Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
El era tan joven como cualquier persona joven.
Jugó, rió, cantó, se enamoró, se decepcionó y se volvió a enamorar.
Sus padres y sus superiores le pidieron cuentas muchas veces. Algunos con razón, otros no.
Se puso a trabajar muy pronto, tenían necesidad de hacerlo. Sus padres no eran ricos. Tenía que mantenerse a sí mismo y a su familia. Tenía muchos hermanos y hermanas.
Estudió y se graduó.
Hizo oposiciones y entró a trabajar en la compañía de teléfonos Telefónica, donde consiguió puestos relativamente importantes a base de competencia, rigor y esfuerzo.
Finalmente se enamoró de una colega, que le pareció bastante bonita, y se casó con ella.
Tuvieron hijos.
Los educó a su manera.
Les dio la formación necesaria para que pudieran trabajar y progresar con menos dificultad que él.
Su mujer le acompañó en su viaje, siendo su compañera y ayudándole en las tareas del hogar y en la educación de sus hijos, como suele ocurrir con algunas mujeres de su tierra.
Todos ellas, porque en su época las mujeres no se educaban y no mostraban muchas ganas de hacerlo. No consideraban que la educación y el trabajo fuera de casa fueran importantes.
Se contentaban con casarse y ejercer la función de madres, esposas, a veces amantes y sirvientas domésticas, sumisas a la voluntad de su marido, a sus apetitos y caprichos.
Esto se debía a su total dependencia financiera.
En consecuencia, les aterrorizaba, y todavía les aterroriza a algunas de ellas, salir a la calle a trabajar y ser independientes. A menudo sufren humillaciones, malos tratos y desprecio por parte de sus maridos.
Y así la vida de este hombre siguió con altibajos.
Envejeció.
La mujer que antes era hermosa se volvió gorda y poco atractiva a sus ojos.
A su vez, se volvió cada vez más irritante y molesto.
Todo el mundo le parecía mal, a los jóvenes los veía maleducados, criticaba a todo el mundo, mirando sólo el lado negativo de las personas, según sus conceptos.
No le vino a la boca ningún elogio o palabra amable para otras personas. Y si lo hizo fue sólo con la intención de reunir apoyos para no sentirse tan aislado y solo en el mundo.
La soledad le aterrorizaba.
Un día, un trío de jóvenes franceses estaba en la playa muy temprano. Probablemente no habían dormido y habían venido a terminar su velada en aquel agradable lugar.
Estos chicos no hacían daño a nadie, cantaban y expandían su juventud, felices e indiferentes a los que pasaban.
Una mujer les pidió que cantaran el himno de su tierra y los escuchó con deleite.
Accedieron gustosamente a la petición y cantaron la Marsellesa con respeto y dignidad, con las manos en el pecho.
Recordó su juventud en la escuela y los acompañó hasta el final.
El hombre, molesto por lo que veía y oía, intentó criticarlos.
La mujer respondió al implicado diciéndole:
- Nosotros mayores tenemos mucha envidia de estos jóvenes, porque son bellos, sanos, vitales y sobre todo siguen teniendo la sensación de libertad que sólo la inocencia de la juventud les impregna y permite.
¡Cuánta envidia causan a las criaturas decrépitas!
El hombre se calló y no volvió a hablar.