Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

La creceste oscuridad

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Carlos Boné Riquelme

 

La mañana estaba calurosa, y el centro de la ciudad parecía haber explotado de un momento a otro con la presencia de cientos de personas que caminaban; algunas rápidas, otras lentamente, mirando vitrinas, y muchas otras paradas en los lados con mantas extendidas en el piso, vendiendo miles de objetos de diferentes colores cuyo propósito no podía adivinar.

Allí, en medio de esta multitud, la vi: delgada, con pechos grandes, cabello castaño cayéndole por la espalda, y un bebé en los brazos. De edad indefinida, pero bebé, al fin y al cabo.

Una mesa pequeña se encontraba frente a ella, y pude divisar algunas pulseras doradas, collares de piedras de colores, cintas para el pelo, y algunas otras baratijas expuestas a la mano de quien quisiera adquirirlas.

La observé por largo rato, mientras ella compartía su tiempo hablando con algún posible comprador y susurrándole algo al niño, que a veces parecía moverse inquieto, o a veces dormía. Aquellas quedas palabras eran como cantos de cuna que ella soltaba tranquilamente, mientras su talle se movía en un gesto que daba cierta calma al bebé.

No pude evitar acercarme, y me paré enfrente de ella mientras cogía una pulsera entre mis dedos y le preguntaba por el precio. Así pude mirarla directamente a los ojos y observé su mirada quieta, modesta, casi perdiéndose en un río de miel.

Su nariz era pequeña y recta, y sus labios, mórbidos, de aquellos que llaman al beso y al erotismo, invitaban a solazarse mordiendo y restregando tus labios contra los de ella.

Su voz repitió el precio, mirándome extrañamente. Quizás percibió que mis intenciones no eran comprar, solo pararme allí como un pervertido para observarla en la quietud de su maternidad.

Entonces, decidido, saqué un billete y pagué por la pulsera mientras ella me miraba sorprendida. Yo me reí interiormente, pensando que quizás la había descolocado de aquella posición de adivinar y de no estar segura.

La volví a mirar mientras ella buscaba el sencillo para darme el cambio en el bolsillo de su chaleco deslucido, de un color verde suave, pero que le colgaba de los hombros como si le quedara grande.

Le hice un gesto de que no importaba, que se quedara con el vuelto, y me marché sin volverme a mirar, pero sintiendo la mirada de ella en mi espalda, como si me quemara.

Entré a una de las galerías, una de las tantas que se encuentran en el paseo, y allí, a resguardo de las miradas, me detuve sintiendo que mi acelerado pulso se calmaba un tanto.

Esperé un rato y, luego, dando la vuelta por otra galería, salí nuevamente al paseo y traté de llegar al mismo lugar donde ella se encontraba.

Pero ella ya no estaba allí.

Miré alrededor buscándola, pero entre el movimiento de la gente y los vehículos que transitaban por la avenida, tuve que darme por vencido y darme la vuelta, dirigiéndome a la plaza donde ya el monumento a Don Pedro de Valdivia no existe.

Solo la base de color blanco, o quizás crema, se encuentra allí como recuerdo de algunos días de violencia sin sentido.

Me senté en uno de los bancos de la plaza, y un muchachito de tez oscura con un cajón de lustrado me ofreció sacar brillo a mis zapatos. Yo, sin casi sentir o saber lo que hacía, le indiqué que aceptaba su oferta.

Casi sin respirar, el muchacho se sentó en una pequeña banquita que traía junto al cajón y, tomando uno de mis pies, lo acomodó encima de la caja negra, empezando a pasar un cepillo de oscuras cerdas sobre mi zapato.

Yo, olvidado de lo que me trajo a la plaza, me dejé ir, sintiendo el sol en mis ojos y el calor agradable que me envolvía entre el ruido de la calle y el zumbido de las conversaciones.

De pronto, una voz me despertó de mi sueño ligero, y al levantar la vista, la vi a ella parada frente a mí, mientras el muchacho proseguía con su labor de abrillantar mis zapatos de cuero viejo y gastado.

La miré sorprendido, sin decir una palabra, y ella, aún sosteniendo al bebé en sus brazos, se sentó a mi lado.

La dejé sentar mientras sentía algo extraño recorrer mis entrañas, y, sin pararme a pensar —pues, de lo contrario, no me atrevería nunca más—, le pregunté si quería irse conmigo.

Ella, sin decir palabra, asintió moviendo su cabeza, y allí supe que este era mi destino. No sé si bueno o malo, o quizás si algo resultaría de una mujer sola con un niño en brazos, pero la respuesta era que había que atreverse a las sorpresas, pues estas solo se dan ocasionalmente.

La violación

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Carlos Boné Riquelme

 

Este fue otro impactante caso ocurrido a finales de los años 90. A pesar de haber sido testigo de muchos casos brutales, ya sea siguiéndolos en la prensa o participando en alguna investigación, este me impactó por su carencia de sentido y la brutalidad de lo ocurrido.

Ella era una muchacha de origen colombiano, que estaba terminando sus estudios secundarios. Vivía sola con su madre, quien emigró sin más familia que su hija a Miami, escapando de la violencia que el narcotráfico, impulsado por Escobar, y la guerrilla asolaban en el país.

Pensó que en Estados Unidos, donde impera el estado de derecho, podrían vivir tranquilas las dos, ya que no tenían más familia. Se mudaron a un tranquilo barrio del suroeste, llamado “La Sahuesera” por los cubanos, un lugar de clase media, con buenas escuelas y vecinos, en su mayoría hispanos, gente trabajadora y educada.

Allí se establecieron, y la muchacha se adaptó rápidamente a su nuevo entorno. Por su carácter divertido, amable y estudioso, fue rápidamente aceptada. La madre consiguió un modesto trabajo que les alcanzaba para pagar la renta de un cuarto, comer y, en general, cubrir todos sus gastos. Aunque a veces vivían con limitaciones, la hija entendía la situación y no pedía más de lo que su madre podía ofrecer. Y eran muy felices.

La joven era una estudiante brillante, con excelentes calificaciones y querida por compañeros y profesores. Ya en la adolescencia, conoció a un compañero de curso y vecino, con quien compartía muchas afinidades. Se enamoraron y comenzaron un romance que fue aceptado con alegría por ambas familias.

Llegado el final de la secundaria, la chica obtuvo los mejores promedios del curso y casi de todo el colegio. Fue aceptada en todas las universidades a las que postuló y en la carrera que deseaba. La felicidad de ambas familias era inmensa. Hasta aquí, la historia es similar a la de muchos inmigrantes que, con esfuerzo, logran el éxito.

Sin embargo, en este punto, dos historias se entrelazan.

A pocos kilómetros de Miami, en la ciudad de Orlando, tres muchachos, también de origen hispano pero con una historia de vida diferente, terminaban un día de trabajo en la construcción. Uno de ellos, menor de edad, tenía alrededor de 17 años y era sobrino de uno de los otros dos. El líder del grupo, delgado, fuerte y de carácter violento, propuso alquilar un vehículo y viajar a Miami Beach para un fin de semana de diversión. La idea fue bien recibida.

Alquilaron una camioneta Ford de doble cabina y partieron hacia Miami Beach, ya con algunos tragos en el cuerpo.

Mientras tanto, en La Sahuesera, los jóvenes enamorados, emocionados por la reciente graduación, decidieron celebrar solos en Miami Beach. Aunque no solían visitar esa ciudad, aquella noche era especial. La joven, muy arreglada y con la bendición de su madre, partió junto a su novio, quien ya era parte de la familia.

