Carlos Bone Riquelme
"Noche de ronda, qué triste pasas, qué triste cruzas por mi balcón…"; y la voz límpida de la cantante restregándose sobre el long play se pierde en los rincones de la habitación, mientras ella, sola, tirada en la cama con un cigarrillo entre los dedos, mira cuidadosamente las resquebrajaduras del decomural en la pared.
La habitación está casi a oscuras, apenas iluminada por una lámpara de velador, donde al lado, un cenicero de madera negro reposa encima de un libro grueso en cuyas letras negras se puede leer “Raíces”.
El techo es alto, como se acostumbraba en las casas de comienzos de siglo, y con molduras de madera pintadas de blanco, pero que con el tiempo se han vuelto amarillas. No hay muchos muebles más allá de una cama, el velador y un pequeño tocador de esos con un espejo biselado en los bordes y que refleja la imagen de la muchacha en la cama que se mira con indiferencia.
“Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi corazón…”, se escucha melancólica la voz de Connie Francis, cantando con ese pegajoso acento "gringo" que permea el español, y que le da una sensualidad especial a su voz.
La muchacha aspira el humo profundamente y luego lo deja escapar lentamente con el hilo gris ascendiendo en volutas que se van desvaneciendo antes de llegar al techo.
Ella se levanta un poco en la cama y, estirándose por el lado, extrae una botella oscura, con una etiqueta blanca que dice Ron. Destapa la botella y bebe un largo sorbo que la hace carraspear, mientras su rostro se contrae en una mueca que puede significar desagrado o placer.
Y así se queda pensando, pues algunas arrugas se marcan en su frente. Es que no ha sido un día muy agradable. Y quiere olvidarse de la angustia, el miedo y la rabia que la atenazan.
La música solo consigue traer más pena, que junto al trago pareciera ser una mala combinación. Pero qué podía hacer; era mujer y estaba totalmente vetado entrar a un bar, como haría un hombre, y matar las penas acodado en el bar con la compañía de muchos otros hombres que lo apoyan en el sentir.
“Las mujeres nos quedamos solas”, pensó, y con rabia se llevó la botella nuevamente a los labios y bebió un trago más de ese licor indecente. “Dile que esta noche tú te vas de ronda como ella se fue…”, y proseguía Connie elevando el tono de voz, como si ella no la escuchara, aunque cantara bajito.
Tantos boleros que cantaron juntos al compás de su guitarra, pues ella no sabía tocar ningún instrumento, pero para él, la guitarra era una herramienta en sus manos, y su voz profunda de macho arrabalero atraía a las mujeres como abejas al panal; y ella debería haberlo presentido; con tanta mujer mirando con arrobo, mientras él entornaba los ojos y cantaba “caminito que el tiempo ha borrado…”, o cuando soltaba como al descuido una samba de estas al tamborilear con los dedos que sueltan las cuerdas y se dejan caer al descuido, como taconeo de cueca.
Pero no.
Cayó en la trampa de sus ojos bellos; de su boca recta; de sus cabellos enmarañados los cuales ella acarició en aquellas tardes de amor desenfrenado, y de la sensación de desgano que ataca después de haberse consumido, donde se quedaban quietos mirando a la nada, sin decir palabra, con la cabeza de él en su regazo y sus dedos perdiéndose perezosos entre mechones oscuros.
Se enamoró sin rumbo ni destino, pero presintiendo que, “esto no va a acabar bien”, como ella se lo murmuró bajito al sinvergüenza que la miró con una sonrisa leve despegándose de entre sus labios.
Y no terminó bien. Para ella.
Y aquí estaba en su habitación de pensión, mirando al techo, tomando un trago de mierda y consumida por una pena intensa mientras escuchaba música que le traía más penas al corazón.
Además, masoquista la tonta. ¿Y él?, posiblemente pasando la tarde en otra cama, con otra imbécil, que al igual que ella cayó embrujada bajo el encanto de su voz masculina, y de esas miradas de reojo, a veces de frente, a veces hasta con los ojos cerrados el mal parido se las arreglaba para conquistar.
Se tiró de nuevo en la cama, y trató de pensar en otra cosa; pero no podía. Su mente le trae una y otra vez a la memoria su aroma, el recuerdo de sus besos, la sensación de sus manos cuando la tocaba con suavidad, y luego la desnudaba lento, como quien saca el papel a un dulce, a un helado, a un paquete de regalo, para luego atacar con ferocidad, y masticar, chupetear, morder, lo que se le viniera en ganas, y que ella permite encantada, enamorada, llena de pasión.
¿O calentura? A lo mejor fue solo eso. Y ya pasaría, pues un clavo se saca con otro clavo. ¿O no? No sabía si podría olvidarlo fácilmente; y lo peor es que lo seguiría viendo en las fiestas, en las reuniones de estudiantes, y tendría que fingir que no le importaba nada, que ella también había jugado con él, que ya lo había dejado atrás como un barco deja el muelle.
Pero no sería así.
Su recuerdo quedaría estampado a fuego en su piel, y lo que era peor, en su alma de muchacha que todo lo puede y todo lo deja.