Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

Recuerdos y sinsabores

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Carlos Bone Riquelme

Las canciones me buscan en los momentos solitarios para recordarme que allí están aún aquellos que algún día bebieron y cantaron conmigo: "That’s Amore", "La Vie en Rose", "I Just Called to Say I Love You", y tantas otras que se pierden entre risas, brindis y carcajadas que van hundiéndose a la distancia entre abrazos, abrazos y amores.

Una noche de tragos en el vientre del edificio Amanecer, cantando todos a dúo: tú, Renato Burmeister, Carlos Meissner, Isabel Zuroff, Hellen y yo.

Luego, saliendo a la noche estival, para correr sin dirección y sin intención. Quizás besos en la disco, o bailes en "La Boîte La Sirena". O en el "Tú y Yo".

Tantas noches al compás de la orquesta en el Millaray, con el piano de Eliab Gómez resonando melancólico mientras él golpeaba las teclas con pasión, y la voz de Chilin cantándonos una melodía de aquellas que nos hizo suspirar.

Solo recuerdos que se van estirando, como el camino a Dichato, y que retumba en el "Lía Luz" con la melodía de "Hotel California" resonando en las noches de verano.

O la música de Santana desde los parlantes del Chiringuito en Playa Blanca, toda repleta de cuerpos bronceados, con sabor a sal y a las Coca-Colas espumeantes. O quizás sentados afuera del "Casino Oriente" en Penco, apilados en una mesa, mirando la playa que se estiraba con los "güiros" oscuros secándose al sol.

Y nosotros riéndonos con la Pilsen Escudo en la mano.

O noches friolentas de invierno paseando por la Laguna de los Patos en la Universidad, mientras tomábamos de la botella rescatada de algún rincón ignoto, entre risas y bromas.

Allí están Nano Wolf, Guillermo Gangas, "Catruto" Rocha, Cuchepo Wolf y tantos otros como Pato Casanueva "querubín", Arturo Adrián, Fernando Bello, Raúl Fierro, y el "Guatón" Luchin, mi "cumpa" de momentos que duele recordar.

A la sombra del Arco de Medicina. Con la Casa del Deporte y sus estatuas blancas mirando hacia el Hospital Regional.

Recuerdo las peñas folclóricas de la parroquia Universitaria con Pablito Ardouin cantando alto mientras sus dedos acariciaban la guitarra. "El Molino" y mi inolvidable amigo Jaime Díaz, con el cual terminamos, junto a Gonzalo Gamboa, en "El Yugo" de la estación.

Libando con el rico Ponche de Erizos, acariciando los labios y el corazón. Mirando la Playa Escuadrón, cuando solo eran árboles y arena deslizándose por kilómetros; Coronel con su calle serpenteando casi al lado del cementerio, donde enterramos a mi tía Helena Riquelme una tarde de esas que no se olvidan, con el sol bajando lento por el horizonte.

Y todos allí; la familia con el tío Rene, Mañunguito, y nosotros en aquella iglesia a la entrada y casi al lado del cementerio, mirando las cruces y cómo se nos va la vida. Poco es el caminar de la iglesia a la tumba. Y son tan largos los momentos que nos separan de ese mismo camino.

Cómo olvidar Lota, con sus bares de tablas y ventanas abiertas.

La casa del bisabuelo circundando el cerro, aún roja y de madera centenaria, con las ventanas con barrotes, y los pasillos oscuros que desembocan en habitaciones altas, llenas de sol, con cortinas blancas, de lino con bordes azulados.

Y la música que nos llega desde otra época: "Isabelita, porteña bonita, la calle palpita al verte pasar…", con esos matices románticos y de admiración que cruje con "Frufrú, Frufrú, canción de…", o quizás, "En un bosque de la China una chinita encontré…".

Todo desapareció, se esfumó entre los caminos de la casa de Don Pedro Zañartu en la desembocadura; o en el delicioso y colonial Parque Lota, donde habitó ella, la mujer más rica de Chile, Doña Isidora, y que un gran escritor penquista inmortalizó en una novela hace muy poco. Las canciones nos transportan a nuestros recuerdos, lejanos y cercanos, y nos vamos yendo de a poco, sin saber que nos vamos, pero con el corazón tibio de muchos momentos hermosos que nos pueblan la memoria…

Héctor Eyzaguirre

H

Carlos Bone Riquelme

Fue en la segunda mitad de 1966 cuando, impulsado por cambios económicos en nuestra situación familiar y por la condición de “separada” de mi madre, fui trasladado de un colegio privado a uno fiscal. Así llegué al Liceo Enrique Molina Garmendia, localizado frente al parque Ecuador, en Concepción, Chile. Y eso, de por sí, ya era un cambio positivo, con vistas a esos árboles que se mostraban desde las abiertas ventanas del liceo.

El comienzo fue un poco traumático, pues de la disciplina escolástica pasé rápidamente a un estado de indisciplina liberal, acompañado por la posibilidad de poder discutir cualquier tema que anteriormente nos había sido vedado.

El liceo, en aquel entonces, era una mezcla de arquitectura moderna con lo que aún eran los vestigios de un edificio de estilo clásico que, ya medio derruido, permanecía presente en un costado del establecimiento. Además, una parte del liceo, que posiblemente fue parte de aquel viejo edificio, aún se erguía vetusta, con salas de techos altos y paredes gruesas que daban temperaturas heladas a las ya frías condiciones invernales. A esta parte, donde estaban los cursos designados con las letras finales del abecedario, como el Octavo “K” o el “H”, los alumnos la habían apodado “Siberia”.

La diferencia con la parte nueva era evidente. Los pasillos amplios e iluminados de la construcción moderna, con escaleras cómodas de subir, contrastaban con esos estrechos pasillos de color gris y las escaleras empinadas de concreto sólido, que, aunque eran iluminadas, parecían que el sol evadía la entrada.

Pero, aun así, el cambio, definitivamente, en mi manera de ver las cosas, fue, como con el tiempo pude comprobar, positivo. Allí, por primera vez, me enteré de que existía un sistema político que nos gobernaba y, a diferencia del colegio católico, aquí sí podíamos participar libremente, dar nuestras opiniones, u oponernos a los profesores y directiva del liceo si creíamos que nuestros derechos eran olvidados. Fue un cambio increíble respecto al tiempo donde solo debíamos obedecer y, por supuesto, no levantar la voz. Aquí, además, podíamos pensar.

Y allí fue cuando conocí a Héctor “Guatón” Eyzaguirre, que, en verdad, aún no entiendo por qué le decían así, pues, aunque era corpulento, no era gordo; pero quizás el apodo lo había seguido desde la infancia. Héctor es de mediana estatura, corpulento, como ya lo mencioné, de mirada inteligente y palabra rápida. Lo vi en los pasillos del liceo, siempre caminando velozmente, acompañado de un cortejo de muchachos que querían llamar su atención. Allí me percaté de que era importante. Y sí lo era. Los profesores lo escuchaban; el rector y el vicerrector le prestaban atención, y los estudiantes en general lo admiraban. Incluido yo.

No sé cómo fue, pero llegué a formar parte del entorno de Héctor, quien, como sabría más tarde, era el presidente del Gobierno Estudiantil, muy activo en política, siendo miembro de las FJS (Federación Juvenil Socialista) y rodeado de varios otros muchachos que pertenecían, en su mayoría, al mismo sector, como el “Chico” Cortez, los hermanos Merino —Roberto y el “Cordero” Marcelo—, y los hermanos Améstica, muy conocidos pues más tarde serían miembros del GAP (Grupo de Amigos del Presidente), y en aquel lejano tiempo del liceo, eran miembros del cuerpo de choque del Partido. Y había otros, como Marcial, que fue vicepresidente del gobierno estudiantil.

Héctor era serio, aunque no agresivo o gritón. La característica de líder de Héctor era su capacidad para escuchar atentamente a su interlocutor y tener siempre una respuesta convincente que desarmaba a sus contrincantes.

Además, su capacidad de organización, de concientización política, su conocimiento de marxismo, y su decisivo accionar en cualquier situación lo convertían en el líder natural de todos nosotros, que lo seguíamos sin vacilar.

Y fue Héctor el que me llevó a la FJS, y me introdujo al medio de la actividad política de los sesenta. Yo seguía a Héctor sin vacilaciones, pues la admiración que sentía por él no me permitía dudar, ni por un momento, que Héctor estaba en lo correcto.