La madrugada en Miami Beach los marcaría para siempre. La pareja salió de un club, abrazados y felices. Habían celebrado su recién cumplida mayoría de edad y experimentado por primera vez la sensación de ser adultos y libres. Caminaban por una calle lateral, más solitaria, cuando una camioneta blanca se detuvo bruscamente. De ella bajaron dos hombres: uno, delgado y de rasgos duros, llevaba un revólver, y el otro, casi de la edad de la pareja, portaba un cuchillo. Los obligaron a subir a la parte trasera del vehículo.

El conductor tomó la carretera I-95 rumbo al norte. Mientras tanto, uno de los secuestradores mantenía inmovilizado al joven con un cuchillo en el cuello, mientras el otro apuntaba a la cabeza de la muchacha con el revólver, obligándola a desnudarse. La joven suplicaba que no les hicieran daño, pero sus ruegos fueron ignorados. Fue violada repetidamente durante el trayecto.

Finalmente, los atacantes decidieron asesinarlos para no dejar testigos. Intentaron degollar al joven, pero, por falta de experiencia o quizá por vacilación, no lograron matarlo. El muchacho fingió estar muerto, y cuando la camioneta retomó su camino, logró salir del lugar gravemente herido. Detuvo a un conductor que lo ayudó y avisó a la policía.

Horas más tarde, las autoridades encontraron el cuerpo sin vida de la muchacha cerca de Hillsborough Boulevard. Había recibido dos disparos en la cabeza. Así mataron sus sueños.

La policía capturó a los culpables una semana después. El menor de edad fue condenado a cadena perpetua, que comenzó en una cárcel de menores hasta alcanzar la mayoría de edad, cuando fue trasladado a una prisión regular. El otro recibió prisión perpetua tras testificar contra el líder del grupo, quien fue condenado a muerte.

A principios de los años 2000, vi un programa de televisión en el que apareció la madre de la joven. Lideraba un grupo de madres que se apoyaban mutuamente en casos similares, pero los ojos de esa madre estaban tan muertos como su hija.

Irene la loca

I

Carlos Boné Riquelme

 
Irene llego a Concepción al borde de los 70, y su llegada no paso desapercibida, pues sus minifaldas, acompañadas de unas botas largas que le llegaban hasta media pierna, con su cabellos negro, reluciente, largo hasta la cintura, y con ese desparpajo de aquellos que ya han recorrido muchos mundos, y nada les asusta. Ella tenía dos hermanas que la acompañaban siempre.
 
Y en aquel 1969 entonces, no era raro verlas paseando por el centro de Concepción, atrallendo miradas, y cuchicheos que iban quedando en el camino, pero a los que ellas no le paraban bola. Yo tuve la suerte de conocerlas.
 
Me las presento un día de invierno, gris pero no lluvioso, mi gran amigo Oscar Flores. Las hermanas estaban sentadas en la plaza, casi frente a la Intendencia, mirando con indiferencia el paisaje urbano, y Oscar, que, por supuesto ya las conocía, me dijo, "ella es Irene, la mujer mas extraordinaria que hayas conocido".
 
Y ella me miro con una sonrisa que ilumino su rostro pálido, y con sus ojos me examino, pues yo era un chiquillo de quizás 16 o 17.
Pero nos hicimos amigos, con el respeto que se tiene a alguien que rompe los esquemas, y que atraviesa barreras.
 
Tengo tantos amigos en esa clasificación.
Luego, ellas, las hermanas, se hacen amigas de los muchachos de la radio Bio-Bio, y con aquello, los lazos entre nosotros se estrecharían aun mas, pues me las encontraba constantemente en el apartamento de Claudio Coopman, hijastro de Petronio Romo el gran locutor de la radio.
 
La hermana del medio, Natalia creo que se llamaba, le fabrico a Claudio, un Montgomery, de aquellos que estaban de moda, de una frazada beige a rayas rojas. El Montgomery era fuera de serie, y Claudio lo uso por mucho tiempo.
 
Las tres tenían gran facilidad para la costura.
Pero luego sabría la tragedia detrás de Irene, la loca encantadora.
 
Irene emigro a Canadá, sola, y alla conocería a un canadiense del cual se enamoro. No recuerdo los detalles que ella me conto en medio de algún cafe con gigarro incluido.
Se casaron, y se mudaron a la típica casa "en los suburbios" como se llama en Norte América a las casas típicas de clase media, fuera de las áreas urbanas, que generalmdente son mas tranquilas.
 
Pero ambos eran bohemios, y quizás aun con algo de influencia Hippie, en aquellos tiempos. El era fotógrafo profesional, e Irene se dedicaba a la moda.
 
Así, un día cualquiera conocieron a un tipo muy simpático, europeo, educado y bien parecido, que aun recién llegado a Canada no tenia lugar donde quedarse.
 
Ellos siendo tan libres como eran, le ofrecieron alojamiento en la casa, que además tenia tres cuartos, y de los cuales ellos solo usaban dos.
El amigo se mudó a vivir a la casa con ellos, y más allá de cooperar con algo de "Grass" a la economia hogareña, no se veia mas intento de trabajar, o tener vida mas allá de las fiestas que se extendían por muchas horas.
 
Además, lo que había sido una solucion temporal, se transformo en algo atemporal. Y sin intención de resolver.
 
Así, una noche, después de una fiesta, ya cansados de la situación, ellos confrontaron al amigo y le explicaron que el vivir todos juntos también tenia cierto nivel de responsabilidad. Le dijeron lo mas claramente posible que quizás seria mejor que se buscara otro lugar donde vivir.
 
Pero la conversación subió de tono, y empezaron los gritos, y de pronto el amigo cogió un cichillo de la cocina, y se lo enterró en el estomago al marido de Irene, y luego le dio varios cuchillazos más en diferentes partes del cuerpo, mientras Irene histérica ante esta inesperada escena, gritaba y escapaba a esconderse, perseguida por el tipo, que ya fuera de si, quería matarla.
 
Ella se encerró en una habitacion, y se escondió adentro de un closet, desde donde escucho los golpes que el asesino propinaba a la puerta, rompiéndola, pero cuando iba a abrir el closet donde se encontraba Irene, llego la policía, y lo detuvieron y rescataron a una aterrada Irene a la cual llevaron al hospital para tranquilizarla, pues no tenia daño físico.
Pasados los días, y después de cumplir con todos los requisitos legales, ella se regreso a Chile.
 
Y esa es la historia de una muchacha llamada Irene "la loca", y a la cual nunca mas volví a ver, o saber de ella.

Andrea y Angélica

A

Carlos Boné Riquelme

 
El Astoria amaneció soleado con sus brillantes rayos golpeando la acera, y con un calor suave que se deposita sobre las cabezas de los muchos concurrentes. Y son muchos.
 
Son casi las 12 del mediodía, y ya la calle está repleta de muchachos caminando de un lado al otro, o simplemente, estacionados frente a un carro conversando en grupos desde donde se escuchan las carcajadas, y las voces que se multiplican y se mezclan en una algarabía alegre y colorida.
 
Y allí están ellas, Andrea y Angelica. Las dos paradas, conversando, mientras sus ojos barren la calle de miel y azul. Se mantienen casi quietas entre la muchedumbre que se mueve de un lado a otro. Y conversan con muy pocos gestos. Solo sonrisas y movimiento de ojos que comunican aquello que quieren decir sin palabras.
 
De pronto, entre la muchedumbre está el. Parado, muy quieto, pero transfigurado en una mirada de admiración. Andrea siente esa mirada, y se torna levemente para observar al muchacho que abrazado a una “lola” las mira desde lejos. Le comenta algo a Angelica, quien casi sin moverse gira su cabeza mientras su negro cabello se agita imperceptiblemente para mirar en la dirección indicada con aquellos ojos azules que miran con atención.
 
Y el muchacho se sonroja, a la vez que la lola abrazada a él lo mira y lo mueve de lugar con un gesto posesivo y le dice algunas palabras que no parecen generosas, pues él se torna hacia ella y le conversa muy quieto tratando de explicar lo inexplicable.
 
