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La vieja Alda

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Silvia C.S.P. Martinson

Ella era vieja. Tan vieja que ya no se podían contar las arrugas en su rostro. Tampoco ella se acordaba con certeza en qué año había venido al mundo y, en verdad, cuántos años tenía.

Vivía en un pueblo antiguo cerca de la gran ciudad, donde habitaba en una casa tan antigua como ella, pero bien conservada y con cierto confort. No le faltaba nada. En el pueblo, todos la conocían y la respetaban. La llamaban la vieja Alda, que cuando se pronunciaba sonaba de una forma extraña porque era dicho en voz baja, de manera circunspecta por quien lo pronunciaba, casi como una reverencia a un santo.

La vieja Alda había nacido en este pueblo, se había criado, casado y también allí había perdido a todos los de su familia, su marido e hijos, en un fatal accidente de coche donde solo ella sobrevivió. Esto pasó hace muchos y muchos años. A ella solo le quedaron los buenos recuerdos y la gran capacidad que tenía para comprender la vida y superar los momentos duros y tristes que a todos nos ocurren.

Alda sabía lo que iba a pasar, ella lo había previsto. Sin embargo, nada pudo hacer para evitarlo. El Destino en toda su fuerza se impuso a todas las oraciones y peticiones que ella hizo para que tal cosa no sucediera. Su dolor fue enorme, sin embargo, con el paso de los años y gracias al trabajo que ejercía junto a la comunidad, la tristeza de la ausencia se suavizó y dio lugar a lo que realmente importaba: los dones que la vieja Alda traía consigo.

Sí, dones. Alda traía el raro don que acaece a algunas personas sin que se sepa ni por qué, ni por qué no. Ella preveía los acontecimientos, fueran buenos o malos. La gente del pueblo la conocía y respetaba por su capacidad de adivinar. Era común que llamaran a su puerta para consultarla sobre sus vidas, sus anhelos, sus perspectivas y sus dudas. Ella atendía a todos con la misma amabilidad de siempre y les dedicaba el tiempo que les pareciera necesario para que, al salir de su casa, estuvieran más confiados y tranquilos. No aceptaba regalos y mucho menos dinero a cambio de sus consejos. No tenía necesidad de esto.

El marido de Alda, al morir, le dejó una pensión mensual razonable que le permitía vivir con algo de confort y no depender de la ayuda de otras personas, mucho menos recibir dinero por ejercer su don en beneficio de los demás. El propio cura del pueblo la respetaba y nunca hizo ningún comentario despectivo sobre ella, en parte porque hacía algunos años ella había previsto la muerte de su hermano en un accidente de avión, preparándolo psicológicamente para la pérdida que iba a sufrir.

A un residente de la localidad, muy pobre, ella le dijo: "Muy pronto te convertirás en un hombre muy rico." Y así sucedió: él compró un billete de lotería que fue premiado con el mayor valor de dinero de aquel entonces. El hombre hasta hoy le agradece en pensamiento y también destina donaciones a entidades de caridad que visten y alimentan a los pobres. Este fue un consejo que ella le dio en aquel entonces.

A una joven le predijo que en su vida aparecería, viniendo de tierras lejanas, un hombre del que se enamoraría y vendría con él a casarse, y también que tendrían tres hijos; una niña y dos chicos, siendo que la chica nacería después del primer hijo varón. Predijo además que esta niña se convertiría en médica y ayudaría a salvar vidas en una guerra que sucedería en un lugar distante de allí. Esto realmente sucedió.

Los niños la adoraban porque por las tardes ella se sentaba en un banco de la plazuela que allí había y, rodeada por los pequeños, se quedaba horas contándoles historias bonitas, donde los ángeles y los espíritus buenos, en los que creía, hacían que ellos crecieran, fueran felices y alcanzaran la madurez comprendiendo todo y agradecidos admiraran cuán hermoso es vivir.

La vieja Alda vivió muchos, muchos años. Un día desapareció y nunca más fue vista en aquel pueblo. Sin embargo, aquellos que la amaban, en una noche límpida y serena, vieron aparecer en el cielo una nueva y brillante estrella. Y sin saberlo, todos se emocionaron.

 

La curiosidad y el aprendizaje

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Celso Gonzaga Porto

Traducido al español por José Manuel Lusilla

El padre entra en el cuarto y se da cuenta de que su hijo, a pesar de tener un libro abierto sobre la mesa de estudios, tiene la mirada perdida en la distancia. La observación es obvia:

— "De nada sirve tener el libro abierto y la mente perdida en los juegos."

— "Estoy justamente reflexionando sobre lo que estoy estudiando. Es la Biblia. Estoy investigando para un trabajo de las clases de Religión."

— "Pues bien. Entonces continúa el estudio. No quiero molestar. Si puedo ayudar..."

— "Papá. Tú y mamá asisten a la iglesia desde hace años. Participan en todas las actividades, incluso en las reuniones quincenales donde las parejas se reúnen para el estudio de la Biblia, ¿verdad?"

— "Correcto. Tu madre y yo llevamos casi diez años participando en estos estudios."

— "Entonces ayúdame a entender una cosa. La Biblia dice que el origen de la humanidad está en la primera pareja que Dios hizo, creando al hombre de un muñeco de barro y a la mujer de una costilla del hombre, ¿verdad?"

— "Correcto. La humanidad surge de Adán y Eva. ¿Tienes alguna duda?"

— "Pues bien, papá. Aquí dice que Adán y Eva tuvieron dos hijos varones. Para que surgieran más seres a partir de ellos, una de dos cosas tuvo que suceder: o los hijos tuvieron relaciones con la madre o uno de los dos era hermafrodita."

— "Bueno... hay cosas un poco complicadas..."

— "Hay otra complicación aún mayor. No solo la religión, como es el caso de la nuestra, sino también la ciencia, condenan la relación entre hermanos y, peor aún, entre hijo y madre."

— "Bueno... es... es... es..."

— "El padre de un amiguito me explicó el otro día que, en realidad, la Biblia no lo dice, pero Adán y Eva tuvieron otros hijos, incluso mujeres. Pero el problema continúa. Si en el origen hubiera sido normal la relación entre hermanos, no habría razón para prohibirla más tarde. Otro amiguito dijo que, según su padre, habría otra comunidad de personas en un lugar cercano donde vivía la familia de Adán y fueron esas dos comunidades las que se unieron, dando origen a la humanidad. Lo que mi amiguito no supo responderme fue cuando le planteé la cuestión de que, si había otra comunidad, el origen no podría atribuirse solo a Adán y Eva. ¿Qué explicación tendrías para esto?"