Así entré a formar parte de su entorno. Lo seguí en las tomas de liceo, las marchas de protesta; y muchas veces fuimos detenidos y llevados a cuarteles de policía; y otras muchas fuimos apaleados en las calles por el Grupo Móvil, pero la sensación de que estábamos luchando por el futuro que aunaba a la Revolución Cubana, era un incentivo que aún recuerdo con nostalgia.

La pasión de creer que podíamos cambiar nuestro destino era una convicción que, en aquel entonces, en el tiempo de la Guerra Fría, en el contexto de la Guerra de Vietnam, de la Guerra de Corea, de la primavera en Yugoslavia, de la matanza de estudiantes en México o la revolución de París, y quizás la toma de la Universidad de Córdoba, nos emocionaba. ¿Cuándo los jóvenes habíamos tenido la posibilidad de ser dueños de nuestro propio destino?

Recién en aquel lejano 1966 había el MIR tomado fuerza, y en las calles veíamos a Luciano Cruz, a Bautista van Schouwen, a Miguel Enríquez envueltos en el humo de las bombas lacrimógenas de la Diagonal Pedro Aguirre Cerda. Y ya se hablaba de la famosa Revolución en Libertad que prometía cambiar el estado del campo y de la agricultura en una política más justa para aquellos que no poseían tierras, y en contra de aquellos que sí las poseían, pero no las trabajaban. En una histórica reunión en Costa Rica, se creó la CEPAL, con la ayuda del que fuera presidente de Chile, Don Eduardo Frei Montalva, que fue uno de los gestores. Y eso derivó en nuevos estudios sobre la relación de las fuerzas de producción y los mercados distribuidores.

Era un tiempo en el que Héctor nos guio, en innumerables reuniones donde estudiamos los efectos de la política conservadora en nuestro país. Héctor me introdujo al estudio de Karl Marx. No solo a mí. A todos aquellos que pasamos horas en la sede del Partido Socialista o en aquellas tomas de liceo donde nos repartimos en diferentes comisiones, separadas en cada sala, y discutimos sobre los procesos políticos de Latinoamérica y Chile.

Héctor nos guiaba en las calles, él siempre al frente, con el brazo levantado, y siempre era el primero en enfrentar a Carabineros. No era el líder de la retaguardia. No. Él era el de avanzada; aquel que podíamos seguir y confiar en que no nos dejaría botados. Compartiría con nosotros las celdas y los golpes; y así lo vi muchas veces ensangrentado, con la cabeza rota, pero nunca vencido. Siempre estaba allí, para retomar las funciones donde habían quedado. Sin comentarios sobre lo pasado, pues ya había pasado. Siempre era la mirada al futuro.

Y llegó 1970, y yo perdí el interés en los cambios revolucionarios; quizás me decepcioné de un cambio que no era cambio, sino más bien una continuidad por una calleja lateral, y me dediqué al movimiento de “Peace and Love” que prometía cambios más rápidos y fenomenales, por supuesto que en los brazos de una mujer. Y perdí de vista a Héctor.

Hasta el 11 de septiembre de 1973, donde al día siguiente del golpe militar, en los periódicos apareció el rostro de Héctor, del Chico Cortez, los Améstica y muchos otros que habían sido compañeros de la FJS, como los más buscados de Concepción y Chile. Héctor había desaparecido, y por mucho tiempo pensé que había muerto.

Hasta un día en los ochenta que me lo encontré en nada menos que en el “ASTORIA”. Abrazos y recuerdos acompañaron este encuentro que fue muy efímero. Y supe que estaba radicado en Argentina. Y luego, volví a perderlo de vista.

Hasta hace unos días que lo reencontré, o más bien, él me reencontró en el grupo de los “Alumnos del Liceo Enrique Molina Garmendia”. Fue emocionante conversar por largo rato y recordar a tantos amigos y compañeros. Fue emocionante escuchar a Héctor nuevamente y saber que él todavía está envuelto en sus ideas, ya no compartidas por mí, pero él continúa su línea de lucha, que quizás comenzó el mismo día de su nacimiento.

Escribir

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Carlos Bone Riquelme

Desde aquella lejana infancia empecé a dibujar formas en el papel para lanzarlas al viento y ver cómo se deslizaban en suaves balanceos hasta posarse en el suelo. Quedé atrapado entre sus hojas y la tinta, aunque hoy en día todo sea digital, casi sin la poesía del olor a papel y tinta. Y ese juego constante que se afincó en mi corazón como una necesidad creció y creció; y luego, una noche mientras dormía, tuve un sueño que me llevó hacia momentos que algún día experimenté y que estaban escondidos en puntos de mi memoria que nunca, o por lo menos, en largo tiempo había rozado.
Pero otra noche, el mismo sueño me despertó y sin poder contenerme corrí al ordenador y empecé a escribir sin saber el destino al que me comprometía.
Y fue casi como en un estado hipnótico, pues los dedos corrían por las teclas casi rozándose, y las letras aparecían y desaparecían misteriosas sin que yo supiera el contenido. En la mañana, exhausto ya de fuerzas y de pensamiento, me detuve a leer. Y todo cobró vida. Las calles, los amigos, los nombres, los amores y los sinsabores se presentaron en blanco y negro y no pude evitar el llanto. Mi vida se estaba desgranando en trozos de recuerdos, y yo podía ver las imágenes de aquellos rostros mirando desde cada rincón: familia, amigos, conocidos, todos acumulados en la pantalla brillante mientras el olor de la bahía, de las calles húmedas y nocturnas, de los cuerpos sudorosos de pasión, de las manos tiernas y los aromas del parque me envolvían sin poder evitarlo. El vértigo de una vida lejana me aturdió mientras no podía dejar de mirar rostros y volar ingrávido sobre cada momento vivido. Quedé helado y sin saber qué hacer. Pero luego pensé que era una tontería, y el día se desenvolvió normal, como cada día, con solo aquellas contingencias diarias que se vuelven una rutina, y así, sin pensar más, me olvidé de aquellas extrañas noches. Pero dos noches después se repitió el fenómeno.
Y me lancé afiebrado nuevamente a escribir dejando que los sentimientos fluyeran en olas que me bañaban como las aguas del Pacífico algún día lo hicieron, y el llanto nuevamente fluyó libremente desde mis entrañas a mis mejillas y no pude parar, aunque algo me despedazaba por dentro.
Y nuevamente llegó la mañana, pero esta vez fue Hellen, mi esposa, quien se acercó asustada a mí para preguntar qué era lo que me estaba sucediendo. —Tengo el sueño pesado, y duermo muchas horas sin parar. Además, necesito una máquina que me ayude a respirar mejor y que, por supuesto, me haga dormir mejor. Pero no estaba funcionando. Yo estaba poseído por mi propio recuerdo. La memoria era una prisión, la cual debía dejar en libertad. Y Hellen fue la primera en leer lo que aún estaba fresco en la pantalla, y ella me miró de una manera extraña. Pero no dijo nada. No había nada que decir. Y el proceso empezó a repetirse, pero ahora, durante el día. Como una droga, me apretaba al teclado sin poder parar; sentía fluir los sentimientos en caracteres que se fijaban en el blanco de la pantalla, y mi cerebro se desgranaba en recuerdos que corrían libremente por la habitación, que galopaban alrededor de mi sillón, y que me abrazaban como si solo ayer hubiera vivido cada uno de esos momentos. Los amigos se apilaban en torno a mí, riendo y bromeando, y yo los veía mientras caminaban por mi apartamento en una alucinación que pronto fue casi normal. Empezaron a salir a trabajar conmigo, y me decían cómo manejar, dónde parar, y me pedían café, demandando atención. Y ya no volví a estar solo. Donde voy ellos están conmigo; me conversan y me recuerdan que yo soy parte de ellos como ellos de mí; me piden que los junte con sus amigos, con sus familias, que no deje que sus recuerdos mueran sin retorno. Cómo no entender este deseo de persistir, de proyectar, y me entregué a la evidencia de que todos somos uno, y cada uno es parte de ese todo.
Dejamos tanto de nosotros en nuestros padres e hijos, abuelos y nietos, amigos como ellos dejaron sus simientes en nosotros.
Y así, hoy ya duermo menos y dedico más tiempo al recuerdo y a vivir la vida acompañado de todos aquellos fantasmas que me abrazan, beben, se ríen y me hablan como solo ayer lo hicieron en momentos que disfrutamos juntos y que hoy desgranamos.

Noche de ronda

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Carlos Bone Riquelme

"Noche de ronda, qué triste pasas, qué triste cruzas por mi balcón…"; y la voz límpida de la cantante restregándose sobre el long play se pierde en los rincones de la habitación, mientras ella, sola, tirada en la cama con un cigarrillo entre los dedos, mira cuidadosamente las resquebrajaduras del decomural en la pared.

