La pensión

L

Carlos Boné Riquelme

 

En algún momento en medio de los 60, perdimos la casa. O quizás, mi madre con su sueldo magro de funcionaria Municipal no pudo pagar los dividendos, y así, terminamos viviendo en una casa de pensión.

Pero esa primera experiencia de vivir en una casa de pensión fue, en vez de una traumática situación, una aventura increíble, llena de misterios y personajes que aún están grabados en mi memoria.

Parece increíble decirlo, pero algo que podría haber tenido rasgos trágicos de pérdida, lo cual ya había experimentado con la disolución de la familia, se transformó en una fantástica aventura.

La pensión estaba localizada en Freire entre Aníbal Pinto y Colocolo, en la ciudad sureña de chile, llamada Concepción. Al lado de esta vieja casa de aire señorial pero antigua, se abriría luego, el Restaurant “Yungay”.

El edifico de la pensión, consistía en dos casas, pegadas una a la otra, de corte muy antiguo, con fachada gris y ventanas enormes, de madera, que miraban a Freire. Desde esa ventana yo podía ver la “librería Esmeralda”, donde compre muchos lápices y cuadernos, quedando grabado en mi memoria olfativa el olor a papel que flotaba en el aire, junto a un polvo dorado que se veía a la contraluz de las dos puertas del local.

El mostrados era largo y abarcaba toda la pared contraria a las puertas; las estanterías estaban llenas de artículos que parecían llamar a los compradores, y atraerlos hacia sus secretos escondidos entre paginas cuadriculadas, y frascos de oscura tinta.

El dueño y las dependientas, creo que eran dos, se vestían con guardapolvos, de esos café, hechos de un material grueso llamado “corduroy” que puede durar el tiempo que duran los recuerdos, y aún más.

Pero la pensión nuestra estaba en un segundo piso. Había que tirar de un cordón largo que llegaba al final de la escala, allá arriba, amarrado a una campanilla que hacía las veces de timbre. Y cuando sonaba, alguien corría a abrir la puerta, la cual tenía otro cordón que bajaba, y que, al ser tirado desde arriba, abría la puerta sin tener que bajar las largas escalas de madera. Era la tecnología del siglo veinte.

La dueña era una maravillosa mujer, a la que con el tiempo aprendí a querer; al igual que a las hijas y al hijo con los cuales compartí tantas tardes y días bellos. Mas que pensión, fue como encontrar una familia que, hasta hoy en día, cuando las veo, nos abrazamos con cariño.

La dueña de este mágico lugar, se llamaba Norma Espinoza, y era rubia, de piel muy blanca, y pelo de color rubio, algo regordeta, pero exudaba esa calidez que se pronunciaba desde su voz ronca y sus brazos que se extendían para dar órdenes alrededor de la casa.

Las hijas eran dos, Bencha y la Patricia. Las dos muy diferente, pues Patricia era exuberante, de caderas amplias, y bellas piernas con un cabello largo que le acariciaba la espalda y una voz algo meliflua debido a una operación de nariz.

La otra, Bencha, era bella de cara, algo subida de peso, pero con carisma fantástico a la cual yo me sentí atraído inmediatamente. Su risa y su alegría se expandía por toda la casa. Yo y ella, a pesar de la diferencia de edad, nos hicimos compinches y mi cariño por ella era sin barrera. Hasta hoy.

El hermano se llamaba Hugo, algo maceteado, robusto, de rostro redondo, pero muy agradable y divertido.

También la madre, la Sra., Norma, había adoptado a una muchacha delgadita, nerviosa, de cabellos enrulados y hermosos ojos negros llamada Carmen, con la cual, pues era de mi edad, hicimos amistad instantánea y corrimos por aquella casa jugando junto a las otras nietas llamadas Verónica, Yasmin y Karim, el nieto, y pasando días y tardes de increíble calor humano.

La casa tenía una habitación al frente de la escala, con ventanas de vidrios, la cual era amplia y donde dormían Bencha, Paty y Carmen.

Al lado de la escalera y mirando hacia Freire estaba la habitación que compartimos con mi madre. La pieza era grande, y teníamos una mesa con dos sillas, la cual nunca usamos mucho. Pero al medio de las camas estaba nuestra única y más querida posesión que nos seguía desde nuestra estadía en la ciudad de Curicó; un mueble de música con radio y tocadiscos que era mi escape junto a la lectura y la entrada a la adolescente sensación del amor.

