Héctor Eyzaguirre

H

Carlos Bone Riquelme

Fue en la segunda mitad de 1966 cuando, impulsado por cambios económicos en nuestra situación familiar y por la condición de “separada” de mi madre, fui trasladado de un colegio privado a uno fiscal. Así llegué al Liceo Enrique Molina Garmendia, localizado frente al parque Ecuador, en Concepción, Chile. Y eso, de por sí, ya era un cambio positivo, con vistas a esos árboles que se mostraban desde las abiertas ventanas del liceo.

El comienzo fue un poco traumático, pues de la disciplina escolástica pasé rápidamente a un estado de indisciplina liberal, acompañado por la posibilidad de poder discutir cualquier tema que anteriormente nos había sido vedado.

El liceo, en aquel entonces, era una mezcla de arquitectura moderna con lo que aún eran los vestigios de un edificio de estilo clásico que, ya medio derruido, permanecía presente en un costado del establecimiento. Además, una parte del liceo, que posiblemente fue parte de aquel viejo edificio, aún se erguía vetusta, con salas de techos altos y paredes gruesas que daban temperaturas heladas a las ya frías condiciones invernales. A esta parte, donde estaban los cursos designados con las letras finales del abecedario, como el Octavo “K” o el “H”, los alumnos la habían apodado “Siberia”.

La diferencia con la parte nueva era evidente. Los pasillos amplios e iluminados de la construcción moderna, con escaleras cómodas de subir, contrastaban con esos estrechos pasillos de color gris y las escaleras empinadas de concreto sólido, que, aunque eran iluminadas, parecían que el sol evadía la entrada.

Pero, aun así, el cambio, definitivamente, en mi manera de ver las cosas, fue, como con el tiempo pude comprobar, positivo. Allí, por primera vez, me enteré de que existía un sistema político que nos gobernaba y, a diferencia del colegio católico, aquí sí podíamos participar libremente, dar nuestras opiniones, u oponernos a los profesores y directiva del liceo si creíamos que nuestros derechos eran olvidados. Fue un cambio increíble respecto al tiempo donde solo debíamos obedecer y, por supuesto, no levantar la voz. Aquí, además, podíamos pensar.

Y allí fue cuando conocí a Héctor “Guatón” Eyzaguirre, que, en verdad, aún no entiendo por qué le decían así, pues, aunque era corpulento, no era gordo; pero quizás el apodo lo había seguido desde la infancia. Héctor es de mediana estatura, corpulento, como ya lo mencioné, de mirada inteligente y palabra rápida. Lo vi en los pasillos del liceo, siempre caminando velozmente, acompañado de un cortejo de muchachos que querían llamar su atención. Allí me percaté de que era importante. Y sí lo era. Los profesores lo escuchaban; el rector y el vicerrector le prestaban atención, y los estudiantes en general lo admiraban. Incluido yo.

No sé cómo fue, pero llegué a formar parte del entorno de Héctor, quien, como sabría más tarde, era el presidente del Gobierno Estudiantil, muy activo en política, siendo miembro de las FJS (Federación Juvenil Socialista) y rodeado de varios otros muchachos que pertenecían, en su mayoría, al mismo sector, como el “Chico” Cortez, los hermanos Merino —Roberto y el “Cordero” Marcelo—, y los hermanos Améstica, muy conocidos pues más tarde serían miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), y en aquel lejano tiempo del liceo, eran miembros del cuerpo de choque del Partido. Y había otros, como Marcial, que fue vicepresidente del gobierno estudiantil.

Héctor era serio, aunque no agresivo o gritón. La característica de líder de Héctor era su capacidad para escuchar atentamente a su interlocutor y tener siempre una respuesta convincente que desarmaba a sus contrincantes.

Además, su capacidad de organización, de concientización política, su conocimiento de marxismo, y su decisivo accionar en cualquier situación lo convertían en el líder natural de todos nosotros, que lo seguíamos sin vacilar.

Y fue Héctor el que me llevó a la FJS, y me introdujo al medio de la actividad política de los sesenta. Yo seguía a Héctor sin vacilaciones, pues la admiración que sentía por él no me permitía dudar, ni por un momento, que Héctor estaba en lo correcto.

