Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

Diego Padilla

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Carlos Boné Riquelme 

A Diego Padilla Fuller lo conocí. Todo el mundo en la ciudad conocíamos a Diego desde niño. Igualmente, a las tres hermanas, las cuales siempre andaban juntas. Recuerdo a la madre de Diego, pero ella falleció y Diego y las hermanas quedaron solas. No creo que haya sido una época fácil para ellos, pero, aun así, las hermanas estaban siempre risueñas y contentas; y Diego era la imagen de la alegría y el optimismo.

Diego era un muchacho delgado, no muy alto, de claros ojos azules que le bailaban en las órbitas con una chispeante mirada que siempre te contagiaba de algo llamado esperanza.

Nunca lo escuché quejarse, aunque en momentos supe que lo pasaba mal. Pero Diego era resiliente al igual que su familia. Ellos vivían en una vieja casa en Rengo o Lincoyán casi al llegar a Freire que perteneció a la familia por mucho tiempo.

La familia de Diego era antigua y fue muy respetada por su historia en Concepción. Pero como le pasó a muchas familias, incluyendo la mía, por malos negocios o decisiones, el dinero desapareció quedando solo la rancia prosapia que no ayuda a pagar las cuentas.

Pero Diego era parte del panorama penquista, y por supuesto, aunque menor que nosotros, pertenencía a aquel lugar llamado "el Astoria".

Más tarde, yo ya casado y dedicado de lleno a mi trabajo de “Falte”, o sea, vendedor ambulante, necesité alguien que me ayudara y así lo dije alguna vez en algún lugar y Diego me escuchó y se ofreció.

Llegamos a algún acuerdo del tipo económico, y con mi amigo Pedro Riquelme, que también trabajaba conmigo, junto a Diego, recorrimos la zona vendiendo, desde Lota a Coronel y Shwager, de Chillan a Cabreo y Bulnes, sin dejar a atrás Florida.

Diego siempre andaba bien vestido, no elegante pues la situación no lo permitía, pero lo recuerdo con un traje de dos piezas, azul, sin corbata, pero con la camisa abierta al tope.

Nos ayudaba a cargar los bolsos y cajas; nos ayudaba a vender, y así descubrí que Diego tenía un talento innato para llegar a la gente.

Sería ese aspecto de niño inofensivo, y quizás, ese carácter alegre y divertido que nunca le faltaba, pero las clientas lo querían mucho.

Y así compartimos montones de cosas con Diego. Como algún día que andábamos vendiendo en Florida pues allí teníamos unas escuelas donde nosotros llegábamos a ofrecer diferentes mercancías y les vendíamos a las profesoras y ayudantes, recolectando el dinero a final de mes.

Pero en aquel funesto día, nos hicimos amigos del director de la escuela, un hombre simpático y campechano que nos invitó entre venta y venta a tomar “una copita de chicha” que al final se transformó en varias botellas, dejándonos a los tres en un estado calamitoso. Y no teníamos opción, teníamos que volver a la escuela pues toda la mercancía estaba expuesta en una de las salas.

Y cuando llegamos, la sala estaba llena de profesores y empleados que rápidamente se dieron cuenta por el bamboleo y el olfato de nuestra precaria situación alcohólica. Está de más decir que el Director desapareció como ratón saltando por la borda de un barco en naufragio, el cual éramos nosotros, y nunca más tuvimos acceso a esa escuela.

Con Pedro y Diego luego nos reíamos y lo tomamos como una anécdota, pero eso me dio una lección: No confiar en los directores de escuelas rurales.

Diego pasó a ser parte de la familia. Él llegaba por mi casa y metiéndose a la cocina le pedía a la cocinera que le preparara café y un sándwich a lo cual la Sra. Rosa accedía encantada.

Y si ella le veía un botón menos, un rasgón en la ropa, se lo remendaba inmediatamente. La verdad es que Diego tenía más poder en mi casa que yo. Mi esposa lo quería pues además Diego era servicial. Si alguien, no solo nosotros, cualquiera, necesitaba algo, Diego no vacilaba en ofrecer su ayuda.

Y allí estaba siempre con su buena disposición ayudando al que lo necesitara sin reparar en sus propias necesidades.

Diego no pedía nada para él. Y yo sabía cuánto lo necesitaba, pues tenía además ese orgullo de las buenas clases que no quería que nadie supiera de sus desventuras. Y las mujeres lo querían. Lo buscaban. Y así diego tenía su harén. Pero nunca hablaba de sus conquistas. Él era un caballero innato. Y aunque a veces yo le trataba de tirar de la lengua, Diego callaba sus aventurillas sin soltar ni siquiera un cochino detalle.

Mas tarde trabajaríamos junto a Juan Navarrete, el cual físicamente era muy parecido a Diego, así que los confundían por hermanos, y Juan que era muy bromista le corría chistes que a Diego lo avergonzaban pues él era muy discreto. Poco amigo de los garabatos. Nunca lo escuché decir muchos. Y era católico. Creyente de esos pechoños.

Asi que hoy, que Diego ya nos dejó hace mucho espero que este sentado a la diestra de aquel que nos creó haciendo lo que él hace tan bien; alegrar la vida y alivianar el espíritu…

¡A despertarse, señor!

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Carlos Bone Riquelme

Despertaba yo cada mañana con el sonido de la radio, y la voz de aquel locutor que nos gritaba, "a despertarse señor…", y era el programa radial más escuchado en Curicó, Talca y Linares por aquellos 1961. Radio Lautaro de Talca con su animador matutino, Alfonso Fernández, y aunque este grito significaba la hora de levantarse para comenzar las labores diarias, era también el aviso de la música que venía acompañada del sonido de una campanada, y las conversaciones que alegraban los monótonos días del invierno pueblerino.

Durante mi enfermedad, hepatitis, que contraje debido al excesivo consumo de palta, o aguacate que nos mandaba mi tío de Peumo, y que me postro en mi cama por alrededor de tres meses, me acostumbre a escuchar este programa cada mañana. Entre inyección e inyección, las cuales eran dos o tres cada día lo cual dejo mi trasero inflamado, y por lo cual, mis padres me compraron un “donut” de caucho inflable, evitando así el contacto de aquella delicada parte de mi anatomía, con la áspera sabana, mi único consuelo era la voz y comentarios de aquel animador de esta radio de Talca.

Y así esperaba ansioso el sonido de aquella campanada que anunciaba el inicio diario de este programa. Y como yo lo pedía, al final, toda la familia se hizo adicta a este programa matutino.

Cuando finalmente sané, mi padre como regalo por haber soportado esos largos meses de enclaustramiento, que por lo demás fue durante el periodo del mundial de futbol que se realizó en nuestro país y que yo escuchaba desde mi habitación, con los aullidos de mi padre celebrando cada gol de Leonel Sánchez, las jugadas de Carlos Campos, o del Chita Cruz, o de Godoy, o de Tobar, me ofreció cumplir algún deseo acumulado en aquellos largos días de leer a Condorito, Flash Gordon, o novelas de Jack London como Jerry de Las Islas.

Y mi sueño era conocer al locutor del programa que me mantuvo heróico frente a la jeringa diaria, y los platitos de insípida sopa de la dieta prescrita por el odiado doctor.

Y así, un día de verano, partimos todos, y cuando digo todos, me refiero a mis padres, y mi hermana Liliana, montados y apretujados en la cabina de "la burra", la cual era la camioneta GMC de mi padre, llamada así por su color gris, con una cabina cerrada en la parte posterior, y el logo de una corona con el título de “Mis Clairol”, firma de la cual mi padre era distribuidor.

Salimos una mañana luminosa y con un agradable calorcillo, a pesar de lo temprano, rumbo a Talca.

