Campos de madera

C

Carlos Bone Riquelme

Muy temprano en la mañana, mi empleador, el contratista llamado Sr. Reynaldo Sepúlveda —de estatura baja, medio rellenito y con una gran sonrisa que se extendía hacia sus manos abiertas, listas como para dar un abrazo— me dejó en las oficinas de la compañía localizada en San Vicente, a dos pasos de la entrada del puerto.

INFORSA, leía el letrero.

Era una fría mañana de agosto, y el día olía a lluvia. El graznido de las gaviotas se escuchaba como un lamento que se perdía en las calles semivacías del puerto, y el edificio de dos pisos, blanco, de modernas líneas y con un pequeño parqueo, esta mañana se veía ocupado solo por unas camionetas blancas con el logo de la empresa.

Subimos al segundo piso, donde nos encontramos en una amplia oficina con algunas secretarias empeñadas en una lucha a muerte con las máquinas de escribir, y al final, una puerta que decía en grandes letras: “Gerencia”.

Nos pidieron esperar, y luego de algunos minutos —en los cuales yo me encontraba muy nervioso, sintiendo las miradas curiosas de las empleadas— la puerta se abrió y un señor de mediana estatura, de unos cuarenta, cuerpo atlético, con un bigote poblado y denso, nos enfrentó con una sonrisa y se presentó como el “Señor Parada”. Nos señaló que entráramos.

Y en la oficina de grandes ventanales que iluminaban el interior, se podía observar un escritorio bastante amplio. Detrás, sentado, estaba el gerente, a quien más tarde conocería como el “Sr. Varela”. Él era relativamente joven, alto, de pelo largo (pero no tan largo) y con aspecto desaliñado, pues vestía muy casualmente.

Después de algunos minutos de presentación, el Señor Parada me pidió que lo acompañara. Me llevó a los campos de depósito de madera que estaban ubicados en San Vicente, casi mirando el mar.

Una caseta de madera era lo único significativo, además de la gran cantidad de troncos apilados uno sobre otro, y de diferentes dimensiones.

A lo lejos se veían algunas figuras que se movían rápidamente entre las filas que armaban los troncos, mientras el olor a humedad y humo mezclado me hacía lagrimear los ojos.

El señor Parada me indicó que entrara en la “oficina de terreno”. Cuando la puerta se abrió, solo pude ver una banca pegada a la pared trasera, y una mesa con una silla donde se sentaba un muchacho de aproximadamente mi edad, que luego sabría se llamaba Fernando Castro.

“Castrito”, como le llamaban todos, era fornido, bajo, de mirada recta y mano firme. Me saludó con un fuerte apretón, mirándome recto, lo que ya me dio una buena impresión, y una franca sonrisa donde se veía una dentadura blanca. El Señor Parada se fue, dejándonos las presentaciones a nosotros.

Me senté vacilante en la banca y Fernando me explicó el trabajo: había que controlar los camiones que salían cargados de madera y anotar la cantidad de “trozas” que cargaban.

Además, había que controlar las horas de trabajo de los muchachos que estaban en el campo, y revisar las máquinas cargadoras, poniendo atención al cronómetro instalado en cada una. Eran varias máquinas, algunas Caterpillar, otras John Deere.

Desde mi lugar, veía a los cargadores frontales moviéndose rápido mientras levantaban grandes troncos que luego depositaban donde algunos de los muchachos les indicaban.

Parecían monstruos deslizándose entre el barro y las cortezas que se desprendían de los grandes troncos, que se mezclaban en el suelo dejando grandes manchas de color negruzco.

De pronto, la puerta se abrió y entró un muchacho delgado, sonriente, con un mechón de pelo cayéndole sobre el rostro lampiño.

Me miró con sorpresa fingida —pues ya sabía que yo había llegado— pero quería "tasarme" de cerca. Sin despegar los ojos de mí, saludó a Castro, quien rápidamente, adivinando la razón de esta visita, le dijo:

—Este es Bone, quien me ayudará aquí en la oficina.

Y girándose hacia mí, añadió:

—Este es Ulises, el ayudante de capataz.

Así quedaron claras las posiciones de cada uno en este lugar, que era totalmente extraño para mí.