— "Bueno... creo que es necesario investigar un poco más."

— "Mira, papá, hay otros detalles que me están haciendo pensar. Hay un pasaje aquí en el que Jesús le dice a Tomás: «Felices los que creen y no ven». Eso tampoco me parece real que haya sucedido."

— "¿Por qué?"

— "Porque Jesús, según se cuenta, era un ser bastante evolucionado para la época. Ya debería saber entonces lo que sabemos hoy, que la duda es lo que impulsa el conocimiento y la evolución. Pienso que él jamás dejaría para la historia una frase que contradice este principio elemental, aún más previendo que la humanidad se basaría más tarde en sus palabras y sus conceptos. ¿Qué te parece?"

— "Bueno... creo que necesito estudiar mejor la Biblia."

— "Claro, papá. En realidad, nadie estudia la Biblia. Las personas memorizan el contenido escrito en ella y lo asimilan como verdades porque tienen miedo de cuestionar y ser condenados. Las religiones asustan para eso. En realidad, para estudiar algo literalmente, es necesario ir poniendo en duda las cosas que se nos presentan, intentando siempre buscar una explicación lógica. ¿Qué te parece si en la conclusión de mi trabajo presentara el contenido de esta conversación nuestra?"

— "No te lo aconsejo, hijo."

— "¿Por qué, papá?"

— "Seguramente tu nota sería cero."

La burra

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Carlos Bone Riquelme

Así apodamos a una camioneta GMC que la compañía Miss Clairol le entregó a mi padre en 1960. Él era distribuidor de esa empresa, y el vehículo era grande, con la parte trasera cubierta y de color gris. Quizás por su tamaño, fuerza y capacidad de carga, mi padre le dio este cariñoso nombre: la burra.

La familia estaba residiendo en Curicó en aquellos días, cuando mi padre fue contratado por esta compañía de productos de belleza, que estaba localizada en Santiago.

Curicó era una ciudad pequeña, muy tranquila y bella. No recuerdo las razones de nuestra llegada, aunque sí recuerdo haber acompañado a mi padre a una entrevista de trabajo en Santiago. Sin embargo, mis recuerdos son muy vagos.

En Curicó pasamos momentos muy gratos y conocimos a gente de mucho carácter y personalidad. Yo tenía aproximadamente seis años en aquel tiempo, y mi hermana Liliana —pues María Eugenia ya había desaparecido de nuestras vidas sin dejar rastro— era una bella adolescente que concitó la atención de los jovencitos más avispados de la ciudad.

De nuestra llegada a Curicó, solo recuerdo el viaje en tren desde Santiago hasta la provinciana estación sitiada por vendedores de productos típicos, como las tortas curicanas. Estas se entregaban envueltas en un papel similar a los llamados papel mantequilla, pero de colores azules y anaranjados.

Salimos de la estación y nos refugiamos en un hostal llamado Hostal Curicó, localizado en la calle Estado y Maipú. El edificio hace mucho que desapareció, pero estaba a unas cuadras de donde fue nuestra primera casa, en la calle Estado.

El hostal tenía tres pisos, y en el medio existía un comedor que se podía ver desde las puertas de las habitaciones, pues asemejaba un patio al que adaptaron poniendo mesas cubiertas con manteles de plástico. El lugar estaba pintado de un color verde oscuro, lo que hacía que se viera algo apagado. Los manteles eran de cuadrículas rojas y blancas.

Nunca lo he olvidado, ya que esta fue mi primera impresión de la ciudad que sería nuestro hogar por algún tiempo.

Cuando nos mudamos a la casa que mi padre rentó, la impresión no mejoró mucho, ya que eran dos inmensas casas, muy viejas, ambas de madera y pegadas la una a la otra. En una, en el primer piso, vivían los dueños, y la segunda, localizada en los altos, sería donde viviríamos nosotros. Esta casa tenía una larga escalera que conducía al segundo piso y que daba a un salón inmenso, todo en madera. Los pisos eran de tablas largas y enceradas, con los cuartos separados por unos ventanales de vidrio y un enorme pasillo que llegaba desde la sala a un tétrico y gran cuarto, o más bien dicho, una bodega oscura, con una enorme pila de madera que llegaba casi hasta el techo. Más allá, una puerta conducía a la cocina.

Por alguna razón, no tengo recuerdos claros de la cocina, aunque estaba conectada al comedor, el cual no era muy grande y estaba pintado de un verde fuerte, y por otra puerta, al salón de entrada.

Recuerdo claramente que no poseíamos muchos muebles. Los pocos que teníamos, entre los cuales se contaban un par de sillones, las camas y la mesa del comedor con sus correspondientes sillas, no alcanzaban a llenar el lugar, que seguía viéndose vacío.

El pasillo me aterrorizaba, al igual que esa enorme bodega llena de maderas negras, de las cuales nunca supe su uso. Pero cuando pasaba por ese lugar, sentía escalofríos e imaginaba algo así como la entrada al infierno.

En las noches me parecía sentir a los demonios corriendo por ese pasillo, riéndose, mientras yo me escondía debajo de las sábanas tiritando.

Una noche en que estaba solo en la casa —mis padres habían salido y mi hermana andaba de fiesta— me pareció ver, y lo tengo vívido en mis recuerdos, a un diablo vestido de rojo danzando locamente por el pasillo mientras una gran llamarada roja lo seguía hasta casi llegar a mi cuarto. Nunca he podido saber si fue un sueño o realidad.

En todo caso, yo compartía habitación con mi hermana Liliana, la cual, en poco tiempo, gracias a su natural belleza y personalidad exuberante, consiguió una gran cantidad de amigos que pronto llenaron la casa con su música de Rock-and-Roll e hicieron fiestas, pues mi madre no estaba en casa y mi padre viajaba mucho en su trabajo de vendedor viajero.

Mi madre consiguió un puesto en una tienda en Yungay y Merced, casi al lado de la plaza. Creo que al lado aún persiste el edificio semiderruido de lo que fue el cine Victoria (creo que así se llamaba), donde vi La Cenicienta por primera vez. Además, creo que fue la única vez que entré a ese cine.

