Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

Miedo

M

Carlos Boné Riquelme

 

El miedo se escurría por mis entrañas con la avidez de un ave de rapiña y atenazaba mis extremidades, dificultando mis movimientos.
El olor a carne quemada y putrefacta se esparcía a mi alrededor, haciendo que mis arcadas solo me estremecieran en vano, pues ya no tenía nada en el estómago para expulsar.
Rogaba al cielo que los otros, aquellos que eran mis enemigos, no me encontraran, mientras el frío del terror no me dejaba pensar claramente.

“Tengo que calmarme”, pensé. “Debo tranquilizarme… debo tranquilizarme…”, me repetía una y otra vez, pero era difícil, casi imposible, dejar ese miedo atrás.
Mi arma, una Glock 19, colgaba de mis dedos agarrotados. Hacía tanto tiempo que no sentía estos deseos de encogerme, taparme debajo de unas cobijas y desaparecer, sintiendo la seguridad de la oscuridad.
Pero en este momento era imposible.

Sabía que me encontrarían si no lograba salir de allí. Y sabía con seguridad lo que pasaría si caía en sus manos.
Posiblemente no sobreviviría. Solo pensar en las torturas a las que sería sometido me congelaba de terror. Ya había visto el resultado de esas torturas en algunos compañeros que lograron escapar con vida, pero cuyas secuelas los perseguirían por mucho tiempo, probablemente toda su vida.

Conocía esas noches en las que los sueños se convierten rápidamente en pesadillas tan reales, de las cuales no puedes despertar, dejándote arrastrar por vericuetos intrincados de tu cerebro, tembloroso y con las sábanas mojadas de transpiración.
Pero yo estaba aquí, ahora, y tenía que moverme. Debía vencer el miedo antes de que ellos me encontraran.

Mis camaradas habían desaparecido, y no sabía si estaban cerca o si ya habían evacuado el área. No podía gritar para llamar su atención, pues no estaba seguro de quién escucharía mi llamado. Quizás ellos me encontrarían primero, y yo no tenía la seguridad de tener el coraje de volarme la tapa de los sesos antes de que eso sucediera.

Recordé mi adolescencia, esos momentos que yo creía decisivos, cuando pensé tantas veces en matarme, creyendo que tomar esa decisión sería fácil. Pero no lo es, ahora lo comprendía.
Ni siquiera en esta situación, donde me jugaba algo más que mis divagaciones juveniles, me sentía seguro de tener la valentía de coger el arma, acercarla a mi boca y, apretando los dientes, tirar del gatillo. Solo pensarlo me estremecía de terror.

Decidí empezar a moverme lentamente, tratando de no hacer el menor ruido, avanzando con mucho cuidado. Me deslizaba despacio, intentando que mi cuerpo no ofreciera un blanco fácil a algún tirador escondido.
Me acerqué con mucho cuidado a una ventana y miré hacia la calle. No se veía a nadie, y el silencio era opresivo entre los escombros de las casas derruidas.

Con sigilo, logré llegar hasta la entrada de un edificio y, pegándome al muro exterior sin perder de vista los edificios circundantes, atravesé la calle con mucho cuidado.
No recordaba cuántas balas quedaban en el cargador; no las había contado, pero no serían muchas.

El cuchillo aún estaba en su funda, pero no me sentía seguro de usarlo en última instancia. Matar así es personal, cercano, y puedes mirar a los ojos de tu contrincante mientras la vida se escapa de su cuerpo. Son solo segundos, quizás minutos, en los que los ojos adquieren ese color vidrioso y los labios se contraen con el último murmullo de sangre borboteando. Pero la sorpresa también puede ser tuya si el enemigo tiene más habilidad que tú en el manejo de esa arma. Es un juego mortal y rápido, hasta que uno de los dos comete el error que acaba con la vida de uno o del otro.

“Debo concentrarme”, pensé mientras me movía a lo largo de la calle, pegado a los muros externos de lo que alguna vez fue un colegio. No quise revisar mi arma por temor a que el ruido del metal se escuchara en ese silencio. Así que, esperando tener suerte, me moví con más rapidez, un poco más recobrado del miedo anterior.