Y llegamos a la radio desde donde se transmitía ese programa, compañero de enfermedad, y entramos al auditorio que era una sala rectangular, de color crema, con ventanas en un lado que daban a un patio trasero de alguna casa, y un gran vidrio al frente donde se podía apreciar un micrófono brillante, de metal, colgando de un cable negro.

Los asientos eran unas bancas de madera, y solo unos cuantos espectadores, que no llenaban ni la cuarta parte de la Sala, esperaban impávidos el comienzo del programa.

Yo ya me sentía decepcionado, no sé qué sería lo que imagine que encontraría, pero la pobreza del estudio me causó estupor.

De pronto, un hombre común y corriente, medio gordito, de pelo negro y bigote recortado a lo Javier Solís, se sentó y cogiendo el micrófono con una mano, sin dar una mirada a su audiencia, con la mano libre sacudió una varilla de aluminio y la golpeó contra un triángulo del mismo metal, y se escuchó el sonido vibrante de una Campanilla, al mismo tiempo que el hombrecillo gritaba en el micrófono, "a despertarse señor…”.

 

Se desvela el misterio de Quena

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Carlos Bone Riquelme 

Fue en diciembre de 1959, en una de nuestras estadías en Concepción y estando de visita en casa de mis abuelos maternos, que mis tíos de USA súbitamente aparecieron.
 
Debo aclarar que nosotros, mis padres, mi hermana Lili y yo, residíamos en ese momento en Santiago, la capital de este largo y pedregoso país llamado chile.
 
La casa de mis abuelos estaba localizada en Castellón esquina de Chacabuco, en una vieja casona que ya fue derruida hace mucho. Chacabuco por ese tiempo era una calle empedrada y angosta, con casas de uno y dos pisos a lo largo y ancho de ella; en esa esquina recuerdo, en frente de la de mis abuelos, una bella casona, muy señorial, de dos pisos y con un balcón de forma redonda, decorado con pequeñas columnas blancas.
 
Se contaba la triste historia de un muchacho joven que se suicidó allí, y la verdad, no recuerdo haber visto a nadie entrando o saliendo de ella.
 
Una cuadra, camino a la estación esquina Colocolo, había un gran almacén de abarrotes en toda la esquina, al cual era una aventura entrar, pues el lugar estaba lleno con sacos de productos del país, frijoles, lentejas, arroz de grano quebrado, harina, además de infinidad de tarros brillantes con etiquetas estrambóticas, que me transportaban a un mundo imaginario, y entre los cuales yo corría, escondiéndome, e imaginando estar en misteriosos lugares que solo conoci en mis sueños.
 
No puedo definir el olor que se sentía alrededor, pero si recuerdo al almacenero con su balanza sobre el mostrador, y la luz mortecina que alumbraba el lugar.
Desde allí, camino al parque Ecuador, vivía una gran amiga de mi abuela materna, la tía Anita Palma, cuyas hijas habían sido compañeras de mi madre y mi tía Carmen en la Inmaculada de Concepción.
 
De esa casa recuerdo un gran pasillo iluminado y lleno de plantas y flores. Al final, un jardín, donde se mezclaban los helechos, con rozas y jazmines, y donde yo retozaba con un perro, creo que era un Cocker Spaniel, mientras las dos amigas conversaban sentadas en un cómodo sillón, al lado de un gran ventanal.
 
En cambio, la casa de mis abuelos no era muy grande, pero si, bastante cómoda. Tenía varias habitaciones, con un gran comedor, y una sala al medio de la casona, con una pieza de estar donde se compartían los momentos familiares más íntimos. También tenía un pequeño patio donde mi abuela plantaba rozas y claveles los cuales regaba con cariño cada día.
Pero volviendo a mis tíos, ellos que residían por mucho tiempo en USA, llegaron repentinamente de vacaciones causando gran alboroto, y deteniendo la rutina diaria.
 
Venía con ellos nuestra hermana Quena, desaparecida en aquellas misteriosas circunstancias que ya he mencionado anteriormente.
 
Quena, que en este tiempo ya tenía 12 años al igual que Lili, inmediatamente volvieron a congeniar, pero la verdad es que a mí no me causo gran sorpresa, o curiosidad esta súbita aparición de ellos, y no recuerdo haber reaccionado a este cambio de rutina; y tampoco recuerdo haber interactuado con ellas.
 
Mi vida siempre fue más solitaria, perdida en mi imaginación, y sueños que me alimentaron desde siempre gracias a las historias que mi abuelo llevaba a casa. Para mi todo siguió igual, y hacienda caso omiso de esta contingencia, yo continue mi vida entre mis abuelos, padres y tíos como si nada pasara.
 
Liliana compartió habitación con Quena, donde lo que más me sorprendió, era la cama de dos pisos, una litera comprada para la ocasión; y por supuesto las deliciosas cenas y almuerzos compartidos en el comedor que se usaba solo para las grandes ocasiones.
 
Allí, por conversaciones que mucho más tarde, siendo adulto, pude entender, supe que mi padre, siendo oficial de ejército no tenía una gran paga, y uno de los beneficios ofrecidos a los oficiales, eran casa y comida.
 
Pero, además, ellos, mis padre, les gustaban las fiestas, y aparentemente nosotros quedábamos al cuidado de un ordenanza, mientras ellos se divertían, lo cual causo que mis abuelos le sugirieran a mis padres, para aliviar la situación económica, que le dieran a uno de nosotros a mis tíos que querían adoptar.
 
No sé cuál sería la reacción de mis padres, y más alguien me ha contado que hubo presión de parte de la familia para tomar esta determinación, pero una conversación con mis tíos, ya pasado los anos, y estando yo en USA, ellos me contaron que la situación económica de mis padres, mi madre no trabajaba, no les permitía tener tres hijos.
 
La verdad, es que ellos solo tuvieron dos, planificados, pero siete años más tarde, llegue yo, de sorpresa, y eso causaría grandes apuros económicos, a pesar de la ayuda de mis abuelos paternos y maternos. Y así, Quena, desapareció rumbo al país del norte, a la “la Yuma”, como la llaman los cubanos.
 
Fue la segunda ola de inmigrantes aquel país del norte, que con el pasar del tiempo, se transformaría en nuestra segunda patria.
 
Volviendo al año 1959, y a la casa de mis abuelos, el comedor tenía una gran mesa central que se cubría con un largo mantel blanco de lino, decorado con finos bordados de colores hechos a mano, y que hacían juego con las servilletas que reposaban sobre la fina vajilla de porcelana, “Bone China”, era esta vajilla que con el pasar de los anos descubriría algunas historias sobre esta.
 
La vajilla era también blanca, pero con dibujos bellos, delineados en suaves celestes, azules y amarillos, y con pequeñas tazas de orejas rococo. En los platos pequeños se servía la entrada consistente de verduras, a veces con algunos mariscos o jamones de aquellos con un blanco borde, comprados por supuesto en el “Emporio Alemán”.
 
Luego venia la sopa, que llegaba humeante y olorosa, también servida en un gran contenedor de porcelana, y que se servía en pequeños y oblongos platos con un fino cucharon de plata.
 
Los pequeños esperábamos ansiosos el plato de fondo, como le llamaban, que consistía en carnes asadas con papas doradas cubiertas en perejil. Y finalmente, a pesar de los estómagos satisfechos, llegaba el postre que más de alguna vez fueron unas ciruelas al jugo que llamaban mi atención por lo negras y por su sabor casi amargo, pero no detestable como anunciaba el color oscuro de estos frutos; o si teníamos suerte, un delicioso arroz con leche preparado en casa y espolvoreado con canela.
 
Mas tarde, el café, el cual los muchachos no recibíamos “por ser muy chicos”. Y mientras los adultos se reunían a descansar en la sala acompañados de algún licor de manzanilla o menta para las damas, y los hombres un Scotch, nosotros jugábamos en el patio y luego éramos llamados a la siesta obligatoria a la cual nos resistíamos, pero después de alguno cariñosos palmetazos sucumbíamos inexorablemente a esta demanda.
 