Tambien tenia un hoyo en la pared desde donde se colaba de cuando en vez una rata a la que nunca vi, pero si escuché en sus rápidas excursiones, especialmente durante la noche. Yo dormía aterrado pensado que ella podía saltar a mi cama, e inventaba innumerables estrategias para evitarlo, derramando colonia alrededor de mi lecho, o desparramando pasta dental, que por alguna razón mágica, yo creía que ahuyentaría a la invitada no deseada.

Lo que nunca hic, fue usar veneno, o decirle este secreto mío, mío y de la rata, a mi madre que les tenía terror.

Al fondo se encontraba la habitación de la Sra. Norma, y al lado, el baño, que era de aquellos antiguos, con bañera de esas con patas, y donde el agua se calentaba con un calentador de aquellos a alcohol de “quemar”, un líquido rojo que siempre me pareció sospechoso, y el cual era depositado abriendo la parte baja del quemador; luego se prendía en la parte superior con una cerilla. Eso te daba quizás 10 minutos de agua tibia.

El baño también tenía una ventana trasera que daba como aun pequeño tejado que comunicaba a la casa de al lado donde vivía uno de mis grandes amigos de aquella época, Alexis Aspee.

Alexis tenía dos hermanas, Estrellita y creo que la otra, la más pequeña se llamaba Alicia, no estoy seguro. Los padres de Alexis eran, el muy delgado, creo que trabajaba en Huachipato la famosa refinadora de acero, de un fino bigote y modales muy cortantes pero amistoso.

Ella, alta, algo maciza, pero con una amplia y cálida sonrisa la cual siempre se abrió con cariño hacia mí.

La pensión tenía un largo pasillo, lleno de ventanales con vidrios que miraban hacia la parte trasera de negocios y casa aledañas, y que pasaba por una pequeña sala que tenía dos sillones y un gran ropero de aquellos con espejo con un tope de curvas maderas que le daban un toque “rococó”.

En esa sala había dos pequeñas habitaciones, una de las cuales era de Hugo. Luego venia el pasillo, el cual ya acabo describir, donde pegadas a la pared estaban unas mesas que hacían de comedor.

Existían, además, dos habitaciones, una de las cuales era ocupada por la madre de la Sra. Norma. Ella era una viejita de espalda curvada que vestía con un lago abrigo gris de lana tejida, y se amarraba el cabello blanco y largo que se acomodaba en la parte alte de su cabeza. Tenía la boca marchita y sin dientes, pero usaba una placa y los ojos eran de un azul, pálido, detrás de los espejuelos.

Al final del pasillo, había un cuarto donde dormía Alicia, la empleada de servicio. Luego vendría otra empleada llamada Berta. Y estaba la cocina grande de color verde oscuro, con grandes ventanas, pero oscura, con los platos y ollas repartidos encima de mesones.

La Sra. María, que era la cocinera, y la que mandaba en este reino de sartenes, tenía un hijo llamado Armando con el cual, siendo de mi edad, hicimos buenas migas y fue mi compañero de “Tacataca” en el negocio de Don Ismael Jasma que estaba localizado en Aníbal Pinto, casi al lado del “Emporio Alemán”, que, en aquel entonces, compartía local con “Saure”, la pastelería de los tan recordados hermanos.

Mas tarde, en los 80, quizás, el Sr. Jasma abrió otro local de juego y lotería en el subterráneo del edificio de la esquina de Aníbal Pinto y Barros Arana.

Recuerdo a Don Ismael como un hombre bajo de estatura, canoso, pero con gran personalidad, siempre sentado en la caja de los “Flipper”, como llamábamos a ese local de Aníbal Pinto.

Tambien allí conocí al hijo, que en aquella época era alrededor de mi edad, y con el cual creo haber conversado algunas veces.

Se salía de ese local para ver al “Mocambo” con ese grupo de amigos parados en la puerta, entre los cuales se encontraba a veces a Jorge Verdugo, Jorge Torress, y que luego se harían asiduos al “Nuria”, local que se abrió en pleno centro y que además tenía un comedor que era escenario de reuniones nocturnas que se daban después que las cortinas se bajaban.

Pero en la pensión de la Sra. Norma creo haber tenido una vida interesante que dio pábulo a a mi imaginación, y donde conocí a tanto personaje con los cuales hoy alimento mi propia historia.

Muchos años más tarde, me encontraría con Bencha nuevamente, que conservaba esa alegría juvenil de siempre, y con ella reestablecimos la relación de amistad que se extendió durante los días que viví en Concepción.

Creo que hasta hoy.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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