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La caza con hormigas

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Pedro Rivera Jaro

Hace un calor tremendo. Es pleno verano y el final de Agosto. Caen las primeras lluvias después de muchas semanas sin caer ni una gota de agua.
 
Y después de la lluvia, al volver a salir el sol, observamos que ya están saliendo de sus hormigueros las hormigas de ala, aladas o aludas, que serán las próximas reinas de sus hormigueros, y otros más pequeños, también alados, que son los alines, y que son los machos, cuyo único objetivo en sus vidas, es fertilizar a las reinas. En pleno vuelo fecundan a las reinas, y después caen al suelo para morir, mientras las hembras cuando bajan al suelo, se desprenden de sus alas y hacen un agujero en el suelo, y empiezan a poner huevos, que luego serán las obreras del nuevo hormiguero.
 
Yo aprendí de Juan de Dios, un panadero vecino mío que era el marido de la prima Eulalia, a quien todos llamábamos Olaya, a capturar las hormigas antes de que volaran, justo cuando se preparaban para realizar su vuelo nupcial.
 
La señal para cavar en las bocas de los hormigueros eran las caídas de las primeras lluvias.
 
Cuando aparecían las aladas, las metíamos directamente al capturarlas en las piteras, en una botella de cristal, para evitar que pudieran trepar y escapar volando.
 
Juan de Dios, las utilizaba como cebo vivo en la pesca y en las ballestas o costillas, para capturar pájaros, en la temporada de los pájaros de verano, que bajaban de las sierras, y volaban hacia el sur huyendo del descenso de las temperaturas.
 
Yo diseñe después mi propio vivero, para mantener vivas mis hormigas de alas, el mayor tiempo posible, que podía llegar a alcanzar varios meses. Metía en un cajón de madera, capas de arena con cañas huecas, cortadas en los cañaverales de las huertas del Tío Torres, de la ribera del Manzanares. Luego hacía pelotas de papel de periódico y las intercalaba con tierra por encima. Ponía en la parte alta tapas metálicas de frascos de conserva, con agua que aportaba grado de humedad. Encima ponía una tapa de madera y sobre la tapa de madera una lona que ataba, para que no pudiesen salir y escapar las hormigas.
 
Las pobres hormigas aladas habían pasado de aspirar a ser reinas en sus hormigueros, a ser reclamo vivo para atrapar pájaros.
 
Las ballestas, cepos o costillas, que por los tres nombres se conocían, consistían en unos mecanismos con muelles, cuyo semicírculo superior abría sobre la parte inferior o base, y se sujetaba abierta con la punta de la varilla metida en el pinganillo donde se apresa el cebo. El pinganillo tiene dos pequeñas puntas de acero, opuestas, que al apretarlas, aumentan el círculo central donde introducimos la parte trasera del cuerpo de la hormiga , hasta su estrechamiento y una vez dentro soltamos las puntas y la hormiga queda presa, pero sin apretar y con cierta libertad de movimiento. Cuando la presa picaba la hormiga, escurría la varilla de sujeción y la muerte o parte superior golpeaba con fuerza por efecto de los muelles sobre la base. La diferencia entre las ballestas o costillas con los cepos, es que las primeras tienen una tabla de madera sobre la que está abrochada la parte metálica, y los cepos no.
 
Era muy importante la elección de los lugares estratégicos donde colocar las trampas, como por ejemplo las pequeñas elevaciones, cercanas a una alambrada, donde los pájaros solían posarse. Se raspaba el suelo, arrancando las pequeñas hierbas que pudiera haber en el lugar donde pretendíamos asentar la ballesta, formando un pequeño calvero que se distinguía de su alrededor. Luego se orientaba, de manera que las alas de la hormiga brillaran al sol, y, para evitar que el pájaro picara el cebo por la parte de atrás, se colocaba en ella un terrón o matas de hierba de la que habíamos quitado antes, que le hiciera más fácil picar el cebo por delante, y disparar el mecanismo como antes explicaba.
 
También acostumbraba yo a atar un cordel en la ballesta, y le sujetaba a algún objeto de peso, o a algún arbusto, para que, si se daba el caso de que picaba algún animal de mayor tamaño y fuerza, no huyera y escapase llevándose la trampa arrastrándola. Y es que, en ocasiones, ocurría que era un lagarto, o una lagartija, quien mordía la hormiga, dado que tenían gran avidez por este insecto y resultaban atrapados por la ballesta.
En la actualidad todo esto que os cuento, puede parecer una barbaridad. De hecho hoy día las ballestas están prohibidas, y su uso castigado por importantes multas, y lo mismo sucede con la utilización de cebos vivos, pero hace 60 años, los pajaritos se comían en los hogares humildes, e incluso, en los bares se vendían como aperitivos, una vez sazonados y fritos.
 
Espero y deseo que esta historia de mi niñez os distraiga un rato e incluso que os guste.

La diagonal y sus horizontales

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Carlos Boné Riquelme

Mi madre me despertó temprano en la mañana avisándome que ese día iríamos al casino de Shwager.

Esta era una aventura muy esperada, pues el casino de Lota-Shwager estaba junto al mar, y era un edificio de líneas clásicas, blanco como se espera de algo clásico, y tenía unos bellos comedores atendidos por un impecable personal y el “plus”, era la piscina de aguas de mar con un verde pasto que la circundaba.
Lucho Tapia, el amigo de mi madre, nos recogería temprano para trasladarnos en el bus de la línea que corría hacia Lota, hasta el punto desde donde caminábamos siguiendo el curso de una línea de tren ya en desuso, rodeados de un bosque de altos y verdes árboles, hasta llegar al camino costero que nos dirigía a la puerta de este bello casino.

Para mí, esta era una aventura que me llevaba a encontrarme con varios de mis amigos, hijos de familias de estas ciudades, alguno hijos de ejecutivos de la gran compañía minera ENACAR.

Lucho Tapia era bajo, de pelo negro, con un gran bigote que resbalaba por su labio superior hasta cubrir el inferior, y tenía un gran sentido del humor.

Lucho fue un gran apoyo para mí en aquellos años que me sentía abandonado de padre, y aunque el no reemplazaba la figura paternal, fue una gran compañía para mí y me trato con gran cariño, aunque no recuerdo en esos cortos anos, cual exactamente era la visión que yo tenía de su relación con mi madre.