Y al frente del cine existía un local pequeño llamado, creo, Wurlitzer. Allí se juntaban los jóvenes a bailar al ritmo de los discos que tocaban en una de aquellas máquinas y a beber Coca-Cola. Recuerdo ver a mi hermana bailando en el segundo piso, junto a sus amigos, uno de los cuales era muy conocido en la ciudad, pues sus padres poseían una de las joyerías más importantes de aquel entonces: la joyería Castro.

Con el paso del tiempo, nos mudamos a unos apartamentos localizados en Yungay 920, esquina con Camilo Henríquez. Eran alrededor de cuatro apartamentos, todos de dos pisos y bastante cómodos y menos terroríficos que la casa.

Yo estudiaba en los Hermanos Maristas, pero luego de que enfermé de hepatitis, no pude continuar mis estudios allí. No tuve cabida en ese colegio y creo haber sido matriculado en una escuela pública en la calle Carmen, esquina con Freire. La escuela no fue una gran experiencia en mi vida infantil.

Pero, de todas maneras, nuestro tiempo en Curicó ya expiraba, y al poco tiempo mi padre fue nombrado distribuidor de su compañía y lo dejaron a cargo de toda la zona sur, con lo que nos mudamos nuevamente. Pero esta vez el rumbo sería el final después de tantas mudanzas: Concepción.

En esta camioneta apodada la burra recorrimos toda la zona, desde Curicó hasta Talca, Linares, Teno, Lontué, Sarmiento, Casablanca, Santa Rosa, Los Guindos, Molina, y tantos otros pueblos que alimentaron mi imaginación por estar rodeados de bellos paisajes. A estos lugares muchas veces llegamos a través de caminos polvorientos que parecían sacados de un cuento de Manuel Rojas.

También tuvimos muchas experiencias, no todas buenas, como aquella vez que mi padre quiso enseñar a manejar a mi madre. Después de los consabidos "este es el embrague, este es el freno, este, el acelerador…", mi madre se sentó en el asiento del conductor, con la puerta abierta y mi padre al lado para tranquilizarla. Mi padre le instruyó para colocar el cambio a primera: "y lentamente suelta el embrague mientras aprietas el acelerador". Pero mi madre lo hizo todo de golpe, y la burra pegó un salto abalanzándose camino a un estero.

Mi padre saltó dentro del vehículo en marcha, mientras yo con Liliana mirábamos todo esto con la boca abierta. Él logró, no sé cómo, detener el vehículo mientras mi madre se bajaba riéndose como si todo hubiera sido una chanza. Mi padre no dijo nada, pero esta fue la primera y única vez, en su vida, que ella trató de manejar. Hasta que falleció en junio del 2023, a los 100 años, mi madre nunca manejó ni tuvo carnet.

Pero viajamos con mi padre por toda la zona del Maule, a veces durmiendo en hoteles rurales, los cuales siempre fueron de mi preferencia, pues estaban adornados con jarrones de greda, sillas de paja, braseros que refulgían en las noches, y el cielo siempre era de un fulgor especial con su manto de estrellas que se nos venían encima.

La burra nos dio muchos buenos momentos, y por eso no puedo dejar de agradecer a Miss Clairol, compañía que le dio este camión a mi padre y que fue uno de los recuerdos más gratos de mi niñez.

Años más tarde, la usamos para entrar a Llacolén de piratas, pues no éramos socios, pero mi padre, que era amigo del administrador del casino, entraba a entregar mercancía. Escondidos en la parte trasera íbamos el resto de la familia. Pasamos unos espectaculares días de sol en Llacolén, comiendo además en el casino, y yo corriendo por la amplia cocina y las dependencias del lugar, junto a las hijas del amigo de mi padre.

Llacolén siempre fue signo de estatus, pero en aquel tiempo yo no sabía de eso ni me importaba. Aún más, nunca me importó, ni siquiera cuando llegué a mi adolescencia.

Aún hoy en día, esa palabra que es el nombre de mi compañía de investigaciones en USA, no tiene mayor significado. La usé porque cuando era niño la escuché mucho en diferentes lugares y quedó grabada en mi memoria, y cuando decidí nombrar mi naciente compañía decidí ponerle así: Estatus Group, como una vuelta de mano a aquellos tiempos. Mi hijo, quien maneja hoy la compañía, no tiene idea de lo que significa, y no creo que le interese la historia de cómo llegué a ella. Pero lo cuento, por si algún día él lee estas historias, aunque lo dudo, a menos que sean traducidas al inglés.

Pero así conocimos casi toda la zona del Maule, con sus ríos y fiestas de pueblo, además de las trillas, a las cuales asistí de pequeño.

Mi tío Julio Ramírez, quien tenía un gran fundo en Los Guindos, era el abuelo de mis primos Mónica y Coco Bone, pero creo que yo disfruté de ese campo más que ellos. Me quedaba temporadas completas con ellos, y disfruté las cosechas y las trillas hasta quedarme dormido en medio de la música y los asados.

Recuerdo las tardes estivales conmigo encaramado a los árboles de duraznos, o a las higueras, comiendo frutas mientras leía acostado entre las ramas. O corriendo entre los viñedos seguido de un perro esquelético, para recostarme a la ribera de un río y dormirme a la sombra de los árboles.

Fueron los momentos más tranquilos de mi niñez, vividos en solitario, con la compañía de este amigo de cuatro patas que me miraba esperando quizás un hueso que nunca llegó. Allí conocí a mi yegua, la chinchosa, de la cual escribí una crónica en recuerdo a ese bello animal que aún galopa en mis sueños.

Recuerdo las avenidas tupidas de árboles, y al frente, el camino largo y la micro parando a recoger pasajeros cargados de canastos, gallinas, mientras las ventanas abiertas dejaban entrar el aire y el polvo, lo cual a nadie parecía incomodar.

Siento aún el cosquilleo que sentía en mi estómago al galopar por esos caminos, mientras el olor del sudor de la yegua penetraba mi olfato, y sentía el movimiento rítmico del animal entre mis cortas piernas que apenas alcanzaban los estribos. Los tenía que amarrar para que quedaran a la altura de mis pies, pues la montura rellena de pelos ovinos, abrazada al cuero curtido, la hacían grande para mis cortos 8 años.

Así fue mi niñez, llena de recuerdos y corcoveos, aunque no de la chinchosa, pero de la vida que me llevó y me trajo de regreso hasta donde hoy estoy, en USA, saboreando los recuerdos que me rodean sin dejarme respirar.

