La burra

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Carlos Bone Riquelme

Así apodamos a una camioneta GMC que la compañía Miss Clairol le entregó a mi padre en 1960. Él era distribuidor de esa empresa, y el vehículo era grande, con la parte trasera cubierta y de color gris. Quizás por su tamaño, fuerza y capacidad de carga, mi padre le dio este cariñoso nombre: la burra.

La familia estaba residiendo en Curicó en aquellos días, cuando mi padre fue contratado por esta compañía de productos de belleza, que estaba localizada en Santiago.

Curicó era una ciudad pequeña, muy tranquila y bella. No recuerdo las razones de nuestra llegada, aunque sí recuerdo haber acompañado a mi padre a una entrevista de trabajo en Santiago. Sin embargo, mis recuerdos son muy vagos.

En Curicó pasamos momentos muy gratos y conocimos a gente de mucho carácter y personalidad. Yo tenía aproximadamente seis años en aquel tiempo, y mi hermana Liliana —pues María Eugenia ya había desaparecido de nuestras vidas sin dejar rastro— era una bella adolescente que concitó la atención de los jovencitos más avispados de la ciudad.

De nuestra llegada a Curicó, solo recuerdo el viaje en tren desde Santiago hasta la provinciana estación sitiada por vendedores de productos típicos, como las tortas curicanas. Estas se entregaban envueltas en un papel similar a los llamados papel mantequilla, pero de colores azules y anaranjados.

Salimos de la estación y nos refugiamos en un hostal llamado Hostal Curicó, localizado en la calle Estado y Maipú. El edificio hace mucho que desapareció, pero estaba a unas cuadras de donde fue nuestra primera casa, en la calle Estado.

El hostal tenía tres pisos, y en el medio existía un comedor que se podía ver desde las puertas de las habitaciones, pues asemejaba un patio al que adaptaron poniendo mesas cubiertas con manteles de plástico. El lugar estaba pintado de un color verde oscuro, lo que hacía que se viera algo apagado. Los manteles eran de cuadrículas rojas y blancas.

Nunca lo he olvidado, ya que esta fue mi primera impresión de la ciudad que sería nuestro hogar por algún tiempo.

Cuando nos mudamos a la casa que mi padre rentó, la impresión no mejoró mucho, ya que eran dos inmensas casas, muy viejas, ambas de madera y pegadas la una a la otra. En una, en el primer piso, vivían los dueños, y la segunda, localizada en los altos, sería donde viviríamos nosotros. Esta casa tenía una larga escalera que conducía al segundo piso y que daba a un salón inmenso, todo en madera. Los pisos eran de tablas largas y enceradas, con los cuartos separados por unos ventanales de vidrio y un enorme pasillo que llegaba desde la sala a un tétrico y gran cuarto, o más bien dicho, una bodega oscura, con una enorme pila de madera que llegaba casi hasta el techo. Más allá, una puerta conducía a la cocina.

Por alguna razón, no tengo recuerdos claros de la cocina, aunque estaba conectada al comedor, el cual no era muy grande y estaba pintado de un verde fuerte, y por otra puerta, al salón de entrada.

Recuerdo claramente que no poseíamos muchos muebles. Los pocos que teníamos, entre los cuales se contaban un par de sillones, las camas y la mesa del comedor con sus correspondientes sillas, no alcanzaban a llenar el lugar, que seguía viéndose vacío.

El pasillo me aterrorizaba, al igual que esa enorme bodega llena de maderas negras, de las cuales nunca supe su uso. Pero cuando pasaba por ese lugar, sentía escalofríos e imaginaba algo así como la entrada al infierno.

En las noches me parecía sentir a los demonios corriendo por ese pasillo, riéndose, mientras yo me escondía debajo de las sábanas tiritando.

Una noche en que estaba solo en la casa —mis padres habían salido y mi hermana andaba de fiesta— me pareció ver, y lo tengo vívido en mis recuerdos, a un diablo vestido de rojo danzando locamente por el pasillo mientras una gran llamarada roja lo seguía hasta casi llegar a mi cuarto. Nunca he podido saber si fue un sueño o realidad.

En todo caso, yo compartía habitación con mi hermana Liliana, la cual, en poco tiempo, gracias a su natural belleza y personalidad exuberante, consiguió una gran cantidad de amigos que pronto llenaron la casa con su música de Rock-and-Roll e hicieron fiestas, pues mi madre no estaba en casa y mi padre viajaba mucho en su trabajo de vendedor viajero.

Mi madre consiguió un puesto en una tienda en Yungay y Merced, casi al lado de la plaza. Creo que al lado aún persiste el edificio semiderruido de lo que fue el cine Victoria (creo que así se llamaba), donde vi La Cenicienta por primera vez. Además, creo que fue la única vez que entré a ese cine.

Y al frente del cine existía un local pequeño llamado, creo, Wurlitzer. Allí se juntaban los jóvenes a bailar al ritmo de los discos que tocaban en una de aquellas máquinas y a beber Coca-Cola. Recuerdo ver a mi hermana bailando en el segundo piso, junto a sus amigos, uno de los cuales era muy conocido en la ciudad, pues sus padres poseían una de las joyerías más importantes de aquel entonces: la joyería Castro.

Con el paso del tiempo, nos mudamos a unos apartamentos localizados en Yungay 920, esquina con Camilo Henríquez. Eran alrededor de cuatro apartamentos, todos de dos pisos y bastante cómodos y menos terroríficos que la casa.

Yo estudiaba en los Hermanos Maristas, pero luego de que enfermé de hepatitis, no pude continuar mis estudios allí. No tuve cabida en ese colegio y creo haber sido matriculado en una escuela pública en la calle Carmen, esquina con Freire. La escuela no fue una gran experiencia en mi vida infantil.