Creo no haberlo cuestionado, pues a pesar de mi edad yo imaginaba que esto era algo en lo cual no debía entrometerme, y solo disfrutar de los beneficios emocionales que me daba.

Y así fue. Nunca hice preguntas, ni tampoco cuestioné a mi madre en su devenir de separada en una relación que no era justamente la ideal.

Asi, llegamos al casino donde Lucho era conocido y bien venido, y donde no recuerdo si alguien, muchos de los cuales conocían a mi madre pues mi abuelo era abogado del sindicato de las minas.

Mi abuelo, además, fue hijo de un médico cirujano que vivió en coronel, especialmente durante la revolución del 91 y que fue un reconocido balmacedista; y todas las familias antiguas de la zona tenían relaciones muy cercanas y recordaban el pasado como si fuera presente.

Nosotros con mi madre visitábamos a muchas de estas familias en coronel, y la relación era estrecha, así que posiblemente esta situación con Luis Tapia era conocida y posiblemente comentada, pero no recuerdo haber sido exonerado de los grupos de amigos por esta circunstancia.

Asi que vivíamos en un limbo donde todos sabían, pero nadie decía nada, y la vida se mantenía serena y sin mayores complicaciones.

Mi madre, por lo demás, era una mujer de carácter fuerte e independiente y a pesar de la gran oposición de mis abuelos a muchas de sus decisiones que ellos consideraban desafortunadas, ella se mantuvo en su propia línea de actuación sin dejar que ellos influyeran en sus decisiones.

Una de las pocas consecuencias de sus actos, fue que mi abuelo corto el apoyo económico que nos mantuvo a flote por mucho tiempo después de la partida de mi padre, y tuvimos que mudarnos de ese bello y confortable apartamento de la diagonal, a un pequeño e incómodo lugar en Castellón con Las Heras.

Y no es que a mí me hubiera importado mucho, pues allí tuve algunos amigos, incluyendo a mi gran compañero al que aún recuerdo, llamado Hans Wolf, del cual nunca he vuelto a saber.

Hans era un gringo rubio, tranquilo, y vivía en Castellón con Rozas, creo, y nuestra amistad se estrechó por aquel tiempo, visitándonos muy a menudo.

Pero volviendo a la historia de Shwager, llegamos al casino y nos acomodamos en la piscina aun vacía pues a pesar de ser domingo, los habituales aun no llegaban.

Poco a poco, el lugar comenzó a llenarse, y mucha gente se acercó a saludar, mientras yo con los amigos salíamos a correr por los alrededores, incluyendo la playa y algunos roquerios cercanos.

Creo recordar que la playa era de arenas negras, cosa que nunca llamo mi atención, aunque si, admiraba a las gaviotas de pecho blanco y alas negras terminadas en punta que se mecían en lo alto como volantines de pico rosado y listo para hundirse en estas frías aguas y recoger su pesca.

Tantas veces quede embelesado mirando el actuar de estas aves, las cuales en grupo circundaban espacios en el cielo sin perder de vista el movimiento del mar.

Mis amigos me gritaban para que yo saliera de ese estado casi catatónico que me inspiraban tanto las aves, como el movimiento lento de las olas que acariciaban la playa.

Y corríamos nuevamente por las colinas suaves, alrededor de muchas bellas casas que circundaban el casino que se erigía elegante, casi ideal, mirando hacia un horizonte plagado de misterios.

A veces, el cielo se cubría de nubes negras que soltaban rayos que iluminaban discretamente la lejanía, dejándonos incrédulos y asustados con el retumbar de los truenos que anunciaban la lluvia fría que nos empaparía.

Volvemos al casino donde el comedor esta iluminado con sus lámparas de múltiples lagrimas que reflejan colores e imágenes que se multiplican y se muestran en los grandes espejos de marcos dorados.

Sentados a la mesa de mantel blanco y jarrones de cristal, pedimos la comida del día, y alguna botella de vino oscuro nos acompaña, mientras las conversaciones se multiplican alrededor.

La lluvia cae dejando lagrimones en las ventanas, y oscureciendo el paisaje que se muestra distorsionado desde adentro, pero una suave música ambiental, quizás Bert Kempfer, acompaña las papas doradas cubiertas de cilantro, y el biftec que oscuro, con aristas quemadas en la parrilla, reposa en medio de una cama de lechugas verdes.

Al medio de la mesa, las alcuzas de aceite y vinagre, y los típicos potes de sal y pimienta que pequeños en comparación con los primos de figuras más elegantes, reposan listos para aderezar la ensalada.

Los mozos se mueven atentos al llamado de los comensales, y el ruido de descorchar botellas, y del sonido del líquido siendo vertido en las copas en medio de risas, apaga un poco la música.

Los recuerdos se diluyen en medio de días como este, los cuales compartí con Lucho Tapia, muchas veces él y yo solos, cuando el me pedía que lo acompañara a hacer alguna entrevista, pues él fue periodista del diario La Patria, de Concepción.

Nunca me pregunte si él tenía hijos propios, pues parecía ansioso de ser algo más que el simple amigo de la mama.

Y así, el me trataba con cariño, cariño que en aquellos tiempos fueron un bálsamo en medio de la sensación de abandono que la partida de mi padre me dejo.

Un día nefasto en mi vida

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Pedro Rivera Jaro

Los antiguos romanos separaban los días señalándolos como fastos o nefastos. Eso lo traducían a la vida rutinaria, poniendo mucho cuidado en no emprender negocios en ningún día nefasto, porque creían firmemente que fracasarían. En cambio sí que lo emprendían en los días señalados como Fastos, creyendo que saldrían perfectamente adelante con éxito.
 
El 23 de Julio de 2024, hace hoy exactamente un mes, yo tenía previsto viajar a Palma de Mallorca, a las 7 de la tarde, puesto que tenía cita con mi dermatólogo.
 