La habitación está casi a oscuras, apenas iluminada por una lámpara de velador, donde al lado, un cenicero de madera negro reposa encima de un libro grueso en cuyas letras negras se puede leer “Raíces”.

El techo es alto, como se acostumbraba en las casas de comienzos de siglo, y con molduras de madera pintadas de blanco, pero que con el tiempo se han vuelto amarillas. No hay muchos muebles más allá de una cama, el velador y un pequeño tocador de esos con un espejo biselado en los bordes y que refleja la imagen de la muchacha en la cama que se mira con indiferencia.

“Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi corazón…”, se escucha melancólica la voz de Connie Francis, cantando con ese pegajoso acento "gringo" que permea el español, y que le da una sensualidad especial a su voz.

La muchacha aspira el humo profundamente y luego lo deja escapar lentamente con el hilo gris ascendiendo en volutas que se van desvaneciendo antes de llegar al techo.

Ella se levanta un poco en la cama y, estirándose por el lado, extrae una botella oscura, con una etiqueta blanca que dice Ron. Destapa la botella y bebe un largo sorbo que la hace carraspear, mientras su rostro se contrae en una mueca que puede significar desagrado o placer.

Y así se queda pensando, pues algunas arrugas se marcan en su frente. Es que no ha sido un día muy agradable. Y quiere olvidarse de la angustia, el miedo y la rabia que la atenazan.

La música solo consigue traer más pena, que junto al trago pareciera ser una mala combinación. Pero qué podía hacer; era mujer y estaba totalmente vetado entrar a un bar, como haría un hombre, y matar las penas acodado en el bar con la compañía de muchos otros hombres que lo apoyan en el sentir.

“Las mujeres nos quedamos solas”, pensó, y con rabia se llevó la botella nuevamente a los labios y bebió un trago más de ese licor indecente. “Dile que esta noche tú te vas de ronda como ella se fue…”, y proseguía Connie elevando el tono de voz, como si ella no la escuchara, aunque cantara bajito.

Tantos boleros que cantaron juntos al compás de su guitarra, pues ella no sabía tocar ningún instrumento, pero para él, la guitarra era una herramienta en sus manos, y su voz profunda de macho arrabalero atraía a las mujeres como abejas al panal; y ella debería haberlo presentido; con tanta mujer mirando con arrobo, mientras él entornaba los ojos y cantaba “caminito que el tiempo ha borrado…”, o cuando soltaba como al descuido una samba de estas al tamborilear con los dedos que sueltan las cuerdas y se dejan caer al descuido, como taconeo de cueca.

Pero no.

Cayó en la trampa de sus ojos bellos; de su boca recta; de sus cabellos enmarañados los cuales ella acarició en aquellas tardes de amor desenfrenado, y de la sensación de desgano que ataca después de haberse consumido, donde se quedaban quietos mirando a la nada, sin decir palabra, con la cabeza de él en su regazo y sus dedos perdiéndose perezosos entre mechones oscuros.

Se enamoró sin rumbo ni destino, pero presintiendo que, “esto no va a acabar bien”, como ella se lo murmuró bajito al sinvergüenza que la miró con una sonrisa leve despegándose de entre sus labios.

Y no terminó bien. Para ella.

Y aquí estaba en su habitación de pensión, mirando al techo, tomando un trago de mierda y consumida por una pena intensa mientras escuchaba música que le traía más penas al corazón.

Además, masoquista la tonta. ¿Y él?, posiblemente pasando la tarde en otra cama, con otra imbécil, que al igual que ella cayó embrujada bajo el encanto de su voz masculina, y de esas miradas de reojo, a veces de frente, a veces hasta con los ojos cerrados el mal parido se las arreglaba para conquistar.

Se tiró de nuevo en la cama, y trató de pensar en otra cosa; pero no podía. Su mente le trae una y otra vez a la memoria su aroma, el recuerdo de sus besos, la sensación de sus manos cuando la tocaba con suavidad, y luego la desnudaba lento, como quien saca el papel a un dulce, a un helado, a un paquete de regalo, para luego atacar con ferocidad, y masticar, chupetear, morder, lo que se le viniera en ganas, y que ella permite encantada, enamorada, llena de pasión.

¿O calentura? A lo mejor fue solo eso. Y ya pasaría, pues un clavo se saca con otro clavo. ¿O no? No sabía si podría olvidarlo fácilmente; y lo peor es que lo seguiría viendo en las fiestas, en las reuniones de estudiantes, y tendría que fingir que no le importaba nada, que ella también había jugado con él, que ya lo había dejado atrás como un barco deja el muelle.

Pero no sería así.

Su recuerdo quedaría estampado a fuego en su piel, y lo que era peor, en su alma de muchacha que todo lo puede y todo lo deja.

La burra

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Carlos Bone Riquelme

Así apodamos a una camioneta GMC que la compañía Miss Clairol le entregó a mi padre en 1960. Él era distribuidor de esa empresa, y el vehículo era grande, con la parte trasera cubierta y de color gris. Quizás por su tamaño, fuerza y capacidad de carga, mi padre le dio este cariñoso nombre: la burra.

La familia estaba residiendo en Curicó en aquellos días, cuando mi padre fue contratado por esta compañía de productos de belleza, que estaba localizada en Santiago.

Curicó era una ciudad pequeña, muy tranquila y bella. No recuerdo las razones de nuestra llegada, aunque sí recuerdo haber acompañado a mi padre a una entrevista de trabajo en Santiago. Sin embargo, mis recuerdos son muy vagos.

En Curicó pasamos momentos muy gratos y conocimos a gente de mucho carácter y personalidad. Yo tenía aproximadamente seis años en aquel tiempo, y mi hermana Liliana —pues María Eugenia ya había desaparecido de nuestras vidas sin dejar rastro— era una bella adolescente que concitó la atención de los jovencitos más avispados de la ciudad.

De nuestra llegada a Curicó, solo recuerdo el viaje en tren desde Santiago hasta la provinciana estación sitiada por vendedores de productos típicos, como las tortas curicanas. Estas se entregaban envueltas en un papel similar a los llamados papel mantequilla, pero de colores azules y anaranjados.

Salimos de la estación y nos refugiamos en un hostal llamado Hostal Curicó, localizado en la calle Estado y Maipú. El edificio hace mucho que desapareció, pero estaba a unas cuadras de donde fue nuestra primera casa, en la calle Estado.

El hostal tenía tres pisos, y en el medio existía un comedor que se podía ver desde las puertas de las habitaciones, pues asemejaba un patio al que adaptaron poniendo mesas cubiertas con manteles de plástico. El lugar estaba pintado de un color verde oscuro, lo que hacía que se viera algo apagado. Los manteles eran de cuadrículas rojas y blancas.

Nunca lo he olvidado, ya que esta fue mi primera impresión de la ciudad que sería nuestro hogar por algún tiempo.

Cuando nos mudamos a la casa que mi padre rentó, la impresión no mejoró mucho, ya que eran dos inmensas casas, muy viejas, ambas de madera y pegadas la una a la otra. En una, en el primer piso, vivían los dueños, y la segunda, localizada en los altos, sería donde viviríamos nosotros. Esta casa tenía una larga escalera que conducía al segundo piso y que daba a un salón inmenso, todo en madera. Los pisos eran de tablas largas y enceradas, con los cuartos separados por unos ventanales de vidrio y un enorme pasillo que llegaba desde la sala a un tétrico y gran cuarto, o más bien dicho, una bodega oscura, con una enorme pila de madera que llegaba casi hasta el techo. Más allá, una puerta conducía a la cocina.

Por alguna razón, no tengo recuerdos claros de la cocina, aunque estaba conectada al comedor, el cual no era muy grande y estaba pintado de un verde fuerte, y por otra puerta, al salón de entrada.

Recuerdo claramente que no poseíamos muchos muebles. Los pocos que teníamos, entre los cuales se contaban un par de sillones, las camas y la mesa del comedor con sus correspondientes sillas, no alcanzaban a llenar el lugar, que seguía viéndose vacío.

El pasillo me aterrorizaba, al igual que esa enorme bodega llena de maderas negras, de las cuales nunca supe su uso. Pero cuando pasaba por ese lugar, sentía escalofríos e imaginaba algo así como la entrada al infierno.

En las noches me parecía sentir a los demonios corriendo por ese pasillo, riéndose, mientras yo me escondía debajo de las sábanas tiritando.