Quedo un recuerdo de este tiempo para la posteridad, una gran foto familiar donde creo que fue la última vez que estuvimos todos juntos. La familia De La Barra, Enríquez de Rozas, Bone Riquelme, Bone Spencer, Riquelme Enríquez, Zevallos Riquelme, y Riquelme Zamudio…
 
Estas apariciones de familia se repitieron quizás unas tres o cuatro veces más en diferentes circunstancias, pero nunca causando mayor alteración en mi rutina diaria.
 
Las apariciones y desapariciones eran como mágicas y naturales dentro de mi vida llena de personajes mitológicos que se desenvolvían en mi mente y luego convergían alrededor de mi persona sin interrupción.
 
Para estas ocasiones, llegaban también mis otros tíos, el rotario con la tía Liliana Zamudio, que vivían en alguna parte lejana de Chile debido al trabajo del tío en el banco del estado, pero que al igual que el resto de mi familia aparecían a veces y luego desaparecían sin dejar rastro alguno.
 
Y así pasaron las navidades de 1959 y empezó el verano de 1960, pero como se esperaba, un día cualquiera, mis tíos y mi hermana desaparecieron, o se esfumaron pues no lo los vi partir. Todo volvió quedar en silencio, con solo la cocinera y la muchacha de la limpieza moviéndose alrededor de la casa.
 
La única muestra de que ellos, mis tíos, fueron reales, eran las monedas de cobre, los “pennies”, de origen desconocido para mí, que quedaron relegadas en los cajones, y eso me aseguraba que de alguna manera ellos habían existido y que el episodio no había sido un sueño.
 
Pasaría mucho tiempo, hasta 1966, que una nueva aparición de mi hermana en casa volviera a repetirse; e igual que la vez anterior, solo fue como una nube que se disolvió luego de algunas tormentas. En esta segunda oportunidad dejo atrás varios long-plays de Mamas & the Papas, que lo heredaron mis tíos Mario y Juanita Zamudio, y de algunos otros cantantes, como los Monkeys, que cantaban en un lenguaje estrambótico que a veces yo escuchaba en la sala, pero que no me gustaban. Yo aún estaba prendido, a esa corta edad, a los boleros y tangos…

Plaza Independencia

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Carlos Bone Riquelme

La Plaza De La Independencia se encuentra ubicada en el centro de Concepción, rodeada de viejos tilos y con una pileta de agua donde danzaban indecorosos algunos peces de colores.
 
Junto a la pileta se encontraba una estructura desde donde se realizaban ritualmente, todos los domingos, la retreta familiar encabezada por el Orfeón del Regimiento Chacabuco y dirigida por el inefable Adriano Reyes.
Nosotros, los niños, esperábamos ansiosos, después de la misa, el sonido estridente de la música desfilando por Barros Arana en dirección a la plaza.
 
Mientras tanto, nuestros padres se sentaban en las bancas de madera, escuchando el sonido melindroso de los organillos, y saboreando un poco del maní confitado, comprado de aquellos barcos de latón ennegrecidos por el humo del carbón, y que vendían tanto maní como algodones de colores que se deshacen en la boca con sus azucares de sabores.
 
Las palomas se movían plácidamente en medio del gentío dominical, y los paseantes les dejaban su espacio hasta que más de algún chicuelo las correteaba en un juego que las palomas parecían conocer de memoria pues después de algún batido de alas volvían a regresar a los mismos lugares donde seguían nerviosas picoteando el suelo.
 
En la calle O’Higgins, mirando hacia el Portal, se apreciaban las Victorias con su negra cubierta que protegía a los pasajeros, y con sus caballos meneándose inquietos mientras esperan algún cliente.
 
Y allí aparecía la banda desde Barros Arana marchando marcial en dirección al edificio central, el quiosco, y por un momento, el mundo pausaba su andar, mientras la gente escuchaba embelesada los sones de alguna canción popular que a veces era coreada por los mismos soldados.
 
El sol se batía helado en esas primaverales tardes dominicales, pero no nos importaba. Y más de alguna vez, terminamos con la familia en el Baccarat degustando una primavera “sin alcohol” mientras nuestros padres bebían un Pisco Sauer espumante o una Vaina cremosa espolvoreada de Canela, que se amortiguaban con los pequeños y deliciosos canapés cubiertos con esos rojos pedacitos de pimentón.
 
En aquella hora ya se habían comprados las empanadas rituales en el Viejo “Claramunt”, más tarde seria, “Le Cordón Bleu”, y nosotros los más pequeños soñábamos con la matinée en el cine “Ducal”, antiguo, “Roxy”.
 
Y así corrían los domingos de nuestra ciudad-pueblo, donde todos se conocían y donde todos éramos familia.
 
En esa misma plaza fuimos testigos, desde un pequeño televisor Bolocco de 12”, de la llegada del hombre a la luna. Que nos llegó en blanco y negro, y la imagen era tan pequeña pero la emoción tan grande.
 
Ese era el Concepción antiguo, con la “Fuente de soda Palet”, con el “Quick Lunch”, la “confitería Congo”, “el Pujol”, “el Quijote”, el “Mocambo”, el “Nuria”, la sala de té “Palet”, la más elegante en Concepción, más tarde seria “La Hormiguita”, y el “Llanquihue” con sus deliciosos Hot-Dogs.
 
Y debo reconocer que yo soy un fanático de los perros calientes. En cada lugar que he visitado, he corrido a esos puestos callejeros y he probado uno, reconociendo con decepción, o quizás con renovada alegría, que los del Llanquihue eran los mejores, inevitablemente.
No fueron superados por el conocido.” Domino”, de Santiago o. “el León”, de Viña del mar.
 
Y así, cada vez que regreso a Concepción la nostalgia me invade pues ya nada es igual, como tampoco son lo mismo los jamones y embutidos del, “Emporio alemán”. Hoy, ya cerro también, “Pastelería Saure”, la vieja pastelería de los hermanos Saure.
 
Fui amigo de uno de los hermanos, el gordo Roberto Saure. Un personaje que ya recordare con la misma nostalgia con que hoy recuerdo otros lugares y otros personajes como la querida Carmencita Páez de la “Botonería Carmencita”. O Vilma Papas de la, “reparadora Gina” y “Parlare”. O Eudaldo Anglada del “Gongs coctel grill”. O Miguel Torregrosa de, “la Tranquera”, y el “hotel Bio- Bio”; o los hermanos Marzano dueños del “Nuria”, donde tantos perros muertos hice, y que luego le cobraban, sin que yo lo supiera, a mi abuelo, o a mi madre.
 
Ellos me dejaban arrancar, y creyendo que yo era el más vivo de este cuento, luego me enteraba que era el más tonto.
 
Lo mismo hacia el dueño de la Fuente Alemana. Y algunos otros que me conocían y que compadecían a mi madre por el descarado de hijo que tenía.
 
Recuerdo “la Hormiguita”, salón de té donde pase muchas horas saboreando los deliciosos pasteles “achantillados”; como olvidad esas, “selvas negras”.
 
Mis recuerdos me llevan a muchos lugares, algunos no tan sacros como la, “Boîte Olga”, donde muchas noches ya pasados de copas terminamos alguna fiesta en compañía de las primas, encantadoras y comprensivas, más comprensivas que nuestras novias y que escuchaban nuestras penas de amor con interés exacerbado por la cuenta que la vieja Uve nos presentaría inexorablemente.
La “Boîte Nubia”, la que secundaba a la tía Olga.
 
Hace unos días recordaba al, “cacharro Tibaud”, gran boxeador y contador de chistes, quien decía que a la Uve solo le bastaba apretar un cheque bajo el sobaco para saber si tenía fondos.
 
