Silvia C.P.S. Martinson
Todo pasó tan rápido, pensó ella. El tiempo, la vida, los hechos, los buenos y los malos momentos. Con ese pensamiento, se sentó en un banco de la plaza que, en esa época del año, primavera, estaba espléndida, con un hermoso colorido. Los árboles, cargados nuevamente de hojas verdes, contrastaban con el colorido de las diversas flores que habían sido plantadas y cuidadas hacía tanto tiempo en los varios y numerosos parterres allí existentes. Árboles viejos y viejos rosales, cargados de flores abiertas y en capullos, además del perfume, aportaban una inmensa paz al alma de quien observaba, como ella ahora. El banco en el que se sentaba era antiguo también; sin embargo, confeccionado en madera noble, resistía impávido a los cambios y rigores del tiempo.
Personas apuradas pasaban frente a ella. Mujeres bien vestidas, peinadas y maquilladas se dirigían, probablemente, pensó, a sus trabajos, a sus ocupaciones. Recordó que las mujeres ahora gozan de más libertad y tienen más acceso a la educación que en su tiempo.
Ella había querido estudiar y tener una carrera como profesora, o quizás incluso como médica, pero además de ser pobre, sus padres tenían una educación antigua, donde las mujeres solo estaban hechas para ser madres, servir al hogar, criar a los hijos y ser sumisas al hombre, su marido. En familias más abiertas se admitía que la mujer fuera profesora o quizás sirviera a Dios siendo monja. Una ligera envidia de las mujeres de ahora asomó momentáneamente en su mente y en su corazón.
Los hombres que transitaban allí con pasos ligeros rumbo a sus obligaciones le hicieron recordar a su padre y a su marido. Siempre ambos tan apurados. Fueron buenos hombres, honestos y, dentro de sus capacidades, buenos ciudadanos. Como cabezas de familia se condujeron, relativamente, a sus ojos, bien. Sustentaron a todos con moderación.
Su marido fue un padre cariñoso con sus hijos, les proporcionó acceso a la escuela y logró con mucho esfuerzo llevarlos hasta la universidad donde ambos se graduaron. Como marido, como hombre, sexualmente hablando, dejó lagunas. Tenía el hábito de mirar y, si era posible, tener relaciones sexuales con otras mujeres mientras ella trabajaba como cocinera en un restaurante para ayudar con su esfuerzo a la economía doméstica.
En ese momento pasaron junto a ella varios niños acompañados de sus padres que se dirigían a la escuela, lo que le hizo recordar a sus amigos de infancia hasta el punto en que pudo estudiar, es decir, el 5.º año de primaria con 12 años de edad, cuando fue enviada por sus padres a un restaurante de amigos de ellos para ser aprendiz de cocinera. Allí estuvo hasta hace poco tiempo, recordó, por más de 40 años, cuando se jubiló. Sus amigos de infancia siguieron sus caminos en la vida: unos obreros, otros administradores, otros médicos, abogados, ingenieros o simplemente comerciantes.
Sentada allí en aquel banco, ahora con la edad mostrándose en su piel tostada, sus manos callosas, las piernas hinchadas por tantos años trabajando de pie, sin mayores cuidados médicos, miró por última vez los mechones de cabello blanco que cayeron y se depositaron sobre sus piernas cubiertas por el vestido negro que usaba en memoria de su marido, que había fallecido hacía algunos años, y pensando que vistiéndose así siempre sería respetada por su estado de viudez.
El viento primaveral sopló levemente, llevando los cabellos blancos junto con las hojas caídas de los árboles, momento en el que su cabeza se inclinó hacia adelante y se durmió, en aquel banco de la plaza, para siempre.