Una noche en que estaba solo en la casa —mis padres habían salido y mi hermana andaba de fiesta— me pareció ver, y lo tengo vívido en mis recuerdos, a un diablo vestido de rojo danzando locamente por el pasillo mientras una gran llamarada roja lo seguía hasta casi llegar a mi cuarto. Nunca he podido saber si fue un sueño o realidad.

En todo caso, yo compartía habitación con mi hermana Liliana, la cual, en poco tiempo, gracias a su natural belleza y personalidad exuberante, consiguió una gran cantidad de amigos que pronto llenaron la casa con su música de Rock-and-Roll e hicieron fiestas, pues mi madre no estaba en casa y mi padre viajaba mucho en su trabajo de vendedor viajero.

Mi madre consiguió un puesto en una tienda en Yungay y Merced, casi al lado de la plaza. Creo que al lado aún persiste el edificio semiderruido de lo que fue el cine Victoria (creo que así se llamaba), donde vi La Cenicienta por primera vez. Además, creo que fue la única vez que entré a ese cine.

Y al frente del cine existía un local pequeño llamado, creo, Wurlitzer. Allí se juntaban los jóvenes a bailar al ritmo de los discos que tocaban en una de aquellas máquinas y a beber Coca-Cola. Recuerdo ver a mi hermana bailando en el segundo piso, junto a sus amigos, uno de los cuales era muy conocido en la ciudad, pues sus padres poseían una de las joyerías más importantes de aquel entonces: la joyería Castro.

Con el paso del tiempo, nos mudamos a unos apartamentos localizados en Yungay 920, esquina con Camilo Henríquez. Eran alrededor de cuatro apartamentos, todos de dos pisos y bastante cómodos y menos terroríficos que la casa.

Yo estudiaba en los Hermanos Maristas, pero luego de que enfermé de hepatitis, no pude continuar mis estudios allí. No tuve cabida en ese colegio y creo haber sido matriculado en una escuela pública en la calle Carmen, esquina con Freire. La escuela no fue una gran experiencia en mi vida infantil.

Pero, de todas maneras, nuestro tiempo en Curicó ya expiraba, y al poco tiempo mi padre fue nombrado distribuidor de su compañía y lo dejaron a cargo de toda la zona sur, con lo que nos mudamos nuevamente. Pero esta vez el rumbo sería el final después de tantas mudanzas: Concepción.

En esta camioneta apodada la burra recorrimos toda la zona, desde Curicó hasta Talca, Linares, Teno, Lontué, Sarmiento, Casablanca, Santa Rosa, Los Guindos, Molina, y tantos otros pueblos que alimentaron mi imaginación por estar rodeados de bellos paisajes. A estos lugares muchas veces llegamos a través de caminos polvorientos que parecían sacados de un cuento de Manuel Rojas.

También tuvimos muchas experiencias, no todas buenas, como aquella vez que mi padre quiso enseñar a manejar a mi madre. Después de los consabidos "este es el embrague, este es el freno, este, el acelerador…", mi madre se sentó en el asiento del conductor, con la puerta abierta y mi padre al lado para tranquilizarla. Mi padre le instruyó para colocar el cambio a primera: "y lentamente suelta el embrague mientras aprietas el acelerador". Pero mi madre lo hizo todo de golpe, y la burra pegó un salto abalanzándose camino a un estero.

Mi padre saltó dentro del vehículo en marcha, mientras yo con Liliana mirábamos todo esto con la boca abierta. Él logró, no sé cómo, detener el vehículo mientras mi madre se bajaba riéndose como si todo hubiera sido una chanza. Mi padre no dijo nada, pero esta fue la primera y única vez, en su vida, que ella trató de manejar. Hasta que falleció en junio del 2023, a los 100 años, mi madre nunca manejó ni tuvo carnet.

Pero viajamos con mi padre por toda la zona del Maule, a veces durmiendo en hoteles rurales, los cuales siempre fueron de mi preferencia, pues estaban adornados con jarrones de greda, sillas de paja, braseros que refulgían en las noches, y el cielo siempre era de un fulgor especial con su manto de estrellas que se nos venían encima.

La burra nos dio muchos buenos momentos, y por eso no puedo dejar de agradecer a Miss Clairol, compañía que le dio este camión a mi padre y que fue uno de los recuerdos más gratos de mi niñez.

Años más tarde, la usamos para entrar a Llacolén de piratas, pues no éramos socios, pero mi padre, que era amigo del administrador del casino, entraba a entregar mercancía. Escondidos en la parte trasera íbamos el resto de la familia. Pasamos unos espectaculares días de sol en Llacolén, comiendo además en el casino, y yo corriendo por la amplia cocina y las dependencias del lugar, junto a las hijas del amigo de mi padre.

Llacolén siempre fue signo de estatus, pero en aquel tiempo yo no sabía de eso ni me importaba. Aún más, nunca me importó, ni siquiera cuando llegué a mi adolescencia.

Aún hoy en día, esa palabra que es el nombre de mi compañía de investigaciones en USA, no tiene mayor significado. La usé porque cuando era niño la escuché mucho en diferentes lugares y quedó grabada en mi memoria, y cuando decidí nombrar mi naciente compañía decidí ponerle así: Estatus Group, como una vuelta de mano a aquellos tiempos. Mi hijo, quien maneja hoy la compañía, no tiene idea de lo que significa, y no creo que le interese la historia de cómo llegué a ella. Pero lo cuento, por si algún día él lee estas historias, aunque lo dudo, a menos que sean traducidas al inglés.

Pero así conocimos casi toda la zona del Maule, con sus ríos y fiestas de pueblo, además de las trillas, a las cuales asistí de pequeño.

Mi tío Julio Ramírez, quien tenía un gran fundo en Los Guindos, era el abuelo de mis primos Mónica y Coco Bone, pero creo que yo disfruté de ese campo más que ellos. Me quedaba temporadas completas con ellos, y disfruté las cosechas y las trillas hasta quedarme dormido en medio de la música y los asados.

Recuerdo las tardes estivales conmigo encaramado a los árboles de duraznos, o a las higueras, comiendo frutas mientras leía acostado entre las ramas. O corriendo entre los viñedos seguido de un perro esquelético, para recostarme a la ribera de un río y dormirme a la sombra de los árboles.

Fueron los momentos más tranquilos de mi niñez, vividos en solitario, con la compañía de este amigo de cuatro patas que me miraba esperando quizás un hueso que nunca llegó. Allí conocí a mi yegua, la chinchosa, de la cual escribí una crónica en recuerdo a ese bello animal que aún galopa en mis sueños.

Recuerdo las avenidas tupidas de árboles, y al frente, el camino largo y la micro parando a recoger pasajeros cargados de canastos, gallinas, mientras las ventanas abiertas dejaban entrar el aire y el polvo, lo cual a nadie parecía incomodar.

Siento aún el cosquilleo que sentía en mi estómago al galopar por esos caminos, mientras el olor del sudor de la yegua penetraba mi olfato, y sentía el movimiento rítmico del animal entre mis cortas piernas que apenas alcanzaban los estribos. Los tenía que amarrar para que quedaran a la altura de mis pies, pues la montura rellena de pelos ovinos, abrazada al cuero curtido, la hacían grande para mis cortos 8 años.

Así fue mi niñez, llena de recuerdos y corcoveos, aunque no de la chinchosa, pero de la vida que me llevó y me trajo de regreso hasta donde hoy estoy, en USA, saboreando los recuerdos que me rodean sin dejarme respirar.

 

Falleció Don Julio

F

Carlos Bone Riquelme 

"Se murió de repente", dijo una vecina mientras compraba el pan en el almacén “El Buen Gusto”. Todas las vecinas presentes agregaron algo sobre lo bueno que había sido el caballero, lo triste que estaría su esposa y la hermana de esta, la cual vivía con ellos hacía algunos años. Según las malas lenguas, los tres se traían algo entre manos.

Fueran verdad los comentarios o no, el cadáver de don Julio yacía en un sarcófago negro, rodeado de velas y coronas que habían llegado rápidamente de todas partes de la comuna, como si hubieran anticipado su partida.

Las puertas de la casa funeraria, “El Gusano Sonriente”, estaban abiertas, y el ataúd se podía ver desde la calle, donde varios muchachos jugaban con una pelota hecha de calcetines viejos. De vez en cuando, entre gritos y polvareda, se detenían a mirar el espectáculo de gente que entraba y salía del lugar.

