. Recuerdo a la madre de Diego, pero ella falleció y Diego y las hermanas quedaron solas. No creo que haya sido una época fácil para ellos, pero, aun así, las hermanas estaban siempre risueñas y contentas; y Diego era la imagen de la alegría y el optimismo.

Diego era un muchacho delgado, no muy alto, de claros ojos azules que le bailaban en las órbitas con una chispeante mirada que siempre te contagiaba de algo llamado esperanza.

Nunca lo escuché quejarse, aunque en momentos supe que lo pasaba mal. Pero Diego era resiliente al igual que su familia. Ellos vivían en una vieja casa en Rengo o Lincoyán casi al llegar a Freire que perteneció a la familia por mucho tiempo.

La familia de Diego era antigua y fue muy respetada por su historia en Concepción. Pero como le pasó a muchas familias, incluyendo la mía, por malos negocios o decisiones, el dinero desapareció quedando solo la rancia prosapia que no ayuda a pagar las cuentas.

Pero Diego era parte del panorama penquista, y por supuesto, aunque menor que nosotros, pertenencía a aquel lugar llamado "el Astoria".

Más tarde, yo ya casado y dedicado de lleno a mi trabajo de “Falte”, o sea, vendedor ambulante, necesité alguien que me ayudara y así lo dije alguna vez en algún lugar y Diego me escuchó y se ofreció.

Llegamos a algún acuerdo del tipo económico, y con mi amigo Pedro Riquelme, que también trabajaba conmigo, junto a Diego, recorrimos la zona vendiendo, desde Lota a Coronel y Shwager, de Chillan a Cabreo y Bulnes, sin dejar a atrás Florida.

Diego siempre andaba bien vestido, no elegante pues la situación no lo permitía, pero lo recuerdo con un traje de dos piezas, azul, sin corbata, pero con la camisa abierta al tope.

Nos ayudaba a cargar los bolsos y cajas; nos ayudaba a vender, y así descubrí que Diego tenía un talento innato para llegar a la gente.

Sería ese aspecto de niño inofensivo, y quizás, ese carácter alegre y divertido que nunca le faltaba, pero las clientas lo querían mucho.

Y así compartimos montones de cosas con Diego. Como algún día que andábamos vendiendo en Florida pues allí teníamos unas escuelas donde nosotros llegábamos a ofrecer diferentes mercancías y les vendíamos a las profesoras y ayudantes, recolectando el dinero a final de mes.

Pero en aquel funesto día, nos hicimos amigos del director de la escuela, un hombre simpático y campechano que nos invitó entre venta y venta a tomar “una copita de chicha” que al final se transformó en varias botellas, dejándonos a los tres en un estado calamitoso. Y no teníamos opción, teníamos que volver a la escuela pues toda la mercancía estaba expuesta en una de las salas.

Y cuando llegamos, la sala estaba llena de profesores y empleados que rápidamente se dieron cuenta por el bamboleo y el olfato de nuestra precaria situación alcohólica. Está de más decir que el Director desapareció como ratón saltando por la borda de un barco en naufragio, el cual éramos nosotros, y nunca más tuvimos acceso a esa escuela.

Con Pedro y Diego luego nos reíamos y lo tomamos como una anécdota, pero eso me dio una lección: No confiar en los directores de escuelas rurales.

Diego pasó a ser parte de la familia. Él llegaba por mi casa y metiéndose a la cocina le pedía a la cocinera que le preparara café y un sándwich a lo cual la Sra. Rosa accedía encantada.

Y si ella le veía un botón menos, un rasgón en la ropa, se lo remendaba inmediatamente. La verdad es que Diego tenía más poder en mi casa que yo. Mi esposa lo quería pues además Diego era servicial. Si alguien, no solo nosotros, cualquiera, necesitaba algo, Diego no vacilaba en ofrecer su ayuda.

Y allí estaba siempre con su buena disposición ayudando al que lo necesitara sin reparar en sus propias necesidades.

