Pedro Rivera Jaro
En aquellos años, lo que hoy se conoce como calle de San Fortunato, entonces se llamaba Barrio de San José, y pertenecía al Distrito Arganzuela-Villaverde. Vivíamos de forma muy diferente a la actual. Hoy mi barrio dispone de Metro, varias líneas de autobuses, preciosos parques, calles pavimentadas con amplias y cuidadas aceras, Hospital, Ambulatorio Médico. Entonces la calle era de tierra, que cuando llovía y pasaban carros o vehículos mecánicos, que entonces eran muy escasos, formaban unos barrizales donde se manchaban nuestros calzados y ropas. Mi abuelo Pedro, el señor Gonzalo, Tío Panta, Paco y, en general los vecinos antiguos de su época, colocaron losas de granito procedentes de derribos del Madrid de la posguerra, a modo de aceras, y así se podía transitar al menos por ellas, sin pisar barro. Mi tío Faustino que había vivido allí hasta que se casó y se marchó a vivir a la calle de Marcelo Usera, se refería a nuestra barriada como si fuese Siberia.
Tampoco teníamos alumbrado público nocturno en la calle, pero mi padre instaló una bombilla cubierta, por encima del marco de la puerta de la calle, que encendíamos cada vez que teníamos que salir por la noche a la calle para hacer algún recado.
El alcantarillado llegó cuando la fábrica de cartón, Cartonajes Font y Masach, lo instaló desde su fábrica, junto a la carretera de Andalucía, hasta desaguar en el Río Manzanares, que habían convertido en un río sin vida debido a los vertidos que acabaron matando a los peces que, cuando niños, pescábamos en él. La conducción de las aguas residuales de la fábrica, tenía cada cincuenta metros unas bocas de alcantarilla con sus tapas de hormigón, y cuando la tubería se atascaba, por la boca anterior al atasco salía agua azul o roja, según lo que hubieran estado fabricando ese día. Las coloridas aguas llenaban de color toda la calle e incluso los vertederos de escombros que existían a partir del Camino de Perales, hasta llegar al río.
El agua para consumo de boca, higiene personal y lavado de ropa, íbamos a la fuente pública a recogerla con cántaros y botijos de barro, cubos y barreños metálicos, hasta que cuando llegó el invento de los plásticos estos eran de este material, que pesaba menos y si te rozaba en las piernas, no te producía heridas en ellas.
A principios de los años 60, mi padre compró una manguera de goma que cubría la distancia de cien metros que mediaban entre mi casa y la fuente pública, y con ella por las noches, cuando nadie más acudía a por agua a la fuente, llenábamos todos los recipientes que teníamos en los patios y durante varios días no necesitábamos acudir a élla.
A mediados de los años sesenta, conseguimos enganchar una toma de agua a la cañería que había ampliado el Canal De Isabel II, y ya nunca más tuvimos que acudir a la fuente pública a suministrarnos de agua.
A parte, para regar sacábamos el agua del pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que estaba en el patio, junto a la pila para lavar la ropa sucia.
Si hablamos de las casas donde vivíamos, eran casas de planta baja, que no tenían calefacción, como tienen hoy casi todas las viviendas. Normalmente tenían una estancia donde se desarrollaba la existencia de toda la familia.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
Cuando nos preparábamos para irnos a dormir, y sabiendo que las sábanas estaban heladas, poníamos unas mantas pequeñas de muletón blanco, en la malla metálica, en las cuales nos envolvíamos antes de entrar en la cama, y después nos arropábamos con las mantas hasta la nariz.
Por la mañana al levantarnos, orinábamos en unos orinales blancos con el borde azul o rojo, según los casos, y la orina después de asearnos, la sacábamos al patio para tirarla al alcantarillado, y después aclarábamos con agua del pozo los orinales.
El aseo personal lo hacíamos en una palangana de cerámica blanca, donde con agua fría y jabón, frotábamos nuestros cuerpos con estropajo de esparto. Cuando transcurridos los años mi padre, después de instalar agua corriente en la casa, mandó construir un cuarto de baño, completo, nos pareció que entrábamos en el Paraíso. Los niños de hoy no saben la suerte que tienen de haber nacido en esta época, con todas las comodidades que les rodean.
Otro día os contaré cómo íbamos caminando por calles embarradas hasta el colegio y como era el trato que nos daban los profesores, y también os contaré cómo eran las personas que suministraban bienes y servicios en las puertas de nuestras casas, como por ejemplo el cartero, los teleros, el botijero, el coloniero, el paragüero-lañador, el mielero, el melonero, el afilador, etc.
Pero hoy se haría muy larga esa narración. Espero que os haya gustado. Un abrazo afectuoso queridos lectores.