La muchacha sin parar de hablar mira a Andrea y Angelica con ojos poco amigables, casi con odio, pero dejando entrever un dejo de admiración imposible de esquivar pues ellas se ven especiales, casi diferentes en el espectro multifacético de los movimientos casuales de esta calle.
 
Andrea sabe que esto no es casual. Angelica así lo comprende, pues no es primera vez que ellas han sentido la mirada de este desconocido analizándolas con admiración, con adoración, quizás un poco transfigurado en una emoción que el mismo no puede explicar. Pero es que ellas son así.
 
Esa naturalidad que las envuelve como halo, las convierte en algo especial. Ambas son como ajenas a esta realidad, pero inmersas en la luminosidad de la primavera cálida que las absorbe y las proyecta entre la multitud.
 
Ellas sienten el resentimiento de esa muchacha y lo entienden. Se sienten casi hermanadas con ese sentimiento de posesión que a la vez es miedo de perder lo que ella ama.
 
¿Pero qué pueden hacer ellas? No es su culpa…
aún más, a él no lo conocen, no saben quién es ella, o el; nunca han conversado o coincidido en algún lugar.
 
No pueden evitar entender lo absurdo de la situación. Y así, el desconocido se evapora en medio de los reproches de su novia, y ellas, Angelica y Andrea se quedan confusas y risueña.
 
Así, el tiempo pasa inexorablemente. De aquellos lejanos 70 llegamos a ese nostálgico encuentro de los amigos del Astoria que ocurrió el año 2009.
 
Nuevamente, después de largo tiempo separados, los mismos amigos de aquellos 1970, nos volvemos a encontrar con aquellos que compartimos esa “Astoria” infinita y revoltosa.
 
Volvemos a caminar las baldosas y sentir los rayos del sol, claro que mucho más adultos. Reímos, nos abrazamos y luego nos sentamos en un almuerzo que fue de amistad, aunque la comida fue casi olvidada en esta alegría única de estar juntos.
 
Y llego la noche con su fiesta del Club Alemán. Llegaron muchos…muchos más de lo que se esperaba. Allí, nuevamente vemos a Andrea y Angelica, las dos paradas como si el tiempo no hubiera transcurrido. Casi idénticas entre miel y azul. Con esas sonrisas cálidas y la conversación callada de los gestos y las miradas.
 
Y de pronto, aquel desconocido de los 70 aparece de la nada. De entre la muchedumbre, él camina decidido hacia ellas y ellas quedan paralizadas de sorpresa. El pasado y el presente se unen en un solo momento y no saben qué hacer, como reaccionar.
 
Él se detiene frente a ellas, y les dice de sopetón dejándolas extrañadas: ¿“saben? Siempre las admire…desde aquellos días en el Astoria las admire, pero nunca tuve el valor de acercarme a Uds., además que mi novia lo sabía y las detestaba…me case con ella, pero hoy, después de tanto tiempo quisiera darles un beso en la mejilla en recuerdo de esos buenos tiempos y sentimientos…claro que rápido antes que aparezca mi esposa y me vea…”.

Miedo

M

Carlos Boné Riquelme

 

El miedo se escurría por mis entrañas con la avidez de un ave de rapiña y atenazaba mis extremidades, dificultando mis movimientos.
El olor a carne quemada y putrefacta se esparcía a mi alrededor, haciendo que mis arcadas solo me estremecieran en vano, pues ya no tenía nada en el estómago para expulsar.
Rogaba al cielo que los otros, aquellos que eran mis enemigos, no me encontraran, mientras el frío del terror no me dejaba pensar claramente.

“Tengo que calmarme”, pensé. “Debo tranquilizarme… debo tranquilizarme…”, me repetía una y otra vez, pero era difícil, casi imposible, dejar ese miedo atrás.
Mi arma, una Glock 19, colgaba de mis dedos agarrotados. Hacía tanto tiempo que no sentía estos deseos de encogerme, taparme debajo de unas cobijas y desaparecer, sintiendo la seguridad de la oscuridad.
Pero en este momento era imposible.

Sabía que me encontrarían si no lograba salir de allí. Y sabía con seguridad lo que pasaría si caía en sus manos.
Posiblemente no sobreviviría. Solo pensar en las torturas a las que sería sometido me congelaba de terror. Ya había visto el resultado de esas torturas en algunos compañeros que lograron escapar con vida, pero cuyas secuelas los perseguirían por mucho tiempo, probablemente toda su vida.

Conocía esas noches en las que los sueños se convierten rápidamente en pesadillas tan reales, de las cuales no puedes despertar, dejándote arrastrar por vericuetos intrincados de tu cerebro, tembloroso y con las sábanas mojadas de transpiración.
Pero yo estaba aquí, ahora, y tenía que moverme. Debía vencer el miedo antes de que ellos me encontraran.

Mis camaradas habían desaparecido, y no sabía si estaban cerca o si ya habían evacuado el área. No podía gritar para llamar su atención, pues no estaba seguro de quién escucharía mi llamado. Quizás ellos me encontrarían primero, y yo no tenía la seguridad de tener el coraje de volarme la tapa de los sesos antes de que eso sucediera.

Recordé mi adolescencia, esos momentos que yo creía decisivos, cuando pensé tantas veces en matarme, creyendo que tomar esa decisión sería fácil. Pero no lo es, ahora lo comprendía.
Ni siquiera en esta situación, donde me jugaba algo más que mis divagaciones juveniles, me sentía seguro de tener la valentía de coger el arma, acercarla a mi boca y, apretando los dientes, tirar del gatillo. Solo pensarlo me estremecía de terror.

Decidí empezar a moverme lentamente, tratando de no hacer el menor ruido, avanzando con mucho cuidado. Me deslizaba despacio, intentando que mi cuerpo no ofreciera un blanco fácil a algún tirador escondido.
Me acerqué con mucho cuidado a una ventana y miré hacia la calle. No se veía a nadie, y el silencio era opresivo entre los escombros de las casas derruidas.

Con sigilo, logré llegar hasta la entrada de un edificio y, pegándome al muro exterior sin perder de vista los edificios circundantes, atravesé la calle con mucho cuidado.
No recordaba cuántas balas quedaban en el cargador; no las había contado, pero no serían muchas.

El cuchillo aún estaba en su funda, pero no me sentía seguro de usarlo en última instancia. Matar así es personal, cercano, y puedes mirar a los ojos de tu contrincante mientras la vida se escapa de su cuerpo. Son solo segundos, quizás minutos, en los que los ojos adquieren ese color vidrioso y los labios se contraen con el último murmullo de sangre borboteando. Pero la sorpresa también puede ser tuya si el enemigo tiene más habilidad que tú en el manejo de esa arma. Es un juego mortal y rápido, hasta que uno de los dos comete el error que acaba con la vida de uno o del otro.

“Debo concentrarme”, pensé mientras me movía a lo largo de la calle, pegado a los muros externos de lo que alguna vez fue un colegio. No quise revisar mi arma por temor a que el ruido del metal se escuchara en ese silencio. Así que, esperando tener suerte, me moví con más rapidez, un poco más recobrado del miedo anterior.

A lo lejos escuché algunas explosiones y, actuando casi de manera automática, dirigí mis pasos en aquella dirección. Me ocultaba detrás de los escombros, escudriñando el área circundante con mucho cuidado, pues alguien con un fusil podía matarme con la misma facilidad que a una codorniz, de aquellas que mis amigos gustaban de cazar.

Mi Glock no tenía mucho alcance, así que mis posibilidades de sobrevivir en un combate eran muy pocas. Mi única alternativa era encontrarme con los míos, así que me arrastré hasta debajo de unos carros destruidos y llenos de agujeros de bala.

