Carlos Bone Riquelme
El violín estaba en lo alto de un mueble, puesto en contra de la pared, y de cuando en vez, aquel señor lo miraba y lo tomaba en sus manos recordando momentos pasados que ya, poco a poco, se desvanecían de su mente, pero los cuales aún atesoraba con amor; y eso pasaba cuando cogía el violín, lo limpiaba del polvo que se acumulaba sobre su superficie brillante, y a veces, solo a veces, se atrevía a pasar el arco por sus cuerdas tensas y sentir el sonido que más de alguna vez escuchó cuando su amigo, su mejor amigo, quien fue el dueño de este sacro instrumento, tocaba.
Pues el violín no le pertenecía.
Había sido propiedad de aquel amigo de la infancia con el cual compartió juegos, como el de las canicas, o a las escondidas; con quien se sentó en la misma banca de la escuela y con el mismo con quien se inició en el arte de la música.
Fueron compañeros inseparables en las orquestas, y con él, tocaron en fiestas, conciertos al aire libre, hasta a veces, en cumpleaños de amigos donde rieron y conocieron a sus esposas.
Y aún después de casados, continuaron aquella amistad que los unía más allá de lo prosaico.
Pero el tiempo pasó y el amigo enfermó gravemente, y a pesar de los cuidados de su familia, un día el amigo falleció.
Aquel amigo de juventud dejó solo el violín que él tomó entre sus manos guardándolo como único recuerdo. Así, cuando él sentía la soledad visitar su puerta, cogía el instrumento y lo sentía temblar entre sus manos, vibrar entre sus dedos como si se estableciera una secreta comunicación con el más allá.
Y de pronto le parecía que, junto al sonido de la música de aquellas cuerdas, aquel entrañable amigo le susurraba secretos, le acariciaba los oídos con palabras que lo hacían sentir mejor en medio de aquella vaguedad que de a poco se establecía en su vida.
Solo su hija, aquella hija quien se había enamorado del hijo de su amigo, era la única que compartía esta delicada unión espiritual; y tenía con él aquel mismo convenio espiritual con aquel mágico violín.
Y aquel muchacho que compartió la adolescencia de su hija, después de la muerte de su amigo, también marchó a tierras extrañas dejando a su hija desolada, triste, pero prendida al viejo instrumento.
Era este sentimiento el que ellos dos compartían y que el resto de la familia ignoraba.
Ellos atesoraban este secreto que se transmitía solo en las miradas y el cual nunca mostraban abiertamente en conversaciones de sobremesa. Ellos, ambos, se miraban, miraban aquel noble instrumento el cual descansaba en lo alto de aquella repisa, y luego ambos sentían como alguna lágrima solitaria resbalaba por sus mejillas, mientras los recuerdos se acumulaban.
El tiempo pasó, y aquel señor falleció también, yendo a encontrarse con su amigo, y solo la hija conservó aquel violín; y ella sola era la que mantuvo la costumbre de delicadamente tomar el violín entre sus manos para luego limpiarlo y mantener sus cuerdas tensas y bruñidas con la cera que deslizaba con amor de amante hasta lograr la suavidad necesaria.
Ella aún recordaba a su amor de juventud, pero el tiempo había transcurrido y aunque el amor nuevamente tocó a su puerta, ella nunca olvidó al hijo del mejor amigo de su padre, pues aquel muchacho fue su primer novio, fue su primer amor, aquel que le cantó canciones al oído, y le susurró los primeros poemas de amor.
En medio de su vida matrimonial, que con los años le dio dos hijos, ella de cuando en vez, recordaba a aquel noviecillo que se había marchado a lejanas tierras a probar fortuna.
Su marido no tenía idea de aquel secreto que su esposa guardaba escondido entre su pecho y su espalda, en aquel lugar tibio que mantiene los sollozos, las alegrías y los momentos que no se quieren marchar de nuestras vidas.
Y en la vida cotidiana, a veces, junto al llanto de los hijos, ya todo parecía olvidado, pero cuando visitaba el hogar materno y miraba en dirección a donde se encontraba aquel viejo violín, los recuerdos volvían y se agolpaban en su memoria llevándola a coger el instrumento y acariciarlo como quien abraza a un amante.
Su madre la miraba extrañada y le decía que era hora de deshacerse de aquel violín: “el cual solo ocupa un espacio que se puede utilizar en algo más…”, y ella le contestaba que: “no, pues esto es lo único que queda de mi padre”, sin confesar lo que realmente ocupaba sus emociones de mujer enamorada de un recuerdo.
Así pasó el tiempo, y ella llegó a la edad madura, los hijos crecidos, con nietos en camino y con un matrimonio que se deshojaba en malos momentos que la mantenían alejada de aquello que algún día ella suspiró como adolescente.
Así, el violín era lo único que la mantenía cerca de aquellos sueños de adolescente.
Aquel instrumento la llevaba continuamente, y quizás, desde que su matrimonio tomó aquel camino oscuro y sombrío, más frecuentemente al hogar materno a observar detenidamente el violín que le recordaba aquellos momentos felices de su infancia y adolescencia.
