Llegada a Miami

L

Carlos Boné Riquelme

Yo había despertado hacía mucho, pero casi no pude dormir en toda la noche. No por incomodidad, sino por la angustia que me embargaba al pensar en lo duro que sería para mi familia este cambio radical en nuestras vidas.

Ignacio dormía en el piso del avión, delante de nuestros pies, en el espacio que quedaba entre el asiento y la división con la cabina delantera, en el asiento de emergencia. Cote, mi hija mayor, de apenas tres o cuatro añitos, seguía durmiendo entre Hellen y yo.

Hellen aún dormía el sueño de los justos mientras el zumbido de los motores se mezclaba con el susurro de algún pasajero moviéndose por el pasillo rumbo a los baños traseros.

Poco a poco, las luces se encendieron y el movimiento de las azafatas sirviendo el desayuno despertó a casi todos los viajeros. Hellen se desperezó lentamente mientras los niños continuaban durmiendo.

No los despertamos para que descansaran un poco más. Hellen y yo nos quedamos mirando en silencio. Con el paso de los minutos, el zumbido del motor se hizo más fuerte y la velocidad disminuyó.

La voz del piloto resonó a través de los parlantes, clara y fuerte.

El avión estaba iniciando su descenso hacia la ciudad de Miami. Levantamos las pequeñas persianas del avión y miramos hacia afuera. Las nubes aún se desparramaban con el viento, mientras un sol radiante y fuerte nos cegaba.

Poco a poco, pudimos ver la tierra mezclada con agua, que luego sabríamos que se trataba de los Everglades, los pantanos de Florida. Pronto, aparecieron las carreteras a la vista, con el tráfico intensificándose a medida que nos acercábamos a la ciudad del sol.

Observamos los edificios elevándose a lo lejos y, en el horizonte, el mar resplandecía con un brillo plateado, mientras la vibración de los motores se hacía más intensa.

Llegó entonces el anuncio para que el personal tomara asiento, pues estábamos a punto de aterrizar.

Cuando el avión tocó tierra, la sacudida remeció la cabina, pero a mí me estremeció hasta el fondo del tuétano, haciéndome sentir que una nueva vida comenzaba.

Y yo no tenía idea de cómo sería ese futuro.

Desde allí hasta inmigración pasó un largo rato caminando por pasillos interminables, llenos de pasajeros ansiosos por llegar a su destino, con ventanales que nos mostraban las pistas repletas de aviones en movimiento o detenidos junto a mangas que vomitaban más gente.

Al llegar a la Policía Internacional, el "Customs Office" u oficina de inmigración, nos dirigieron a una sala fuera de la vista del público y nos hicieron sentar. Bastante rato después, un oficial llegó y nos entregó unos sobres amarillos sellados, con instrucciones de llevarlos a la oficina del "Social Security Administration" para recibir los números de Seguro Social que acreditaban a mi familia como residentes legales de este país.

Cruzamos el inmenso aeropuerto como ánimas en pena hasta llegar al área de equipaje. No llevábamos mucho: un par de maletas y un gran bolso de los llamados "gusanos", como los que usan los militares.

Al llegar a la salida, vi a mi madre esperándonos con una sonrisa.

Los abrazos vinieron y se fueron, y al salir a la zona de taxis, el calor húmedo nos bañó en sudor.

Ya en el taxi, tomamos rumbo a Miami Beach, donde mi madre nos había rentado un pequeño apartamento que consistía en una habitación, sala-comedor y un baño.

Recuerdo a Hellen recorriendo el apartamento con cara de sorpresa, quizá buscando la habitación matrimonial.

—Welcome to our new reality, baby. No "master bedroom".

Nuestro dormitorio, por los próximos meses, sería la sala, en un sofá cama que resultó bastante incómodo, lleno de baches y resortes que se nos clavaban en la espalda y a los cuales aprendimos a esquivar.

Hellen no dijo una palabra, pero creo que allí, en ese momento, empezó a entender que lo que seguiría, es decir, los próximos diez años, no serían "chancaca e' Paita".

Recién llegado a Miami, buscar trabajo era como un ciego tanteando el piso después de un tropezón. Me percaté de que no sería fácil, especialmente cuando miré el mapa de la ciudad con sus interminables carreteras, calles y lugares desconocidos.

Comprendí que, a diferencia de nuestras ciudades, el "centro" no existía. Había muchos centros repartidos según la ciudad y los barrios, así que encontrar empleo podía ser una dificultad.

Empecé buscando en los negocios cercanos al lugar donde me encontraba, un barrio de clase media llamado Kendall.

Allí me encontré con la primera dificultad que uno no espera en Miami: en todas partes me pedían hablar inglés. Y más allá de "Here is the door" y "There is the window", además del típico "I, Tarzan; you, Jane; and that is the monkey, Chita", no sabía mucho más.

Así que tuve que bajar el nivel de mis pretensiones y, un día cualquiera, llegué al "Downtown", el centro de Miami.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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