Al pararme, vi algo de movimiento en las cercanías de un edificio que algún día fue una iglesia. Rápidamente me agaché, pero al levantarme nuevamente vi que dos soldados apuntaban en mi dirección con sus M-4.

Levanté mis manos, sintiendo el frío recoger mi corazón, pero al cerrar los ojos y volverlos a abrir, pude ver que eran de los míos.
Grité con fuerza para que me reconocieran y eché a correr hacia ellos, sintiéndome libre de todo peligro, con la alegría inundando mi alma ya en ruinas.

Los soldados me reconocieron y me gritaron algo a la distancia que no alcancé a escuchar, pero vi que hacían gestos como advirtiéndome de algo.

Entonces solo escuché el chasquido de un tiro, un enorme dolor que me traspasó por completo, y todo se convirtió en un inmenso agujero negro.

La barbacoa

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Alfredo Boné Riquelme

Las risas espantaban a los pajarillos de los árboles cercanos, mientras en la amplia terraza el grupo de amigos bebían de sus botellas o sus vasos y conversaban mientras en un lado, casi pegado a la cerca de hierro que separaba la casa del amplio rio que corría apacible sin desviarse rumbo al mar; no lejos de este lugar, un gran "quincho", de esos llamados Argentinos, fabricados en ladrillo, con espacio para mucho carbón, y largas parrillas de hierro negro, se podían ver los trozos jugosos de carne, las largos tiras de costillar, y las longanizas que botaban un jugo que hacía encresparse el fuego, mientras el parrillero, especialmente contratado para el evento, hace girar la carne para evitar que se recuezan por un solo lado.

Tambien se escucha música tropical que escapa por las abiertas puertas de la casa, mientras un par de muchachas vestidas de negro se pasean entre los asistentes a la barbacoa, con bandejas con copas y algunos bocadillos para alimentar el hambre que se acrecienta con el olor de la carne asada. Este era un día especial para la dueña de casa, Mariluz, pues cumplía un ano de casada con su marido Felipe, y ambos habían decidido celebrar el acontecimiento en casa, con la familia y amigos cercanos.

Felipe contrató personal especializado, de esos llamados "catering" para que ella no se molestara en hacer nada, y ella planifico los bocadillos de salmón, de pate fois, de huevos con mayonesa y pimientos, todo delicioso; y la decoración alrededor de la casa, de la cual estaba muy orgullosa, fijándose atentamente de que los baños tuvieran suficiente jabón para las manos, papel higiénico, y desodorante ambiental. Nada podía salir mal. Desde donde ella se encontraba parada, podía ver a Felipe, alto, delgado, de cabello rubio y muy atractivo, parado y conversando con algunos amigos, y ella sintió un ardor allá abajo, pues él se veía tan apuesto, tan fuerte y seguro de sí mismo; la verdad, es que todo parecía un sueño.

Ellos se conocieron en una fiesta en casa de unos amigos, y desde que se miraron fue como lo que llaman, "amor a primera vista", y desde ese día no se separaron más. Claro que no todo era perfecto. Él era divorciado, y tenía dos hijos aun pequeños a los cuales ella tenía que soportar los días que les tocaba visita con el padre. Pero todo, " era aceptable", pensaba Mariluz, si podía disfrutar de él, el resto del tiempo. Ella, "ni loca tendría hijos", y para eso ella se cuidaba, tomaba los anticonceptivos sin perder una hora, y por si acaso algo sucedía, la píldora del día después la cual era recetada por un amigo medico de ella.

Felipe había mencionado un par de veces, "sería fantástico tener hijos, una parejita quizás", y a ella se le erizó el pelo con solo la idea. Pero ella sabía cómo mantenerlo contento, y evitaba las conversaciones que fueran sobre hijos, " ni tonta arruinaría su figura, o dejar que los pechos se cayeran, o tener estrías en la barriga y piernas", pensaba, y pensando en eso, gastaba cantidades de dinero en cremas, gimnasio, masajes.

La fiesta continuaba, y Felipe pensaba en el gasto inútil de esta fiesta, y la cantidad de gente a la que no le interesaba ver, como la familia de Mariluz, la cual era pesada y siempre mirando todo por encima del hombro como si ellos fueran de alguna clase especial. Sobre todo, la hermana, Fernanda, quien siempre tenía una palabra cortante, o una broma plagada de ironía con la cual trataba claramente de molestarlo, pero el, la ignoraba sin darle el gusto de contestar las idioteces que se le ocurrían. Luego se distrajo pensando en la oficina, pues él era el ingeniero jefe de una gran compañía constructora, e iba en ascenso.

Felipe era hijo de una familia modesta, provinciana, de Talcahuano, y el padre trabajaba en la pesca artesanal junto al algunos amigos con los cuales lograron adquirir unos botes, pero los precios del pescado habían bajado debido a la competencia y a la poca pesca por los barcos chinos que asolaban los mares del Pacifico.

La madre se dedicaba a la casa, y los hermanos mayores ayudaban al padre en sus labores, y aunque no vivían mal, el dinero solo alcanzaba para lo justo.

Felipe desde niño fue estudioso, y se las arregló para sacar becas que lo ayudaron a mantenerse en el colegio, pues su madre vio en el algo diferente al resto de la familia, asi que cuando el padre quiso subirlo al bote, ella se opuso con dientes y garras, y el padre sin decir nada, pues nunca decía nada cuando la esposa tomaba una determinación, dejó a Felipe tranquilo.

Felipe fue el único de la familia que terminó la secundaría, y luego entró a la universidad con notas altísimas las cuales mantuvo hasta su graduación, lo que le significó un contrato con una de las compañías más prestigiosas del país. También significaba que la familia de Mariluz lo trataba como si tuviera alguna infección, y lo aceptaban con la nariz respingada.

Mientras pensaba sobre todo esto, entró a la casa y se dirigió al baño de su cuarto en el segundo piso, pero cuando se aprestaba a hacer sus necesidades, sintió una mano que lo cogía y antes de reaccionar, una boca se pegó a la suya. Miro asustado, y vio que era la hermana de su esposa. La empujó separándola de él, y le preguntó, ¿“qué te pasa?, estas borracha?”, y ella continuaba empujándolo hacia la pared mientras su mano le cogía el miembro y él trataba de zafarse, pero sin hacer escándalo, pues no quería que nadie los encontrara en esta situación inaudita.

“Vamos”, le decía el, ¿“que tú quieres?, hacerme un problema?”, y ella arrodillándose en el piso lo miro y le contesto casi con rabia, ¿“es que acaso no te has dado cuenta de que siempre he querido tener algo contigo?, ¿de qué desde siempre he estado enamorada de ti?, si, si, desde que empezaste a pololear con mi hermana solo he querido estar contigo, pero ella siempre se lleva todo lo que yo quiero, todo”, y seguía ella tratando de introducirse el pene en la boca, mientras él se trataba de alejar, asustado, horrorizado de lo que escuchaba pues no podía creerlo.

“Vamos”, le dijo Felipe, “esto es una equivocación tuya, yo estoy enamorado de tu hermana y no puede ser”.

Él trataba de hacerla entrar en razón, pero ella estaba fuera de sí. Felipe no podía entender la situación, pues ella siempre se había mostrado irascible con él, así que en su interior pensaba que podía ser una trampa de la familia para indisponerle con su esposa. Y en eso estaba, cuando su esposa y el resto de la familia entraron en el baño y los encontraron en esta incómoda situación.

La esposa se queda mirando la escena, con la familia detrás de ella, y dándose vuelta sale, mientras Felipe soltándose de la hermana trata de correr detrás de ella, pero la familia, o sea el padre, le impide el paso. Felipe trata de zafarse de él, pero el padre mirándolo directo a los ojos le dice, “ella no quiere verte, aparecido, mugroso con título, así que déjala sola…”, Felipe se gira y puede ver a la hermana de su esposa riéndose por lo bajo, y la madre sonriendo por lo bajo. Lo habían engañado de la manera más baja, pero la situación era muy difícil de explicar.