Entonces Ulises me dijo:

—Sería bueno que conociera el terreno.

Y mirándome los pies, me aclaró:

—Pero también sería bueno que se pusiera botas, pues con esos zapatitos, se le van a mojar los pies al señorito.

Sentí que mis mejillas enrojecían al sentir que el crudo comentario me ponía en un lugar poco agraciado. Pero, aun así, agradecí el consejo, y cogiendo unas botas de goma que Fernando me indicó, cambié mis zapatos de Astoriano por estas botas, que por algún tiempo serían mis compañeras de aprendizaje.

Claro que mis estudios de Arte no me habían preparado para esta faena, y se notaba en la forma de vestir y en la forma de hablar.

Y de alguna manera, ellos lo sentían.

Me prometí que yo les cambiaría esa percepción en poco tiempo. Ulises me llevó, podría asegurarlo, por el terreno más accidentado y con mayor cantidad de barro, para ver si me caía o, quizás, terminaba llorando.

No había mala intención en esta fechoría; era la forma de dar la bienvenida a quien claramente no pertenece a este mundo de trabajadores esforzados y que necesitan el dinero ganado a diario.

Ellos suponían que yo era un recomendado de los jefes, con algún grado de autoridad, y por supuesto, que los espiaba y dejaría saber a los “de más arriba” cada cosa que pasaba en este campo.

Entre los troncos encontramos a un muchacho delgado, de mirada esquiva —luego sabría que era un defecto en los ojos—, de pelo largo, pero que se veía con alguna autoridad entre los otros trabajadores.

—El jefe —me lo presentó Ulises secamente.

Se llamaba Gallegos, y con el tiempo aprendería a confiar en él. Era recto como una tabla y conocía el trabajo de arriba abajo. Aunque no perdonaba la flojera, estaba siempre listo para ayudar al que lo pidiera.

Al lado de él, estaba parado un muchacho bajito de estatura, ancho de hombros, de cabello desordenado y una sonrisa amplia con la profundidad del mar y sus cercanías.

Le decían “Chespirito”, y era el ayudante de confianza del gallego.

Más allá conocería al amigo que me ha acompañado por algunos decenios, y que, aunque en ese momento no lo recordaba, en algún momento fuimos compañeros del Liceo Enrique Molina Garmendia y, además, compañeros de lucha en aquellos tiempos de barricadas y marchas reivindicativas.

Se llama Miguel Elías.

Él tampoco se acordaba de mí, pero con el tiempo nos acercaríamos y compartiríamos muchas cervezas y vino del bueno.

Bueno, eso ocurriría con todos ellos, a los que recuerdo con mucho cariño.

Los operadores de los cargadores frontales eran más difíciles de convencer, pues claramente despreciaban mi origen de clase media y mi poco contacto con el trabajo de “hombres”.

Había uno especialmente, al que le decían “Rucio”, pues tenía un pelo anaranjado y una cara que se podría confundir en cualquier parte con un escocés de pura cepa, especialmente por el mal genio.

Estaba también Lucho, quien era compañero del Rucio; ambos eran empleados de la misma compañía contratista.

Lucho era de mediana estatura, de talante taciturno, pero muy amable.

Él me miraba con cierta pena, casi adivinando mi caída en desgracia y sintiéndola como si fuera suya. Esta sensación de caída me acompañó muchas veces durante mi adolescencia, pues yo venía de una clase media, de esas educadas y burguesas, pero que no estaba lejos de las clases trabajadoras.

Había uno al que le decían “el Pájaro Loco”, pues era muy delgado, de pelo largo y desordenado. En las tardes, cuando ya atardecía y el trabajo decrecía, él se sentaba a escuchar música al interior de su máquina, mientras todos lo mirábamos, esperando el momento del ataque.

Y de pronto, en forma inesperada, la máquina comenzaba a saltar y resoplar, levantando sus garras y luego dejándolas caer.

Esto duraba aproximadamente un minuto, para luego quedar nuevamente en silencio.

A esa hora, todos nos entrábamos a la oficina, riéndonos y comentando el suceso, que ya no era suceso, pero que nos sacaba de la monotonía de cuando no había embarque.

