Silvia C.S.P. Martinson
La calle estaba llena de gente, algunos caminaban con prisa, otros más despacio. Estos últimos se tomaban su tiempo, mirando los escaparates que ya estaban abiertos.
Era la semana anterior a Navidad.
La mayoría de las tiendas tenían sus escaparates llenos de bonitas propuestas para que la gente se interesara en comprar algo, ropa o juguetes para regalar a sus seres queridos en Nochebuena. Esta costumbre es muy común en algunos países.
Los tres caminaban por la misma acera, cada uno a su ritmo. André tiene unos 65 años y camina con cierta prisa, mientras atiende una llamada en el móvil de su nieto, que le recomienda que le compre una bicicleta que ha visto en una tienda concreta y que le gusta mucho, sobre todo porque cumple sus expectativas y necesidades para cuando vaya a la universidad donde estudia.
Lidia caminaba tranquilamente, mirando a la gente que pasaba mientras recordaba sucesos que habían ocurrido en su pasado. Uno de ellos le hizo recordar que a los 20 años, ahora con 65, se había enamorado de un joven y él de ella. Se llamaba André. Ambos estaban en la universidad y estudiaban asignaturas diferentes, ya que él quería ser abogado y ella médico.
También recuerda que, al final de sus estudios, ambos se separaron. Cada uno perseguía sus propios objetivos de especializarse en cursos de postgrado en otras universidades. Finalmente se encontraron, pero la vida, los compromisos y otros intereses acabaron separándoles.
Más atrás y en dirección contraria, un hombre mayor caminaba por la misma acera, apoyado en un bastón, pues el peso de los años le hacía sentirse más débil, inseguro, sin la higiene de la juventud. Se llamaba Francisco, este anciano que caminaba despacio. Había sido profesor en la universidad.
Al mirar a aquellas dos criaturas tan distraídas y retraídas, se acordó inmediatamente de sus alumnos André y Lidia, a los que siempre había mirado con cierta envidia por su juventud y belleza de entonces.
También se fijó en que, a pesar de su edad, ambos conservaban vestigios de belleza que el tiempo no les había arrebatado.
Francisco notó que los dos caminaban separados, no como antes en la universidad cuando estaban enamorados y caminaban de la mano, y los veía a menudo besándose en las esquinas.
Francisco intentó llamarles en ese momento.
Lidia miraba distraída el escaparate de una tienda de ropa. André estaba ocupado contestando a su llamada de móvil, completamente absorto.
André y Lidia simplemente no se habían dado cuenta de que ninguno de los dos estaba en la calle.
Francisco, conmovido por tantos recuerdos, intentó una vez más atraer la atención de sus antiguos alumnos, pero su voz se volvió ronca y sus ojos se llenaron de lágrimas. Un fuerte dolor en el pecho le hizo sentarse en un banco de la acera.
Francisco se durmió allí para siempre mientras la gente, cada uno por su lado, seguía su camino, sus propios destinos por los caminos de la vida, total y absolutamente distraídos.