La hermana sale corriendo del baño detrás de Mariluz, mientras los padres lo mantenían encerrado dentro del baño. Felipe mira a los padres y les dice furioso, “no puedo creer que hayan hecho esta bajeza, y quieran destruir la felicidad de esta familia solo por sus intenciones malévolas”.

Ellos lo miran displicentes, contestando irónicos, “tú nunca fuiste parte de esta familia, advenedizo, así que puedes volverte por donde viniste hijo de mala muerte, pues nuestra hija no volverá a mirarte, de eso nos encargaremos nosotros”.

Cuando Felipe logra salir de la habitación, puede ver que todos los amigos estaban parados afuera mirando lo que había sucedido, y la música se había detenido. El bajó al primer piso a tiempo de ver el carro de Mariluz despareciendo calle abajo. Detrás de él, los padres salieron y se marcharon sin decir nada más. Y no era necesario. Los amigos empezaron a marcharse de a poco sin decir palabra. Todos posiblemente convencidos de su mal actuar.

Pronto él se quedó solo en la casa con la gente del catering, que estaban limpiando y guardando la comida intacta de la fiesta, mientras lo miraban con pena. El tomó una botella de whisky y sentándose en la terraza empezó a beber. No se percató cuando quedo solo en la casa, pues ya estaba completamente borracho y dormido en una de las silla de la terraza.

Felipe y Mariluz se separaron y ella nunca quiso escuchar las explicaciones que él le pudiera dar. La familia impidió cualquier contacto directo con ella, así que él, al final, dolido además por la actitud de ella que ni siquiera le daba el beneficio de la duda, firmó los papeles del divorcio, y se dedicó exclusivamente a trabajar.

Al poco tiempo, como recompensa por su excelente trabajo, fue manado a la oficina principal en Texas, USA, y así dejo el país y los lugares donde él fue feliz con Mariluz.

No la había vuelto a ver, y dejó que sus abogados se encargaran de todo. Le trató de escribir unas cartas, pero todas volvieron a su remitente sin abrir, así que cansado, dolido, y entendiendo que no habría forma de entenderse con ella, partió dejando todo atrás.

Houston en Texas fue un lugar que logró después de mucho tiempo calmar su desesperanza, y le dio nuevos impulsos para seguir creciendo profesionalmente. Hizo contactos que lo ayudaron a conseguir un nuevo trabajo en una multinacional, y viajó a Europa donde se instaló en Milán, Italia, y allí conoció a Stephania, una bella muchacha original de Bruselas con la cual empezaron una relación que los llevo a viajar por todo el mundo.

Tomaron cruceros por el mediterráneo, pasaron bellas vacaciones en Grecia y Creta, se perdieron en compras en el mercado de Ankara, un lugar que parecía sacado de las mil y una noches. Pasearon por París, de noche, y se sentaron en la plaza de la bastilla a deleitarse comiendo caracoles y bebiendo vino mientras la música de los violines los transportaba a otras épocas.

Conoció a la familia de ella, y él, trajo a su familia de Chile para que todos se conocieran, especialmente a sus hijos que ya estaban grandes y bajo el cuidado de su madre, pero era hora que él asumiera su responsabilidad.

Al final, él y Stephania decidieron casarse, y así lo hicieron en una ceremonia muy íntima, con solo la familia y algunos amigos de ella, y después de una breve luna de miel en Tailandia, los dos volvieron a Milán y empezaron su vida juntos.

Los dos hijos de Felipe entraron al colegio y pronto se adaptaron a la vida en esta ciudad donde los negocios eran lo más importante.

Ella quedó embarazada y tuvieron una hija bellísima, como la madre, y los viajes a Bruselas a ver a los padres de ella eran frecuentes. O viceversa. Ellos viajaban a Milán y pasaban unos días que a veces se volvían viajes a Suiza, distante solo un par de horas de Milán.

Stephania estaba muy enamorada, y ambos llevaban una vida familiar que se extendía al resto de la familia chilena, quienes ahora viajaban muy seguido a visitar a los nietos.

Un día decidieron viajar a Chile de vacaciones, y prepararon las maletas, él quizás un poco preocupado pues había sido mucho tiempo desde que salió de allí y nunca más volvió; solo se enteraba de algunas cosas por boca de su padres.

De su primera mujer, no sabía nada pues ella no tenía contacto ni siquiera con los niños, que ya después de tantos años no preguntaban por ella; de Mariluz nunca quiso saber más pues salió muy herido de aquella relación, especialmente porque ella nunca quiso conversar con él y aclarar la situación acontecida el día de aquella barbacoa.

Los padres no la mencionaban, pues quizás ellos podían sentir el dolor profundo de él. Pero, aun así, Felipe estaba contento de regresar a Chile, su país, al cual siempre extraño.

Los lugares donde había vivido estos últimos años eran bellos y la gente lo trató muy bien, pero no era su patria, aquella misma que lo vio nacer pobre, que lo vio crecer esforzándose por mejorar, y la que pudo ver su caída y frustración de perder a Mariluz a la que había amado.

A la llegada de todos ellos al aeropuerto de Santiago, encontraron a los padres de él esperándolos. Vio el aeropuerto más grande, con más tienda y con mucho movimiento, y cuando salieron a la carretera, no podía creer la cantidad de vehículos, algunos muy elegantes que transitaban.

Cuando llegaron a la casa de sus padres, pudo ver una bella casa de ladrillo, con una cerca de hierro y un  jardín muy cuidado, donde Felipe reconoció la mano de su madre.

Los niños estaban felices y corrieron al patio donde se escuchaban los ladridos de un perro al que llamaban Larry. La casa no era muy amplia, pero si bastante cómoda, así que ellos se acomodaron en un cuarto, los niños en otro, y sus padres tenían la habitación matrimonial.

Ese día en la noche llegaron familiares a saludar, y algunos viejos amigos que se habían enterado del retorno de Felipe. Se destaparon algunas botellas de vino, se puso carne a la parrilla, y las cervezas abundaban, y en ese momento uno de los amigos le dijo, “supongo que sabrás algo de Mariluz, ¿no?”, y él negó con la cabeza sin decir palabra, pero el amigo siguió, “el padre falleció al poco tiempo de que ustedes se separaron, y la madre quedó en la ruina pues tenían muchas deudas”. Felipe no dijo nada, así que el amigo prosiguió, “la hermana se fue con un tipo que decía que era extranjero, que la embarazó y la abandonó, así que volvió a casa de la madre, y junto con Mariluz la ayudan a cuidar del bebe mientras ella trabaja en una tienda del centro comercial. Mariluz está de secretaria en la oficina de unos corredores de propiedades, y según lo que yo sé, pues un día me encontré con ella en la calle, la hermana y la madre le contaron la verdad sobre aquella barbacoa en tu casa, recuerdas?”.

El amigo miro a Felipe, y tomándolo del brazo, le dijo en un murmullo, “ella está muy arrepentida de no haberte escuchado, pero la familia le llenó la cabeza de tonteras en contra tuya, y creo que le gustaría verte solo para pedirte disculpas”.

Felipe miró al amigo, y tomando un sorbo de la botella de cerveza, se alejó sin decir palabra. El pasado que parecía tan lejano lo estaba cercando en un murmullo constante de lo que podría haber sido, claro, él no se arrepentía del camino tomado, pero siempre la duda lo perseguía, ¿“como hubiera sido si…?’.

Los días pasaron rápido, y estaban casi a punto de retornar a Milán, cuando un día al entrar a un supermercado, se encontró con Mariluz de frente. Ella se veía cansada, quizás un poco más degastada, no físicamente, pero sí emocionalmente.