“La Capilla”, el “Castillo”, la “chichería”, el “Molino”, el “Rincón de Fito”, y tantos otros lugares donde separamos los días de las noches y donde dejamos el invierno escapar lento pero seguro.
 
Nuestro Viejo Concepción se perdió en los sueños de Túneles Morados de nuestro consagrado escritor Daniel Belmar, al que algún día visite con Solveig Belmar, y donde el me mostro su viejo libro de visitas con firmas y poemas inéditos de Pablo de Rokha, o Pablo Neruda, o Violeta Parra.
 
Leí ensimismado palabras que resonaron desde lejos, de ellos y tantos otros que adornaron su mesa en aquellos cuarenta y cincuenta, bohemios y poéticos.
 
Y así, cuando regreso a Concepción, regresos que son inevitables, pero decepcionantes, pues los viejos lugares han ido cerrando, y los viejos edificios con sus casas señoriales fueron demolidas para dar paso a edificios altos con balcones floreados, pero sin historia que contar.

Night and Day

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Carlos Boné Riquelme

Las noches y los días se confunden en un solo correr de las horas, que casi no dejan respirar. Caminando por Las Heras en dirección a Castellón entre baldosas quebradas y veredas estrechas, no puedo dejar de admirar los adoquines de la calle que se curvan al llegar al borde de la acera, mientras un carro que transita lento debido a los golpeteos de los neumáticos contra ellas se detiene por un momento en una esquina dejando descansar por un segundo a su conductor, que después de inhalar un poco de aire, se atreve a seguir por estas calles que aún recuerdan las avenidas de principios del siglo veinte.

Giro rápidamente en la esquina de Castellón y veo como una pendiente suave que me lleva quizás más rápidamente a mi destino; allí queda la vieja casa de pensión donde mi “cumpa” Pedro Navarrete vivió en aquellos tiempos de universidad. Mas abajo, la calle Carreras me espera con sus carretones que se mueven con su carga en diferentes direcciones, mientras las desvencijadas micros que unen los puntos cardinales de la ciudad y sus alrededores, le hacen quite entre murmullos y gritos procaces.

Carreras aún se extiende estrecha, aunque ligeramente más amplia que las calles del centro de la ciudad. El comercio se desparrama entre casas particulares y carretones de la panadería “penquista” que se reparten por los múltiples barrios de Concepción. Llego hasta la esquina de Barros Arana donde aun esta el hotel City con sus ventanales de vidrios grandes, y aquellas casas que datan de comienzos de siglo y que dan alojamiento a una librería y al restaurante “Cyros”, mientras el edificio de los tribunales se alza imponente mostrando su curvatura impúdicamente a mi mirada que se desliza a la entrada de aquella galería que recorre desde Castellón a Barros.

En ese oscuro corredor alguna vez estuvo la compañía de electrodomésticos llamada “Electrolux a la cual representamos con mi amigo Pedro Riquelme Bastias,”. El tiempo nos ha dejado adelante mientras él se pierde en la distancia de los recuerdos, en aquellos momentos que me pasean por un Concepción que ya no existe.

Cada vez que regreso a esta ciudad que me abrazo en mi adolescencia y luego me eructo en los 80 hacia Miami, siento algo que es mezcla de emoción pues me parece encontrar en cada esquina a algún amigo, quizás un pariente, o conocido, de esos que solo forman parte de la hilera de memorias que pueblan mi mente. El tío José caminando lento, con su sombrero “jipi-japa” y su bastón de mango metálico hacia la plaza.

Me choco con el “tío”, aquel muchacho alto, delgado, de ojos claros al cual le faltaban los dientes delanteros y que, apuntándome con una pistola de plástico, me gritaba desde detrás de uno de los carros estacionados a lo largo de la vereda, “te mate tío, te mate”. Los hermanos Montana parados a la entrada del edificio Tucapel.

La pastelería “Roggendorf” casi al llegar a Tucapel, chocándose con el “liceo Santa Filomena”, y al frente, la casa donde vivía nuestra profesora de música, la señorita Gneco. Mas allá, las ruinas que aún estaban del antiguo teatro Concepción, del cual solo quedaban las escalinatas, en las cuales yo solía sentarme en los días soleados, y el edificio parcial, donde en el tercer piso funcionaba la sala de ensayos de Teatro de la Universidad de Concepción (TUC).

Al frente, el hotel “Splendid”, al cual no se puede dejar de recordar por sus “bistec a lo pobre”, los mejores de la ciudad. A lado, el cine “LUX”. A la vuelta por Orompello, la compañía de bomberos. Posiblemente aun sobrevive por necesidad ciudadana. El resto de mis recuerdos se ha ido despoblando junto con la llegada de la “modernidad”. Nuevos edificios, quizás un “mall”, mas allá, una AFP, y más de algún café.

Nada es lo mismo, me repito incesantemente. Tampoco encuentro las caras conocidas que solía ver en mis días vagando por el centro. Los hermanos Jarpa, los cuales caminaban rápido y semi encorvados, pero sin dejar de hablar y mirar rápidamente a su alrededor. Carlos Quinteros con su tostado y aire tropical que más de algún mal rato le jugo después de 1973. Romilio Romo, saliendo de su apartamento en el vientre de un edificio en Tucapel y la Diagonal.

Pero aun caminan esas calles los cientos de estudiantes de la Universidad que son parecidos a aquellos de esos tiempos. Los estudiantes tienen la capacidad de trascender el tiempo y los recuerdos con sus cuadernos apretados al pecho, o colgando de cualquier bolsón o morral, mientras más de algún “pucho” se balancea de los labios. Y a lo lejos, la Plaza Perú. Todos estos lugares los he recorrido Day and Night, aun en mis sueños. Como la canción de los Beatles.

El tata y la nona

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Carlos Boné Riquelme

No crecí en un barrio, sino en muchos. Pero había alguien que me amarraba a la superficie de mi existencia: Mis abuelos maternos. El “tata” era abogado de profesión, sacerdote de corazón, y campesino en naturaleza. Y él me dejo los más bellos recuerdos de mi niñez.

Cuántas horas pase escuchando sus innumerables historias de las cual hasta hoy en día tengo recuerdos y que por supuesto he traspasado a mis hijos.

Pero en aquellos años 1966 y 67 vivimos en los altos de su apartamento rentado en Diagonal Pedro Aguirre Cerda 1167, Concepción, Chile.

Yo estoy convencido, hasta hoy, que mi tata fue el único abogado pobre, que no ganaba mucho dinero, que he conocido en mi vida. No me atrevo a decir el más honrado pues había, y aún los hay, muchos abogados decentes y honrados. Creo que hoy, increíblemente, aún los hay.

Yo lo sentía salir a trabajar alrededor de las cinco de la mañana, invierno o verano, con lluvias, tormentas y terremotos. Nada detenía su paso corto pero rápido hacia la vieja y desastrada micro que corría de Concepción a Lota, coronel y Schwager, las ciudades más trabajadoras y pobres que yo he conocido.

Creo que ahí aprendí que trabajo y riqueza no van necesariamente de la mano. Y mi abuelo también lo sabía. Por eso toda su vida fue Radical, aunque no continuó el viejo dicho de mi país, Radical, borracho y Bombero. Mi abuelo nunca fue Bombero, y tampoco borracho, aunque si le gustaba una cerveza fría, de las cuales guardaba una buena provisión bajo el viejo refrigerador “Frigidaire”.

También, después del almuerzo del domingo, degustaba un “Ballantines”, “on the rock”, fumando un delgado y apestoso “Tiparillo”.