Las mujeres del poblado, vestidas de negro y con largos velos que cubrían sus rostros, entraban en procesión rezando entre sollozos, con el rosario entre las manos. Después de abrazar a “las dos viudas”, como ya las habían apodado a sus espaldas, se sentaban. Pálidas por la falta de sueño, ellas seguían las oraciones y de vez en cuando dejaban escapar un suspiro que intensificaba los rezos y los llantos a su alrededor.

Don Julio fue un hombre trabajador, que creció entre las chacras del pueblo, cuando este no era más que cuatro palos parados, con un estanco donde se vendían algunas vituallas. Estas eran adquiridas por los pocos habitantes del lugar, que a pie o a caballo, recorrían largas distancias para llegar a este pueblo llamado “El Desabrido”.

Nadie sabía de dónde procedía don Julio, quien tendría quizás quince años cuando se avecinó en el lugar. Empezó ofreciendo sus servicios como "inquilino" y, a fuerza de trabajo duro, bajo el sol y la lluvia, fue haciéndose un nombre y el respeto que este conllevaba.

Don Julio era de pocas palabras y las administraba con mucho cuidado. Su temperamento fuerte y un cuerpo lleno de músculos, presto a la violencia si era necesario, evitaban que los vecinos se metieran con él.

Tenía un carácter taciturno. Cuando raramente se dejaba ver por “El Desabrido”, entraba al bar del lugar, se acodaba solitario en un punto del mostrador y, dando a entender que no estaba para tonterías, bebía un par de tragos y se marchaba.

Más de uno se atravesó en su camino y salió muy mal parado, con lo cual, pronto se corrió la voz de que: “ese Julio tiene malas pulgas…”. Don Julio se construyó una casa de madera sin la ayuda de nadie y, poco a poco, la fue mejorando a medida que su situación prosperaba. En poco tiempo, se compró una hectárea de tierra y la usó para sembrar tomates, los cuales salían rojos y maduros, y los pobladores los buscaban para las ensaladas.

Poco a poco, la fama de los tomates de don Julio creció y las ventas aumentaron, con algunos dueños de fondas que le compraban los tomates por canastas.

Así compró una segunda hectárea y luego una tercera. Cuando apenas había alcanzado los veinticinco años, don Julio ya poseía varias hectáreas dedicadas a tomates, cebollas y una parcela solo para cilantro, menta y algunas otras hierbas. Ahora era él quien daba trabajo a los que llegaban merodeando por el lugar.

Con el tiempo, contrató a una mujer para que lo ayudara con las tareas del hogar. Doña Mercedes, una muchacha delgada y trabajadora, crecida en el lugar, limpiaba, lavaba y cocinaba para don Julio.

Con el tiempo, ambos se casaron, no se sabe si por amor o si, al final de cuentas, era conveniente. Lo que sí atrajo malos comentarios fue que, al poco tiempo, doña Mercedes trajo a su hermana menor, doña Chela, a vivir con ellos. Los comentarios empezaron a crecer en el pueblo, el cual ya tenía iglesia y un cura que se metía en todos los asuntos de los habitantes, tratando de llevar “las almas buenas al cielo, y las otras, al purgatorio…”.

Al padre Silvestre, que así se llamaba el cura, le llegaron los comentarios de las vecinas que, alarmadas o quizás envidiosas, corrieron a contarle al “pastor de almas” lo que acontecía en las tierras de don Julio.

Así el cura se apersonó un día en la casa de don Julio, quien a esa hora estaba en el campo, y aprovechó para darles un sermón a las dos mujeres que quedaron aterradas por la idea del infierno quemando sus carnes pecadoras.

No se sabe qué fue lo que aconteció a posteriori, pero lo que se corrió en el bar de don Chicho fue que, al cabo de un par de días, el cura amaneció con los ojos bien cerrados y la boca torcida por un golpe causado, "por una caída", según explicó el padre Silvestre a los vecinos. Sin embargo, siempre quedó la duda de si don Julio había visitado la parroquia en algún momento de la noche.

A pesar de que los comentarios continuaron, el cura nunca regresó a la chacra de don Julio, y de ahí en adelante, él hizo oídos sordos a los comentarios de las “viejas cotillas” del pueblo, a las cuales aconsejaba desde su confesionario que “se preocuparan de sus maridos mejor”, pues con el pueblo creciendo, ya se había instalado una casa de “dudosa reputación”, por no decir “reputísima”, la cual atraía a los hombres los fines de semana y también durante la semana.

Don Julio hizo crecer su chacra, la cual se convirtió en uno de los fundos más grandes de la región y en orgullo del pueblo, pues allí se vendían los mejores tomates que se pudieran encontrar en los alrededores. Además, muchos otros lugareños empezaron a cultivarlos, con lo cual, la venta de este fruto se extendió en su fama y recorrido, haciendo que viniera gente de otras regiones a buscar tan delicioso y rojizo elemento, necesario para ensaladas, salsas y demás.

Don Julio abrió una pequeña fábrica de salsa de tomate, que comenzó envasando solo las pequeñas cantidades de tomate que sobraban de las cosechas. Pero con el crecimiento de las ventas y la producción, los tomates que quedaban descartados de las ventas al por mayor o menor, se dedicaban a la salsa, la cual aumentó también en demanda, así que la fábrica empezó a crecer poco a poco.

Don Julio, por primera vez en su vida, decidió viajar a la “capital” para comprar maquinaria con la cual mejorar la producción del rojizo elemento que sazonaba las pastas y demás.

Cuando llegó a Santiago, quedó asombrado por el movimiento de carros, la locomoción colectiva y la gente, algo que él nunca había visto. Pero él era un hombre práctico, así que empezó a sumar y a multiplicar la cantidad de botes de salsa necesaria para alimentar a toda esa población. Adquirió varias máquinas para convertir el tomate en pasta y luego envasarlo en botes que llevaban una etiqueta rojiza que anunciaba orgullosamente: “Salsa de Tomate Don Julio”.

Comenzó a viajar a la capital más seguido, “por negocios”, anunciaba en su hogar. Pero en el pueblo murmuraban que tenía “una amante escondida”, aunque nadie lo podía comprobar. Lo que sí se comprobó fue que, con el crecimiento económico de don Julio, más de un político andaba dándole vueltas para obtener su apoyo en las futuras elecciones.

Empezó a ser invitado a los clubes sociales y pasó a ser miembro del club “Colocolo”, al cual aportó fondos para su funcionamiento.

Don Julio mejoró su casa, trayendo además al pueblo adelantos como la electricidad, el agua potable, además de máquinas para lavar la ropa y una secadora con una rodela que la exprimía. También trajo el primer automóvil, que causó espanto en el pueblo cuando llegó soltando chispas y con un espantoso ruido que ahuyentó a los caballos que estaban parados frente al bar del lugar, haciendo que casi toda la gente del pueblo saliera a la calle a mirar el monstruo que don Julio traía.

Los chicos del pueblo corrían detrás del vehículo, gritando y jugando al mismo tiempo, cuando don Julio se montaba en el armatoste y soltaba la palanca larga que asomaba por el costado y que hacía de freno, mientras alguien movía la manivela que le daba la partida al motor. El carro se lanzaba por el camino de regreso al fundo.

Todo lo que él hacía era motivo de conversación en las tardes de invierno, alrededor del brasero, al compás del mate que pasaba de mano en mano, y donde las “cotilleos” de las mujeres transformaban cada cosa natural en un hecho del otro mundo.

Así se corrió la “bola” de que don Julio, siendo joven, había encontrado “un entierro” en su chacra y había hecho un pacto con el “malulo”, lo que le había traído toda esa riqueza.

Claro, esta explicación era mejor que la de decir que el hombre había trabajado como una mula por muchos años para conseguir lo ganado.

Pero así son las cosas en “pueblo chico, infierno grande”. Mientras tanto, las cosas en casa de don Julio seguían igual, con doña Mercedes y doña Chela atareadas con todo lo que implicaba llevar un hogar, aunque ahora tenían cocinera y empleada para ayudar con el lavado y la limpieza de los pisos, los cuales se llenaban de tierra con mucha facilidad.

La casa era grande, con un largo pasillo interior de parquet, el cual llevaba al cuarto principal y se comunicaba además con el enorme comedor que tenía una bella mesa de madera y muchas sillas.

El comedor se mantenía casi siempre a oscuras, pues eran muy pocas las ocasiones en que se había usado. Allí tenían un gran mueble de cristal donde los vasos y las tazas brillaban cuando las ventanas se abrían y dejaban entrar el sol. El pasillo tenía algunos sillones bastante cómodos y unas puertas dobles, cubiertas por cortinas blancas, que daban a un jardín que apuntaba hacia el camino de polvo que cruzaba el fundo en dirección a otras tierras y al pueblo.