Así entré a formar parte de su entorno. Lo seguí en las tomas de liceo, las marchas de protesta; y muchas veces fuimos detenidos y llevados a cuarteles de policía; y otras muchas fuimos apaleados en las calles por el Grupo Móvil, pero la sensación de que estábamos luchando por el futuro que aunaba a la Revolución Cubana, era un incentivo que aún recuerdo con nostalgia.

La pasión de creer que podíamos cambiar nuestro destino era una convicción que, en aquel entonces, en el tiempo de la Guerra Fría, en el contexto de la Guerra de Vietnam, de la Guerra de Corea, de la primavera en Yugoslavia, de la matanza de estudiantes en México o la revolución de París, y quizás la toma de la Universidad de Córdoba, nos emocionaba. ¿Cuándo los jóvenes habíamos tenido la posibilidad de ser dueños de nuestro propio destino?

Recién en aquel lejano 1966 había el MIR tomado fuerza, y en las calles veíamos a Luciano Cruz, a Bautista van Schouwen, a Miguel Enríquez envueltos en el humo de las bombas lacrimógenas de la Diagonal Pedro Aguirre Cerda. Y ya se hablaba de la famosa Revolución en Libertad que prometía cambiar el estado del campo y de la agricultura en una política más justa para aquellos que no poseían tierras, y en contra de aquellos que sí las poseían, pero no las trabajaban. En una histórica reunión en Costa Rica, se creó la CEPAL, con la ayuda del que fuera presidente de Chile, Don Eduardo Frei Montalva, que fue uno de los gestores. Y eso derivó en nuevos estudios sobre la relación de las fuerzas de producción y los mercados distribuidores.

Era un tiempo en el que Héctor nos guio, en innumerables reuniones donde estudiamos los efectos de la política conservadora en nuestro país. Héctor me introdujo al estudio de Karl Marx. No solo a mí. A todos aquellos que pasamos horas en la sede del Partido Socialista o en aquellas tomas de liceo donde nos repartimos en diferentes comisiones, separadas en cada sala, y discutimos sobre los procesos políticos de Latinoamérica y Chile.

Héctor nos guiaba en las calles, él siempre al frente, con el brazo levantado, y siempre era el primero en enfrentar a Carabineros. No era el líder de la retaguardia. No. Él era el de avanzada; aquel que podíamos seguir y confiar en que no nos dejaría botados. Compartiría con nosotros las celdas y los golpes; y así lo vi muchas veces ensangrentado, con la cabeza rota, pero nunca vencido. Siempre estaba allí, para retomar las funciones donde habían quedado. Sin comentarios sobre lo pasado, pues ya había pasado. Siempre era la mirada al futuro.

Y llegó 1970, y yo perdí el interés en los cambios revolucionarios; quizás me decepcioné de un cambio que no era cambio, sino más bien una continuidad por una calleja lateral, y me dediqué al movimiento de “Peace and Love” que prometía cambios más rápidos y fenomenales, por supuesto que en los brazos de una mujer. Y perdí de vista a Héctor.

Hasta el 11 de septiembre de 1973, donde al día siguiente del golpe militar, en los periódicos apareció el rostro de Héctor, del Chico Cortez, los Améstica y muchos otros que habían sido compañeros de la FJS, como los más buscados de Concepción y Chile. Héctor había desaparecido, y por mucho tiempo pensé que había muerto.

Hasta un día en los ochenta que me lo encontré en nada menos que en el “ASTORIA”. Abrazos y recuerdos acompañaron este encuentro que fue muy efímero. Y supe que estaba radicado en Argentina. Y luego, volví a perderlo de vista.

Hasta hace unos días que lo reencontré, o más bien, él me reencontró en el grupo de los “Alumnos del Liceo Enrique Molina Garmendia”. Fue emocionante conversar por largo rato y recordar a tantos amigos y compañeros. Fue emocionante escuchar a Héctor nuevamente y saber que él todavía está envuelto en sus ideas, ya no compartidas por mí, pero él continúa su línea de lucha, que quizás comenzó el mismo día de su nacimiento.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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