Nunca dejó de trabajar como abogado defendiendo a los más pobres y desvalidos, pues el me repetía: “todos merecen una buena defensa, aunque no tengan dinero”. Y mi abuela protestaba pues el dinero para la renta escaseaba, y los clientes de mi abuelo solo pagaban con sacos de porotos, lentejas, y pollos, por lo que la comida en casa de mi abuelo nunca fue escasa. “Tenemos que pagar la renta, Osvaldo, le tienes que cobrar a tus clientes”, decía mi abuela en una letanía repetida todos los meses, y mi abuelo contestaba plácidamente: “ellos no tienen dinero Carmela, no te preocupes, Dios proveerá”, y me parece que Dios pasó mucho tiempo ocupado con los rezos de mi abuela, pues nunca faltó el dinero para pagar la renta al dueño del edificio, otro gran abogado de Concepción llamado Misael Inostroza, aunque con clientes más adinerados.

La familia Inostroza habitaba en el primer piso, y yo, desde mi elevado cuarto piso, en aquellas melosas tardes de verano, los veía desde mi balcón reunidos en el patio trasero del apartamento. Coincidentemente, el editor de mi primera novela llamada “Viví lo que viví “, Oscar Aedo, es pariente de ellos.

Los veranos con mi abuelo eran siempre de aventura, pues él, cada verano, compraba un carro, generalmente destartalado y desvencijado, pero capaz de las más inimaginables proezas a las cuales mi abuelo lo sometía, Y así, inexorablemente el domingo, al cual yo esperaba ansioso, nos montábamos en la “carcacha” de turno y salíamos sin rumbo fijo: “a donde el camino nos lleve”, decía mi abuelo; así, muchas veces nos perdimos en caminos polvorientos con casas de tejados descoloridos y puertas desvencijadas dando pábulo a historias que con el tiempo han sido magnificadas en mi memoria.

Mis recuerdos aún esta repletos de hoteles en pueblos perdidos de la mano de Dios, donde yo lavé mi rostro en jarros de porcelana, con una palangana del mismo material. Así mismo comíamos en los más diversos y variados lugares, generalmente casas de pobladores o pescadores, que nos acogían en sus hogares como una extensión más de la familia.

Recuerdo sabrosas cazuelas de gallina cocinadas en ollas de barro y sobre un fuego que dibujaba trazos oscuros en las murallas de greda y ladrillo. O quizás un cocimiento de cholgas en la isla de Tubul, la vieja isla a la que se cruzaba en un bote viejo y destartalado que nos mecía húmedo en sus olas de cresta salada. Recuerdo preguntar a mi abuelo, sorprendido por la cantidad de gente que el conocía: “y este quién es…?”, y mi abuelo contestaba: “son los Gonzales, hijos del Viejo Gonzales…”, y yo abría los ojos con orgullo y satisfecho de ver que mi abuelo era un personaje…claro que nunca comprendí la mirada y el guiño que mi abuela hacia a mis madre y hermana después de cada una de estas serias explicaciones. Mis padres se reían, y mis tíos y hermana miraban recto afuera por las ventanas sucias del coche.

Fueron estos, quizás, los momentos más tibios de mi niñez, los que me marcaron fuertemente con una imaginación vivida que caracoleaba por senderos desconocidos y que me impulsaron hacia la lectura. Y así, un día que no recuerdo, descubrí el mundo de la literatura; y los libros pasaron a ser una extensión de mí persona; una parte inherente de mis emociones, y el lugar secreto donde me escondía de la realidad. Eran el motivo, y la razón de donde yo podía viajar por lugares misteriosos con, “Sandokan, el tigre de la Malasia”, o correr las aventuras de “Jerry de las Islas”, o recorrer la historia con “Adiós al séptimo de Línea”.

Leí con avidez de hambriento, recorriendo las bibliotecas y haciéndome conocido de las mujeres que las atendían, como la tía Teresa De Águila, la amorosa y querida directora de la biblioteca Municipal, a las cuales secretamente yo envidiaba, pues eran las custodias de estos sacros lugares llenos mundos desconocidos.

Leí sin ninguna organización, saltando de los románticos a los filósofos, y después a los filósofos existencialistas como Sartre, llenando mi cerebro de imágenes disimiles, de mundos exóticos, de ideas emocionantes. Mis días escolares eran una tortura, hasta el momento en que podía escapar y ser libre, correr a la biblioteca municipal a donde llegaba tembloroso de ansiedad, donde las custodias de mis sueños me dejaban pasar y elegir los libros, pues ya no eran capaces de dirigir mis pasos entre los anaqueles llenos de volúmenes polvorientos. Y ahí, solo entre miles de autores, mis pasos se aquietaban, mi pulso disminuía y mi atención se limitaba a lo que mis manos recogían, y al olor que exudaban esas cubiertas negras.

Cuántas tardes pase sin reconocer el tiempo que se iba. La luz solo existía mientras yo podía leer y perderme en esos mundos ajenos, pero míos.

Regresaba a mi hogar sumido en una nube que me envolvía llena de países extraños y personajes mitológicos. Y siempre cargaba bajo mi brazo un libro que ansioso leía hasta altas horas de la madrugada. El día solo era un intervalo entre lectura y lectura…nada más existía para mí; y me refugiaba de la realidad casi con rabia, pues deseaba vivir esas líneas, esos párrafos, conocer esos personajes extraños que se movían en áureas exóticas. ¡Que poco imaginaba yo lo que el futuro me guardaba…! Y claro, mi madre ya no tenía tiempo para mí o mi hermana Lili. Quena había desaparecido bruscamente de nuestras vidas, pero entre tanta mudanza, quizás yo creí que se había perdido en alguno de los lugares o casas donde vivimos. No recuerdo haber preguntado sobre Quena, y acepte su desaparición como una cosa casi natural. Debo explicar que mis hermanas eran siete años mayores que yo, así que esa brecha generacional también fue conspiradora de este olvido. Tampoco recuerdo a Lili mencionándola, y las dos eran de la misma edad, así que como deducción lógica pensé que, si Lili aceptaba esta desaparición con tanta naturalidad, poqué yo no. Entonces, la borre de mi memoria como si solo hubiera sido un fragmento de mi imaginación. Y así no la vi hasta mucho tiempo más tarde; y cuando la volví a encontrar, y el misterio se desveló, pero fue menos emocionante de lo que hubiera imaginado. Lili por lo demás estaba ya en la adolescencia y su interés en los chicos era mucho más que su interés en este hermano tan extraño y distante. Mi madre me veía como una transparencia a la cual de cuando en vez había que atrapar, así que, entre ambas, sin darse cuenta, me dejaron el espacio para poder escapar.

Solo quedaban mis abuelos y ellos eran mi única realidad. Mi abuela era seria pero bondadosa. Alta y delgada, siempre con los brazos llenos de claveles que eran su flor preferida. Su pelo era corto y gris y un chaleco colgaba siempre de sus hombros mientras le daba órdenes a la cocinera, o mientras caminábamos por el mercado entre los cientos de aromas germinados de cada puesto entre los gritos de los vendedores que llenaban el cielo verdoso de la vieja estructura de metal y vidrio. Lo recuerdo vívidamente, yo de la mano de mi abuela parado frente a los puestos llenos de manzanas, rojos tomates, mezclados con los verdores de los espárragos y lechugas y los olores variados penetrando mi olfato en una explosión de sensaciones. Allí estaban los sacos repletos de aceitunas negras las cuales inexorablemente yo alcanzaría con trémulos dedos.

Cuántas veces acompañé a mi “Nona” a los almacenes de barrio donde los sacos de porotos, de lentejas, los frascos llenos de azúcar, sal, o arroz se acumulaban en los mesones de madera vieja y resquebrajada; esto fue mucho antes de que los modernos supermercados invadieran la ciudad con sus modernas y frías vitrinas de alientos congelados, con sus vegetales y frutas empacados en plástico transparente. Este era aún el tiempo cuando por las calles empedradas corría el carretón del pan y de la leche tirados por caballos flacos repartiendo sus productos en los barrios donde las amas de casa o las empleadas se congregaban a comprar los productos mientras conversaban de los acontecimientos diarios.