Pero, de todas maneras, nuestro tiempo en Curicó ya expiraba, y al poco tiempo mi padre fue nombrado distribuidor de su compañía y lo dejaron a cargo de toda la zona sur, con lo que nos mudamos nuevamente. Pero esta vez el rumbo sería el final después de tantas mudanzas: Concepción.

En esta camioneta apodada la burra recorrimos toda la zona, desde Curicó hasta Talca, Linares, Teno, Lontué, Sarmiento, Casablanca, Santa Rosa, Los Guindos, Molina, y tantos otros pueblos que alimentaron mi imaginación por estar rodeados de bellos paisajes. A estos lugares muchas veces llegamos a través de caminos polvorientos que parecían sacados de un cuento de Manuel Rojas.

También tuvimos muchas experiencias, no todas buenas, como aquella vez que mi padre quiso enseñar a manejar a mi madre. Después de los consabidos "este es el embrague, este es el freno, este, el acelerador…", mi madre se sentó en el asiento del conductor, con la puerta abierta y mi padre al lado para tranquilizarla. Mi padre le instruyó para colocar el cambio a primera: "y lentamente suelta el embrague mientras aprietas el acelerador". Pero mi madre lo hizo todo de golpe, y la burra pegó un salto abalanzándose camino a un estero.

Mi padre saltó dentro del vehículo en marcha, mientras yo con Liliana mirábamos todo esto con la boca abierta. Él logró, no sé cómo, detener el vehículo mientras mi madre se bajaba riéndose como si todo hubiera sido una chanza. Mi padre no dijo nada, pero esta fue la primera y única vez, en su vida, que ella trató de manejar. Hasta que falleció en junio del 2023, a los 100 años, mi madre nunca manejó ni tuvo carnet.

Pero viajamos con mi padre por toda la zona del Maule, a veces durmiendo en hoteles rurales, los cuales siempre fueron de mi preferencia, pues estaban adornados con jarrones de greda, sillas de paja, braseros que refulgían en las noches, y el cielo siempre era de un fulgor especial con su manto de estrellas que se nos venían encima.

La burra nos dio muchos buenos momentos, y por eso no puedo dejar de agradecer a Miss Clairol, compañía que le dio este camión a mi padre y que fue uno de los recuerdos más gratos de mi niñez.

Años más tarde, la usamos para entrar a Llacolén de piratas, pues no éramos socios, pero mi padre, que era amigo del administrador del casino, entraba a entregar mercancía. Escondidos en la parte trasera íbamos el resto de la familia. Pasamos unos espectaculares días de sol en Llacolén, comiendo además en el casino, y yo corriendo por la amplia cocina y las dependencias del lugar, junto a las hijas del amigo de mi padre.

Llacolén siempre fue signo de estatus, pero en aquel tiempo yo no sabía de eso ni me importaba. Aún más, nunca me importó, ni siquiera cuando llegué a mi adolescencia.

Aún hoy en día, esa palabra que es el nombre de mi compañía de investigaciones en USA, no tiene mayor significado. La usé porque cuando era niño la escuché mucho en diferentes lugares y quedó grabada en mi memoria, y cuando decidí nombrar mi naciente compañía decidí ponerle así: Estatus Group, como una vuelta de mano a aquellos tiempos. Mi hijo, quien maneja hoy la compañía, no tiene idea de lo que significa, y no creo que le interese la historia de cómo llegué a ella. Pero lo cuento, por si algún día él lee estas historias, aunque lo dudo, a menos que sean traducidas al inglés.

Pero así conocimos casi toda la zona del Maule, con sus ríos y fiestas de pueblo, además de las trillas, a las cuales asistí de pequeño.

Mi tío Julio Ramírez, quien tenía un gran fundo en Los Guindos, era el abuelo de mis primos Mónica y Coco Bone, pero creo que yo disfruté de ese campo más que ellos. Me quedaba temporadas completas con ellos, y disfruté las cosechas y las trillas hasta quedarme dormido en medio de la música y los asados.

Recuerdo las tardes estivales conmigo encaramado a los árboles de duraznos, o a las higueras, comiendo frutas mientras leía acostado entre las ramas. O corriendo entre los viñedos seguido de un perro esquelético, para recostarme a la ribera de un río y dormirme a la sombra de los árboles.

Fueron los momentos más tranquilos de mi niñez, vividos en solitario, con la compañía de este amigo de cuatro patas que me miraba esperando quizás un hueso que nunca llegó. Allí conocí a mi yegua, la chinchosa, de la cual escribí una crónica en recuerdo a ese bello animal que aún galopa en mis sueños.

Recuerdo las avenidas tupidas de árboles, y al frente, el camino largo y la micro parando a recoger pasajeros cargados de canastos, gallinas, mientras las ventanas abiertas dejaban entrar el aire y el polvo, lo cual a nadie parecía incomodar.

Siento aún el cosquilleo que sentía en mi estómago al galopar por esos caminos, mientras el olor del sudor de la yegua penetraba mi olfato, y sentía el movimiento rítmico del animal entre mis cortas piernas que apenas alcanzaban los estribos. Los tenía que amarrar para que quedaran a la altura de mis pies, pues la montura rellena de pelos ovinos, abrazada al cuero curtido, la hacían grande para mis cortos 8 años.

Así fue mi niñez, llena de recuerdos y corcoveos, aunque no de la chinchosa, pero de la vida que me llevó y me trajo de regreso hasta donde hoy estoy, en USA, saboreando los recuerdos que me rodean sin dejarme respirar.

 

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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