 

Liberar la nostalgia

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Daizi Vallier 

Traducido al español por José Manuel Lusilla
Me despierto con una inmensa nostalgia. Tomo mi café, con el ritual de siempre, y después me pongo una chaqueta y salgo en dirección al Parque Farroupilha. Crucé de la Av. João Pessoa a la Av. Osvaldo Aranha y viceversa, durante mucho tiempo. De la mano con él, empujé carritos de bebé; eran horas de placer. Íbamos los cuatro en bicicleta. Primero éramos solo dos, las niñas muy pequeñas, en nuestro asiento, y luego cada una en la suya. Recuerdo algunos incidentes, en los que terminaban con las rodillas y las manos raspadas. Sonrío. Íbamos en botes de patos, como ellas llamaban a los barquitos del lago. Una lágrima se escapa. Me la seco con el dorso de la mano. Me siento en un banco cerca de la fuente. Me parece verlas corriendo a su alrededor, fingiendo que están bajo la lluvia. Ellas crecieron. Nosotros dos seguimos paseando por el parque, tomando mate con los amigos que encontrábamos en el Bric los domingos; eran nuestras nuevas compañías. Mientras estoy sentada allí, dejando que los recuerdos fluyan, algún que otro conocido que pasa en su caminata diaria me saluda.
Llegó el día en que me vi sola, caminando o cruzando el Parque, tan lleno de recuerdos. Nuestras hijas, cuando se casaron, se fueron a vivir a otro lugar de la ciudad. Años después, sentimos la necesidad de separar nuestros caminos, y yo opté por quedarme en lo que llamo mi barrio.
Hoy es uno de esos días en que decidí dar cabida, por un tiempo, a la nostalgia. Y el lugar, en el agradable calor del comienzo de la mañana, con su olor a hierba, las cotorras cantando y la vista de los lapachos en flor, es un ambiente acogedor, ideal para dejar que mis recuerdos fluyan. Saciada de visiones y sensaciones lejanas, decido que es hora de volver al aquí y ahora. Es miércoles, día en que almuerzo con mis hijas, una combinación para que tengamos unas horas, las tres solas. Es cuando comparto con ellas mi día a día y escucho opiniones sobre las dudas que tengo en la gestión de mi propia vida. Son momentos de afecto. Soy consciente de que es necesario disfrutar del presente, dejando el pasado en los recuerdos de bellos momentos. Esperando el futuro con fe y alegría.

Perdido

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Sílvia C.S.P. Martinson

Caminaba lentamente por las avenidas que cruzaba sin prestar la más mínima atención al peligro del tráfico que, por suerte, a esa hora no existía. Era de noche, casi madrugada. Sí, caminaba, pero no se daba cuenta de lo que hacía. Su mente divagaba en mil recuerdos, en hechos que ocurrieron hace tanto tiempo que le quedaron marcados en el alma, influyendo en su forma de actuar, pensar y en su postura ante la vida. Había nacido en una familia pobre, rodeado de hermanos mayores primero y luego de otros tres menores.

Su padre trabajaba como vigilante nocturno de un edificio donde vivían personas acomodadas, de las cuales a veces recibía alguna ayuda en forma de sobras de comida o ropa usada, que distribuía entre los hijos más necesitados. Eran pobres, pero limpios. Vivían en una casa humilde, construida por él, el padre, en un barrio alejado.

La madre, a pesar de los muchos hijos, se mantenía como una mujer atractiva y bonita que todas las mujeres podrían envidiar, a pesar de su evidente pobreza. Ella era costurera, había aprendido la profesión cuando aún era muy joven, guiada por su madrastra, que en aquel entonces no tenía la capacidad ni la voluntad de proporcionarle una educación más refinada, pues pensaba que la escuela estaba destinada solo a las personas ricas y que a los pobres solo les tocaba trabajar y tener una profesión. Así eran, pues, sus padres.

Mientras caminaba, entre tantos pensamientos, los recordaba. Al andar, otros recuerdos le vinieron a la memoria sobre su juventud, cuando envidiaba a otros de su edad por tener más placeres y mejores condiciones económicas, mientras él trabajaba de día y, al mismo tiempo, estudiaba por la noche para intentar tener un futuro mejor.

Valió la pena. Se graduó en Economía. Era inteligente y dedicado a los estudios.

Su vida amorosa, sin embargo, se pautó por altibajos. Hubo ocasiones en que fue muy feliz, y otras tantas, profundamente decepcionado por sus elecciones equivocadas. Caminó hacia amores que le parecieron sinceros, se entregó por completo a quien no lo merecía.

Desilusionado y dolido, no supo reconocer a quien verdaderamente lo quería. Hizo padecer a otros lo que él había sufrido: negligencia, egoísmo, desinterés y falta de afecto verdadero.

Y en este caminar por el tiempo, por la vida, dejó recuerdos y también los cargó consigo. Al final del camino, aquella madrugada, cuando ya no había nada más, constató que estaba perdido, se adormeció al impacto imaginando cuán feliz podría haber sido si hubiera sido más simple y menos exigente.

La bocina del coche sonó fuerte. El ruido del freno al frenar fue estridente.

Él… no despertó nunca más.

Falleció Don Julio

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Carlos Bone Riquelme 

"Se murió de repente", dijo una vecina mientras compraba el pan en el almacén “El Buen Gusto”. Todas las vecinas presentes agregaron algo sobre lo bueno que había sido el caballero, lo triste que estaría su esposa y la hermana de esta, la cual vivía con ellos hacía algunos años. Según las malas lenguas, los tres se traían algo entre manos.

Fueran verdad los comentarios o no, el cadáver de don Julio yacía en un sarcófago negro, rodeado de velas y coronas que habían llegado rápidamente de todas partes de la comuna, como si hubieran anticipado su partida.

Las puertas de la casa funeraria, “El Gusano Sonriente”, estaban abiertas, y el ataúd se podía ver desde la calle, donde varios muchachos jugaban con una pelota hecha de calcetines viejos. De vez en cuando, entre gritos y polvareda, se detenían a mirar el espectáculo de gente que entraba y salía del lugar.

Las mujeres del poblado, vestidas de negro y con largos velos que cubrían sus rostros, entraban en procesión rezando entre sollozos, con el rosario entre las manos. Después de abrazar a “las dos viudas”, como ya las habían apodado a sus espaldas, se sentaban. Pálidas por la falta de sueño, ellas seguían las oraciones y de vez en cuando dejaban escapar un suspiro que intensificaba los rezos y los llantos a su alrededor.