En el jardín había una terraza donde unas sillas de mimbre reposaban mirando a unas palmeras de aquellas llamadas reales, que tenían un racimo de cocos pequeños que daban una miel riquísima llamada “miel de palma”. Las plantas y las flores decoraban todo aquel espacio y era el lugar preferido de doña Mercedes y doña Chela en las tardes estivales, mirando el sol desaparecer mientras bebían mate o algún jugo de durazno hecho con los duraznos de los árboles que había en el patio trasero.

En el patio trasero, también había un corredor, pero este estaba abierto, aunque tenía varias puertas que comunicaban con algunas habitaciones que miraban al pasillo interno a través de ventanas de vidrio con rejas metálicas forjadas.

Frente a este pasillo, había un gran espacio abierto donde una mesa con cuatro sillas esperaba a los dueños de casa para el almuerzo, cuando no llovía. Si el tiempo era malo, se refugiaban todos, con la cocinera y la ayudante, en la gran cocina de paredes verdes y una ventana que miraba hacia el granero.

Y esta era la vida de don Julio. Por las noches llegaban los grandes depósitos metálicos de leche, leche que era cuajada para, al día siguiente, hacer el quesillo fresco, el cual era puesto en la parte trasera del camión de don Julio, y él lo repartía en las tiendas del pueblo.

La vida era quieta y nada cambiaba su ritmo, hasta aquel funesto día en que don Julio amaneció muerto en su cama y, según decían las malas lenguas, en medio de sus “dos mujeres”.

En el fundo había un teléfono de manivela, así que ellas llamaron al pueblo de inmediato, y así fue como todos los vecinos se enteraron del acontecimiento. Llegaron carabineros y la ambulancia al fundo y, después de certificar que la muerte había sido por causas naturales, lo llevaron al pueblo. Allí, después de vestirlo y empolvarlo con una suerte de polvo de arroz, lo cual lo dejó aun más blanco de lo que estaba su cadáver, lo pusieron en aquella casa que pertenecía a la única funeraria del pueblo, localizada casi en el centro de la ciudad.

Cuando cayó la noche, se presentaron los “cantaores” con sus guitarras y la música se dejó oír entre los llantos y lamentaciones, pero pronto el aguardiente empezó a correr entre los asistentes y se preparó un asado al palo en el patio, con lo cual la comida y la fiesta de despedida para don Julio estaban aseguradas.

Dicen algunos que la fiesta duró tres días, y luego fueron muy pocos los que acompañaron al difunto en su viaje al cementerio detrás de una carroza negra, con caballos empenachados con altos adornos negros que se sujetaban en sus cabezas, la cual pasó por el medio del pueblo, una mitad dormida, la otra mitad borracha. Y don Julio desapareció en un hoyo negro de la tierra que se lo tragó para siempre.

Encarnación

E

Carlos Bone Riquelme

Así se llamaba, Encarnación, y desde aquella enorme cocina en la que dejaste transcurrir tu juventud fregando trastos y cocinando para otros, que a veces te mencionan entre plato y plato.

Llegaste joven, delgada, en pleno invierno, cubriéndote apenas con un chaleco que parecía tela de cebolla. Tiritabas toda, y desde debajo de aquel pelo que se pegaba a tu rostro, eso fue lo único que atinamos a decir: "Soy la Encarnación, patrona".

Yo, enroscado a las piernas de mi madre, te miré desde mis escasos cinco años, y tú me sonreíste despacio, como pidiendo disculpas por la intrusión, mientras mi madre te señalaba que entraras, pero directo a la cocina para que no mojaras el "parquet". Traías en tus manos un bulto de ropa tan mojado como tú, tus únicas posesiones, y contestaste las preguntas habituales de quien sería "la patrona", con seria humildad anquilosada en el conocimiento de cuál era tu posición en la vida.

Miraste la cocina, la cual sería tu reino por tantos años, y le dijiste a mi madre que sí sabías cocinar, pero que además podrías aprender lo que ella gustara. Entonces entraste en nuestras vidas, con la modestia crecida en el campo chileno, entre los aromos y los sauces, entre los ríos y las montañas. Eras joven, quizás rondando los trece años, pero ya debías aprender a ganarte la vida, pues la familia no podía alimentarte.

Encarnación sabía leer y escribir, lo poco que alcanzó a aprender en la escuela rural, y muchas noches me dormí escuchando su voz callada leyendo cuentos de navegantes intrépidos, o de personajes mitológicos que solo salen al campo de noche. Con ella aprendí a tomar el mate, el cual preparaba dulce con terroncitos de azúcar que desaparecían entre la yerba, disolviéndose como mis sueños.

Su risa era diáfana, de inocencia pura, y cuando yo, más grande, le preguntaba por su hogar, sus ojos se perdían misteriosos en las ventanas brillantes, para contarme historias de caballos y vacas, de vendimias y trillas, y ella parecía regresar a su infancia, que al igual que la mía, se alimentó de personajes inexistentes.

Esto nos acercó, y entre ella y yo, creció una secreta complicidad que aumentó hasta aquel tiempo cuando dejé el hogar, con mis padres ya maduros, y me fui a la universidad.

Encarnación aún permanecía soltera, nunca se casó, y quizás por esa razón, me atendía como si yo fuera su hijo, haciendo que mi madre, a veces, mostrara celos de este amor que para ella no era compartido.

Pero con el tiempo, aceptó esta relación tan particular, pues era un amor quieto, maduro, lleno de misterios que ella no podía entender. Es que con Encarnación vivíamos en otra dimensión, compartiendo el mundo de la mitología, alimentándonos de "traucos" y barcos fantasmas que asolaban las costas con figuras llenas de fuego, que podrían ser espíritus.

Mis padres envejecieron, y mi padre falleció repentinamente de un ataque cardíaco, así que regresé al funeral cuando recibí el llamado. Encarnación abrió la puerta con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó como si ella fuera mi madre. Cuando entré a la casa, supe que mi madre estaba durmiendo gracias a un tranquilizante, y en medio de la sala estaba el féretro donde yacía él, aquel que jugó conmigo tantas veces; el mismo que me enseñó a andar en bicicleta, y que se ponía al arco para que yo le pateara el balón.

Me paré a su lado sintiendo el pesado olor de las camelias y pude ver su rostro pálido, casi como la cera, donde ya no estaba él. Encarnación me dejó solo, mientras preparaba un café, que dejó en el comedor, mientras la gente que venía a dar el pésame me rodeaba con abrazos y palabras que no pude escuchar.

Cuando todo el mundo se fue, y el silencio envolvió nuestro hogar, pude despedirme de mi padre dejando que las lágrimas corrieran libremente por mi rostro, y entonces dejé que ella me secara las lágrimas, como cuando era niño, y abrazándome me cantara canciones del sur, llenas de melodías que parecían guitarras tocando al viento.

Ella me desnudó, y luego se acostó a mi lado, igual de desnuda que yo, y me abrazó tiernamente dejando que mis besos corrieran por sus pechos pequeños de mujer madura.

No hicimos el amor, pero esto nos unió más que nunca, pues fue como la confirmación de ese algo que como el cordón umbilical alimentaba mi espíritu.

Mi madre estaba como un fantasma, tomando tranquilizantes, y sin darse cuenta de lo que sucedía, nos dejó el espacio a Encarnación y a mí para conocernos íntimamente. Durante los días que pasé en mi hogar, dormimos juntos cada noche, acariciándonos y sintiéndonos amantes; y yo pude conocer el amor completo, aquella entrega del alma y la carne que solo se conoce en el misterio de la relación sagrada con una mujer.

Volví a la universidad, pero mis noches eran de ella, pues la soñaba sintiendo su aroma natural, sus labios frescos junto al aliento a perejil, y sus manos que como soplos me recorrían entero. Apenas terminó el semestre, regresé a mi hogar, para saber que ella se había marchado.

Mi madre estaba desconsolada, pues en cuestión de semanas había perdido a su esposo, y luego a aquella mujer que nos acompañó por tantos años. No podía entenderlo, y yo caí en estado febril de desesperación que me llevó al alcohol, y pasaba las noches murmurando su nombre, y bebiendo de botellas hasta dejarlas vacías.

Pero un día desperté con la intención de encontrarla como fuera, y entré en el que fue su dormitorio y revisé cada espacio de este, hasta que encontré unas cartas de su familia con la dirección del hogar paterno.