Se miraron por unos segundos, y ella le saludó con una sonrisa; “hola, Felipe, cómo estas?”, y él, sin saber qué más decir, le contestó, “muy bien Mariluz, y tú, cómo estas?”.  Ella guardó un minuto de silencio, y luego le dijo: “tenía muchos deseos de verte desde que supe que estabas en Chile, aunque nunca supuse que sería en estas circunstancias, pero bueno, por favor no digas nada, déjame decir lo que debería haber dicho hace mucho; perdóname pues cometí el error más grande de mi vida. Mi hermana finalmente me confesó lo que aquel día sucedió, y después de la muerte de mi padre, mi madre me dijo todo lo que ellos habían hecho para separarnos, pero la verdad es que la culpable fui yo por no escucharte y creer”.

Felipe la miró con extrañeza, y le dijo muy suavemente, “siento que sea tarde ahora, Mariluz, y lamento que hayas visto mi inocencia cuando no hay nada que hacer, pues yo estuve muy enamorado de ti y nunca te fui infiel”.

"Yo lo sé, Felipe, ahora lo sé, -dijo ella- pero en aquel entonces era muy joven y no sabía lo que hacía o sentía, y me dejé engañar por el estúpido orgullo de mi familia”.

Felipe la miró detenidamente, y le contesóo con voz apesadumbrada, “ así es Mariluz, pero ya no hay nada que hacer, pues estoy muy enamorado de mi esposa, y tengo una maravillosa familia con la cual vivimos en Italia”. Y ella le dijo, “eso lo sé tambien, Felipe, solo quería que supieras la verdad; la mía. Y que sea muy feliz”.

Y dándose vuelta, se marchó dejando a Felipe solo en aquel pasillo de supermercado sin saber qué sentir. Pero solo había una decisión que tomar, y pagando lo comprado retornó al hogar de la familia y apenas entró, tomó a Stephanie en sus brazos y le dijo muy quedo al oído, “te amo más que nunca”.

 

Algún día

A

Carlos Boné Riquelme

Los primeros recuerdos que tengo de mi madre son confusos, bañados de una neblina que solo el tiempo y la distancia nos da.

La recuerdo alta, aunque ella nunca lo fue, pero desde mi casi metro de estatura, posiblemente ella era enorme, llena de vitalidad, de respuesta punzante y alegría sin freno.

Fueron tantos los momentos que compartimos, quizás no cercanos, pues mi madre no fue de cercanías, mas que eso, de horizontes plagados de distancias, que a veces semejaban intimidad.

Claro que tengo aun presentes los momentos en que me recostaba en su regazo, y sentía su mano volar por mis cabellos, casi ausente, con besos que me rozaron y que los mantuve en secreto para no compartir mis sueños.

Luego vino el tiempo de la rebeldía, de querer lo que ya era pasado; de pensar que la vida no es justa, y que no tenía lo que creía merecer.

Cuesta tanto llegar a la edad donde nos percatamos de que nada merecemos, solo lo que conseguimos a lomo de caballo salvaje; y siempre y cuando no te caigas de la silla, al primer salto de rodeo.

Hay que peinar canas, como dicen los antiguos, para saber que la vida nos entrega el trabajo sin hacer.

Que lo que creímos que era nuestro, solo era un préstamo, y solo en aquel momento, llegamos al punto de percatarnos, ya despejados de egoísmo, que la vida es lo que es, y la gente da lo que puede, cuando puede.

Eso es lo que llamamos madurez.

El empate de lo tuyo y lo mío, donde puedo volver a recordar risas y llantos y complementar las dos en una sola.

Pues mi madre no ha sido perfecta; pero yo tampoco.

Mi madre ha sido egoísta; y yo, tambien.

Mi madre ha regalado risas, y chistes a montón, y yo the dejado lo mío sobre el tablero.

No tenemos nada que regañarnos, o arrepentirnos. Estamos en el empate, o quizás, en un jaque mate.

Lo único que puedo hacer, es recordar los buenos momentos, y pensar que pudieron ser mejores si yo hubiera abierto mi corazón sin rencores.

Como no reír de aquellas caminatas por calles desconocidas, con un “condorito” en mis manos.

¿O de tantas cosas compartidas en el secreto de la consagración divina?

Hoy solo veo la despedida; el camino truncado, los arboles tapando mi distancia, mis ojos cubiertos de nubes, y mi corazón desgarrado por la culpa.

Quizás pude hacer más por ti, pero no lo hice.

No quiero excusarme, pero es que siempre te vi tan fuerte, tan llena de vida, completamente hinchada de vientos y tempestades, que no pude ver la realidad, si no solo mis sueños y pesadillas.

Tuvo que pasar todo este tiempo para poder abrir mis ojos y abrazarme a tu recuerdo.

Y me abrazo a tantos recuerdos, a tantos momentos, a tantas cercanías, y quizás, a tantas lejanías.

Te miro en tu delgadez, y quizás hoy, te sentirías orgullosa del peso perdido, pues mas de algún día te quejaste de sobrepeso.

Y te recuerdo caminando sobre la línea del tren camino al casino de Schwager.

O equilibrar la cartera, aquella llena de maquillaje y que hoy solo está vacía.

Te recuerdo sentada en una micro, rumbo a tu destino, con tus labios pintados, tu cabellera rubia y tus ojos azules que miraban un mundo que se venia encima.

Y nunca lo compartimos, pues tú y yo, teníamos mundos que diferían como las piedras de la cascada.

Te recuerdo con el plato en la mano, hablando de lo que no se ni me interesa, pero si puedo admirar tus labios moviéndose y quisiera amarrar aquellas palabras para que fueran solo mías.

Y hoy extraño los recuerdos, y lloro por el silencio. Por aquellos huesos desnudos que nos miran desde la distancia.

La pensión

L

Carlos Boné Riquelme

 

En algún momento en medio de los 60, perdimos la casa. O quizás, mi madre con su sueldo magro de funcionaria Municipal no pudo pagar los dividendos, y así, terminamos viviendo en una casa de pensión.

Pero esa primera experiencia de vivir en una casa de pensión fue, en vez de una traumática situación, una aventura increíble, llena de misterios y personajes que aún están grabados en mi memoria.

Parece increíble decirlo, pero algo que podría haber tenido rasgos trágicos de pérdida, lo cual ya había experimentado con la disolución de la familia, se transformó en una fantástica aventura.

La pensión estaba localizada en Freire entre Aníbal Pinto y Colocolo, en la ciudad sureña de chile, llamada Concepción. Al lado de esta vieja casa de aire señorial pero antigua, se abriría luego, el Restaurant “Yungay”.

El edifico de la pensión, consistía en dos casas, pegadas una a la otra, de corte muy antiguo, con fachada gris y ventanas enormes, de madera, que miraban a Freire. Desde esa ventana yo podía ver la “librería Esmeralda”, donde compre muchos lápices y cuadernos, quedando grabado en mi memoria olfativa el olor a papel que flotaba en el aire, junto a un polvo dorado que se veía a la contraluz de las dos puertas del local.

El mostrados era largo y abarcaba toda la pared contraria a las puertas; las estanterías estaban llenas de artículos que parecían llamar a los compradores, y atraerlos hacia sus secretos escondidos entre paginas cuadriculadas, y frascos de oscura tinta.

El dueño y las dependientas, creo que eran dos, se vestían con guardapolvos, de esos café, hechos de un material grueso llamado “corduroy” que puede durar el tiempo que duran los recuerdos, y aún más.

Pero la pensión nuestra estaba en un segundo piso. Había que tirar de un cordón largo que llegaba al final de la escala, allá arriba, amarrado a una campanilla que hacía las veces de timbre. Y cuando sonaba, alguien corría a abrir la puerta, la cual tenía otro cordón que bajaba, y que, al ser tirado desde arriba, abría la puerta sin tener que bajar las largas escalas de madera. Era la tecnología del siglo veinte.