Aquel día por la mañana, después de ducharme y afeitarme, desayuné café con leche y galletas. Después me lavé los dientes, y una vez me peiné y me vestí, salí a la calle y me dirigí, como hacía cada mañana, a la Biblioteca Pública Pedro Salinas, en donde tomaba un ejemplar del periódico gratuito 20 Minutos. Después de recogerlo, subí por la calle Toledo hasta la panadería Corteza y Miga, compré un colón de pan candeal y desde allí me dirigí a la tiendas de Vinos y Licores de la calle de Calatrava, esquina con La Paloma, en la que compré una botella de Anisette Marie Brizard.
 
Cuando salí de aquella tienda, después de pagar los 12 euros que costaba la botella, crucé la plazuela de Isabel Tintero, y al llegar a la escalerilla de 5 o 6 escalones de granito, que baja hasta la acera de la Gran Vía de San Francisco, me di cuenta de que el semáforo abierto a los peatones, estaba a punto de cambiar y cerrarse.
 
Inconscientemente apreté a correr y, de pronto, sin saber cómo, me vi dando traspiés en los escalones hasta caer de bruces, todo lo largo que soy, sobre las baldosas de granito de la acera. El periódico y el pan que yo portaba en mi mano izquierda, así como la botella de Anisette Marie Brizard, que llevaba en la derecha, me impidieron apoyar mis manos con soltura, para poder amortiguar mi caída. Mis gafas aparecieron en el suelo con una de su patillas doblada casi hasta los noventa grados, con respecto al resto. La barra de pan, salió de su bolsa de papel, desde mi mano izquierda, y sobrepasó de largo al periódico que también había salido proyectado hacia delante. Y a mí derecha la botella de Anisette, se hizo pedazos, derramándose su contenido y observé con horror, que los cascos de vidrio quedaron casi tocando mi cara, después de la caída. Cuando llegué al suelo, escuché un ruido seco que produjo mi cabeza al golpear el suelo con la parte derecha de mi barbilla.
 
Inmediatamente escuché que varias personas me preguntaban si me encontraba bien, y si podía levantarme. En ese momento yo estaba chequeando mi cuerpo, y me di cuenta de que al menos podía levantarme, lo que era equivalente a que mis huesos más importantes de brazos y piernas permanecían enteros. Me dolían las manos y observé que sangraba abundantemente por una brecha que tenía en la barbilla, así como por la uña del dedo corazón de mi mano izquierda, que estaba levantada y separada de la punta del dedo, cuya primer falange se había fracturado.
La mano derecha también tenía daños, que hoy 23 de agosto, siguen doliendo, pero aparentemente no tenía fracturas.
 
Mi mejilla derecha y su zona, golpeó en el suelo, y más tarde pude observar en mi casa que estaba enrojecida. También la parte exterior de mi rodilla derecha, estaba cubierta de rozaduras.
 
Las voces que se interesaban por mí, cuando estaba caído boca abajo, en las losas de piedra, pertenecían a dos mujeres, muy buenas personas, que se preocuparon de atenderme en aquellos primeros momentos. Una de ellas era una señora, o señorita, rumana. La otra era una mujer hispanoamericana, no recuerdo si era de Colombia o de Venezuela, lo que si recuerdo es que cruzó al bar de enfrente y compró una botella de agua, con la que estuvo lavándome las manos y la cara, para limpiarlas de sangre.
 
Inmediatamente llamaron a una ambulancia, que llegó en pocos minutos, y que pertenecía al Samur. Que Dios bendiga a estas dos buenas mujeres, y también a otras cuatro personas que pararon su camino para prestarme ayuda. Dos chicos jóvenes que por su apariencia física me parecieron hispanoamericanos. Y por último, una pareja de aproximadamente 60 años que pararon igualmente para prestarme auxilio.
 
Doy gracias por poder comprobar, una vez más, que sigue habiendo humanidad en el comportamiento de muchas personas.
 
Procedí a llamar por el móvil a mi esposa, que estaba en nuestra casa, a 3 minutos de tiempo de llegada, y que en principio se alarmó, por lo que la tranquilicé y la pedí que viniera. Llegó enseguida con el coche y cuando llegó, los sanitarios del Samur me estaban atendiendo dentro de la ambulancia. Desinfectaron mis heridas, revisaron mis huesos para comprobar su estado, y me dijeron que debería ir a algún hospital de la Seguridad para que pusieran puntos en la brecha de mi barbilla, que profundizaba hasta el maxilar y que precisaba ser cosida. También necesitaría que me vieran por Rayos X.
 
Fui muy bien atendido por los sanitarios y me ofrecieron acercarme a algún hospital a la tienda de Seguridad Social, advirtiéndome de que podría tener que esperar todo el día para ser atendido.
Como resulta que hace muchos años que, además de la S.S., soy abonado de ADESLAS, (Seguro Médico Privado), y que tenía que estar en el aeropuerto Adolfo Suarez, de Madrid Barajas una hora antes de mi vuelo, o sea a las 18,00 horas, le pedí a Estrella, mi esposa, que me llevara al Hospital Madrid, en la plaza del Conde del Valle de Suchil, y allí me llevó, y fui muy bien atendido por una doctora traumatóloga, cubana de nacimiento y descendiente de gallegos.
 
Mi esposa creía que me tendrían que arrancar la uña, pero la doctora me informó de que ya no acostumbraban a hacerlo. Debo decir que a día de hoy, las dos uñas dañadas están prácticamente normales. Una de ellas, la de la mano izquierda, todavía tiene una mancha morada en la punta, pero que calculo que desaparecerá en un mes.
 
Cuando llegamos a casa y mi esposa puso la comida en los platos, para los dos, al intentar comer me di cuenta de que no podía masticar, y comprobé que tenía partida la muela del juicio, inferior derecha, así como otra muela superior de la parte izquierda, de manera que estuve bastantes días alimentándome de caldos, yogures, etc. Actualmente ya como todo tipo de alimentos, aunque las bebidas frías, debo beberlas por la parte izquierda de mi boca, si no quiero despertar el dolor del lado derecho.
 
A mi vuelta de Palma de Mallorca pedí cita al dentista, pero la solución propuesta por la doctora que me atendió, que era suplente de mi dentista habitual, que se encontraba de vacaciones, que consistía en extraerme la muela del juicio, no me convenció. De forma que anulé la cita para la extracción y decidí esperar a que volviera mi dentista habitual.
 