Mas atrás, el grito del afilador de cuchillos, el del zurcidor de medias, o del viejo marino, al que siempre mire con desconfianza por sus pierna chuecas y por el gran saco que cargaba con dificultad en sus hombros mientras recorría los barrios de clase media comprando la ropa vieja.

A veces en las tardes, un canto fuerte y con una voz profunda nos estremecía: “manzanas, manzanerito, manzanas del manzaneroooo…”, era el tiempo de los días transcurriendo lento, con los estudiantes de la Universidad caminando en grupos o solitarios rumbo a sus pensiones. Yo me asomaba a la ventana desde donde veía pasar el mundo, y desde donde escuchaba el viejo reloj cucú de mi abuelo dar las campanadas que marcaban las horas; eran las siete de la tarde, y la puerta se abría, y mi abuelo entraba trayendo consigo un ramalazo de felicidad; yo corría a abrazarlo, y mi abuela ya estaba sonriendo pues su figura regordeta y su sonrisa blanca alegraban lo que quedaba del día.

Valparaíso 1954

V

Carlos Boné Riquelme

Yo nací una noche de crudo invierno en Valparaíso, Chile, mientras la lluvia y el viento azotaban las ventanas del hospital Van Buren.

Esto fue como un presagio de lo que sería mi vida, una continua tormenta. Y mi padre desde el pasillo, miraba el mar agitado en la bahía mientras los gritos de mi madre se confundían con los truenos y con el ruido de las olas golpeando los muros. Así vine yo al mundo. En un frio y lluvioso mes de agosto.

No tengo muchos recuerdos de aquellos sucesos, más allá de lo que mi madre algún día me conto, o lo de que mi padre, con las cejas arqueadas, algún día me recrimino en los momentos más álgidos de mi adolescencia.

De mi niñez tengo recuerdos muy vagos, pero hermosos. Las calles soleadas del Puerto de Valparaíso con las palomas cayendo en bandadas en las escaleras tibias del cerro de Playa ancha.

A mi madre si la recuerdo. Siempre sonriendo. Dejando escapar esas risas alocadas que galopaban retumbando por los pasillos vacíos de la vieja casona empinada en la cumbre del Parnaso, como debería haber sido. Recuerdo que no teníamos muchos muebles. Mas bien, fuera de las camas, la casa estaba vacía de muebles lo que me permitía recorrer y manejar mi triciclo libremente por los pasillos largos de madera crujiente.

Recuerdo las ventanas de vidrios, siempre abiertas, llenas de pedazos de colores reflejando arco iris en las murallas de papel café, y allá lejos, el cielo corriendo por mis ojos, alejándose al infinito entre nubes con formas que cambiaban constantemente con la fuerza del viento.

En aquella época no recuerdo amigos. Vagos también son los recuerdos de mis hermanas Lili y Quena. Es como si la soledad de mi niñez me hubiera tragado dejándome exhausto de memorias nítidas y solo mis padres mantengan una realidad confusa pero completa. Claro que recuerdo a mis abuelos paternos que por aquel tiempo Vivian en Viña del Mar. Y Viña del Mar era una ciudad Hermosa, moderna, y llena de vida. Con un gran turismo que en aquel tiempo era primordialmente nacional.

Las familias de clase media de todo el país llegaban en manadas apenas el sol empezaba a calentar con los primeros calores estivales. Venían a pasar la temporada veraniega junto al helado mar del Pacifico, mientras los residentes permanentes arrancaban como alma que lleva el diablo hacia otros lugares más desolados como Maitencillo, Tongoy, y las familias más pudientes, a Reñaca, Zapallar, y donde al final, todas ellas, terminaban siendo un reflejo de Viña del Mar; con los mismos vecinos que acudían a los mismo lugares escapando de los turistas de verano.

La casa de mis abuelos paternos estaba ubicada en 10 y medio norte con avenida Libertad, y era una calle corta donde vivían mis abuelos, tíos y primos, así que todos nos juntábamos a la hora del té, obligado en nuestra provincial costumbre y al almuerzo familiar en el enorme comedor de vetustos muebles oscuros y espejos que reflejaban la mesa repleta de comensales.

Aún me llega el olor del postre preferido de mi abuela: el “Rolly Poli”, que hasta el día de hoy nunca más he probado, pero que por alguna razón su sabor ya olvidado me rezuma en la memoria como un aroma dulzón y pegajoso.

De estos abuelos no recuerdo mucho. La “gringa”, como le decían a mi abuela, nunca aprendió a hablar en castellano fluido. Era alta, más alta que mi abuelo, rellenita en carnes, mirando por encima de sus espejuelos de lectura. Siempre vestida de negro y con faldas largas. Se comenta que, en Ohio, de donde ella procedía, su familia era “Amish”, lo que explicaría su serena austeridad, mientras mi abuelo era todo sonrisas, moviéndose con agilidad alrededor del caserón de dos pisos que colindaba con una casa con un gran patio donde todos los primos jugábamos en las tardes.

Mis primos eran Mónica, Nora, Coco, Gonzalo, Carlos y que junto a mi hermana Lili, pues Quena desapareció alrededor de ese tiempo de nuestras vidas, corríamos por la calle vacía o pasábamos al patio vecino a jugar con una chica que tenía el síndrome de Down, pero que era vivarás y cariñosa.

No recuerdo con mucha claridad los momentos más íntimos de familia, solo recuerdo los almuerzos en torno a la gran mesa familiar, llena de tíos y primos, y luego, los juegos alrededor de la calle, desde donde mirábamos la gran avenida Libertad como si fuera un misterio que debiéramos dilucidar. Yo debo haber tenido 3 o 4 años.

De aquella casa de los abuelos, nos mudamos a algún lugar del cual solo recuerdo el color amarillo de sus muros y sus pasillos interiores con patios llenos de flores satisfechas de sol.

Los viejos coches a caballo, Victorias les llamaban, que paseaban por las calles de adoquines con el chasquido del látigo restallando en el aire puro y límpido, y el paso de los tranvías cuyas antenas chisporroteaban en los cables eléctricos mientras se deslizaban por los rieles incrustados en el pavimento.

Allí, si recuerdo a mis hermanas, las dos, de polleras a la rodilla y peinadas con chasquilla, las dos siempre muy compuestas. Bueno, yo también he cambiado, y mucho, al punto de no reconocerme hoy en día.

Cómo olvidar los carros eléctricos que pasaban con su chisporroteo de electricidad por los rieles brillantes, y que para mí representaban la aventura de un viaje a lo desconocido. Pero aún más emocionante eran los ascensores que bajaban y subían al cerro con sus carros de Madera y los afiches de la crema dental Pepsodent en sus paredes. Y los cerros con sus casas de colores multicolores deslizándose plácidamente hacia el azul del cielo o hacia las crestas saladas del mar.

Luego de Viña del Mar vinieron muchas casas, pueblos y ciudades. Se explica por la profesión militar de mi padre que nos llevó de un extremo a otro de mi país, y que nos alejó de los lazos que inexorablemente se crean cuando tu naces y creces y te desarrollas en un solo lugar. Yo carecí de esa sensación de continuidad.

Hasta el día de hoy siento esa lejanía con el mundo, lo que me permite ver mis emociones en perspectiva. Es casi como si en vez de vivir mi vida, la viera a través de una transparencia, y por lo tanto yo no soy real y mis actos son estudiados y analizados sin espontaneidad.

Mas tarde vino la separación de mis padres, y por fin, un solo lugar donde vivir, aunque decir un solo lugar es complicado, pues en aquel tiempo solo recuerdo muchos barrios, muchas casas y apartamentos; es como si mi madre estuviera replicando lo que habíamos hecho hasta ahora, solo que en menor escala y dentro de la ciudad.

Sebastián Acevedo

S

Carlos Bone Riquelme

 Serian quizás en los 80, o más tarde…fueron tiempos de agitación política en Chile, y no extraños en este Chile nuevo y antiguo, donde conocí a muchos de los personajes más estrambóticos e interesantes de esa concepción.