Don Julio fue un hombre trabajador, que creció entre las chacras del pueblo, cuando este no era más que cuatro palos parados, con un estanco donde se vendían algunas vituallas. Estas eran adquiridas por los pocos habitantes del lugar, que a pie o a caballo, recorrían largas distancias para llegar a este pueblo llamado “El Desabrido”.

Nadie sabía de dónde procedía don Julio, quien tendría quizás quince años cuando se avecinó en el lugar. Empezó ofreciendo sus servicios como "inquilino" y, a fuerza de trabajo duro, bajo el sol y la lluvia, fue haciéndose un nombre y el respeto que este conllevaba.

Don Julio era de pocas palabras y las administraba con mucho cuidado. Su temperamento fuerte y un cuerpo lleno de músculos, presto a la violencia si era necesario, evitaban que los vecinos se metieran con él.

Tenía un carácter taciturno. Cuando raramente se dejaba ver por “El Desabrido”, entraba al bar del lugar, se acodaba solitario en un punto del mostrador y, dando a entender que no estaba para tonterías, bebía un par de tragos y se marchaba.

Más de uno se atravesó en su camino y salió muy mal parado, con lo cual, pronto se corrió la voz de que: “ese Julio tiene malas pulgas…”. Don Julio se construyó una casa de madera sin la ayuda de nadie y, poco a poco, la fue mejorando a medida que su situación prosperaba. En poco tiempo, se compró una hectárea de tierra y la usó para sembrar tomates, los cuales salían rojos y maduros, y los pobladores los buscaban para las ensaladas.

Poco a poco, la fama de los tomates de don Julio creció y las ventas aumentaron, con algunos dueños de fondas que le compraban los tomates por canastas.

Así compró una segunda hectárea y luego una tercera. Cuando apenas había alcanzado los veinticinco años, don Julio ya poseía varias hectáreas dedicadas a tomates, cebollas y una parcela solo para cilantro, menta y algunas otras hierbas. Ahora era él quien daba trabajo a los que llegaban merodeando por el lugar.

Con el tiempo, contrató a una mujer para que lo ayudara con las tareas del hogar. Doña Mercedes, una muchacha delgada y trabajadora, crecida en el lugar, limpiaba, lavaba y cocinaba para don Julio.

Con el tiempo, ambos se casaron, no se sabe si por amor o si, al final de cuentas, era conveniente. Lo que sí atrajo malos comentarios fue que, al poco tiempo, doña Mercedes trajo a su hermana menor, doña Chela, a vivir con ellos. Los comentarios empezaron a crecer en el pueblo, el cual ya tenía iglesia y un cura que se metía en todos los asuntos de los habitantes, tratando de llevar “las almas buenas al cielo, y las otras, al purgatorio…”.

Al padre Silvestre, que así se llamaba el cura, le llegaron los comentarios de las vecinas que, alarmadas o quizás envidiosas, corrieron a contarle al “pastor de almas” lo que acontecía en las tierras de don Julio.

Así el cura se apersonó un día en la casa de don Julio, quien a esa hora estaba en el campo, y aprovechó para darles un sermón a las dos mujeres que quedaron aterradas por la idea del infierno quemando sus carnes pecadoras.

No se sabe qué fue lo que aconteció a posteriori, pero lo que se corrió en el bar de don Chicho fue que, al cabo de un par de días, el cura amaneció con los ojos bien cerrados y la boca torcida por un golpe causado, "por una caída", según explicó el padre Silvestre a los vecinos. Sin embargo, siempre quedó la duda de si don Julio había visitado la parroquia en algún momento de la noche.

A pesar de que los comentarios continuaron, el cura nunca regresó a la chacra de don Julio, y de ahí en adelante, él hizo oídos sordos a los comentarios de las “viejas cotillas” del pueblo, a las cuales aconsejaba desde su confesionario que “se preocuparan de sus maridos mejor”, pues con el pueblo creciendo, ya se había instalado una casa de “dudosa reputación”, por no decir “reputísima”, la cual atraía a los hombres los fines de semana y también durante la semana.

Don Julio hizo crecer su chacra, la cual se convirtió en uno de los fundos más grandes de la región y en orgullo del pueblo, pues allí se vendían los mejores tomates que se pudieran encontrar en los alrededores. Además, muchos otros lugareños empezaron a cultivarlos, con lo cual, la venta de este fruto se extendió en su fama y recorrido, haciendo que viniera gente de otras regiones a buscar tan delicioso y rojizo elemento, necesario para ensaladas, salsas y demás.

Don Julio abrió una pequeña fábrica de salsa de tomate, que comenzó envasando solo las pequeñas cantidades de tomate que sobraban de las cosechas. Pero con el crecimiento de las ventas y la producción, los tomates que quedaban descartados de las ventas al por mayor o menor, se dedicaban a la salsa, la cual aumentó también en demanda, así que la fábrica empezó a crecer poco a poco.

Don Julio, por primera vez en su vida, decidió viajar a la “capital” para comprar maquinaria con la cual mejorar la producción del rojizo elemento que sazonaba las pastas y demás.

Cuando llegó a Santiago, quedó asombrado por el movimiento de carros, la locomoción colectiva y la gente, algo que él nunca había visto. Pero él era un hombre práctico, así que empezó a sumar y a multiplicar la cantidad de botes de salsa necesaria para alimentar a toda esa población. Adquirió varias máquinas para convertir el tomate en pasta y luego envasarlo en botes que llevaban una etiqueta rojiza que anunciaba orgullosamente: “Salsa de Tomate Don Julio”.

Comenzó a viajar a la capital más seguido, “por negocios”, anunciaba en su hogar. Pero en el pueblo murmuraban que tenía “una amante escondida”, aunque nadie lo podía comprobar. Lo que sí se comprobó fue que, con el crecimiento económico de don Julio, más de un político andaba dándole vueltas para obtener su apoyo en las futuras elecciones.

Empezó a ser invitado a los clubes sociales y pasó a ser miembro del club “Colocolo”, al cual aportó fondos para su funcionamiento.

