Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
No vivo para recordar el pasado como si fuera la mejor época de mi existencia. Pero a veces algunos recuerdos vuelven a mi mente y me hacen sonreír al recordarlos.
Creo que ahora vivimos una vida nueva y maravillosa en relación con el confort y la tecnología, nunca imaginada por nuestros padres, especialmente para las mujeres de aquella época.
Desgraciadamente, debido a otros muchos factores, la inmensa mayoría de la población mundial pasa hambre y no ve cubiertas ni siquiera sus necesidades básicas como seres humanos.
Pero, dejando a un lado todo esto, voy a narrar un pequeño hecho que ha quedado grabado en mi memoria y que hace justicia al título de esta narración.
Éramos niñas. Mi madre trabajaba mucho en casa. Era una modista muy conocida por su impecable trabajo. Tenía una clientela excelente.
Nuestra casa era grande y cómoda para la época y la clase social a la que pertenecíamos, gracias al trabajo de mis padres. No éramos ricos, pero teníamos mucha comida en la mesa, ropa modesta y zapatos siempre limpios, y sobre todo acceso a la educación y el estudio.
Dejando a un lado mis divagaciones, les contaré por fin lo que ocurrió.
Mi madre estaba cosiendo y nosotras estábamos en el patio jugando. Era verano.
En aquella época no era costumbre cerrar con llave las puertas de la casa que daban a la calle. La gente era respetuosa.
Jugamos distraídas durante casi toda la mañana y cuando volvimos a entrar en casa para comer mi madre nos dijo que debíamos lavarnos las manos antes de comer.
El salón de la casa estaba junto al comedor y la cocina y había dos sillones y un sofá grande y cómodo.
En cuanto nos sentamos a comer miramos, tampoco sé por qué, lo que había en el salón.
Y para nuestra sorpresa había una persona - por lo que veíamos- simplemente tumbada en el gran sofá del salón. Era un hombre.
Gritando, llamamos a nuestra madre, que corrió a ver qué pasaba, cuando también encontró a aquel desconocido en nuestra casa.
Entonces se acercó al sofá y vio que la criatura dormía y también olía a aguardiente. Ella era valiente. Sacudió al hombre con cuidado y lo despertó preguntándole qué hacía allí. Balbuceó, medio avergonzado, que estaba cansado, hambriento y que la puerta de la casa estaba abierta y por eso había entrado. Dijo que estaba en paro . Mi madre le dijo que no podía entrar así en las casas.
Teníamos miedo, pero mi madre, además de valiente, era una mujer caritativa y se apiadó del pobre desgraciado. Dijo que le daría comida. Y así lo hizo. Preparó un buen plato de alubias con arroz, carne y una ensalada que se sirvió aparte. Le ordenó que se sentara a la mesa y le sirvió. Recuerdo bien...
El pobre hambriento comió con avidez y luego fue a sentarse de nuevo en el sofá.
Mamá entonces con toda paciencia y por qué no decir, prudencia, le dijo que no podía quedarse allí ya que su marido volvía del trabajo y seguramente no le gustaría esta situación. Lo comprendió, se levantó y ayudado por mi madre, ya que aún se tambaleaba por la bebida, lo condujeron a la calle. Siguió su camino. Nunca lo volvimos a ver.
Ese día, la puerta del jardín que daba a la calle estaba cerrada.
Desde entonces se tomó la costumbre de mantener la puerta cerrada en todo momento.
Los buenos tiempos eran aquellos en los que teníamos paz, no había cerraduras ni teléfonos para llamar a la policía. Sin embargo, la gente no era agresiva y el mal no estaba tan extendido, al menos en mi ciudad.
Buenos tiempos aquellos...