Diego no pedía nada para él. Y yo sabía cuánto lo necesitaba, pues tenía además ese orgullo de las buenas clases que no quería que nadie supiera de sus desventuras. Y las mujeres lo querían. Lo buscaban. Y así diego tenía su harén. Pero nunca hablaba de sus conquistas. Él era un caballero innato. Y aunque a veces yo le trataba de tirar de la lengua, Diego callaba sus aventurillas sin soltar ni siquiera un cochino detalle.

Mas tarde trabajaríamos junto a Juan Navarrete, el cual físicamente era muy parecido a Diego, así que los confundían por hermanos, y Juan que era muy bromista le corría chistes que a Diego lo avergonzaban pues él era muy discreto. Poco amigo de los garabatos. Nunca lo escuché decir muchos. Y era católico. Creyente de esos pechoños.

Asi que hoy, que Diego ya nos dejó hace mucho espero que este sentado a la diestra de aquel que nos creó haciendo lo que él hace tan bien; alegrar la vida y alivianar el espíritu…

¡A despertarse, señor!

¡

Carlos Bone Riquelme

Despertaba yo cada mañana con el sonido de la radio, y la voz de aquel locutor que nos gritaba, "a despertarse señor…", y era el programa radial más escuchado en Curicó, Talca y Linares por aquellos 1961. Radio Lautaro de Talca con su animador matutino, Alfonso Fernández, y aunque este grito significaba la hora de levantarse para comenzar las labores diarias, era también el aviso de la música que venía acompañada del sonido de una campanada, y las conversaciones que alegraban los monótonos días del invierno pueblerino.

Durante mi enfermedad, hepatitis, que contraje debido al excesivo consumo de palta, o aguacate que nos mandaba mi tío de Peumo, y que me postro en mi cama por alrededor de tres meses, me acostumbre a escuchar este programa cada mañana. Entre inyección e inyección, las cuales eran dos o tres cada día lo cual dejo mi trasero inflamado, y por lo cual, mis padres me compraron un “donut” de caucho inflable, evitando así el contacto de aquella delicada parte de mi anatomía, con la áspera sabana, mi único consuelo era la voz y comentarios de aquel animador de esta radio de Talca.

Y así esperaba ansioso el sonido de aquella campanada que anunciaba el inicio diario de este programa. Y como yo lo pedía, al final, toda la familia se hizo adicta a este programa matutino.

Cuando finalmente sané, mi padre como regalo por haber soportado esos largos meses de enclaustramiento, que por lo demás fue durante el periodo del mundial de futbol que se realizó en nuestro país y que yo escuchaba desde mi habitación, con los aullidos de mi padre celebrando cada gol de Leonel Sánchez, las jugadas de Carlos Campos, o del Chita Cruz, o de Godoy, o de Tobar, me ofreció cumplir algún deseo acumulado en aquellos largos días de leer a Condorito, Flash Gordon, o novelas de Jack London como Jerry de Las Islas.

Y mi sueño era conocer al locutor del programa que me mantuvo heróico frente a la jeringa diaria, y los platitos de insípida sopa de la dieta prescrita por el odiado doctor.

Y así, un día de verano, partimos todos, y cuando digo todos, me refiero a mis padres, y mi hermana Liliana, montados y apretujados en la cabina de "la burra", la cual era la camioneta GMC de mi padre, llamada así por su color gris, con una cabina cerrada en la parte posterior, y el logo de una corona con el título de “Mis Clairol”, firma de la cual mi padre era distribuidor.

Salimos una mañana luminosa y con un agradable calorcillo, a pesar de lo temprano, rumbo a Talca.

Y llegamos a la radio desde donde se transmitía ese programa, compañero de enfermedad, y entramos al auditorio que era una sala rectangular, de color crema, con ventanas en un lado que daban a un patio trasero de alguna casa, y un gran vidrio al frente donde se podía apreciar un micrófono brillante, de metal, colgando de un cable negro.

Los asientos eran unas bancas de madera, y solo unos cuantos espectadores, que no llenaban ni la cuarta parte de la Sala, esperaban impávidos el comienzo del programa.

Yo ya me sentía decepcionado, no sé qué sería lo que imagine que encontraría, pero la pobreza del estudio me causó estupor.