Mi mujer opinaba, y seguramente tenía razón, que podrían haber sido mucho más graves las consecuencias de mi caída. Así que, encima, tengo motivos para alegrarme.
 
A las 17,30 mi esposa me llevó al aeropuerto, y allí me bajé del coche con mi maleta, y ella volvió para Madrid.
 
Yo llevaba el cuerpo dolorido y los dedos vendados. En la barbilla me pusieron tres puntos de aproximación, que la doctora me recomendó no mojar en unos cuantos días, para a la cicatrización de la herida.
 
Cuando llegué al control de equipajes, donde los arcos detectores buscan armas o bombas, gracias al regalo que nos hicieron los terroristas a las personas normales, me dijo el agente al que correspondía registrarme a mí, que me quitase el cinturón y los tirantes, y además debería vaciar mis bolsillos. Yo le contesté, que lo sentía, pero que tendría un dedo roto de la mano izquierda y la mano derecha completamente hinchada y dolorida, como podía comprobar por mis vendajes. Y además le hice saber que tengo 6 clavos de titanio en mi columna vertebral, así como una prótesis de cadera, en el lugar que antaño ocupaba mi cadera izquierda original.
 
Aquel agente debió de entenderlo, y me ordenó pasar el arco hasta donde él estaba, y allí me estuvo registrando sin encontrar ningún objeto que pudiera resultarle digno de sospecha.
 
Una vez llegué a las pantallas luminosas donde se describían los vuelos, busqué mi vuelo
UX-6097 de la compañía AIR EUROPA, que tenía prevista la hora de embarque a las 18:15, la salida de Madrid a las 19:00, con destino al Aeropuerto de Mallorca y llegada a las 20:20.
La única información era que el vuelo estaba retrasado.
 
Desde las 18 horas en que yo llegué a la zona de embarque, hasta las 19:40 en que subí al avión, los sufridos clientes de AIR EUROPA, tuvimos que soportar la total desinformación a la que nos sometió la aerolínea.
 
La principal causa del retraso era que solamente tenían un avión para hacer los recorridos de la ida y los de la vuelta, y cualquier retraso producido, se iba acumulando a lo largo del día.
 
No terminó el sufrimiento todavía, porque a las 20:09 todos los viajeros llevábamos dentro del avión casi media hora, con un calor horroroso, cuando empezaron a explicarnos el protocolo de seguridad, y en ese momento algunos viajeros, ya nerviosos con las demoras, empezaron a pedir a gritos que pusieran el aire acondicionado.
 
En ese momento, la sobrecargo se dirigió a una viajera de las que protestaban por el retraso y por el calor, y la manifestó que no se podía poner el aire acondicionado hasta que no despegáramos.
 
Desde las 20:09, el avión estuvo desplazándose dentro del aeropuerto, desde la Terminal 2, hasta la pista de despegue de la Terminal 4, y no fue hasta las 21:06 que se produjo el despegue del aparato.
 
A las 22:07 tomamos tierra en el aeropuerto de Son San Joan de Palma de Mallorca, y ahora viene el remate, de un viaje que habitualmente dura 50 minutos, y que había sufrido un retraso de 127 minutos, cuando por la megafonía del avión nos comunica la sobrecargo, que teníamos que esperar a que viniera la Guardia Civil del Aeropuerto, para detener a la señora que había expresado su protesta por el retraso y por el calor.
 
La mayoría del pasaje empezamos a gritar que queríamos salir del avión, pero no nos permitieron salir hasta las 22:28, hora en que empezamos a evacuar el avión.
 
Junto a la puerta delantera por la que salíamos del mismo y entrábamos al finger, estaba un sargento de la Guardia Civil, acompañado de un número del mismo Cuerpo, esperando a la señora que venía saliendo detrás de mí.
 
Me pareció injusto e insoportable que retuvieran a aquella viajera, y me dirigí a los agentes, manifestándoles mi desacuerdo, porque no había motivos para hacerlo ya que lo único que hizo, fue protestar de un trato denigrante a los viajeros, por parte de la compañía y su sobrecargo.
 
Manifesté igualmente mi voluntad de declarar lo que había ocurrido, a lo que el sargento me respondió que estuviese tranquilo, porque no habría ninguna consecuencia para aquella viajera.
 
No faltó tampoco un trabajador de tierra de la compañía que se manifestase en apoyo de la sobrecargo, diciendo que el aire si estaba funcionando en el aeropuerto de Madrid. Yo le contesté que cómo podía él saber lo que había ocurrido en Madrid, desde su puesto de trabajo en aquel pasillo de Palma de Mallorca a lo que no le quedó otro remedio que callarse.
 
Varias personas paramos en el mostrador de Air Europa, para pedir la Hoja de Reclamaciones, y argumentaron que no tenían allí, que deberíamos protestar por vía telemática. Lo único que pudimos conseguir, fue un folio escrito a doble cara, escrito en inglés, con información de los derechos de los pasajeros aéreos en la Unión Europea, con el código AEA-ME-026-ANO4-R12.
 
Lo cierto es que aguantamos una situación abusiva, y que, por no querer molestarnos en gestionar la protesta de estos abusos, AIR EUROPA repite el abuso una y otra vez, porque no es la primera vez que yo mismo he tenido que padecerlo.

Mañanas de soledad

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Carlos Boné Riquelme

 

Temprano en la mañana caminaba desde mi pensión hasta el parque ecuador, a veces sintiendo la garua fresca, que junto al viento que soplaba desde el mar, me acariciaba el rostro dejando una sensación de limpieza.

El parque aun solitario, me saludaba desde sus árboles centenarios, con aquellos caminos de barro oscuro que perfilaba las viejas casona que se alineaban en algunos puntos de él.

Escuchaba el crujir de la tierra que se apisonaba debajo de mis zapatos, y podía ver las copas desnudas de los árboles extendiendo sus ramas a lo alto, como pidiendo clemencia al invierno duro.

Mis ojos se nublaban de emoción al ver el cielo gris fundirse con el cerro caracol y mis pasos me encaminaban inexorablemente hacia lo alto de sus suaves curvas.

El olor de la tierra, de las frescas hojas dormidas mezclándose con el barro que blandamente se hundía debajo de mis pies, hacía que de mis ojos salieran surcos salados que se amalgamaban ciegamente con el viento frío que de a poco me envolvía en sus alturas.

