Encarnación

E

Carlos Bone Riquelme

Así se llamaba, Encarnación, y desde aquella enorme cocina en la que dejaste transcurrir tu juventud fregando trastos y cocinando para otros, que a veces te mencionan entre plato y plato.

Llegaste joven, delgada, en pleno invierno, cubriéndote apenas con un chaleco que parecía tela de cebolla. Tiritabas toda, y desde debajo de aquel pelo que se pegaba a tu rostro, eso fue lo único que atinamos a decir: "Soy la Encarnación, patrona".

Yo, enroscado a las piernas de mi madre, te miré desde mis escasos cinco años, y tú me sonreíste despacio, como pidiendo disculpas por la intrusión, mientras mi madre te señalaba que entraras, pero directo a la cocina para que no mojaras el "parquet". Traías en tus manos un bulto de ropa tan mojado como tú, tus únicas posesiones, y contestaste las preguntas habituales de quien sería "la patrona", con seria humildad anquilosada en el conocimiento de cuál era tu posición en la vida.

Miraste la cocina, la cual sería tu reino por tantos años, y le dijiste a mi madre que sí sabías cocinar, pero que además podrías aprender lo que ella gustara. Entonces entraste en nuestras vidas, con la modestia crecida en el campo chileno, entre los aromos y los sauces, entre los ríos y las montañas. Eras joven, quizás rondando los trece años, pero ya debías aprender a ganarte la vida, pues la familia no podía alimentarte.

Encarnación sabía leer y escribir, lo poco que alcanzó a aprender en la escuela rural, y muchas noches me dormí escuchando su voz callada leyendo cuentos de navegantes intrépidos, o de personajes mitológicos que solo salen al campo de noche. Con ella aprendí a tomar el mate, el cual preparaba dulce con terroncitos de azúcar que desaparecían entre la yerba, disolviéndose como mis sueños.

Su risa era diáfana, de inocencia pura, y cuando yo, más grande, le preguntaba por su hogar, sus ojos se perdían misteriosos en las ventanas brillantes, para contarme historias de caballos y vacas, de vendimias y trillas, y ella parecía regresar a su infancia, que al igual que la mía, se alimentó de personajes inexistentes.

Esto nos acercó, y entre ella y yo, creció una secreta complicidad que aumentó hasta aquel tiempo cuando dejé el hogar, con mis padres ya maduros, y me fui a la universidad.

Encarnación aún permanecía soltera, nunca se casó, y quizás por esa razón, me atendía como si yo fuera su hijo, haciendo que mi madre, a veces, mostrara celos de este amor que para ella no era compartido.

Pero con el tiempo, aceptó esta relación tan particular, pues era un amor quieto, maduro, lleno de misterios que ella no podía entender. Es que con Encarnación vivíamos en otra dimensión, compartiendo el mundo de la mitología, alimentándonos de "traucos" y barcos fantasmas que asolaban las costas con figuras llenas de fuego, que podrían ser espíritus.

Mis padres envejecieron, y mi padre falleció repentinamente de un ataque cardíaco, así que regresé al funeral cuando recibí el llamado. Encarnación abrió la puerta con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó como si ella fuera mi madre. Cuando entré a la casa, supe que mi madre estaba durmiendo gracias a un tranquilizante, y en medio de la sala estaba el féretro donde yacía él, aquel que jugó conmigo tantas veces; el mismo que me enseñó a andar en bicicleta, y que se ponía al arco para que yo le pateara el balón.

Me paré a su lado sintiendo el pesado olor de las camelias y pude ver su rostro pálido, casi como la cera, donde ya no estaba él. Encarnación me dejó solo, mientras preparaba un café, que dejó en el comedor, mientras la gente que venía a dar el pésame me rodeaba con abrazos y palabras que no pude escuchar.

Cuando todo el mundo se fue, y el silencio envolvió nuestro hogar, pude despedirme de mi padre dejando que las lágrimas corrieran libremente por mi rostro, y entonces dejé que ella me secara las lágrimas, como cuando era niño, y abrazándome me cantara canciones del sur, llenas de melodías que parecían guitarras tocando al viento.

Ella me desnudó, y luego se acostó a mi lado, igual de desnuda que yo, y me abrazó tiernamente dejando que mis besos corrieran por sus pechos pequeños de mujer madura.

No hicimos el amor, pero esto nos unió más que nunca, pues fue como la confirmación de ese algo que como el cordón umbilical alimentaba mi espíritu.

Mi madre estaba como un fantasma, tomando tranquilizantes, y sin darse cuenta de lo que sucedía, nos dejó el espacio a Encarnación y a mí para conocernos íntimamente. Durante los días que pasé en mi hogar, dormimos juntos cada noche, acariciándonos y sintiéndonos amantes; y yo pude conocer el amor completo, aquella entrega del alma y la carne que solo se conoce en el misterio de la relación sagrada con una mujer.

Volví a la universidad, pero mis noches eran de ella, pues la soñaba sintiendo su aroma natural, sus labios frescos junto al aliento a perejil, y sus manos que como soplos me recorrían entero. Apenas terminó el semestre, regresé a mi hogar, para saber que ella se había marchado.

Mi madre estaba desconsolada, pues en cuestión de semanas había perdido a su esposo, y luego a aquella mujer que nos acompañó por tantos años. No podía entenderlo, y yo caí en estado febril de desesperación que me llevó al alcohol, y pasaba las noches murmurando su nombre, y bebiendo de botellas hasta dejarlas vacías.

Pero un día desperté con la intención de encontrarla como fuera, y entré en el que fue su dormitorio y revisé cada espacio de este, hasta que encontré unas cartas de su familia con la dirección del hogar paterno.

Me despedí de mi madre y tomé un bus a Temuco, desde donde me embarqué en una micro interprovincial hacia un pueblo llamado Chesque. Llegué entrada la noche, pero preguntando encontré la casa de Encarnación, la cual era modesta, como aquellas casas de campo estucadas en blanco, con techo de tejas diseñadas por el clima duro del sur, y en su ventana, una luz iluminaba hacia el exterior.

Toqué la puerta, y Encarnación abrió, quedándose estupefacta de verme allí parado, frente a ella. Cuando la miré, pude ver que su vientre estaba abultado, y ella trataba de esconderlo bajo un mantel que pendía de sus manos, pero yo, de rompe y raja, le pregunté: "¿Es mío?", y ella soltó el llanto, pero yo la abracé, y le dije suavemente al oído: "A este muchacho lo criamos entre los dos".

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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