De pronto, un hombre común y corriente, medio gordito, de pelo negro y bigote recortado a lo Javier Solís, se sentó y cogiendo el micrófono con una mano, sin dar una mirada a su audiencia, con la mano libre sacudió una varilla de aluminio y la golpeó contra un triángulo del mismo metal, y se escuchó el sonido vibrante de una Campanilla, al mismo tiempo que el hombrecillo gritaba en el micrófono, "a despertarse señor…”.

 

Se desvela el misterio de Quena

S

Carlos Bone Riquelme 

Fue en diciembre de 1959, en una de nuestras estadías en Concepción y estando de visita en casa de mis abuelos maternos, que mis tíos de USA súbitamente aparecieron.
 
Debo aclarar que nosotros, mis padres, mi hermana Lili y yo, residíamos en ese momento en Santiago, la capital de este largo y pedregoso país llamado chile.
 
La casa de mis abuelos estaba localizada en Castellón esquina de Chacabuco, en una vieja casona que ya fue derruida hace mucho. Chacabuco por ese tiempo era una calle empedrada y angosta, con casas de uno y dos pisos a lo largo y ancho de ella; en esa esquina recuerdo, en frente de la de mis abuelos, una bella casona, muy señorial, de dos pisos y con un balcón de forma redonda, decorado con pequeñas columnas blancas.
 
Se contaba la triste historia de un muchacho joven que se suicidó allí, y la verdad, no recuerdo haber visto a nadie entrando o saliendo de ella.
 
Una cuadra, camino a la estación esquina Colocolo, había un gran almacén de abarrotes en toda la esquina, al cual era una aventura entrar, pues el lugar estaba lleno con sacos de productos del país, frijoles, lentejas, arroz de grano quebrado, harina, además de infinidad de tarros brillantes con etiquetas estrambóticas, que me transportaban a un mundo imaginario, y entre los cuales yo corría, escondiéndome, e imaginando estar en misteriosos lugares que solo conoci en mis sueños.
 
No puedo definir el olor que se sentía alrededor, pero si recuerdo al almacenero con su balanza sobre el mostrador, y la luz mortecina que alumbraba el lugar.
Desde allí, camino al parque Ecuador, vivía una gran amiga de mi abuela materna, la tía Anita Palma, cuyas hijas habían sido compañeras de mi madre y mi tía Carmen en la Inmaculada de Concepción.
 
De esa casa recuerdo un gran pasillo iluminado y lleno de plantas y flores. Al final, un jardín, donde se mezclaban los helechos, con rozas y jazmines, y donde yo retozaba con un perro, creo que era un Cocker Spaniel, mientras las dos amigas conversaban sentadas en un cómodo sillón, al lado de un gran ventanal.
 
En cambio, la casa de mis abuelos no era muy grande, pero si, bastante cómoda. Tenía varias habitaciones, con un gran comedor, y una sala al medio de la casona, con una pieza de estar donde se compartían los momentos familiares más íntimos. También tenía un pequeño patio donde mi abuela plantaba rozas y claveles los cuales regaba con cariño cada día.
Pero volviendo a mis tíos, ellos que residían por mucho tiempo en USA, llegaron repentinamente de vacaciones causando gran alboroto, y deteniendo la rutina diaria.
 
Venía con ellos nuestra hermana Quena, desaparecida en aquellas misteriosas circunstancias que ya he mencionado anteriormente.
 
Quena, que en este tiempo ya tenía 12 años al igual que Lili, inmediatamente volvieron a congeniar, pero la verdad es que a mí no me causo gran sorpresa, o curiosidad esta súbita aparición de ellos, y no recuerdo haber reaccionado a este cambio de rutina; y tampoco recuerdo haber interactuado con ellas.
 
Mi vida siempre fue más solitaria, perdida en mi imaginación, y sueños que me alimentaron desde siempre gracias a las historias que mi abuelo llevaba a casa. Para mi todo siguió igual, y hacienda caso omiso de esta contingencia, yo continue mi vida entre mis abuelos, padres y tíos como si nada pasara.
 