Don Julio mejoró su casa, trayendo además al pueblo adelantos como la electricidad, el agua potable, además de máquinas para lavar la ropa y una secadora con una rodela que la exprimía. También trajo el primer automóvil, que causó espanto en el pueblo cuando llegó soltando chispas y con un espantoso ruido que ahuyentó a los caballos que estaban parados frente al bar del lugar, haciendo que casi toda la gente del pueblo saliera a la calle a mirar el monstruo que don Julio traía.

Los chicos del pueblo corrían detrás del vehículo, gritando y jugando al mismo tiempo, cuando don Julio se montaba en el armatoste y soltaba la palanca larga que asomaba por el costado y que hacía de freno, mientras alguien movía la manivela que le daba la partida al motor. El carro se lanzaba por el camino de regreso al fundo.

Todo lo que él hacía era motivo de conversación en las tardes de invierno, alrededor del brasero, al compás del mate que pasaba de mano en mano, y donde las “cotilleos” de las mujeres transformaban cada cosa natural en un hecho del otro mundo.

Así se corrió la “bola” de que don Julio, siendo joven, había encontrado “un entierro” en su chacra y había hecho un pacto con el “malulo”, lo que le había traído toda esa riqueza.

Claro, esta explicación era mejor que la de decir que el hombre había trabajado como una mula por muchos años para conseguir lo ganado.

Pero así son las cosas en “pueblo chico, infierno grande”. Mientras tanto, las cosas en casa de don Julio seguían igual, con doña Mercedes y doña Chela atareadas con todo lo que implicaba llevar un hogar, aunque ahora tenían cocinera y empleada para ayudar con el lavado y la limpieza de los pisos, los cuales se llenaban de tierra con mucha facilidad.

La casa era grande, con un largo pasillo interior de parquet, el cual llevaba al cuarto principal y se comunicaba además con el enorme comedor que tenía una bella mesa de madera y muchas sillas.

El comedor se mantenía casi siempre a oscuras, pues eran muy pocas las ocasiones en que se había usado. Allí tenían un gran mueble de cristal donde los vasos y las tazas brillaban cuando las ventanas se abrían y dejaban entrar el sol. El pasillo tenía algunos sillones bastante cómodos y unas puertas dobles, cubiertas por cortinas blancas, que daban a un jardín que apuntaba hacia el camino de polvo que cruzaba el fundo en dirección a otras tierras y al pueblo.

En el jardín había una terraza donde unas sillas de mimbre reposaban mirando a unas palmeras de aquellas llamadas reales, que tenían un racimo de cocos pequeños que daban una miel riquísima llamada “miel de palma”. Las plantas y las flores decoraban todo aquel espacio y era el lugar preferido de doña Mercedes y doña Chela en las tardes estivales, mirando el sol desaparecer mientras bebían mate o algún jugo de durazno hecho con los duraznos de los árboles que había en el patio trasero.

En el patio trasero, también había un corredor, pero este estaba abierto, aunque tenía varias puertas que comunicaban con algunas habitaciones que miraban al pasillo interno a través de ventanas de vidrio con rejas metálicas forjadas.

Frente a este pasillo, había un gran espacio abierto donde una mesa con cuatro sillas esperaba a los dueños de casa para el almuerzo, cuando no llovía. Si el tiempo era malo, se refugiaban todos, con la cocinera y la ayudante, en la gran cocina de paredes verdes y una ventana que miraba hacia el granero.

Y esta era la vida de don Julio. Por las noches llegaban los grandes depósitos metálicos de leche, leche que era cuajada para, al día siguiente, hacer el quesillo fresco, el cual era puesto en la parte trasera del camión de don Julio, y él lo repartía en las tiendas del pueblo.

La vida era quieta y nada cambiaba su ritmo, hasta aquel funesto día en que don Julio amaneció muerto en su cama y, según decían las malas lenguas, en medio de sus “dos mujeres”.

En el fundo había un teléfono de manivela, así que ellas llamaron al pueblo de inmediato, y así fue como todos los vecinos se enteraron del acontecimiento. Llegaron carabineros y la ambulancia al fundo y, después de certificar que la muerte había sido por causas naturales, lo llevaron al pueblo. Allí, después de vestirlo y empolvarlo con una suerte de polvo de arroz, lo cual lo dejó aun más blanco de lo que estaba su cadáver, lo pusieron en aquella casa que pertenecía a la única funeraria del pueblo, localizada casi en el centro de la ciudad.

Cuando cayó la noche, se presentaron los “cantaores” con sus guitarras y la música se dejó oír entre los llantos y lamentaciones, pero pronto el aguardiente empezó a correr entre los asistentes y se preparó un asado al palo en el patio, con lo cual la comida y la fiesta de despedida para don Julio estaban aseguradas.

Dicen algunos que la fiesta duró tres días, y luego fueron muy pocos los que acompañaron al difunto en su viaje al cementerio detrás de una carroza negra, con caballos empenachados con altos adornos negros que se sujetaban en sus cabezas, la cual pasó por el medio del pueblo, una mitad dormida, la otra mitad borracha. Y don Julio desapareció en un hoyo negro de la tierra que se lo tragó para siempre.

El cumpleaños de Víctor

E

Silvia C.S.P. Martinson

Esta fecha era siempre muy esperada por todos los amigos. Víctor era el mayor de dos hermanos y también el más activo y desenvuelto de los dos.

Lo que vamos a contar sucedió cuando cumplía 10 años.

Los padres de Víctor eran amigos de mis padres, quienes también eran vecinos y amigos de su abuela materna. Vivían en una hermosa casa, grande y confortable, en un barrio cercano al nuestro.

La educación que recibíamos en aquella época era totalmente diferente a la que se les da a los niños hoy en día, al menos en nuestras familias. Al llegar a la casa de los anfitriones, debíamos ir bien vestidos y con la clara recomendación de saludar educadamente a los padres del cumpleañero y, por supuesto, a él.

No debíamos sentarnos a la mesa sin ser invitados y sin la autorización de nuestros padres.

Yo siempre fui muy alta y, en consecuencia, aparentaba más edad de la que tenía en realidad. En esa época, con 10 años, parecía tener 15 o 16.

La dueña de la casa, la madre de Víctor, era una cocinera excelente y, sobre todo, solía hacer dulces inigualables, tanto en sabor como en belleza.

Aún recuerdo que la mesa del comedor estaba cubierta de dulces y salados que apetecía probar. En el centro había un enorme pastel de cumpleaños bellísimamente decorado que, para nuestros ojos de niños, era una verdadera tentación.