Su madre, ignorando todo este sentimiento que se compartió entre su hija y su marido, la veía a veces como ensimismada en aquel instrumento, y sin poder adivinar aquella fijación de ella con el objeto que para ella no tenía explicación, le decía: “uno de estos días cogeré ese maldito instrumento y lo venderé”, y la hija la miraba fijo, sin contestarle una palabra pues ella pensaba que era inútil tratar de explicarle aquella necesidad tan íntima de estar cerca del violín.
Un día, ella llegó a visitar a su madre, y al mirar hacia la repisa vio que el lugar estaba desocupado, y aunque lo buscó, el violín ya no estaba en la casa.
Corrió a la cocina donde su madre estaba ocupada preparando el puchero del almuerzo, y casi enloquecida le preguntó por el instrumento, a lo cual, su madre mirándola extrañada de esta reacción, le confesó que se lo había vendido al tendero de la esquina pues la hija necesitaba un instrumento para la escuela.
Pero el berrinche que ella le soltó a su madre fue de tal envergadura, que la madre tuvo que correr al almacén del tendero y pedirle el violín de regreso, el cual él le entregó de regreso sin dimes ni diretes, y el instrumento volvió a su lugar, de donde nunca más volvería a salir.
Y el tiempo siguió corriendo inevitablemente, y el matrimonio se debilitaba aún más, dejándola exhausta de amor y cariño, con solo aquel violín que la confortaba. Pero un día, mientras caminaba rumbo al hogar materno, a lo lejos divisó lo que le pareció ser la figura de aquel amor de juventud.
Ella se detuvo y miró con atención, pensando que quizás era solo un sueño, un figmento de su imaginación, una proyección de sus ocultos deseos de una juventud que ya se alejaba de su vida.
Pero no.
Él era, y caminaba rápidamente por aquella calle que los vio crecer. Y ella sintió las piernas flaquear y su vista se nubló, teniéndose que apoyar su cuerpo en una columna que se encontraba a la entrada de una señorial casa, una de aquellas con balcones ornamentados y altas puertas de madera con aldabas metálicas.
Él pasó a metros de ella, y ella no fue capaz de decir una palabra, de llamarlo como su corazón anhelaba; y él, se desvaneció sin verla por el recodo de una de aquellas calles estrechas. Cuando ella se recuperó, corrió detrás de él, pero ya era tarde.
Él desapareció como sus sueños y esperanzas.
Y ella caminó lento de regreso a su hogar, sin poder alejar la imagen de aquel amor de juventud de su retina.
El día se perdió hacia la noche, pero con ella sumida en sus pensamientos y recuerdos. Cuando llegó la mañana sin haber podido pegar una pestaña en toda la noche, apenas se levantó decidió correr hacia el que fue el hogar de su amor de juventud, donde ella sabía que aún vivía la familia.
Una vez allí, temblorosa golpeó la puerta y la hermana de aquel amor abrió mirándola extrañada de verla allí en su puerta después de tanto tiempo, y casi desencajada preguntando por su hermano.
Casi sin dejarla hablar, le espetó: “pero qué casualidad, maja, mi hermano se acaba de marchar de regreso a América, fíjate que estuvo una semana aquí y me preguntó por ti”.
A ella le pareció que el corazón le explotaba, y se tuvo que apoyar para no caer al piso sintiendo un gran dolor mientras se agitaba internamente por lo idiota que fue el día anterior de no llamarlo, de no gritarle que nunca lo olvidó, que allí estaba aquel violín de su padre, o para confesarle que aún lo amaba.
Pero de su boca solo salió un débil: “¿y tú crees que yo lo podría comunicar en América?”, la hermana se rió, y sin adivinar el tumulto de emociones que se agolpaban en su corazón, le contestó: “pero claro, que sí, si él se divorció después de un muy mal matrimonio, así que se pondrá muy contento”.
Los días posteriores fueron un cúmulo de emociones que se contradecían entre ellas, pero al final, le escribió un corto mensaje que le envió a través de su email personal. El mensaje no decía mucho, era solo un escueto: “¿cómo estás tú, supe que estuviste de visita aquí y no te pude ver?”
Y el corazón le palpitaba emocionado pensando que quizás no habría respuesta; pero a las pocas horas la pantalla se iluminó, y allí estaban aquellas mágicas palabras de él que le decían que también a él, le hubiera gustado verla.
Y el tiempo dio sus resultados, pues en poco tiempo ellos volvieron a encontrarse en Barcelona, la ciudad natal, y ella, después de varios meses de conversación, decidió dejar a su marido, el cual, sumido en una profunda niebla alcohólica, la dejó ir con pena, pero sin poder reconstituir lo que ellos, ambos ellos, sabían que estaba definitivamente roto.
Estando un día juntos en el hogar de la madre de ella, y conversando de tiempos pasados, tratando de reconstruir tantos años de separación, él de pronto le dijo con una profunda melancolía que era una lástima que nada quedara que le recordara a su padre, y ella, mirándolo amorosamente, alcanzó aquel violín que aún estaba depositado en aquella repisa, se lo entregó a él, que la miraba con atención y sorpresa, diciéndole en un susurro: “este era el violín de tu padre”.