La dueña era una maravillosa mujer, a la que con el tiempo aprendí a querer; al igual que a las hijas y al hijo con los cuales compartí tantas tardes y días bellos. Mas que pensión, fue como encontrar una familia que, hasta hoy en día, cuando las veo, nos abrazamos con cariño.

La dueña de este mágico lugar, se llamaba Norma Espinoza, y era rubia, de piel muy blanca, y pelo de color rubio, algo regordeta, pero exudaba esa calidez que se pronunciaba desde su voz ronca y sus brazos que se extendían para dar órdenes alrededor de la casa.

Las hijas eran dos, Bencha y la Patricia. Las dos muy diferente, pues Patricia era exuberante, de caderas amplias, y bellas piernas con un cabello largo que le acariciaba la espalda y una voz algo meliflua debido a una operación de nariz.

La otra, Bencha, era bella de cara, algo subida de peso, pero con carisma fantástico a la cual yo me sentí atraído inmediatamente. Su risa y su alegría se expandía por toda la casa. Yo y ella, a pesar de la diferencia de edad, nos hicimos compinches y mi cariño por ella era sin barrera. Hasta hoy.

El hermano se llamaba Hugo, algo maceteado, robusto, de rostro redondo, pero muy agradable y divertido.

También la madre, la Sra., Norma, había adoptado a una muchacha delgadita, nerviosa, de cabellos enrulados y hermosos ojos negros llamada Carmen, con la cual, pues era de mi edad, hicimos amistad instantánea y corrimos por aquella casa jugando junto a las otras nietas llamadas Verónica, Yasmin y Karim, el nieto, y pasando días y tardes de increíble calor humano.

La casa tenía una habitación al frente de la escala, con ventanas de vidrios, la cual era amplia y donde dormían Bencha, Paty y Carmen.

Al lado de la escalera y mirando hacia Freire estaba la habitación que compartimos con mi madre. La pieza era grande, y teníamos una mesa con dos sillas, la cual nunca usamos mucho. Pero al medio de las camas estaba nuestra única y más querida posesión que nos seguía desde nuestra estadía en la ciudad de Curicó; un mueble de música con radio y tocadiscos que era mi escape junto a la lectura y la entrada a la adolescente sensación del amor.

Tambien tenia un hoyo en la pared desde donde se colaba de cuando en vez una rata a la que nunca vi, pero si escuché en sus rápidas excursiones, especialmente durante la noche. Yo dormía aterrado pensado que ella podía saltar a mi cama, e inventaba innumerables estrategias para evitarlo, derramando colonia alrededor de mi lecho, o desparramando pasta dental, que por alguna razón mágica, yo creía que ahuyentaría a la invitada no deseada.

Lo que nunca hic, fue usar veneno, o decirle este secreto mío, mío y de la rata, a mi madre que les tenía terror.

Al fondo se encontraba la habitación de la Sra. Norma, y al lado, el baño, que era de aquellos antiguos, con bañera de esas con patas, y donde el agua se calentaba con un calentador de aquellos a alcohol de “quemar”, un líquido rojo que siempre me pareció sospechoso, y el cual era depositado abriendo la parte baja del quemador; luego se prendía en la parte superior con una cerilla. Eso te daba quizás 10 minutos de agua tibia.

El baño también tenía una ventana trasera que daba como aun pequeño tejado que comunicaba a la casa de al lado donde vivía uno de mis grandes amigos de aquella época, Alexis Aspee.

Alexis tenía dos hermanas, Estrellita y creo que la otra, la más pequeña se llamaba Alicia, no estoy seguro. Los padres de Alexis eran, el muy delgado, creo que trabajaba en Huachipato la famosa refinadora de acero, de un fino bigote y modales muy cortantes pero amistoso.

Ella, alta, algo maciza, pero con una amplia y cálida sonrisa la cual siempre se abrió con cariño hacia mí.

La pensión tenía un largo pasillo, lleno de ventanales con vidrios que miraban hacia la parte trasera de negocios y casa aledañas, y que pasaba por una pequeña sala que tenía dos sillones y un gran ropero de aquellos con espejo con un tope de curvas maderas que le daban un toque “rococó”.

En esa sala había dos pequeñas habitaciones, una de las cuales era de Hugo. Luego venia el pasillo, el cual ya acabo describir, donde pegadas a la pared estaban unas mesas que hacían de comedor.

Existían, además, dos habitaciones, una de las cuales era ocupada por la madre de la Sra. Norma. Ella era una viejita de espalda curvada que vestía con un lago abrigo gris de lana tejida, y se amarraba el cabello blanco y largo que se acomodaba en la parte alte de su cabeza. Tenía la boca marchita y sin dientes, pero usaba una placa y los ojos eran de un azul, pálido, detrás de los espejuelos.

Al final del pasillo, había un cuarto donde dormía Alicia, la empleada de servicio. Luego vendría otra empleada llamada Berta. Y estaba la cocina grande de color verde oscuro, con grandes ventanas, pero oscura, con los platos y ollas repartidos encima de mesones.

La Sra. María, que era la cocinera, y la que mandaba en este reino de sartenes, tenía un hijo llamado Armando con el cual, siendo de mi edad, hicimos buenas migas y fue mi compañero de “Tacataca” en el negocio de Don Ismael Jasma que estaba localizado en Aníbal Pinto, casi al lado del “Emporio Alemán”, que, en aquel entonces, compartía local con “Saure”, la pastelería de los tan recordados hermanos.

Mas tarde, en los 80, quizás, el Sr. Jasma abrió otro local de juego y lotería en el subterráneo del edificio de la esquina de Aníbal Pinto y Barros Arana.

Recuerdo a Don Ismael como un hombre bajo de estatura, canoso, pero con gran personalidad, siempre sentado en la caja de los “Flipper”, como llamábamos a ese local de Aníbal Pinto.

Tambien allí conocí al hijo, que en aquella época era alrededor de mi edad, y con el cual creo haber conversado algunas veces.

Se salía de ese local para ver al “Mocambo” con ese grupo de amigos parados en la puerta, entre los cuales se encontraba a veces a Jorge Verdugo, Jorge Torress, y que luego se harían asiduos al “Nuria”, local que se abrió en pleno centro y que además tenía un comedor que era escenario de reuniones nocturnas que se daban después que las cortinas se bajaban.

Pero en la pensión de la Sra. Norma creo haber tenido una vida interesante que dio pábulo a a mi imaginación, y donde conocí a tanto personaje con los cuales hoy alimento mi propia historia.

Muchos años más tarde, me encontraría con Bencha nuevamente, que conservaba esa alegría juvenil de siempre, y con ella reestablecimos la relación de amistad que se extendió durante los días que viví en Concepción.

Creo que hasta hoy.

La diagonal y sus horizontales

L

Carlos Boné Riquelme

Mi madre me despertó temprano en la mañana avisándome que ese día iríamos al casino de Shwager.

Esta era una aventura muy esperada, pues el casino de Lota-Shwager estaba junto al mar, y era un edificio de líneas clásicas, blanco como se espera de algo clásico, y tenía unos bellos comedores atendidos por un impecable personal y el “plus”, era la piscina de aguas de mar con un verde pasto que la circundaba.
Lucho Tapia, el amigo de mi madre, nos recogería temprano para trasladarnos en el bus de la línea que corría hacia Lota, hasta el punto desde donde caminábamos siguiendo el curso de una línea de tren ya en desuso, rodeados de un bosque de altos y verdes árboles, hasta llegar al camino costero que nos dirigía a la puerta de este bello casino.