A veces, estas noches las salpicábamos con algún ingrediente sabrosón.

En un tonel vacío, de esos de petróleo, descargábamos un poco de carbón, le colocábamos una plancha de metal encima, tirando trozos de carne y longaniza encima.

Alguna botella de vino se paseaba alrededor, y mientras la noche nos miraba desde sus estrellas azuladas y brillantes, nosotros cantábamos una serenata de asado improvisado, mientras nos arropábamos en nuestro silencio, y a veces entre el eco de los camiones y de alguna canción que escapaba lloriqueante de una radio a baterías.

O el Rucio nos montaba a todos, como si fuera una pajarera ambulante, encima de su máquina para arrastrarnos al puerto, a esas casas que durante el día permanecen silenciosas, pero cuando la noche cae, se iluminan como guirnaldas de carnaval, y las risas escapan galopando entre las calles de piedras y asfalto.

Y allí, en torno a una botella de pisco, con algunas muchachas de formas abundantes y cariño que resbalaba desde sus ojos que han adivinado el amor a la distancia, se nos iba la noche.

El Gallego era tímido; casi retraído en estas lides. Pero sus combos retumbaban secos cuando la hora se prendía de infantes de marina.

Y el “Guatón” González se reía con Alcaíno, que murmuraba no sé qué palabras en algún oído de aquellos pintados de carmín.

Más de alguna vez lo escuché proponer a alguna de estas muchachas:
—Una noche, que, si me aguantas, te pago por dos noches.
Y las muchachas lo miraban entre risas y sonrisas incrédulas, pero luego se negaban, quizás con la premonición de aquellas que han visto mucho.

Más de alguna vez rentamos un taxi y terminamos en calle Orompello de Concepción, bailando en la “Boîte Tropicana” o en algún otro lugar de los cuales recuerdo solo las luces medio oscurecidas y las risas de los que no querían reír.

Y de pronto nos avisaban que venían varios barcos.

Teníamos que preparar madera para Libia, Kuwait, Dubái, Corea.

Y la actividad se volvía febril.

Ulises corría entre los paquetes de madera, mientras Sánchez gritaba con su voz delgada, que en esa hora no causaba risa.

El Gallego casi no hablaba y nosotros, con Fernando, apenas dormíamos. Pasábamos varios días entre embarque y embarque sin ver más que el polvo que levantaban las máquinas o los camiones.

Las camionetas de los contratistas llegaban rápidamente, descargando el petróleo para los cargadores, y los días se iban con rapidez.

Más de alguno se arrancaba para correr a la bodega más cercana a tomarse un “potrillo”, y el Gallego, o nosotros, que veíamos este desliz, mirábamos sin ver, ni siquiera cuando alguna botella encontraba su camino entre los troncos.

Eran muchos días y se necesitaba energía.

Y también nosotros encontrábamos el momento preciso para perdernos entre un gollete y chupar como si fuera mamadera, y sentir el tiritón casi milagroso que te devolvía la energía para algunas horas más.
Y de pronto todo terminaba.

Los barcos se perdían en lontananza y los camiones desaparecían hacia rumbos más productivos, y el campamento quedaba nuevamente en silencio, con todos relajados, durmiendo entre la madera fresca y el polvo translúcido que dejaba sueños en el aire.

Y llegaba el señor Sepúlveda a repartir los cheques, y eso traía la alegría de regreso.

Cada uno se perdía entre sus cuentas, calculando cuántas horas se habían trabajado esa quincena.

Y la noche volvería a ser día. Y en la mañana nos encontraríamos todos sentados en el sindicato de estibadores para saborear el tazón grande de café con leche y los huevos con longaniza que chorreaban grasa entre el pan amasado, la cebolla y las papas fritas; y todo esto a las siete de la mañana.

Y el sindicato lleno hasta las masas, con las risas y las conversaciones que duran lo que dura el desayuno.

A estas alturas, yo ya era parte del paisaje. Y los muchachos me aceptaban como uno más de aquellos que nos levantamos y acostamos juntos en contubernio cercano; de hermanos en la alegría y el dolor.

Y nunca me he sentido mejor que entre aquellos que me querían o no me querían, pero sin mentiras.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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