Y no es que fueran altas las curvaturas dormidas de mi cerro querido, pero si eran altos los pensamientos que giraban como remolinos hasta perderse allá lejos, casi en la punta de aquella torre metálica que traía señales a los hogares dormidos.

Me perdía entre árboles y hojarasca, olvidando el mundo que existía a lo lejos, para solo sentir el rumor quieto de los insectos y sus conversaciones con las aves que friolentas extendían sus pequeñas alas para sacudir el rocío.

Fue temprano en la mañana cuando viví tantas y tantas emociones que en mi adolescencia transparentaban la madurez que me acechaba, y a la cual no quería abrazar.

Solo deseaba llorar dormido, quizás reír sin razón, correr entre las plantas y flores que marchitas me dejaban escapar por un momento.

Fueron los últimos días de mi vida, lo demás solo ha sido una repetición, un eco de lo ya aprendido en aquellas solitarias mañanas en el parque.

La culebra que robaba la leche de un bebé

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Pedro Rivera Jaro

En los años cincuenta, cuando yo era un niño de pocos años, las mamás con bebés lactantes, acostumbraban a darles de mamar en público, pues entonces era considerado algo de lo más natural.
 
Si se encontraban cosiendo en la puerta de casa, junto a otras vecinas, y el bebé lloraba porque tenía hambre, tomaban el bebé en brazos, sacaban un pecho fuera de su alojamiento textil, y le ponía el pezón en la boquita, para que succionara la leche y acabara su hambre.
 
Luego ya, dependiendo de cada bebé y su apetito, podía saciarse con el contenido de un seno o, si seguía teniendo hambre, guardaba el seno vacío y continuaba con el segundo su alimentación. Hasta que el bebé se cansaba de mamar, y entonces su mamá le limpiaba la boquita, y guardaba la mama dentro de su alojamiento en el sujetador.
 
Recuerdo que en una ocasión, estaba mi querida mamá dando de mamar a mi hermano Félix, al cual saco 5 años, yo estaba mirando como lo hacían, y mamá tomó su pezón entre los dedos y apretó, dirigiendo el chorrito de leche a mi cara, que quedó mojada y pegajosa, por la leche proyectada sobre ella. Mi madre se reía con ganas, y yo también. El único que protestó fue mi hermanito que había notado como se interrumpía su comida.
 
Es posible que la gran atracción que ejercen sobre mí los pechos de las féminas, se encuentre en mi subconsciente, que posiblemente guarda aquel recuerdo del seno materno, fuente natural de vida.
 
Pero ahora quería contaros una historia que nos contó la abuela de mi amigo Ignacio, a él y a mí.
 
Esta señora era natural de un pequeño pueblecito de Toledo llamado Escalonilla, y nos refirió una historia de un niño que estaban criando, en su pueblo, con la leche de su mamá.
 
El niño estaba hermoso, pero en los últimos días, dejó de coger peso, y despertó la alarma
de su madre y de su abuela.
 
La mamá se sentaba en un cómodo sillón, en el zaguán de su casa, con el bebé en brazos,
dándole el pecho, mientras dormitaba. Una vez que la leche se acababa en sus pechos, ayudaba al bebé a expulsar el aire, dándole unas palmaditas en la espalda, y luego le acostaba para que durmiera.
 
Aquellos últimos días, el niño lloraba desconsoladamente después de mamar, y su mamá notó que no ganaba peso y lo comento con su madre, la abuela del bebé.
 
La abuela calló, cuando escuchó el comentario, y decidió observar desde un lugar escondido cómo se amamantaba el bebé. El niño empezó a mamar, y la mamá se adormiló enseguida.
De pronto, la abuela observó que, del ojo de una enorme cerradura que había en aquella vieja puerta carretera de madera, empezó a salir una culebra bastarda, y se aproximó hasta la boca del niño, introduciendo en ella la punta de su cola. Al mismo tiempo con su boca empezó a mamar la teta. Una vez hubo terminado, se retiró por el mismo orificio por el que había salido antes.
 
La abuela despertó a su hija y, la explicó lo sucedido. Quedó horrorizada con la explicación de lo que estaba sucediendo.
 
Al día siguiente pusieron un lazo corredizo en el ojo de la cerradura, y cuando la culebra salió, la atraparon y fin del problema. La trasladaron a gran distancia y la soltaron donde no pudiera volver a aquel zaguán.
 
El niño volvió a recuperar su peso, y su mamá y su abuela, su tranquilidad y sosiego.
Si la historia fue cierta o fue inventada solo para entretenernos a unos niños, no tengo forma de saberlo, pero eso ya es algo secundario. Lo importante es que esta historia me impactó, y nunca la he olvidado. Por eso mismo, ahora tengo el placer de regalárosla a todos vosotros.
 
Hace poco, alguien me contó otra historia parecida, de otra serpiente que mamaba de las ubres de una vaca, que tenía un ternero lactante, con tal suavidad, que la vaca buscaba a la serpiente para que la mamara, hasta el punto que llegó a aborrecer a su ternero.
 
Mi pregunta es: ¿Podría tratarse de la misma serpiente?

Pacha

P

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
Mi tío, que se casó con la hermana de mi padre, era francés de nacimiento, pero de familia y origen alemanes. Era muy culto y rico, gracias a su inteligencia y trabajo.
Vivió en muchos países antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Se casó con mi tía, la hermana mayor de mi padre, y fueron los únicos hijos de mis abuelos nacidos en Brasil. Hubo otros hijos mayores del primer matrimonio de mi abuelo que nacieron en Europa.
 
Voy a dar a este tío un nombre ficticio para que no se le identifique, al igual que a mi tía y a sus dos hijos. Así que a partir de ahora se llamará Martín, su mujer Ana y sus hijos André y Rosa.
 
Por supuesto, con su fuerte y dominante personalidad de maestro, a la que se sumaba su origen alemán, estos nombres no le irían bien.
 
En su casa, como en la de mis abuelos, el único idioma que se hablaba era el alemán. Mi padre escribía y hablaba perfectamente esta lengua, ya que había estudiado en una escuela tradicional donde, además de una excelente formación cultural, la lengua hablada era el alemán. Conocí esta escuela en una ciudad que visité y estaba dirigida a una clase más acomodada.
 
