Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
Había un hombre que conocí hace muchos años. Era una persona alegre, inteligente, perspicaz y muy observadora. Ya era mayor. Durante su vida tuvo muchísimas experiencias.
A pesar de su edad, todavía tenía buen aspecto, lo que de alguna forma lo hacía atractivo para las mujeres. Y realmente eran ellas quienes más lo atraían y llamaban su atención.
Se llamaba Juan.
Supuestamente, Juan era un nombre muy común en aquella época, dado que el rey de entonces también se llamaba así, pero con una gran diferencia: nuestro Juan no era rey y tampoco pretendía serlo, a pesar de saber manejar muy bien sus cuentas y economías. Vivía en España.
Juan había estado casado muchas veces debido a su inevitable predilección por las mujeres, lo que hacía que no permaneciera mucho tiempo con ninguna.
Pues bien, nuestra historia comienza con Juan, pero no termina con él.
En un paseo matutino, me narró entre risas una historia, de entre las muchas que vivió, que me pareció hilarante y que ahora relataré en estas pocas líneas.
Juan fue un alto ejecutivo de una empresa y, como ejercía un cargo de dirección, tenía contacto con los demás empleados, lo que incluso le permitía escuchar sus llamadas telefónicas, digamos, más personales.
Entonces, Juan me contó que un empleado suyo recibía diariamente en la oficina llamadas de su esposa, quien estaba en casa y acostumbraba darle órdenes y también reprenderlo por teléfono. Este hombre se llamaba Andrés.
Cuando el teléfono sonaba para Andrés y él verificaba que era su esposa, bajaba la cabeza, permanecía callado y con una expresión de sumisión. Movía los brazos como si estuviera asintiendo a todo lo que ella le decía.
En la oficina, todos ya estaban acostumbrados a su manera servil de acatar las órdenes de su esposa, y entre ellos intercambiaban miradas burlonas y sonrisas disimuladas.
Sin embargo, al terminar la llamada, Andrés se transformaba, se convertía en otro hombre y, para que todos lo escucharan, decía en voz alta y firme, como si aún estuviera hablando con ella, aunque ya no hubiera nadie en la línea:
—¡Ana (Ana era su nombre), tú sabes que en nuestra casa el que manda soy yo!
¡Cállate! ¡No me molestes ni me contradigas!
¡Mujer molesta e imprudente!
¿No ves que estoy en el trabajo y no puedo estar a tu disposición, criatura infeliz?
¡Cuando llegue a casa, te castigaré como mereces!
¡Corto ahora la llamada, tengo que trabajar!
Juan me contó, entre carcajadas, que en la oficina, después de esta escena cómica que ocurría casi a diario, los hombres, irónicamente y con sarcasmo, aplaudían a Andrés, elogiando entre risas lo valiente que era.
Sí, en verdad muy valiente... cuando el teléfono ya estaba colgado.