Carlos Bone Riquelme
Despertaba yo cada mañana con el sonido de la radio, y la voz de aquel locutor que nos gritaba, "a despertarse señor…", y era el programa radial más escuchado en Curicó, Talca y Linares por aquellos 1961. Radio Lautaro de Talca con su animador matutino, Alfonso Fernández, y aunque este grito significaba la hora de levantarse para comenzar las labores diarias, era también el aviso de la música que venía acompañada del sonido de una campanada, y las conversaciones que alegraban los monótonos días del invierno pueblerino.
Durante mi enfermedad, hepatitis, que contraje debido al excesivo consumo de palta, o aguacate que nos mandaba mi tío de Peumo, y que me postro en mi cama por alrededor de tres meses, me acostumbre a escuchar este programa cada mañana. Entre inyección e inyección, las cuales eran dos o tres cada día lo cual dejo mi trasero inflamado, y por lo cual, mis padres me compraron un “donut” de caucho inflable, evitando así el contacto de aquella delicada parte de mi anatomía, con la áspera sabana, mi único consuelo era la voz y comentarios de aquel animador de esta radio de Talca.
Y así esperaba ansioso el sonido de aquella campanada que anunciaba el inicio diario de este programa. Y como yo lo pedía, al final, toda la familia se hizo adicta a este programa matutino.
Cuando finalmente sané, mi padre como regalo por haber soportado esos largos meses de enclaustramiento, que por lo demás fue durante el periodo del mundial de futbol que se realizó en nuestro país y que yo escuchaba desde mi habitación, con los aullidos de mi padre celebrando cada gol de Leonel Sánchez, las jugadas de Carlos Campos, o del Chita Cruz, o de Godoy, o de Tobar, me ofreció cumplir algún deseo acumulado en aquellos largos días de leer a Condorito, Flash Gordon, o novelas de Jack London como Jerry de Las Islas.
Y mi sueño era conocer al locutor del programa que me mantuvo heróico frente a la jeringa diaria, y los platitos de insípida sopa de la dieta prescrita por el odiado doctor.
Y así, un día de verano, partimos todos, y cuando digo todos, me refiero a mis padres, y mi hermana Liliana, montados y apretujados en la cabina de "la burra", la cual era la camioneta GMC de mi padre, llamada así por su color gris, con una cabina cerrada en la parte posterior, y el logo de una corona con el título de “Mis Clairol”, firma de la cual mi padre era distribuidor.
Salimos una mañana luminosa y con un agradable calorcillo, a pesar de lo temprano, rumbo a Talca.
Y llegamos a la radio desde donde se transmitía ese programa, compañero de enfermedad, y entramos al auditorio que era una sala rectangular, de color crema, con ventanas en un lado que daban a un patio trasero de alguna casa, y un gran vidrio al frente donde se podía apreciar un micrófono brillante, de metal, colgando de un cable negro.
Los asientos eran unas bancas de madera, y solo unos cuantos espectadores, que no llenaban ni la cuarta parte de la Sala, esperaban impávidos el comienzo del programa.
Yo ya me sentía decepcionado, no sé qué sería lo que imagine que encontraría, pero la pobreza del estudio me causó estupor.
De pronto, un hombre común y corriente, medio gordito, de pelo negro y bigote recortado a lo Javier Solís, se sentó y cogiendo el micrófono con una mano, sin dar una mirada a su audiencia, con la mano libre sacudió una varilla de aluminio y la golpeó contra un triángulo del mismo metal, y se escuchó el sonido vibrante de una Campanilla, al mismo tiempo que el hombrecillo gritaba en el micrófono, "a despertarse señor…”.