Silvia C.S.P. Martinson
Él caminaba por las calles.
Tenía el hábito de hacerlo todas las tardes, fuera invierno o verano. Salía de casa siempre alrededor de las 17 horas.
Las 17 horas en invierno que, donde vivía, hacía mucho frío y casi ya era de noche. A esa hora el sol ya casi había desaparecido en el horizonte, sin embargo, era un paisaje de rara belleza...
Mientras caminaba, iba recordando hechos y momentos pasados de su vida, tanto familiares como profesionales.
En ese instante, le vino a la memoria la época en que trabajaba en un banco que era, al mismo tiempo, una inmobiliaria. Cabe decir que, en aquella época, era una novedad de gran éxito en su tierra.
Ese sistema de tener como clientes a los propietarios de inmuebles que colocaban allí sus propiedades para alquilar o vender, además de innovador, era de una practicidad sin igual.
Ese sistema fue traído de Europa por el padre del actual administrador del banco, cuando éste, por razones políticas y religiosas, fue obligado a huir del “Viejo Mundo” con su familia, debido a las persecuciones sufridas en una guerra cruenta y discriminatoria.
Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando recordó a dos compañeras que trabajaban allí, en ese banco.
Las dos ya eran algo mayores, no totalmente ancianas, sin embargo, en aquella época solía llamárseles a las mujeres así: “maduras”.
Eran solteras y no tenían pareja ni pretendientes.
Había clientes del banco que sólo querían ser atendidos por ellas. Este era el caso de las famosas hermanas Olivar, como eran conocidas por su apellido y también por ser descendientes directas de españoles.
Ambas eran riquísimas porque eran propietarias de muchos edificios y predios que mantenían alquilados y que habían heredado de su familia. También eran solteronas y ya mayores.
Cuando llegaban al banco, las dos funcionarias, que se llamaban respectivamente Estela y Nívea, debían dejar todo lo que estaban haciendo para atenderlas con prioridad.
Ellas llegaban al mostrador y llamaban, con un cariño forzado, a Estela y a Nívea de la siguiente manera:
— ¡Estelita querida, llegamos!
Y a Nívea así:
— ¡Nini querida, ven a atenderme, por favor!
Las dos hermanas se quedaban toda la tarde, de las 14 a las 17:30 horas, verificando sus cuentas, calculando lo que habían ganado o perdido (esto casi nunca ocurría), sumando incluso los centavos, pues eran muy tacañas.
Acaparaban totalmente la atención de Nívea, sin permitir siquiera que se alejara del mostrador.
Al final de la tarde se despedían y dejaban para Nívea y Estela un paquete de dulces que habían hecho hacía mucho, mucho tiempo atrás y que ambas, tras su partida, tiraban a la basura, debido al aspecto y al mal olor de los mismos.
Mientras caminaba, recordó también a los viejos compañeros de trabajo, especialmente a Gastão, un joven que había venido del interior del estado y era descendiente de italianos.
Gastão era muy dedicado al banco y también muy ambicioso. Salió con muchas compañeras que le parecían más ricas que él, pero las cambiaba tan pronto como conocía a otra con mayor poder adquisitivo
.
Y así fue hasta el día en que conoció a la hija del dueño del banco. Dejó a su novia, que lo quería mucho, por esta nueva y rica joven. Con ella se casó y se convirtió, más adelante, en gerente de ese mismo banco, trabajando como un esclavo para su dueño y suegro, quien se aprovechaba de él mientras viajaba por el mundo con su familia, incluso llevando consigo a la esposa de Gastão.
Y así, caminando y recordando los hechos del pasado, se dio cuenta de que la noche ya se hacía sentir. El sol ya desaparecía en el horizonte dejando el cielo color púrpura, anunciando otra noche fría y clara.
Recordó aún que las noches en ese lugar, durante el invierno, eran siempre de una belleza sin igual, millones de estrellas brillando en las profundidades del universo, incitando a los hombres a soñar.