Me despedí de mi madre y tomé un bus a Temuco, desde donde me embarqué en una micro interprovincial hacia un pueblo llamado Chesque. Llegué entrada la noche, pero preguntando encontré la casa de Encarnación, la cual era modesta, como aquellas casas de campo estucadas en blanco, con techo de tejas diseñadas por el clima duro del sur, y en su ventana, una luz iluminaba hacia el exterior.

Toqué la puerta, y Encarnación abrió, quedándose estupefacta de verme allí parado, frente a ella. Cuando la miré, pude ver que su vientre estaba abultado, y ella trataba de esconderlo bajo un mantel que pendía de sus manos, pero yo, de rompe y raja, le pregunté: "¿Es mío?", y ella soltó el llanto, pero yo la abracé, y le dije suavemente al oído: "A este muchacho lo criamos entre los dos".

Una simple historia

U

Carlos Bone Riquelme

 

La mañana estaba fresca, aunque ya era enero en concepción y el sol brillaba en el cielo.

Hellen deja su casa en Cochrane, y camina recto hacia el centro de la ciudad.

Sus pasos son no solo apurados, sino seguros, pues tiene una importante cita que será crucial, aunque ella no lo sabe, para su futuro.

Pero volvamos un poco atrás.

Hellen estudiaba en la Universidad de Concepción, pero además había terminado un curso de secretariado en la escuela de Juanita Loosly, la mejor de toda la octava región, la cual ella pensaba que complementaron sus estudios con taquigrafía y otras habilidades propias de una secretaria.

Era verano y toda la familia se había ido al campo dejándola sola, a ella y Alicia, la muchacha que ayudaba en casa, pues ella debía terminar un último certamen de su carrera.

Pero durante el tiempo, sola su cabeza, siempre ocupada en hacer diferentes planes buscaba nuevas formas de ganar dinero adicional, y decidió que una buena manera sería trabajar haciendo reemplazos en el Banco de Concepción.

Así que hoy se levantó un poco más temprano poniendo en orden su Curriculum Vitae con algunos otros documentos que probaban sus estudios, notas, y trabajos hechos, como el de profesora asistente en una escuela de San Pedro.

La familia no sabía lo que ella planeaba, aún más, la esperaban para continuar un periodo de esparcimiento en aquel lugar idílico junto a la familia de cercanos amigos en la Zanja, propiedad de la familia Bruhn.

Hellen apuro un poco el paso, no por temor a llegar tarde, sino por nerviosismo pues la posibilidad de conseguir este trabajo de verano la excitaba mucho.

Cuando llegó frente a la entrada principal del banco, entró sin vacilar dejando que sus ojos verdes recorrieran el primer piso donde estaban las cajas y un sector de atención al cliente.

Hellen era delgada, de pelo castaño oscuro, pero lo que verdaderamente la destacaba, eran aquellos ojos que no solo eran almendrados, pero además brillaban con una pasión casi felina.

Ella apenas vaciló un segundo, y se acercó al guardia vestido de uniforme azul, para que le indicase la oficina de personal.

Una vez en la oficina le explicó a la secretaría el motivo de su visita, y le entregaron varios documentos para llenar, los que ella, lentamente y con mucho cuidado, los completó de punta a cabo.

Pasaron algunos días y recibió una llamada del banco para presentarse a una entrevista con el gerente de personal.

Hellen se sentía segura de que la contratan, pues su juventud le impedía ver dificultades, solo éxitos; y así, la entrevista se desarrolló de la manera que ella esperaba sintiendo que el puesto será suyo, sin importar en qué posición entrara, pues, al fin y al cabo, solo sería un reemplazo que duraría lo que restaba del verano pues luego ella volvería a sus clases en la universidad.

Fue citada a una última entrevista, donde la presentaron a quien sería la jefa durante este periodo de trabajo.

La jefa sería Luz María Larraín, quien era conocida de su familia, así que ella se sentía dueña del mundo.

Sus padres estaban sorprendidos, pero al mismo tiempo orgullosos de su capacidad personal de gestión, así que aquel verano, Hellen, fue integrada a esa magnífica familia que era el banco de Concepción.

Pero aquellos meses de verano se extinguieron con rapidez, y llegó el día en que ella fue llamada nuevamente a personal pues su contrato estaba llegando al fin.

En esta nueva entrevista Hellen fue presentada con la interrogante de si quería continuar trabajando allí, pero ahora como empleada a tiempo completo.

Era una decisión difícil, pues solo le quedaban unos pocos ramos para graduarse de Licenciatura en Francés, Traducción Español Francés.

Ella se encaminó a la universidad, bajando por Cochrane para luego tomar Chacabuco directo hasta la Plaza Perú.

Los días de verano estaban quedando atrás, y el cielo se veía ya atiborrado de negras nubes que auguraban aquellas lluvias tan típicas del otoño penquista.

También corría un viento de aquellos que la hacían tiritar debajo de su abrigo, pero sus mejillas estaban arreboladas y un halo de vapor salía de su boca mientras sus pasos llegaban a la escuela de lenguas.

Podía ver las estatuas blancas que decoraban los caminos de la universidad, y ya el movimiento de estudiantes que regresaban a sus aulas se iba intensificando.

Pronto el tráfico sería mucho más con la llegada de los “mechones” o nuevos estudiantes que vendrían de todos los puntos del país.

Entró al edificio gris de la escuela, y se dirigió a la oficina de asuntos estudiantiles.

Cuando salió de allí, después de conversar con la persona que la orientó sobre sus estudios, se encontró con algunas compañeras con las cuales formaron un pequeño grupo desde donde se podían escuchar las risas de aquellas muchachas que estaban recién comenzando la vida que se les aproximaba con una rapidez que no podían imaginar.

Hellen tampoco lo sabía, pero el futuro se presentaba más complicado de lo que ella podía vislumbrar.

En los días siguientes ella decidió que podía seguir trabajando en el banco, y además terminar las clases que aún le quedaban pendientes.

Ella estaba acostumbrada a realizar varias actividades al mismo tiempo, así que aun a pesar de las dificultades, ella solo veía soluciones.

Y un día de marzo, fue contratada como empleada de planta del banco, con un sueldo mayor de lo que había recibido como reemplazo, y, además, recibiendo beneficios que ni siquiera sonaba a esta temprana edad.

Ella solo tenía 22 años y sentía que la vida le sonreía.

El quiltro

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Carlos Bone Riquelme

Caminaba unos pasos y se detenía a olisquear unas matas; quizás, las raíces de un árbol, para luego mirar a su alrededor con algo de indiferencia. Más allá, yo, sentado solo en una de las viejas bancas de madera reseca, lo miraba con algo de melancolía.

El quiltro era flaco, de un color casi indefinible, y se movía siempre alerta, manteniendo las puntiagudas orejas indicando un tiempo y un espacio, aunque tranquilo, pero dejando saber que, sin duda, era un producto de la calle.

Se me acercó al trotecito y, parándose a una distancia prudente desde donde él podía escapar si algún movimiento mío lo alertaba de un peligro inminente. Pero yo lo miro con ojos de pariente pobre que reconoce en aquel otro a alguien que tiene similitudes de carácter.

Y él también pareció reconocer a un compañero de aquellos que vagan sin destino ni futuro; así que se acercó con más confianza para oler mis manos y sentir, quizás, el calor que emana de otro cuerpo.

Mi mano lo acarició, rascándole entre las orejas, y el quiltro cerró por un instante los ojos sintiendo el placer de una caricia, de esas que no se dan todo el tiempo; la mayor parte de las veces son patadas arteras acompañadas de algún garabato que alude a aquellos piojos que se anidan en los pelajes sucios. Pero ese momento duró solo un poco.

Pronto él estaba nuevamente alerta, como si alguna vez hubiera tenido la experiencia de una caricia para luego recibir el golpe traicionero. Y así su cuerpo se tensó, listo para alejarse rápido de mí, solo en el caso de que algo lo avisara de mis malévolas intenciones.

Pero yo estaba muy lejos de eso. Había encontrado un compañero; un "soul mate"; y nos habíamos reconocido como dos huérfanos de cariño que se encuentran en la mitad de aquello llamado ternura. Nos miramos a los ojos y en su pestañeo rápido y su movimiento de cabeza advertí que él me aceptaba como un hermano más de calles lóbregas y barrios solitarios.

Así, él se quedó parado a mi lado como para determinar si podríamos caminar el mismo camino. Y me olisqueó las piernas, quizás buscando el trasero para determinar qué clase de mastín yo era.