Evans Weason, un ingeniero y exfuncionario de impuestos internos. Evans era un personaje de familia, elegante, y con una gran imaginación e inteligencia. Mas de alguna vez yo lo compare al gran escritor Stendhal; especialmente el día que nos reunimos en su apartamento y compartimos un “pito”, que él estaba dichoso de probar; recuerdo como su imaginación excedió lo normal, agigantándose, y como tomando una botella entre sus manos, la empezó a describir con las características y detalles de cada uno de los que estábamos en la mesa, y sin mencionar un nombre, nosotros podíamos adivinar de quien se trataba. También recuerdo su isla, localizada camino a Chiguayante, donde más de una vez compartimos un asado a orillas del rio Bio-Bio.

En ese grupo están tres de los personajes más excéntricos y que recuerdo con gran cariño. Grandes amigos como Jorge Torres, con su insuperable y atlética figura trabajada en muchas horas de gimnasio y que aun hoy conserva. Renato Bursmeister, un gringo pálido, alto, e increíblemente penquista pero foráneo y con una gran conversación y un intelecto que puesto a prueba pudo haber llegado muy lejos; y Carlos Meissner. Hermano del gran Eduardo Meissner, pero completamente opuesto en personalidad. Carlos tenía una extrovertida personalidad, de conversación ágil e interesante y cultivada, te pedía a gritos sentarte y tomar un café con él y escuchar sus teorías económicas heredadas de un gran economista chileno, Felipe Herrera.

Jorge Torress es un amigo que conocí a través de mi madre allá en los 65 o 66; yo tendría quizás 10 y solía pasar a buscar a mi madre a su trabajo en calle Barros Arana, Mademsa, una tienda de artículos de línea blanca cuyo dueño era otro gran personaje de concepción, Don Juan Villagrán. Don Juan, un gran señor, y con una capacidad humana que podría haber parecido extraño en ese personaje alto y circunspecto de hablar lento pero recto; mi madre solía salir de su trabajo y pasaba al “happy hour” de la época en un local localizado al lado de su trabajo llamado el “Gons”, local que fue muy conocido, y cuyo dueño, Eudaldo Anglada, fue otro de los grandes personajes de concepción. El “gordo” Anglada fue socio de Miguel Torregrosa en la Tranquera y el Gons y protagonizaron uno de los quiebres comerciales más conversados en aquellos tiempos. Fue entonces, cuando por diferencias entre ellos, se pelearon y salieron dándose de golpes desde el interior de la Tranquera hasta Barros Arana, en frente de una multitud asombrada. Ambos eran altos, y uno Delgado, Miguel, y el otro maceteado, Eudaldo…pero ambos tenían una gran personalidad.

A Eudaldo lo conocí un poco más pues mi madre le sirvió de guía turística en su compañía de turismo, con viajes a Argentina, Perú y recorriendo Chile. Yo iba con mi madre al Gon’s, y aunque no podía beber alcohol, me daban “una primavera” sin alcohol y me sentaba en la barra a conversar con los parroquianos a los cuales les sorprendía y divertía este pequeño un tanto precoz. Así conocí a Jorge, y a otro gran amigo llamado Patricio Infante, gran tipo, locuaz, simpático, y que poseía unos ojos azules penetrantes y que el usaba con gran éxito para hipnotizar a sus clientes en ventas.

Con Jorge Torress compartimos algunas aventuras que llegaron inclusive, en los 90, a una estadía de el en mi casa en Sunrise, USA y donde me acompaño en algunas investigaciones cuando yo recién me iniciaba en esta profesión de Detective Privado en Miami. A Renato lo conocí en otra institución penquista, “el Dom”, cafetería localizada al lado de la Catedral Metropolitana en Concepción. El Dom hoy ya tiene otro nombre y con otro dueño. En aquellos tiempos, el fundador y dueño de ese café fue la familia Schiafino. Patricia Schiafino fue compañera y gran amiga de Elena en el Banco Concepción, donde primero se ubicó este café, y luego del fallecimiento del padre de Paty, el lugar lo compro Camilo Henríquez; gran tipo al cual recuerdo con su postura atlética de gallito de pelea, pero muy sociable y amable y siempre sonriente.

Y ahí era donde empezamos a juntarnos en los 80, y allí conocí a Renato Burmeister. Renato era ingeniero, aunque nunca ejerció su profesión y su único trabajo conocido fue de gran conversador e intelectual. Pero es aún un gran tipo que no combina en esta Sociedad. Pertenece a otra época donde los valores e ideas son diferentes, y que me llevo a convertirme en gran admirador de él. Y así junto a él, conocí a Carlos Meissner que llego de España después de un gran conflicto personal, que incluía un divorcio, y un intento de suicidio. El también pertenecía a una de las familias antiguas de Concepción, y además con un hermano, Eduardo Meissner, gran pintor y que fue profesor en la Escuela de Arte de la Universidad de Concepción. Eduardo fue un gran intelectual y pintor, reconocido en Chile, con el cual también compartimos algunas historias, como cenas en su hogar y fiestas y salidas nocturnas.

Carlos, mientras tanto, era un gran orador, y a mí como a los otros amigos, nos entusiasmó su visión de la economía regional, muy influenciada por Felipe Herrera, con su posición de un gran Mercado común Latino Americano, y creo que todos quedamos embriagados con esta noción que algún tiempo más tarde me embarcaría en otra Aventura hacia Bolivia donde mis sueños de una economía conjunta murieron en una virulenta disputa civil en la Paz que me trajo lleno de pavor de regreso a Chile.

Ese fue el tiempo de las primeras grandes esperanzas en la política Latino Americana y que finalizaron en grandes fiascos como Chávez en Venezuela y Alan García en Perú. Carlos falleció hace ya algún tiempo, pero aún recuerdo con gran cariño a este gran hombre que podría haberse perfilado como un gran profesor.

Y Renato, amigo, cómo extraño nuestras largas tertulias acompañadas a veces por esos momentos de locura que nos embriagaba y te llevo más de una vez al cuartel de policía.

También recuerdo ese funesto día de octubre cuando estábamos compartiendo un café y de pronto gritos que provenían de la catedral nos llevaron a mirar que sucedía. Así fuimos espectadores circunstanciales de la tragedia que se Desarrolló desde los pies de la escalera de la Catedral. Vimos a un hombre que, parado en las escaleras de la iglesia, estaba gritando con desesperación, y a un oficial de carabineros tratando de calmarlo y acercarse lentamente a él, hablándole muy quedo. Pero de pronto, una llamarada exploto en el aire con un sonido que rompió la tranquilidad de esa tarde. Y esa antorcha humana corrió desde las gradas de la catedral hasta casi el centro de la Plaza de Armas localizada justo al frente, y cayendo a suelo se retorcía de dolor mientras algunos trataban de aplacar el fuego. Recuerdo como Renato, yo y muchos otros que nos encontrábamos en el café, horrorizados de este espectáculo, nos mirábamos consternados y sin creer lo que veíamos. La llegada de una ambulancia, de más policías, de espectadores que no podían entender lo que había sucedido en pleno centro de Concepción, y de nosotros que estábamos temblorosos e impactados, ha dejado un recuerdo trágico de aquella época, y creo que fue uno de los motivos que aceleraron mi partida de Chile. Pero aun hoy, la muerte de este hombre fue un impacto que aún recuerdo con espanto, la muerte de Sebastián Acevedo.

Miami y sus secretos

M

Carlos Boné Riquelme 

La ciudad de Miami nos sorprendió desde un comienzo. La sensación térmica es diferente, y se nota en el ambiente que no solo se mete entre tus ropas, sino que también penetra tus sentidos.