Liliana compartió habitación con Quena, donde lo que más me sorprendió, era la cama de dos pisos, una litera comprada para la ocasión; y por supuesto las deliciosas cenas y almuerzos compartidos en el comedor que se usaba solo para las grandes ocasiones.
 
Allí, por conversaciones que mucho más tarde, siendo adulto, pude entender, supe que mi padre, siendo oficial de ejército no tenía una gran paga, y uno de los beneficios ofrecidos a los oficiales, eran casa y comida.
 
Pero, además, ellos, mis padre, les gustaban las fiestas, y aparentemente nosotros quedábamos al cuidado de un ordenanza, mientras ellos se divertían, lo cual causo que mis abuelos le sugirieran a mis padres, para aliviar la situación económica, que le dieran a uno de nosotros a mis tíos que querían adoptar.
 
No sé cuál sería la reacción de mis padres, y más alguien me ha contado que hubo presión de parte de la familia para tomar esta determinación, pero una conversación con mis tíos, ya pasado los anos, y estando yo en USA, ellos me contaron que la situación económica de mis padres, mi madre no trabajaba, no les permitía tener tres hijos.
 
La verdad, es que ellos solo tuvieron dos, planificados, pero siete años más tarde, llegue yo, de sorpresa, y eso causaría grandes apuros económicos, a pesar de la ayuda de mis abuelos paternos y maternos. Y así, Quena, desapareció rumbo al país del norte, a la “la Yuma”, como la llaman los cubanos.
 
Fue la segunda ola de inmigrantes aquel país del norte, que con el pasar del tiempo, se transformaría en nuestra segunda patria.
 
Volviendo al año 1959, y a la casa de mis abuelos, el comedor tenía una gran mesa central que se cubría con un largo mantel blanco de lino, decorado con finos bordados de colores hechos a mano, y que hacían juego con las servilletas que reposaban sobre la fina vajilla de porcelana, “Bone China”, era esta vajilla que con el pasar de los anos descubriría algunas historias sobre esta.
 
La vajilla era también blanca, pero con dibujos bellos, delineados en suaves celestes, azules y amarillos, y con pequeñas tazas de orejas rococo. En los platos pequeños se servía la entrada consistente de verduras, a veces con algunos mariscos o jamones de aquellos con un blanco borde, comprados por supuesto en el “Emporio Alemán”.
 
Luego venia la sopa, que llegaba humeante y olorosa, también servida en un gran contenedor de porcelana, y que se servía en pequeños y oblongos platos con un fino cucharon de plata.
 
Los pequeños esperábamos ansiosos el plato de fondo, como le llamaban, que consistía en carnes asadas con papas doradas cubiertas en perejil. Y finalmente, a pesar de los estómagos satisfechos, llegaba el postre que más de alguna vez fueron unas ciruelas al jugo que llamaban mi atención por lo negras y por su sabor casi amargo, pero no detestable como anunciaba el color oscuro de estos frutos; o si teníamos suerte, un delicioso arroz con leche preparado en casa y espolvoreado con canela.
 
Mas tarde, el café, el cual los muchachos no recibíamos “por ser muy chicos”. Y mientras los adultos se reunían a descansar en la sala acompañados de algún licor de manzanilla o menta para las damas, y los hombres un Scotch, nosotros jugábamos en el patio y luego éramos llamados a la siesta obligatoria a la cual nos resistíamos, pero después de alguno cariñosos palmetazos sucumbíamos inexorablemente a esta demanda.
 
Quedo un recuerdo de este tiempo para la posteridad, una gran foto familiar donde creo que fue la última vez que estuvimos todos juntos. La familia De La Barra, Enríquez de Rozas, Bone Riquelme, Bone Spencer, Riquelme Enríquez, Zevallos Riquelme, y Riquelme Zamudio…
 
Estas apariciones de familia se repitieron quizás unas tres o cuatro veces más en diferentes circunstancias, pero nunca causando mayor alteración en mi rutina diaria.
 
Las apariciones y desapariciones eran como mágicas y naturales dentro de mi vida llena de personajes mitológicos que se desenvolvían en mi mente y luego convergían alrededor de mi persona sin interrupción.
 