Los adultos fueron acomodados en otro sector de la casa donde se les sirvieron bebidas y algunos aperitivos antes de la comida principal, que ocurriría más tarde.

A los niños se les servía más temprano junto al cumpleañero, para que le cantaran el "Feliz Cumpleaños" y él soplara las velas que, encendidas en el pastel, eran el número exacto de los años que cumplía Víctor.

Y así fue.

La madre de Víctor llamó a todos los niños invitados para que se sentaran a la mesa. Cuando llegó mi turno, ella simplemente me dijo que, como yo ya era una jovencita, debía esperar para sentarme a la mesa con los adultos.

Así que me dio una silla para sentarme y esperar allí.

Los niños se sentaron alegremente, no sin antes saludar al cumpleañero, y después "atacaron" (ese es el término correcto) literalmente las golosinas que allí había.

El tiempo pasó y yo tenía cada vez más ganas de comer, pero mi educación de la época no permitía, bajo ninguna circunstancia, atreverme a pedir algo.

Más tarde, los adultos fueron invitados a acercarse a la mesa que estaba nuevamente cubierta de las más diferentes y apetitosas golosinas.

Sin embargo, algo inesperado para mí sucedió: la dueña de la casa se olvidó de lo que me había dicho y no me invitó a pasar a la mesa de los adultos.

Entonces, discretamente, me acerqué a mi madre, que ya estaba comiendo y bebiendo, y le pedí un trozo del hermoso pastel que ella comía.

Ella simplemente me respondió, mirándome seriamente:

— ¿Ya no comiste?

Y sin esperar mi respuesta, dijo:

— ¡Ve a sentarte con los niños, que ese es tu lugar, y no nos importunes a nosotros ni a la dueña de la casa con tu falta de educación!

Me retiré, como me había ordenado, con mucha vergüenza y también mucha hambre.

Regresamos a casa ya de noche cerrada y yo, enojada, solo lloraba. Mi madre, a esa hora, no quiso saber el porqué. Fui a dormir con hambre.

Cuando al día siguiente le conté lo que había pasado, me prohibió contárselo a la madre de Víctor o a él.

Hasta hoy guardo en la memoria aquella hermosa mesa cubierta de dulces con las golosinas que tanto me apetecían y me apetecen.

Una fuente de refresco

U

Celso Gonzaga Porto

Traducido al español por José Manuel Lusilla
De los recuerdos de mi infancia, me viene a la mente la historia de una antigua fuente. Estaba en la confluencia de las avenidas João Pessoa y Azenha, junto a una estatua de Bento Gonçalves, uno de los héroes de la Revolución Farroupilha, cuyo monumento fue inaugurado el 15 de enero de 1936 y colocado allí, en la Plaza Piratini, en 1941. En la década de los cincuenta, esa fuente se iluminaba por completo por la noche. Los focos instalados en el contorno interno de su estructura, dirigidos en ángulo a las boquillas que hacían brotar el agua, daban la impresión de que el agua salía en chorros de colores. El escenario es un ambiente característico del barrio de Azenha, en la ciudad de Porto Alegre, en Rio Grande do Sul. Y por allí circulaban los antiguos tranvías, transporte eléctrico sobre rieles cuya extinción se produjo el 8 de marzo de 1970 para dar paso al transporte en autobús, administrado por la Compañía Carris Porto Alegrense, la misma que administraba el servicio de tranvías desde 1872, siendo el 10 de marzo de 1908 la fecha del primer tranvía eléctrico que circuló por la ciudad. Pero volviendo a los recuerdos, me veo caminando con mis padres en el tranvía Teresópolis, cuya línea pasaba por aquella fuente. Fueron varias las veces que circulamos por allí por la noche. En mi fantasía infantil, me quedó la idea de que de esa fuente brotaba un refresco. Se lo comenté a mi padre y él intentó explicarme que no era eso lo que sucedía, diciéndome paso a paso cómo se producía aquel efecto.
No tuvo mucho éxito en su intento. En mi mente fantasiosa, se formó el sentimiento de estar siendo engañado. Probablemente, por no querer bajar del tranvía para poder saborear ese refresco. Como había varios colores, podría haber muchos sabores diferentes allí; quién sabe, limón, naranja, fresa o incluso algún sabor nuevo aún desconocido.
Los años pasaron y con ellos, la desilusión de mi fuente de refresco. La madurez me mostró que mi padre tenía razón. El agua mantenía sus características innatas de ser incolora, inodora e insípida. Todo el efecto no era más que luces artificiales proyectadas sobre los chorros de agua que brotaban de boquillas estratégicamente posicionadas de manera artística con el propósito de formar una ilusión óptica propicia para la fantasía de un niño. Nunca logré pasar caminando cerca de la fuente, pero una cosa me acompañó a lo largo del tiempo. La certeza de que, si pasara cerca, sin duda intentaría burlar la atención de los adultos y, con las manos ahuecadas, tomar un poco de esa agua que me permitiera un trago o un enjuague, para asegurarme de que aquello, realmente, no era refresco.

Encarnación

E

Carlos Bone Riquelme

Así se llamaba, Encarnación, y desde aquella enorme cocina en la que dejaste transcurrir tu juventud fregando trastos y cocinando para otros, que a veces te mencionan entre plato y plato.

Llegaste joven, delgada, en pleno invierno, cubriéndote apenas con un chaleco que parecía tela de cebolla. Tiritabas toda, y desde debajo de aquel pelo que se pegaba a tu rostro, eso fue lo único que atinamos a decir: "Soy la Encarnación, patrona".

Yo, enroscado a las piernas de mi madre, te miré desde mis escasos cinco años, y tú me sonreíste despacio, como pidiendo disculpas por la intrusión, mientras mi madre te señalaba que entraras, pero directo a la cocina para que no mojaras el "parquet". Traías en tus manos un bulto de ropa tan mojado como tú, tus únicas posesiones, y contestaste las preguntas habituales de quien sería "la patrona", con seria humildad anquilosada en el conocimiento de cuál era tu posición en la vida.

Miraste la cocina, la cual sería tu reino por tantos años, y le dijiste a mi madre que sí sabías cocinar, pero que además podrías aprender lo que ella gustara. Entonces entraste en nuestras vidas, con la modestia crecida en el campo chileno, entre los aromos y los sauces, entre los ríos y las montañas. Eras joven, quizás rondando los trece años, pero ya debías aprender a ganarte la vida, pues la familia no podía alimentarte.