Yo casi sentí los deseos de tirarme en cuatro patas para acercarme aún más a él. Pero no era necesario. Cuando yo me levanté, casi oscureciendo, él me siguió caminando alegre a mi lado, quizás esperando un plato de comida caliente que le devolviera el sentido a su vida de quiltro callejero e independiente.

Y llegamos a mi pensión. Una casa vieja de un piso, llena de pasillos de maderas crujientes y ventanales de cristal, algunos rotos. Y entramos silenciosos tratando de no ser notados con el quiltro siempre a la siga.

Mi habitación estaba fría, pero al encender la lámpara de noche algunas sombras danzaban en las paredes mientras yo alcanzaba un trozo de pan añejo y, partiéndolo en dos, lo compartía con ese perro amigo. Él se devoró el mendrugo de un bocado y me miró esperando más. Su lengua colgando mientras los jadeos de su respiración me apuraban a conseguir algo más.

Y así que saqué más pan de la bolsa de tela y compartí la pobreza y la soledad con el quiltro que me acompañaba más que muchos otros que algún día se sentaron a la vera del camino a cambiar algunas palabras indecentes que el viento se llevó sin consecuencias.

El quiltro se acostó sobre la barriga mientras yo le acomodaba un plato con agua fresca y helada. Su lengua batió récord mientras él me miraba con algo parecido al compañerismo de quien da lo que tiene sin más de lo que se puede. Él lo entendía, pues su espíritu era libre de posesiones materiales, de hogares vencidos por el tiempo y de amores que solo duraban lo que una erección.

Y aquella noche dormimos el uno a la vera del otro. Él, tirado sobre algo que algún día fue alfombra, pero que hoy ya raída y descolorida era solo un recuerdo de tiempos mejores; y yo, en una cama de resortes vencidos y de colchón medio agotado de las lanas tiesas de tiempo y uso. Mis sábanas decían “El Melón”, una envasadora de harina que me arropaba tierna en su calor pobre pero honrado.

En la mañana desperté súbitamente alerta, sintiendo más que viendo la presencia de algo al lado de mi cama; y era el quiltro que me miraba respirando con su lengua agitada, esperando que yo le abriera la puerta para seguir con su libertad de calles peligrosas y solitarias.

Y así lo hice, pues la libertad no se puede atrapar ni con cariño… y se marchó alegre, moviendo la cola como si la noche hubiera sido una fiesta. Alguna vez lo volví a ver a la distancia, trotando entre la gente o corriendo entre los árboles, pero nunca más volvimos a acercarnos.

¿Para qué? Ya sabíamos más del uno y del otro que muchos psicólogos de terno y corbata, ya no necesitábamos más compañía que la de la vida y la muerte…

Temprano en Concepción

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Carlos Bone Riquelme

La mañana es gris y helada, y una leve llovizna se escurre desde el cielo negro y amenazador. Los edificios blancos, construidos en bloque, dejan paso a unos grises departamentos localizados detrás del pecaminoso barrio de Orompello. Caminando sobre las baldosas de cemento cubiertas de tierra, puedo llegar hasta el edificio donde vive Lukas.

Subo las escaleras de concreto gris de dos en dos y, deteniéndome frente a la puerta, tocando reciamente, grito “café, café…”. Este es el grito de guerra, de batalla con el que cada mañana me arrimo a este apartamento para despertar a mi gran amigo y compartir una taza de ese humeante Nescafé.

La puerta se abre y un señor en camisón de dormir y un tanto extrañado me mira con cara de enojo. Y allí, en ese momento, me percaté de que estaba en el piso equivocado. Muy avergonzado, le pido disculpas y llego al apartamento correcto donde Lukas ya me esperaba risueño y jocoso.

Lucho Miranda, quien vivía en el mismo apartamento en sus tiempos de estudiante universitario, se levanta para ir a la Universidad, y Lukas calienta la pava preparando dos tazas de café entre chistes y risas.

Conozco a Lukas, aunque no éramos amigos, desde aquellos tiempos de Tucapel y Chacabuco donde compartimos esquinas con muchos otros.

Los hermanos Carlos y Daniel Campos, Los Vernier, los hermanos Carlos y Jorge Yacoman, los Valde, los hermanos Jorge y Bautista Vanshowen… todos residían en el barrio, pero en aquellos tiempos éramos solo conocidos y nuestra verdadera amistad se inició mucho tiempo después, al regreso de Lukas desde Buenos Aires, donde residió por algún tiempo.

Claro que no volvió solo. Se trajo a una Argentina bastante buena, aunque un poco sobrealimentada.

Carmencita, la madre de Lukas, una señora de una personalidad fuerte y carácter de hierro, les entregó un pequeño apartamento en los altos de un edificio en la esquina de Aníbal Pinto con Maipú, donde ellos se instalaron, pero que pronto se convirtió en el lugar de encuentro de los “Hipitos” de Concepción.

Llegaba Willie Arce, “el Distorsion”, el cual con muy mala suerte siempre era encontrado en el apartamento por la señora Carmen en actitudes sospechosas, y por lo cual ella le tenía gran inquina. Lucho Varela, un muchacho muy callado y pacífico, pero al cual un día echamos a patadas con Lukas, pues se comió nuestro almuerzo… y muchos otros a los cuales no recuerdo o sería largo mencionarlos.

Claro que la luna de miel con la Argentina, y también con la madre, le duraría poco a mi amigo, pues un día, ella ya cansada, me refiero a la Sra. Carmen, de tanta algarabía a sus expensas, sacó a Lukas del apartamento con vientos frescos y la Argentina con mucha melancolía volvió a Buenos Aires, dejando a Lukas aliviado y contento.

Nosotros nos mudamos todos a vivir a una casa de pensión en Maipú con Castellón. Lukas y yo compartimos una habitación en el segundo piso y “Distorcion” en el primer piso. Desde la ventana se podía ver el campanario de La Merced, y en la esquina existía una fuente de soda donde en 1976 pude ver una de las últimas peleas de Mohamed Ali contra Frazier.

Esa noche recuerdo el local lleno de parroquianos, donde se encontraban varios de los residentes de la pensión.

Bajando hacia la estación, por Maipú, se encontraba “Donde Golpea el Monito”, y más abajo, el Mercado Central con sus olores salpicados de mariscos y pescados frescos… En la esquina de Caupolicán y Maipú estaba lo que fue “Claramunt”, y luego cambió su nombre transformándose en una fuente de soda cualquiera.

La calle Maipú siempre estaba llena de carretones y con gritos de los obreros de la mañana cargando carnes y verduras frescas al interior del mercado… En Rengo, casi con Freire, se abrió “Senosiain” y más arriba el Stromboli, el lugar de los pasteles de choclo y de las rozagantes y embriagantes humitas y cazuelas de vacuno.

En su segundo piso pasamos algunas noches de cervezas y vino, aunque el piso de madera no nos tranquilizaba por su crujiente bamboleo. “Corona que todo lo soluciona”, abrió sus puertas en Freire y un poco más allá la botillería de los Martínez, hoy cerrada y olvidada… Casi al llegar a la estación, la Casa del Freno, que era del papá de Luciano González, quien trajo el primer Camaro blanco importado de USA. Luciano tocaba la guitarra con Johnny y él aportaba unos equipos electrónicos también importados de “Gringolandia”.

Al final, llegando a Arturo Prat, las consabidas mesitas de los compradores y vendedores de ropa usada, llamada “Falabella Prat”, uno de los cuales recuerdo a Alejandro, un muchacho emprendedor que luego se traslada gracias a su esfuerzo personal y gran talento para los negocios, a un pequeño local en Maipú, para luego comprar varios locales con una inmensa casa donde algún día jugamos Pool en una de las mesas compradas por Alejo… Más tarde, casi en los 1980, Alejandro abriría el “Mercado Persa” en Barros, casi al llegar a Rengo… Esa es una muestra del emprendimiento, el esfuerzo y el trabajo…

Por allí, en Prat, estaba la mansión de “Charly Manson”… La llamábamos así pues era una de esas casas viejas o conventillos de pasillos interminables de maderas negras y muchas habitaciones, casi todas vacías, cubiertas de oscuridad, donde Charly, también fallecido, vivía con varias muchachas en un rastro de comunidad y donde siempre lo veríamos descansando entre almohadas y rodeado de sus odaliscas de dudosa procedencia… Pero Charly fue siempre abierto a los amigos, ofreciendo refugio al que lo necesitara o pidiera, como muchas veces nosotros lo hicimos…

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