Para estas ocasiones, llegaban también mis otros tíos, el rotario con la tía Liliana Zamudio, que vivían en alguna parte lejana de Chile debido al trabajo del tío en el banco del estado, pero que al igual que el resto de mi familia aparecían a veces y luego desaparecían sin dejar rastro alguno.
 
Y así pasaron las navidades de 1959 y empezó el verano de 1960, pero como se esperaba, un día cualquiera, mis tíos y mi hermana desaparecieron, o se esfumaron pues no lo los vi partir. Todo volvió quedar en silencio, con solo la cocinera y la muchacha de la limpieza moviéndose alrededor de la casa.
 
La única muestra de que ellos, mis tíos, fueron reales, eran las monedas de cobre, los “pennies”, de origen desconocido para mí, que quedaron relegadas en los cajones, y eso me aseguraba que de alguna manera ellos habían existido y que el episodio no había sido un sueño.
 
Pasaría mucho tiempo, hasta 1966, que una nueva aparición de mi hermana en casa volviera a repetirse; e igual que la vez anterior, solo fue como una nube que se disolvió luego de algunas tormentas. En esta segunda oportunidad dejo atrás varios long-plays de Mamas & the Papas, que lo heredaron mis tíos Mario y Juanita Zamudio, y de algunos otros cantantes, como los Monkeys, que cantaban en un lenguaje estrambótico que a veces yo escuchaba en la sala, pero que no me gustaban. Yo aún estaba prendido, a esa corta edad, a los boleros y tangos…

Plaza Independencia

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Carlos Bone Riquelme

La Plaza De La Independencia se encuentra ubicada en el centro de Concepción, rodeada de viejos tilos y con una pileta de agua donde danzaban indecorosos algunos peces de colores.
 
Junto a la pileta se encontraba una estructura desde donde se realizaban ritualmente, todos los domingos, la retreta familiar encabezada por el Orfeón del Regimiento Chacabuco y dirigida por el inefable Adriano Reyes.
Nosotros, los niños, esperábamos ansiosos, después de la misa, el sonido estridente de la música desfilando por Barros Arana en dirección a la plaza.
 
Mientras tanto, nuestros padres se sentaban en las bancas de madera, escuchando el sonido melindroso de los organillos, y saboreando un poco del maní confitado, comprado de aquellos barcos de latón ennegrecidos por el humo del carbón, y que vendían tanto maní como algodones de colores que se deshacen en la boca con sus azucares de sabores.
 
Las palomas se movían plácidamente en medio del gentío dominical, y los paseantes les dejaban su espacio hasta que más de algún chicuelo las correteaba en un juego que las palomas parecían conocer de memoria pues después de algún batido de alas volvían a regresar a los mismos lugares donde seguían nerviosas picoteando el suelo.
 
En la calle O’Higgins, mirando hacia el Portal, se apreciaban las Victorias con su negra cubierta que protegía a los pasajeros, y con sus caballos meneándose inquietos mientras esperan algún cliente.
 
Y allí aparecía la banda desde Barros Arana marchando marcial en dirección al edificio central, el quiosco, y por un momento, el mundo pausaba su andar, mientras la gente escuchaba embelesada los sones de alguna canción popular que a veces era coreada por los mismos soldados.
 
El sol se batía helado en esas primaverales tardes dominicales, pero no nos importaba. Y más de alguna vez, terminamos con la familia en el Baccarat degustando una primavera “sin alcohol” mientras nuestros padres bebían un Pisco Sauer espumante o una Vaina cremosa espolvoreada de Canela, que se amortiguaban con los pequeños y deliciosos canapés cubiertos con esos rojos pedacitos de pimentón.
 
En aquella hora ya se habían comprados las empanadas rituales en el Viejo “Claramunt”, más tarde seria, “Le Cordón Bleu”, y nosotros los más pequeños soñábamos con la matinée en el cine “Ducal”, antiguo, “Roxy”.
 
Y así corrían los domingos de nuestra ciudad-pueblo, donde todos se conocían y donde todos éramos familia.
 