Encarnación sabía leer y escribir, lo poco que alcanzó a aprender en la escuela rural, y muchas noches me dormí escuchando su voz callada leyendo cuentos de navegantes intrépidos, o de personajes mitológicos que solo salen al campo de noche. Con ella aprendí a tomar el mate, el cual preparaba dulce con terroncitos de azúcar que desaparecían entre la yerba, disolviéndose como mis sueños.

Su risa era diáfana, de inocencia pura, y cuando yo, más grande, le preguntaba por su hogar, sus ojos se perdían misteriosos en las ventanas brillantes, para contarme historias de caballos y vacas, de vendimias y trillas, y ella parecía regresar a su infancia, que al igual que la mía, se alimentó de personajes inexistentes.

Esto nos acercó, y entre ella y yo, creció una secreta complicidad que aumentó hasta aquel tiempo cuando dejé el hogar, con mis padres ya maduros, y me fui a la universidad.

Encarnación aún permanecía soltera, nunca se casó, y quizás por esa razón, me atendía como si yo fuera su hijo, haciendo que mi madre, a veces, mostrara celos de este amor que para ella no era compartido.

Pero con el tiempo, aceptó esta relación tan particular, pues era un amor quieto, maduro, lleno de misterios que ella no podía entender. Es que con Encarnación vivíamos en otra dimensión, compartiendo el mundo de la mitología, alimentándonos de "traucos" y barcos fantasmas que asolaban las costas con figuras llenas de fuego, que podrían ser espíritus.

Mis padres envejecieron, y mi padre falleció repentinamente de un ataque cardíaco, así que regresé al funeral cuando recibí el llamado. Encarnación abrió la puerta con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó como si ella fuera mi madre. Cuando entré a la casa, supe que mi madre estaba durmiendo gracias a un tranquilizante, y en medio de la sala estaba el féretro donde yacía él, aquel que jugó conmigo tantas veces; el mismo que me enseñó a andar en bicicleta, y que se ponía al arco para que yo le pateara el balón.

Me paré a su lado sintiendo el pesado olor de las camelias y pude ver su rostro pálido, casi como la cera, donde ya no estaba él. Encarnación me dejó solo, mientras preparaba un café, que dejó en el comedor, mientras la gente que venía a dar el pésame me rodeaba con abrazos y palabras que no pude escuchar.

Cuando todo el mundo se fue, y el silencio envolvió nuestro hogar, pude despedirme de mi padre dejando que las lágrimas corrieran libremente por mi rostro, y entonces dejé que ella me secara las lágrimas, como cuando era niño, y abrazándome me cantara canciones del sur, llenas de melodías que parecían guitarras tocando al viento.

Ella me desnudó, y luego se acostó a mi lado, igual de desnuda que yo, y me abrazó tiernamente dejando que mis besos corrieran por sus pechos pequeños de mujer madura.

No hicimos el amor, pero esto nos unió más que nunca, pues fue como la confirmación de ese algo que como el cordón umbilical alimentaba mi espíritu.

Mi madre estaba como un fantasma, tomando tranquilizantes, y sin darse cuenta de lo que sucedía, nos dejó el espacio a Encarnación y a mí para conocernos íntimamente. Durante los días que pasé en mi hogar, dormimos juntos cada noche, acariciándonos y sintiéndonos amantes; y yo pude conocer el amor completo, aquella entrega del alma y la carne que solo se conoce en el misterio de la relación sagrada con una mujer.

Volví a la universidad, pero mis noches eran de ella, pues la soñaba sintiendo su aroma natural, sus labios frescos junto al aliento a perejil, y sus manos que como soplos me recorrían entero. Apenas terminó el semestre, regresé a mi hogar, para saber que ella se había marchado.

Mi madre estaba desconsolada, pues en cuestión de semanas había perdido a su esposo, y luego a aquella mujer que nos acompañó por tantos años. No podía entenderlo, y yo caí en estado febril de desesperación que me llevó al alcohol, y pasaba las noches murmurando su nombre, y bebiendo de botellas hasta dejarlas vacías.

Pero un día desperté con la intención de encontrarla como fuera, y entré en el que fue su dormitorio y revisé cada espacio de este, hasta que encontré unas cartas de su familia con la dirección del hogar paterno.

Me despedí de mi madre y tomé un bus a Temuco, desde donde me embarqué en una micro interprovincial hacia un pueblo llamado Chesque. Llegué entrada la noche, pero preguntando encontré la casa de Encarnación, la cual era modesta, como aquellas casas de campo estucadas en blanco, con techo de tejas diseñadas por el clima duro del sur, y en su ventana, una luz iluminaba hacia el exterior.

Toqué la puerta, y Encarnación abrió, quedándose estupefacta de verme allí parado, frente a ella. Cuando la miré, pude ver que su vientre estaba abultado, y ella trataba de esconderlo bajo un mantel que pendía de sus manos, pero yo, de rompe y raja, le pregunté: "¿Es mío?", y ella soltó el llanto, pero yo la abracé, y le dije suavemente al oído: "A este muchacho lo criamos entre los dos".

Me fui

M

María Manuela Asenjo

Y yo me fui.

Y al instante, crispaste en un rictus amargo tu cara lívida.

Y después vagaste, contemplativo, por las calles oscuras. Sin entender.

Mucho tiempo después aún llorabas lágrimas de aturdimiento y regabas el jardín de agua salada.

En un rincón, en un no sé, en un por qué.

Incluso tú, ateo convencido, encargaste novenas en mi nombre, por mi alma. ¡qué alma!

Ahora ya, enemigo e ignorante de la tecla y de la técnica, aprendes fotoshop a toda prisa.

Retocando mis mejores fotos, para conseguir la perfecta que presida ese altar.

Con velas, con rosas de té, de aquellas mías, mis preferidas, las que nunca conseguimos que crecieran.

Despiertas sudoroso de mil pesadillas

Tú, insociable incorregible, sueltas frases de amor por mi persona, alabanzas inútiles y tardías a todo oído que quiera recogerlas.

Ahora, digo, ahora… si lo llego a saber, ironía en on , no me hubiera ido.

Pero me fuí, y nunca llegué a ver los altares, ni a mojarme con las lágrimas, ni a oler las rosas, ni a escuchar las palabras, que, por otra parte,
nunca hubieras dicho si no me hubiera ido.

Así que, a mi pesar … me fui.

 

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