El primer amigo que hice en Miami se llama Enrique Maguazan. Lo conocí mientras trabajaba en una cafetería en el downtown de Miami, y lo encontraría algún tiempo más adelante, por casualidad, y por un tiempo trabajamos en construcción juntos.

Enrique era alegre, desinhibido. Él era de Maracaibo, Venezuela, y estaba ilegal en este país, situación que resolvió casándose con una muchacha dominicana que sí tenía papeles. Pero el matrimonio fue por amor. Y así nos reencontramos con Enrique, y la primera noche, como para celebrar este reencuentro, yo ya estaba con Hellen y los muchachos en Miami, nos invitaron a una cena en su apartamento, muy modesto, en Ocean Drive y la tercera calle de Miami Beach, en un hotel que estaba cayéndose a pedazos, pero que tenía precios módicos y que incluía las ratas.

Era casi de noche cuando llegamos allí con Hellen, y ellos nos abrieron la puerta y desde adentro nos recibió la música a todo volumen y la dominicana bailando mientras cocinaba.

En medio de la mesa de centro encontré una montaña de polvo blanco, el cual mire sorprendido, y mirando a Enrique le pregunté, ¿que es esto mi hermano?. Y Enrique, muerto de la risa me contesto, “perico, brother, perico, y del bueno”.

Esta de más decir que Hellen y yo nos despedimos inmediatamente de ellos, que con cara de sorpresa preguntaban que sucedía. Sacando a Enrique hacia un lado le dije, “mi hermano, yo te quiero como si fuéramos de la misma leche, pero es que no puedo hacer esto, bro, imagina que la policía nos cae aquí y nos lleva a toditos en cana, ¿qué hacen mis hijos?”. Y Enrique entendió, y no se ofendió. Y esa fue la última vez que los vi a ambos.

A veces me pregunto que habrá sido de ellos, pero es que, en aquel tiempo, la droga estaba en todas partes, y la vida era peligrosa en Miami.

En medio de los 90 esta ciudad fue considerada la más peligrosa del mundo, debido a la cantidad de turistas asaltados, y muchos asesinados en estas calles que supuestamente son de diversión.

Hubo una política muy seria del gobierno de Miami que limpio y volvió las calles más seguras. Y de a poco, el turismo volvió a crecer, cosa que a los que vivimos en esta ciudad nos gusta, pues los turistas pagan nuestros impuestos. Ese es otro secreto de vivir en Miami; los impuestos son baratos gracias al turismo y a los Millonarios que tienen residencia en esta ciudad. Y solo por eso, “I love rich people”.

Les pido, please, que vengan todos los ricos del mundo a invertir a esta ciudad. Mientras más malos estén sus países, más gente de recursos nos llegan y enriquecen esta ciudad.

Lo he visto a lo largo del tiempo, y así crecen los hoteles, y las tiendas, y los restaurantes. Y se construyen más casas de lujo, que, por supuesto, usa manos de obra local, incluyendo profesionales, técnicos y obreros. Y luego, los agentes de propiedades, notarios, abogados, y oficiales públicos que inscribirán las nuevas propiedades, junto a los innumerables agentes del orden y empleados que llenan papeles y cuidan las calles.

Ahora, no se puede negar la cantidad de gente sin hogar que pulula por sectores aledaños al turismo, y que ellos apenas notan, pero de acuerdo con las estadísticas, ellos son casi en mayoría, drogadictos, alcohólicos, y gente que por alguna razón desconocida rompen con el sistema. Entre estos últimos, los estudios demuestran que casi el 70% son profesionales que en algún momento fueron exitosos. He conversado con alguna de esta gente que vive en las calles, y me he llevado la sorpresa de encontrar personas que hablan varios idiomas, o que confiesan haber tenido dinero en algún momento, pero ya no quieren seguir con ese estilo de vida, prefieren las calles y sus libertades.

En La Florida no es mucho el problema pues el clima permite vivir al aire libre. Además, ese multiculturalismo es extraordinario. De idiomas, comidas y costumbres. Tengo amigos de la India, Rusia, China, Pakistán, Bahamas, Argentina y de muchas latitudes. Para qué viajar si las culturas están al alcance de la mano. Y todos vivimos en armonía.

La niñez

L

Carlos Boné Riquelme 

Trato de recordar el primer momento pasado con mi madre, y se me viene a la mente el hospital militar, donde ella estuvo internada por varios meses, y mi padre, yo de la mano, caminando por los lúgubres y amplios pasillos hasta una habitación donde la veo yacer en una cama de sabanas blancas, y mi primer impulso es saltar a la cama a abrazarla. Mi padre contiene el impulso, y me dice suavemente: “esta recién operada, Carlitos, no puedes moverla mucho”, y mi madre con una gran sonrisa en su rostro, me dice: “déjalo que se acueste al lado mío”, y allí me quede, acurrucado, sintiendo su olor que me penetraba suavemente por el olfato, y el hospital ya no parecía tan oscuro.

Estuve varios meses viviendo en casa de una hermana de mi abuela, la tía Aidé, quien me cuido como a un hijo, dejando solo maravillosos recuerdos en un tiempo que fue doloroso para la familia.

Mis hermanas desaparecieron, y nunca pregunté en casa de qué familiar quedaron, quizás con mis abuelos paternos. O maternos.

Mi siguiente recuerdo es caminando por Santiago de la mano de mi madre, y llegar a una esquina donde el trafico era mucho, y nos paramos frente a un estanco de revistas esperando cruzar en algún momento; y allí veo uno de los primeros números de la revista Condorito, y la imagen del pajarraco me queda grabada en la memoria. Y mi madre va y me compra la revista, la cual hizo las delicias de mi infancia, y me convirtió instantáneamente en fanático de Pepo. Dios lo tenga en su santa gloria; y con mi madre al lado.

Todas estas memorias son cortas, de segundos quizás, pero cada vez que rememoro me llegan los olores de las calles; de las casas, de la comida y las flores. Quizás también, el de la mantilla que colgaba siempre de los hombros de mi abuela. Veo a mis padres atravesando la alameda, solos ellos y yo. Entramos al edificio del club de oficiales, el cual tenia unos comedores iluminados por los enormes ventanales que daban a la alameda, y luego, el comedor principal que era grande y oscuro, y que solo una gran ventana, que daba a una especie de invernadero, o quizás jardín con piletas llenas de sapos, clareaba un poco.  Varias mesas esparcidas alrededor, y los garzones vestidos de impecable pantalón negro, con raya, y chaqueta blanca almidonada, que era en aquellos tiempos casi el uniforme en muchos lugares.

Recuerdo a mi padre comiendo erizos, y dejando que la arañita que viene dentro de su caparazón caminara por la lengua antes de triturarla entre el paladar y la lengua ante el espanto que se reflejaba en mi cara, lo cual daba espacio para risas de ambos, y para muchas preguntas donde ya no recuerdo las respuestas.

Mi madre vestida con un hermoso traje verde, y con su pelo cayendo sobre los hombros, mientras sus ojos no se despegaban de mi padre, el cual vestido impecablemente en su uniforme, se veía atractivo, lo que provocaba que muchas mujeres lo miraran.

Recuerdo, luego, a mi madre en lo alto de la escalera, en aquel enorme caserón de Valparaíso, donde nuevamente vi a mi madre después de muchos meses de ausencia.

Siento mi corazón latiendo rápido mientras corro escaleras arriba a sus brazos abiertos; y vuelvo a sentir la misma emoción que me hace apretar el pecho, y remojar los ojos. Asi son los recuerdos.

Hoy, mi madre partio con sus aciertos y desaciertos que plagaron nuestras vidas, no solo la de ella. Mi padre partio en ese viaje hace mucho mas tiempo. No se si encontraran en ese viaje que todos haremos algún día, pero ruego por que todos volvamos a reunirnos, y mientras tanto, los recuerdos los mantienen vivos en mi memoria, aunque sea solo por segundos.

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