Pedro Rivera Jaro
Mi prima Victori era la niña mayor y única hembra de seis hermanos, hijos de mi tío Perico y de su esposa, mi tía Julia.
Fue a la tienda de ultramarinos a comprar lentejas, como la ordenó su madre. Solo tenía 7 años, pero su madre tenía que cuidar de otros dos niños que ya tenía en el mundo.
Cruzó la calle de Marcelo Usera, por donde subía y bajaba el tranvía de la línea 37 y entró en la tienda del Tío Ratón, que es como llamaban al dueño de la tienda. Compró medio kilo de lentejas, las pagó con el dinero que su mamá la había dado, y emprendió el regreso hacia su casa, para lo que tenía que volver a cruzar Marcelo Usera.
Un camión cargado subía la cuesta, procedente de la Glorieta de Cádiz y pasó por delante de Victori cuando ella acababa de salir de la tienda. Aquellos camiones, de aquella España, no tenían la potencia y la velocidad de los camiones de la actualidad. Subió trabajosamente aquel camión por delante de ella y, cuando terminó de pasar, cruzó la calle corriendo, sin darse cuenta de que un tranvía bajaba a gran velocidad y la arrolló derribándola al suelo, en donde le cortó su brazito izquierdo a una altura intermedia entre el hombro y el codo.
Mi madre, que adoraba a Victori, quedó absolutamente aterrada cuando recibió aquella terrible noticia. La niña fue intervenida quirúrgicamente de inmediato y salvó la vida, aunque, para siempre quedó manca de su brazo izquierdo.
Creció sin su bracito, pero conservó intacto su espíritu, su vivacidad y su alegría.
A lo largo de los años aprendí a observarla conservando su coquetería y, en este sentido, ocultaba la falta de su brazo, con ropas que le tapasen, como por ejemplo, se echaba una rebeca sobre los hombros, sin meter su único brazo en la manga.
Desarrolló habilidades impensables para los que tenemos la buena suerte de conservar ambos brazos, como por ejemplo lijar las uñas de su única mano, sujetando entre sus rodillas una cajita de cerillas, de aquellas cuyo rascador era de lija. Y lo que no podía lijar así, lo conseguía poniéndola entre sus dientes, a modo de sujeción.
Era increíble verla hacer punto con la lana y sujetando una de las dos agujas, bajo el muñón que le quedaba de su brazo izquierdo.
Pero lo más increíble de Victori siempre fue su espíritu positivo, su reacción ante tantas dificultades que la vida trajo hasta ella.
Tenía un talento innato para cantar Fandangos de Huelva, y se acompañaba dando las palmas con su única mano sobre su muslo derecho.
No había penas a su lado, siempre tenía un chiste para hacernos reír a todos, y siempre se interesaba por conocer las cosas particulares en la vida de los miembros de nuestra familia.
Siempre acompañaba en los actos sociales de la familia, tales como bodas, bautizos, comúnciones y defunciones. Si algún familiar sufría una operación quirúrgica, allá estaba Victori ando su compañía.
Por desgracia el COVID 19 nos la arrebató.
Que descanse en paz y siga viviendo en mi recuerdo.