Bueno, para seguir con nuestra historia, el tío Martin llevaba su negocio y su familia de forma muy estricta.
 
Tenían una casa preciosa y muchas comodidades y modernidad para la época. A sus hijos no les faltaba de nada, incluso juguetes bonitos y caros.
 
La música era una de las prioridades de la familia, incluida la mía.
 
Los niños estudiaban y tocaban el piano con maestría y su madre era experta en un instrumento que casi nadie conoce hoy, el sitar.
 
Cambiando de tema, volvamos a hablar de Martin.
 
Le encantaba cazar y para ello tenía en casa dos perros de raza, Pointers que eran sus fieles compañeros. Uno de ellos, de pelaje blanco y manchas marrones, se llamaba Pacha. Era un perro muy guapo y manso con los niños pequeños, pero cuando estaba en el campo, sólo obedecía ciegamente a su amo y hacía fielmente todo lo que se le mandaba. Y así sucedía con todas las salidas de caza del tío Martín.
 
Pero un día, todo fue diferente. Os contaré lo que pasó.
 
El tío Martín estaba cazando liebres en el campo con su rifle. La maleza era un poco alta, llena de arbustos que no le permitían visualizar bien su entorno.
 
Sin embargo, con su precisión habitual, divisó a la liebre que corría entre los arbustos a poca distancia de donde el se encontraba. Apuntó a la cabeza del animal y efectuó un único disparo con su potente rifle. El animal cayó entre las plantas.
 
Martin ordenó entonces a Pacha que fuera a buscar la pieza, como estaba acostumbrado y entrenado a hacer. Pacha siguió el rastro del animal y cuando estuvo cerca de él, se detuvo y no lo recogió en la boca como hacía siempre para llevárselo a su amo.
 
Martin, asombrado y molesto al mismo tiempo, ordenó en voz alta a Pacha que le trajera la caza. Finalmente el perro le obedeció y regresó lentamente con la liebre entre los dientes. Cuando se acercó al tío Martín, cayó a sus pies con la caza y tres mordeduras de serpiente en el hocico.
 
Cuando mataron a la liebre, ésta había caído sobre un nido de jararacas y cuando Pacha las vio, al principio se echó atrás, pero como era obediente y fiel a su amo, obedeció la orden de recoger el animal cazado. Pacha yacía a los pies de Martín terriblemente herido y moribundo.
 
En aquella época, las serpientes campaban a sus anchas por el campo y era normal que la gente sufriera mordeduras y muriera a causa de su veneno.
 
Siempre que Martin salía de caza, llevaba consigo suero antiofídico, que ya existía en aquella época.
 
Cuando el tío Martin vio a su perro favorito en ese estado, empezó a llorar copiosamente. Amaba a ese animal.
 
Desesperado, aplicó el suero al perro, lo metió en su coche y condujo de vuelta a la ciudad a la velocidad que le permitían las primitivas carreteras de tierra de la época.
 
Pacha, con los cuidados de un veterinario, se salvó, no murió, pero permaneció ciego hasta el final de sus días y cuando percibía la presencia de su dueño, cuando éste llegaba a casa del trabajo, le esperaba tumbado en el portal moviendo el rabo, gimoteando y de sus ojos ciegos caían lágrimas.
 
Y así fue hasta el final de sus días.
 
Martin no volvió a salir de caza.

Confinada

C

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
El edificio era alto, de unos quince pisos. La arquitectura moderna. Grandes balcones.
Puertas y ventanas que daban una vista completa de la calle desde los balcones.
 
Era azul y se mezclaba con el cielo resplandeciente que suele haber en estos pagos mediterráneos, en Campello un "pueblo" de Alicante - España.
 
Enfrente hay un gran parque con árboles y muchos bancos para sentarse y disfrutar del tranquilo entorno.
 
Me sentaba allí casi todos los días para leer, pensar y observar.
 
Una mañana, cuando estaba sentado, después de mi paseo diario, en un banco frente a este edificio, la vi.
 
Desde la distancia parecía más o menos joven, con el pelo corto y castaño que brillaba al sol.
Debe haber vivido en el décimo o undécimo piso. Realmente no había forma de calcular correctamente.
 
Lo que me llamó la atención desde donde estaba en la plaza fue que: entró rápidamente por una puerta y desapareció para salir por otra unos minutos después. Esto sucesivamente, sin parar, durante casi una (1) hora.
 
En los días siguientes volví a pasear por la plaza, como hacía siempre.
 
En este punto, mi curiosidad ya se había despertado y comencé a diario a levantar la vista y observar la misma escena. Durante meses.
 
Quería saber quién era esa mujer y qué hacía.
Fui al edificio donde vivía y hablé con el portero, que no pudo decirme mucho, diciendo que no la conocía y que nunca pasaba por la calle.
 
Pensó que estaba casada, pero no estaba seguro.
 
El tiempo pasó y la escena se repitió hasta que un día no la vi más.
 
Parecía tan hermosa desde lejos.
 
Volví al edificio de nuevo y pregunté al nuevo portero por ella.
 
Era más hablador.
 
Luego me dijo que la bella mujer vivía recluida en su piso. Que cuando su marido salió cerró la puerta y se llevó la llave. Era demasiado celoso.
 
Un día, al volver a casa temprano, encontró al antiguo portero dentro, charlando amistosamente con su mujer.
 
Poseído por la desconfianza y los celos exacerbados, sacó un revólver que llevaba consigo y, sin preguntar, les disparó a ambos.
Se sabía, según el último portero, que el primero había derribado la puerta, al oír los gritos de su mujer, para apagar un fuego que se había instalado en la cocina, y que había tenido éxito en el empeño.
 
Según algunos vecinos, aún hoy se oyen los pasos de la mujer moviéndose de una habitación a otra, sin detenerse, y que desde la plaza quien mira ese piso siempre la ve igual, caminando ahora junto al antiguo portero.
 
Los dos cada día, durante una hora, por la mañana, entran por una puerta y salen por la otra, caminando, siempre caminando...
 
¡Increíble! Esta mañana me pareció verlos.