Para mí, esta era una aventura que me llevaba a encontrarme con varios de mis amigos, hijos de familias de estas ciudades, alguno hijos de ejecutivos de la gran compañía minera ENACAR.

Lucho Tapia era bajo, de pelo negro, con un gran bigote que resbalaba por su labio superior hasta cubrir el inferior, y tenía un gran sentido del humor.

Lucho fue un gran apoyo para mí en aquellos años que me sentía abandonado de padre, y aunque el no reemplazaba la figura paternal, fue una gran compañía para mí y me trato con gran cariño, aunque no recuerdo en esos cortos anos, cual exactamente era la visión que yo tenía de su relación con mi madre.

Creo no haberlo cuestionado, pues a pesar de mi edad yo imaginaba que esto era algo en lo cual no debía entrometerme, y solo disfrutar de los beneficios emocionales que me daba.

Y así fue. Nunca hice preguntas, ni tampoco cuestioné a mi madre en su devenir de separada en una relación que no era justamente la ideal.

Asi, llegamos al casino donde Lucho era conocido y bien venido, y donde no recuerdo si alguien, muchos de los cuales conocían a mi madre pues mi abuelo era abogado del sindicato de las minas.

Mi abuelo, además, fue hijo de un médico cirujano que vivió en coronel, especialmente durante la revolución del 91 y que fue un reconocido balmacedista; y todas las familias antiguas de la zona tenían relaciones muy cercanas y recordaban el pasado como si fuera presente.

Nosotros con mi madre visitábamos a muchas de estas familias en coronel, y la relación era estrecha, así que posiblemente esta situación con Luis Tapia era conocida y posiblemente comentada, pero no recuerdo haber sido exonerado de los grupos de amigos por esta circunstancia.

Asi que vivíamos en un limbo donde todos sabían, pero nadie decía nada, y la vida se mantenía serena y sin mayores complicaciones.

Mi madre, por lo demás, era una mujer de carácter fuerte e independiente y a pesar de la gran oposición de mis abuelos a muchas de sus decisiones que ellos consideraban desafortunadas, ella se mantuvo en su propia línea de actuación sin dejar que ellos influyeran en sus decisiones.

Una de las pocas consecuencias de sus actos, fue que mi abuelo corto el apoyo económico que nos mantuvo a flote por mucho tiempo después de la partida de mi padre, y tuvimos que mudarnos de ese bello y confortable apartamento de la diagonal, a un pequeño e incómodo lugar en Castellón con Las Heras.

Y no es que a mí me hubiera importado mucho, pues allí tuve algunos amigos, incluyendo a mi gran compañero al que aún recuerdo, llamado Hans Wolf, del cual nunca he vuelto a saber.

Hans era un gringo rubio, tranquilo, y vivía en Castellón con Rozas, creo, y nuestra amistad se estrechó por aquel tiempo, visitándonos muy a menudo.

Pero volviendo a la historia de Shwager, llegamos al casino y nos acomodamos en la piscina aun vacía pues a pesar de ser domingo, los habituales aun no llegaban.

Poco a poco, el lugar comenzó a llenarse, y mucha gente se acercó a saludar, mientras yo con los amigos salíamos a correr por los alrededores, incluyendo la playa y algunos roquerios cercanos.

Creo recordar que la playa era de arenas negras, cosa que nunca llamo mi atención, aunque si, admiraba a las gaviotas de pecho blanco y alas negras terminadas en punta que se mecían en lo alto como volantines de pico rosado y listo para hundirse en estas frías aguas y recoger su pesca.

Tantas veces quede embelesado mirando el actuar de estas aves, las cuales en grupo circundaban espacios en el cielo sin perder de vista el movimiento del mar.

Mis amigos me gritaban para que yo saliera de ese estado casi catatónico que me inspiraban tanto las aves, como el movimiento lento de las olas que acariciaban la playa.

Y corríamos nuevamente por las colinas suaves, alrededor de muchas bellas casas que circundaban el casino que se erigía elegante, casi ideal, mirando hacia un horizonte plagado de misterios.

A veces, el cielo se cubría de nubes negras que soltaban rayos que iluminaban discretamente la lejanía, dejándonos incrédulos y asustados con el retumbar de los truenos que anunciaban la lluvia fría que nos empaparía.

Volvemos al casino donde el comedor esta iluminado con sus lámparas de múltiples lagrimas que reflejan colores e imágenes que se multiplican y se muestran en los grandes espejos de marcos dorados.

Sentados a la mesa de mantel blanco y jarrones de cristal, pedimos la comida del día, y alguna botella de vino oscuro nos acompaña, mientras las conversaciones se multiplican alrededor.

La lluvia cae dejando lagrimones en las ventanas, y oscureciendo el paisaje que se muestra distorsionado desde adentro, pero una suave música ambiental, quizás Bert Kempfer, acompaña las papas doradas cubiertas de cilantro, y el biftec que oscuro, con aristas quemadas en la parrilla, reposa en medio de una cama de lechugas verdes.

Al medio de la mesa, las alcuzas de aceite y vinagre, y los típicos potes de sal y pimienta que pequeños en comparación con los primos de figuras más elegantes, reposan listos para aderezar la ensalada.

Los mozos se mueven atentos al llamado de los comensales, y el ruido de descorchar botellas, y del sonido del líquido siendo vertido en las copas en medio de risas, apaga un poco la música.

Los recuerdos se diluyen en medio de días como este, los cuales compartí con Lucho Tapia, muchas veces él y yo solos, cuando el me pedía que lo acompañara a hacer alguna entrevista, pues él fue periodista del diario La Patria, de Concepción.

Nunca me pregunte si él tenía hijos propios, pues parecía ansioso de ser algo más que el simple amigo de la mama.

Y así, el me trataba con cariño, cariño que en aquellos tiempos fueron un bálsamo en medio de la sensación de abandono que la partida de mi padre me dejo.

Mañanas de soledad

M

Carlos Boné Riquelme

 

Temprano en la mañana caminaba desde mi pensión hasta el parque ecuador, a veces sintiendo la garua fresca, que junto al viento que soplaba desde el mar, me acariciaba el rostro dejando una sensación de limpieza.

El parque aun solitario, me saludaba desde sus árboles centenarios, con aquellos caminos de barro oscuro que perfilaba las viejas casona que se alineaban en algunos puntos de él.

Escuchaba el crujir de la tierra que se apisonaba debajo de mis zapatos, y podía ver las copas desnudas de los árboles extendiendo sus ramas a lo alto, como pidiendo clemencia al invierno duro.

Mis ojos se nublaban de emoción al ver el cielo gris fundirse con el cerro caracol y mis pasos me encaminaban inexorablemente hacia lo alto de sus suaves curvas.

El olor de la tierra, de las frescas hojas dormidas mezclándose con el barro que blandamente se hundía debajo de mis pies, hacía que de mis ojos salieran surcos salados que se amalgamaban ciegamente con el viento frío que de a poco me envolvía en sus alturas.

Y no es que fueran altas las curvaturas dormidas de mi cerro querido, pero si eran altos los pensamientos que giraban como remolinos hasta perderse allá lejos, casi en la punta de aquella torre metálica que traía señales a los hogares dormidos.

Me perdía entre árboles y hojarasca, olvidando el mundo que existía a lo lejos, para solo sentir el rumor quieto de los insectos y sus conversaciones con las aves que friolentas extendían sus pequeñas alas para sacudir el rocío.

Fue temprano en la mañana cuando viví tantas y tantas emociones que en mi adolescencia transparentaban la madurez que me acechaba, y a la cual no quería abrazar.

Solo deseaba llorar dormido, quizás reír sin razón, correr entre las plantas y flores que marchitas me dejaban escapar por un momento.

Fueron los últimos días de mi vida, lo demás solo ha sido una repetición, un eco de lo ya aprendido en aquellas solitarias mañanas en el parque.

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