En esa misma plaza fuimos testigos, desde un pequeño televisor Bolocco de 12”, de la llegada del hombre a la luna. Que nos llegó en blanco y negro, y la imagen era tan pequeña pero la emoción tan grande.
 
Ese era el Concepción antiguo, con la “Fuente de soda Palet”, con el “Quick Lunch”, la “confitería Congo”, “el Pujol”, “el Quijote”, el “Mocambo”, el “Nuria”, la sala de té “Palet”, la más elegante en Concepción, más tarde seria “La Hormiguita”, y el “Llanquihue” con sus deliciosos Hot-Dogs.
 
Y debo reconocer que yo soy un fanático de los perros calientes. En cada lugar que he visitado, he corrido a esos puestos callejeros y he probado uno, reconociendo con decepción, o quizás con renovada alegría, que los del Llanquihue eran los mejores, inevitablemente.
No fueron superados por el conocido.” Domino”, de Santiago o. “el León”, de Viña del mar.
 
Y así, cada vez que regreso a Concepción la nostalgia me invade pues ya nada es igual, como tampoco son lo mismo los jamones y embutidos del, “Emporio alemán”. Hoy, ya cerro también, “Pastelería Saure”, la vieja pastelería de los hermanos Saure.
 
Fui amigo de uno de los hermanos, el gordo Roberto Saure. Un personaje que ya recordare con la misma nostalgia con que hoy recuerdo otros lugares y otros personajes como la querida Carmencita Páez de la “Botonería Carmencita”. O Vilma Papas de la, “reparadora Gina” y “Parlare”. O Eudaldo Anglada del “Gongs coctel grill”. O Miguel Torregrosa de, “la Tranquera”, y el “hotel Bio- Bio”; o los hermanos Marzano dueños del “Nuria”, donde tantos perros muertos hice, y que luego le cobraban, sin que yo lo supiera, a mi abuelo, o a mi madre.
 
Ellos me dejaban arrancar, y creyendo que yo era el más vivo de este cuento, luego me enteraba que era el más tonto.
 
Lo mismo hacia el dueño de la Fuente Alemana. Y algunos otros que me conocían y que compadecían a mi madre por el descarado de hijo que tenía.
 
Recuerdo “la Hormiguita”, salón de té donde pase muchas horas saboreando los deliciosos pasteles “achantillados”; como olvidad esas, “selvas negras”.
 
Mis recuerdos me llevan a muchos lugares, algunos no tan sacros como la, “Boîte Olga”, donde muchas noches ya pasados de copas terminamos alguna fiesta en compañía de las primas, encantadoras y comprensivas, más comprensivas que nuestras novias y que escuchaban nuestras penas de amor con interés exacerbado por la cuenta que la vieja Uve nos presentaría inexorablemente.
La “Boîte Nubia”, la que secundaba a la tía Olga.
 
Hace unos días recordaba al, “cacharro Tibaud”, gran boxeador y contador de chistes, quien decía que a la Uve solo le bastaba apretar un cheque bajo el sobaco para saber si tenía fondos.
 
“La Capilla”, el “Castillo”, la “chichería”, el “Molino”, el “Rincón de Fito”, y tantos otros lugares donde separamos los días de las noches y donde dejamos el invierno escapar lento pero seguro.
 
Nuestro Viejo Concepción se perdió en los sueños de Túneles Morados de nuestro consagrado escritor Daniel Belmar, al que algún día visite con Solveig Belmar, y donde el me mostro su viejo libro de visitas con firmas y poemas inéditos de Pablo de Rokha, o Pablo Neruda, o Violeta Parra.
 
Leí ensimismado palabras que resonaron desde lejos, de ellos y tantos otros que adornaron su mesa en aquellos cuarenta y cincuenta, bohemios y poéticos.
 
Y así, cuando regreso a Concepción, regresos que son inevitables, pero decepcionantes, pues los viejos lugares han ido cerrando, y los viejos edificios con sus casas señoriales fueron demolidas para dar paso a edificios altos con balcones floreados, pero sin historia que contar.

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