El patio de mi casa

E

Pedro Rivera Jaro

 
Las personas de fuera de Madrid piensan que esta gran ciudad siempre estuvo constituida por enormes rascacielos como los que existen en la hermosa calle de la Gran Vía o el paseo de la Castellana, pero yo recuerdo de mi primera infancia, en la zona de los barrios del sur de Madrid, en mi calle que entonces se llamaba Barrio de San José y a la que posteriormente cambiaron a Calle de San Fortunato, existía una mayoría de casas de planta baja, en muchas de las cuales faltaban los servicios más elementales, como agua corriente o alcantarillado, y cuyas calles carecían de pavimento, y cuando llovía, se formaban enormes barrizales, y grandes charcos de agua, que los chiquillos aprovechábamos para jugar hasta ponernos perdidos de salpicaduras de agua embarrada, y que cuando llegábamos a casa, nuestras madres nos administraban una buena ración de azotes en las nalgas.
 
A 200 metros de mi casa, había campos sembrados de trigo o cebada, entre cuyos surcos, nosotros buscábamos nidos de alondra, lagartijas, lagartos y culebras. Disfrutábamos dentro de la gran ciudad, de cosas propias del campo, como escuchar donde cantaban los grillos y descubrir el agujero donde se refugiaban, al escuchar el ruido de nuestros pasos al aproximarnos. Metíamos por el agujerito una pajita vegetal, y como habían entrado reculando en su refugio, les hacíamos cosquillas en la parte delantera y les obligábamos a salir, momento que nosotros aprovechábamos para capturarlos. Luego les metíamos en unas jaulitas hechas con telas metálicas mosquiteras, y les echábamos hojas de lechuga para que comieran y nos deleitaran con su canto.
 
En lo que fue mi casa, hoy día existen dos bloques de viviendas de cuatro alturas, y la calle que os he contado que era de tierra, hoy está debidamente asfaltada, y todos aquellos campos de trigo y cebada, hoy son bloques de viviendas con todos los servicios y comodidades que la vida moderna impone.
 
En la parte trasera de mi casa existían los garajes donde mi padre encerraba su camión, con su banco de trabajo, herramientas y demás utensilios de su actividad de transportista. En otra parte existía un gallinero, con un par de docenas de gallinas ponedoras, un palomar en su parte alta, y a un costado exterior de la valla metálica del gallinero, teníamos tres jaulas de conejos.
Todo esto estaba a mi cuidado que tenía entre mis obligaciones la alimentación, y limpieza de todos estos animales.
 
Algún día os contaré muchas más cosas del transcurrir de mi infancia, muy feliz, pero poniendo el acento en que los niños, entonces teníamos muchas obligaciones en ayuda de las actividades familiares, además de estudiar.
En la parte de mi patio que daba a la ventana de la cocina y a la que se accedía por la puerta del pasillo central de la vivienda, había una enorme morera que había plantado mi abuelo Pedro, que producía moras blancas, muy dulces, alrededor de cuyo grueso tronco había instalada una gran mesa de madera, donde los domingos de verano solíamos reunirnos a comer los seis miembros de nuestra familia.
Cuando yo cometía alguna travesura infantil, y enfadaba a mi querida mamá, ésta me perseguía, zapatilla en mano, y yo subía por la mesa y, trepando por el tronco y ramas del árbol, escapaba a las iras de mi progenitora.
 
También teníamos una higuera de higos blancos de cuello dama, riquísimos, dos parras para dar sombra, un rosal, de rosas rojas y plantas de sándalo y hierbabuena, todos alrededor del patio, en un borde de tierra ajardinada, y en las paredes, colocados en soportes de hierro pintados de verde, colgaban tiestos de geranios, pelargonios, claveles, etc., sobre el fondo blanco de la cal deslumbrando la mirada, como si estuviéramos en un precioso patio andaluz.
Y todo el resto del patio estaba pavimentado de cemento, que anteriormente estuvo adoquinado con piedra de Colmenar, donde yo de pequeño tropezaba y me hería las rodillas con demasiada frecuencia.
 
En la década de los 50, aproximadamente en 1955, en pleno mes de julio, tuvimos un día verdaderamente tórrido.
Entonces no se hablaba de cambio climático, pero os aseguro que hacía tanto calor como ahora, con el agravante de que no teníamos aire acondicionado.
 
El frigorífico nuestro era un pozo de agua como de 12 metros de profundidad, en cuyas aguas claras y frescas, mediante un cubo amarrado a una maroma, deslizándose mediante una garrucha de hierro, bajábamos una botella de vino, otra de gaseosa y una tercera de agua, unos tomates y un melón.
 
Todo ello introducido en el agua del pozo y cuando llegaba la hora de la comida lo subíamos, y su contenido estaba bien fresquito
Aquel pozo lo había excavado mi abuelo Pedro, mucho antes de que yo viniese a este mundo, y lo había revestido de ladrillo recocho.
 
En la parte superior, el brocal llegaba a una altura aproximada de un metro, y todo él estaba revestido de cemento y encalado. Por encima tenía un arco metálico y en la mitad del arco tenía soldado un gancho del cual se colgaba la garrucha.
 
En el borde del brocal tenía abrochadas con tornillos grandes, dos bisagras, que articulaban con una trampilla de chapa, que se abatía sobre el borde circular de su orilla contraria. De esta forma quedaba cerrada la boca del pozo, y se evitaba cualquier accidente que pudiese sobrevenir a cualquier persona o animal, y que pudiera precipitarse hasta el fondo del pozo, como le ocurrió a una perdiz roja, que yo tenía suelta por mi jardín, y que espantada por mi hermano Javi, cayó tras un corto vuelo en el fondo del pozo, y tuvimos que sacarla con el cubo, pero como resultado de los golpes que se dio en la cabeza , al caer, quedó ciega y, a los pocos días murió. Su muerte me causó gran disgusto, porque ese animalito lo crié yo desde que era un pollito y le tenía gran cariño.
 
Junto al brocal del pozo se hallaba una pila de piedra, que desaguaba en la alcantarilla, donde mi madre, una vez llena con agua del pozo, lavaba la ropa, mientras cantaba las canciones que oía cantar en la radio a Lola Flores, Juanita Reina, Marifé de Triana y otras famosas del momento.
Todavía no habían llegado las primeras lavadoras automáticas a España.
 
