La Pituca

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Carlos Boné Riquelme

 

Se llamaba María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, y venía de una de esas familias que se dicen de mucha prosapia. Sus antepasados se remontaban a tiempos de la colonia, cuando uno de sus antepasados llegó a Chile proveniente de Argentina, con el ejército libertador, y, luego de que San Martín volviera a sus tierras, él se quedaría embrujado en el amor de una chilena de sociedad, Doña Mercedes Urrutia.

Ella, Doña María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, era delgada, alta, de rasgos muy definidos y herméticos, y su porte demostraba su total conciencia de clase y providencia. Lo único que no coincidía con su porte altivo era que no poseía un peso.

Vivía en lo que fuera la residencia familiar, pero con el crecimiento de la ciudad, la casa poco a poco había quedado relegada a un barrio que era de esos llamados de clase media, y quizás tirado a baja.

La fortuna familiar había sido dilapidada por sus antepasados, muy elegantes todos ellos, pero que no sabían de inversiones o administración, y, por lo tanto, el dinero se fue en fiestas, viajes y carreras de caballos con fuertes apuestas que, por supuesto, se perdieron.

Así, de a poco, la casa cayó en ruinas, pues no había dinero para reparaciones, y cuando el barrio comenzó a cambiar, y todas las familias pudientes empezaron a emigrar a los barrios de esos llamados “altos”, ellos debieron quedarse en la casa de familia y tratar de sobrellevar la vida con la máxima austeridad, y, por supuesto, con mucha dignidad.

Así, Doña María Rosa se había quedado solterona, pues su familia no le encontró a un caballero de su alcurnia para formar familia en este barrio, y ella no tenía el dinero necesario para asistir a las fiestas de los que ella consideraba “de su altura”.

Tampoco nadie sabía el gran secreto que ella ocultaba en lo más profundo de su alma.

Y así, de a poco, empezó a encerrarse para que nadie conociera su condición de “pobretona”, y salía solo a comprar, pues tampoco tenía la servidumbre que solía tener cuando creció. Como apenas podía pagar la electricidad, ella trataba en las noches de usar velas, y en el invierno frío, se calentaba con un “guatero” o con un brasero.

El carbón se lo traía un viejo pariente de mejores recursos, que, apiadado por la pobre existencia de esta vieja relación, le traía algunas vituallas, carbón, velas, y lo que ella pudiera necesitar, sin que pareciera una limosna, pues María Rosa era muy orgullosa.

Si ella hubiera detectado el menor cariz de pena en su conocido, no le habría abierto más la puerta, y aunque el interesado en que estas cosas llegaran a destino era más bien ella, aun así, el orgullo era mayor, y preferiría morirse de frío o de hambre que causar lástima.

En el barrio todos la conocían y la respetaban, pues reconocían en ella una de aquellas rarezas casi extintas del siglo pasado, pero que había visto mejores tiempos que ellos en este barrio.

Cuando, en sus raras salidas, María Rosa caminaba lento, pues sus piernas con artritis ya no la acompañaban bien, pero siempre erguida, con mirada altanera y ojos distantes, que solo saludaban a sus vecinos con una corta venia y una sonrisa casi desdeñosa; nadie le decía nada.

Todos sabían que, “la pituca”, como la llamaban todos en el barrio, aunque nadie hubiera osado decírselo en su cara por el respeto que inspiraba ella. Y el dueño del almacén “El Silvestre”, Don Silvestre Manzano, la atendía con gran delicadeza, y cuando ella le murmuraba que, “le anotara el pedido pues ya mandaría el dinero con alguno de sus sirvientes”, cosa que él sabía que no existían, y aun así, le decía con respeto, “así lo haré, Doña María Rosa”.

Y el muy atento le daba instrucciones al muchacho de los mandados para que le llevara lo pedido a la “mansión de los Zamorano”, y lo decía fuerte para que ella lo escuchara, pues sabía que ya estaba un poco sorda.

Ella no daba muestras de enterarse, pero muy dentro de sí, sentía un gran contento de que aun la reconocieran por lo que ellos habían sido.

Pero había algo que ella no sabía, no adivinaba. Don Silvestre siempre estuvo enamorado de ella. Y él tampoco sabía que ese amor era correspondido por Doña María Rosa, pero él nunca se hubiera atrevido a confesarle su amor secreto, y ella nunca hubiera aceptado ese amor.

Y así, cada vez que ella venía, él la miraba con el amor y la pasión encendida en sus viejos ojos, escondidos detrás de esos lentes gruesos de marco negro, que se iluminaban debajo de las espesas cejas que se asomaban debajo de la boina que usaba siempre para cubrirse la calva del duro frío invernal. Y muchas veces, no le cobraba la deuda que ya cubría varias hojas de su libreta, que no perdonaba al resto de los fiadores.

Era la única manera que él conocía para gritar su amor en silencio.

Y ella lo sabía.

Y esa era la única razón por la que ella caminaba ocasionalmente, “para no dar que hablar a las malas lenguas”, hasta el almacén, y dejaba que los minutos se alargaran un poco más, mientras Don Silvestre, parado al lado de ella, tomaba su pedido.

Este amor había comenzado muchas décadas antes.

¿Cómo pasó? No se sabe, pero Don Silvestre también llegó al barrio con sus padres, inmigrantes italianos, “bachichas”, como les decían, y con mucho trabajo habían levantado este negocito que les dio de comer y un poco más.

Un día, estando él con su padre en el almacén, llegó Doña María Rosa acompañada de una de las criadas, que, por aquel entonces, aún vivían en la casa señorial, y cuando Don Silvestre, que era un muchacho apenas empinando la adolescencia, de tez oliva, ojos despiertos y un cuerpo atlético, vio a Doña María Rosa, creyó que un ángel había caído del cielo.

Ella era bella, de ojos y piel clara, largo pelo ondulado cayendo por su espalda, y una mirada tierna que, cuando lo miró, él se quedó prendado para siempre, y ella, sin saberlo, también. Ella soñó muchas noches con él.

Fantaseó que él era un caballero extranjero que la venía a rescatar de esa soledad en la que ella estaba inmersa, pero en el fondo de su corazón, sabía que era un amor imposible, pues su familia no lo permitiría.

Y aunque ella trataba de ir al almacén con cualquier excusa, pero siempre acompañada de una criada, solo para verlo un momento, nunca le dio a él pie para hablarle. Y él también soñaba con ella cada noche.

Le escribía poemas.

Poemas que nunca le entregó, pero que tenía guardados en su escritorio, y que de vez en cuando leía. Por ella, él no quiso aceptar la beca a la universidad que le ofrecieron, ante la rabia e impotencia de sus padres.

Y se quedó en el barrio, como simple almacenero, pues así estaba cerca de ella. Y ella envejeció, junto a él, en el mismo barrio, año tras año, sin atreverse a confesar el gran amor que creció y se alimentó en ese secreto que cada uno llevaba en su pecho.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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