Carlos Bone Riquelme
Conocí a Roberto Goñi, creo que fue en el año 1967, cuando él trabajaba para el Partido Nacional y mi madre era secretaria de ese mismo partido, cuya sede se ubicaba en Freire, casi al llegar a Colo Colo. Creo que fue mi madre quien nos presentó, y aunque Roberto era mayor que yo, tenía esa facilidad para sonreír y parecer un muchacho no mayor que nosotros.
Era maceteado y bajo, pero ese físico lo acompañaba con una liviandad que hacía parecer la vida como algo fácil de llevar, siempre acompañando su conversación con alguna risa que, sin ser estruendosa, se escuchaba por sobre las demás.
Roberto era esa clase de persona que no podía caer mal.
Inocente dentro de su madurez, y siempre con una apariencia de banalidad que le bajaba el perfil a cualquier tema que se tratara. Al poco tiempo, le presenté a Juan Navarrete —mi gran amigo “Catu”— a Roberto, y ellos congeniaron de inmediato, estableciendo una amistad.
Como si nada. Roberto y Catu pasaron muchas horas —algunas de las cuales compartí— en el “Samoa”, un restaurante ubicado en la esquina de San Martín y Caupolicán, jugando póker de “cacho” con algunos otros personajes que también recuerdo.
Allí estaba un tipo al que conocí muy poco, pero, por lo poco que traté con él, pude notar que era de esos personajes que siempre tienen una anécdota capaz de hacernos estallar de risa.
Para empezar, solo diré que era chofer de una funeraria.
También estaba el “Cojo” Fernández, un muchacho delgado, de tez morena, que tenía un defecto de nacimiento en un pie que lo hacía cojear. Pero Fernández era, al igual que los otros, un hombre de gran humor. Como se acostumbraba en ese tiempo, llamábamos al negro “negro”, al pelado “pelado” y, por supuesto, al cojo “cojo”, por lo cual el apelativo nunca le molestó.
Es más, lo usaba como modo de sacar ventaja en algunas situaciones. Como aquella vez en que Roberto intentó cobrarle una vieja deuda, y ante la negativa del Cojo de pagar, lo amenazó: “Te voy a sacar la mierda a combos por sinvergüenza”. Y el Cojo le respondió: “Pégame si querís, pero yo tengo este defecto, y así mismo te mando a la cárcel por pegarle a un incapacitado...”. Aun así, el Cojo era de un humor hilarante, y cuando yo me sentaba a la mesa con todos ellos, era imposible no reír y disfrutar de la vida.
Pero volviendo a Roberto: un día desapareció de Concepción y nunca más se le volvió a ver. Y me pregunté muchas veces qué habría sido de su vida.
Un día, ya por los años 80, mientras estaba en Santiago y caminaba sin prisas por el paseo Ahumada, haciendo tiempo para viajar de regreso a Concepción, de pronto me topé de frente con Roberto.
Está de más decir que nos abrazamos con gran cariño.
Cuando le pregunté por su vida, me miró un momento con una pena desacostumbrada en él, una expresión que me confundió.
Me dijo: “Invítame a un trago y te cuento”. Nos fuimos a la “Unión Chica”, un lugar conocido por quienes conocen Santiago (y los que no, pregúntenle a quien sí lo conoce).
La Unión Chica es un bar ubicado casi a la vuelta del prestigioso “Club de la Unión”, y de allí su nombre, aunque era un gran local, oscuro como todos los bares, con una larga barra.
Pedimos una botella de vino y nos sentamos en una de las mesas.
Y esto fue lo que Roberto me contó:
—Tú sabes que yo era soltero —y sin esperar respuesta continuó—: Bueno, conocí a una mujer con la cual me casé y tuve dos hijos.
Allí recordé haberlo visto del brazo con una mujer alta, bella, y de formas contundentes. Pero nunca le pregunté quién era… o no tuve la oportunidad, no sé...
—Bueno —siguió—, vivíamos en la casa de Cochrane y tuvimos dos hijos. Hasta que me obligaron a dejar la casa, pues la propiedad se vendió. Y la verdad es que no me estaba yendo nada bien en Concepción. Ella me convenció para viajar a Argentina en busca de mejores oportunidades.
—Y nos fuimos a Buenos Aires. Allí trabajamos en lo que pudimos y vivimos donde se podía: hoteles baratos, pensiones y conventillos. En una de esas, ella se enfermó. Cayó al hospital, y cuando salió, en muy malas condiciones, decidimos que era mejor volver a Chile. Pero no teníamos los recursos para regresar todos juntos, así que le pedimos a una familia vecina —que eran amigos nuestros— que cuidaran a los chicos hasta nuestro regreso.
—Y volvimos a Concepción. Pero al llegar, ella falleció y me quedé solo. Entonces volví a Buenos Aires a buscar a mis hijos, pero cuando llegué al lugar donde vivíamos, la familia que los cuidaba se había mudado sin dejar dirección.
—Me volví loco buscándolos. Recorrí cielo, mar y tierra sin resultado. Así volví a Concepción y me dediqué a tomar. Quería morir, que la vida se acabara, pero no tenía el valor para hacerlo. Me vine a Santiago, y aquí estoy, ganándome la vida ayudando a los pueblerinos —a la gente de provincia— a llenar formularios para las distintas oficinas públicas, por una propina...
Yo lo miré sin saber qué decir.
Esa noche nos emborrachamos hasta las patas, como en los viejos tiempos, y nos despedimos a las tantas de la madrugada con un largo abrazo.
Así lo vi alejarse en la noche de Santiago Centro, tambaleándose por el paseo Ahumada, con la cabeza gacha y tarareando una canción que no supe cuál era.
Perdí el viaje a Concepción, así que me quedé en un bar de la Estación Central, rumiando las penas de las vidas ajenas.
A las pocas semanas, me llegó la noticia de que Roberto se había ahorcado… Quizás esa misma noche reunió el valor y la decisión de hacerlo, no lo sé. Pero la duda y la pena me persiguen desde entonces…