Como os decía anteriormente, aquella tarde-noche, el calor se hacía insoportable y mi padre pensó que podríamos dormir en el patio, donde con el frescor de los árboles sería un poco más baja la temperatura.
Para ello colocó unas alfombras en el suelo, y sobre ellas puso un colchón, con unas sábanas y se acostó en él.
A mí me pareció algo divertido y le pregunté si podía dormir con él, y él riéndose me dijo que si y me acosté con él
Hasta que en mitad de la noche, nos despertó una tremenda tormenta de truenos y gran aparato eléctrico.
De pronto empezó a llover con gran violencia, lo que nos obligó a recogerlo todo corriendo y meternos dentro de la casa.
 
Son cosas que ocurren en la niñez y se te graban profundamente en la memoria, sin poder olvidarlas con el paso de los años.
Han pasado 69 años, aproximadamente y sigo recordando los gestos cariñosos de mi querido padre.

¿Hacemos una apuesta?

¿

 Álvaro de Almeida Leão

Traducido al español por José Manuel Lusilla

Morlim, Oswaldo y Zecão se encuentran diariamente para una partida de cartas amistosa en el bar de Don Cardoso. Allí se quedan hasta las 11 de la noche. Como siempre, Morlim es el primero en llegar y también el que más se emociona con las victorias alcanzadas. Otra vez,  gana. Al perder se pone furioso.

Pasado un tiempo, Don Cardoso recibe una llamada telefónica:
—Hola, bar de Don Cardoso, a sus órdenes.
—Hola, soy Oswaldo. Quiero hablar con Morlim, ¿él está ahí?
—Sí, espera un momento. Morlim, teléfono, es Oswaldo.
—Hola, Oswaldo. Están retrasados, ya llevo aquí un buen rato.
—Falleció un amigo en común, mío y de Zecão. Estamos en el velorio y lamentablemente hoy no podemos ir hasta allí para nuestra partida.
—Bah, amigo Oswaldo. Estoy enfadado. Acostumbrado a nuestro juego, ni sé qué hacer para pasar el resto del tiempo.
—Nos pasa lo mismo aquí. Nos sentimos fuera de lugar. Ya sabes cómo es, la adicción es la adicción, ¿no es así, Morlim?
—Claro, Oswaldo, yo lo sé muy bien. Estoy sintiendo comezón por todo el cuerpo. Ya tomé un montón de cafecitos. En fin, ¿qué se le va a hacer? Es la vida.
—Eso era todo, Morlim. Hasta mañana, ¿de acuerdo?
—Más que de acuerdo. Un abrazo para Zecão.
—Se lo daré.

Morlim vuelve a la mesa en la que se encuentra, totalmente desorientado. La falta que le hace la querida y amada partida no tiene comparación. De ahí a una crisis nerviosa fue cuestión de minutos.

En un momento dado, no se contiene y recurre a la bondad de Cardoso.
—Amigo Cardoso, necesito que me hagas un gran favor.
—Claro, Morlim, si está a mi alcance, con mucho gusto.
—¿No quieres jugar conmigo? El bar está tranquilo.
—No, gracias, Morlim, no soy de juegos, ni conozco bien las cartas.
—Entonces, Cardoso, te propongo: los dos nos ponemos detrás del mostrador y jugamos a ver quién puede escupir más lejos. ¿Hecho?
—Perdona, pero no quiero.
—¿Qué piensas, mañana llueve o no llueve? Elige. Yo me quedaré con lo contrario de lo que digas. ¿Jugamos a eso?
—No me lo tomes a mal. Pero los juegos no me atraen.
—Cardoso, pásame un trozo de ese queso de la estantería del medio.
—Perdón, Morlim, lo que hay ahí no es queso, es jabón.
—Es queso.
—Es jabón.
—¿Y entonces... ahora sale una apuesta?
—Está bien. Me venciste por cansancio. Acepto.
—Genial. Pura belleza. Por fin. Yo digo que es queso y tú dices que es jabón. ¿Puedes bajar el producto para ver quién ganó la apuesta?
Cardoso va hasta la estantería donde se encuentran los productos de limpieza y trae la barra de jabón que Morlim había señalado como queso.
—Ahí está, proclama al ganador.
Morlim, con un trozo de jabón en la mano, lo lleva a la boca y, sin darse por vencido —perder no es lo suyo— dice con la mayor cara de piedra:
—Gané el juego. Gané. Gané. Es queso con sabor a jabón.
...Perder no es lo de Morlim. ¡No, en absoluto!...

La muerte de la abuela

L

Silvia C.S.P. Martinson

TRADUCIDA AL ESPAÑOL POR PEDRO RIVERA JARO

Ella murió.

No dejó ninguna herencia importante, sólo escribió una carta a su único y querido nieto.

Vivió cada día con intensidad, con alegría. Con la alegría de quien recibe el don de la vida.
Sufría achaques y dolores como cualquier anciano que, con el paso de los años y el desgaste natural del cuerpo, los tiene.

Tuvo algunos amigos que también conservó hasta el final de sus días. Los que se fueron por razones de la vida lo hicieron en silencio.

Algunos dejaron recuerdos amargos, que ella, sensatamente, arropó en un rincón de su memoria, en el lugar destinado a las cosas perdidas.

Y así, día a día, semana a semana, pasaron meses y años sin que ella se diera cuenta de la historia registrada en la eternidad que poco a poco iba escribiendo.

Y ahora, al final, le dejó a su nieto la versión no contada de su largo viaje en una carta dirigida sólo a él, que empezaba así:

Querido nieto.
Te quiero por encima de todo. Fuiste y eres el recuerdo más entrañable que llevo conmigo.
Mi fin se acerca. Lo siento.
Fui alegre, fui feliz.
He amado y he sido amada.
Y ahora te contaré lo que pasó en mi largo camino.
Yo .......

Su mano cayó, la pluma resbaló, la sonrisa se desvaneció gradualmente de sus labios, sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, sus ojos se cerraron suavemente.

No terminó la carta.

Inmersa en sus sueños y recuerdos, se quedó dormida para siempre.

 

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