A lo lejos escuché algunas explosiones y, actuando casi de manera automática, dirigí mis pasos en aquella dirección. Me ocultaba detrás de los escombros, escudriñando el área circundante con mucho cuidado, pues alguien con un fusil podía matarme con la misma facilidad que a una codorniz, de aquellas que mis amigos gustaban de cazar.

Mi Glock no tenía mucho alcance, así que mis posibilidades de sobrevivir en un combate eran muy pocas. Mi única alternativa era encontrarme con los míos, así que me arrastré hasta debajo de unos carros destruidos y llenos de agujeros de bala.

Al pararme, vi algo de movimiento en las cercanías de un edificio que algún día fue una iglesia. Rápidamente me agaché, pero al levantarme nuevamente vi que dos soldados apuntaban en mi dirección con sus M-4.

Levanté mis manos, sintiendo el frío recoger mi corazón, pero al cerrar los ojos y volverlos a abrir, pude ver que eran de los míos.
Grité con fuerza para que me reconocieran y eché a correr hacia ellos, sintiéndome libre de todo peligro, con la alegría inundando mi alma ya en ruinas.

Los soldados me reconocieron y me gritaron algo a la distancia que no alcancé a escuchar, pero vi que hacían gestos como advirtiéndome de algo.

Entonces solo escuché el chasquido de un tiro, un enorme dolor que me traspasó por completo, y todo se convirtió en un inmenso agujero negro.

La barbacoa

L

Alfredo Boné Riquelme

Las risas espantaban a los pajarillos de los árboles cercanos, mientras en la amplia terraza el grupo de amigos bebían de sus botellas o sus vasos y conversaban mientras en un lado, casi pegado a la cerca de hierro que separaba la casa del amplio rio que corría apacible sin desviarse rumbo al mar; no lejos de este lugar, un gran "quincho", de esos llamados Argentinos, fabricados en ladrillo, con espacio para mucho carbón, y largas parrillas de hierro negro, se podían ver los trozos jugosos de carne, las largos tiras de costillar, y las longanizas que botaban un jugo que hacía encresparse el fuego, mientras el parrillero, especialmente contratado para el evento, hace girar la carne para evitar que se recuezan por un solo lado.

Tambien se escucha música tropical que escapa por las abiertas puertas de la casa, mientras un par de muchachas vestidas de negro se pasean entre los asistentes a la barbacoa, con bandejas con copas y algunos bocadillos para alimentar el hambre que se acrecienta con el olor de la carne asada. Este era un día especial para la dueña de casa, Mariluz, pues cumplía un ano de casada con su marido Felipe, y ambos habían decidido celebrar el acontecimiento en casa, con la familia y amigos cercanos.

Felipe contrató personal especializado, de esos llamados "catering" para que ella no se molestara en hacer nada, y ella planifico los bocadillos de salmón, de pate fois, de huevos con mayonesa y pimientos, todo delicioso; y la decoración alrededor de la casa, de la cual estaba muy orgullosa, fijándose atentamente de que los baños tuvieran suficiente jabón para las manos, papel higiénico, y desodorante ambiental. Nada podía salir mal. Desde donde ella se encontraba parada, podía ver a Felipe, alto, delgado, de cabello rubio y muy atractivo, parado y conversando con algunos amigos, y ella sintió un ardor allá abajo, pues él se veía tan apuesto, tan fuerte y seguro de sí mismo; la verdad, es que todo parecía un sueño.

Ellos se conocieron en una fiesta en casa de unos amigos, y desde que se miraron fue como lo que llaman, "amor a primera vista", y desde ese día no se separaron más. Claro que no todo era perfecto. Él era divorciado, y tenía dos hijos aun pequeños a los cuales ella tenía que soportar los días que les tocaba visita con el padre. Pero todo, " era aceptable", pensaba Mariluz, si podía disfrutar de él, el resto del tiempo. Ella, "ni loca tendría hijos", y para eso ella se cuidaba, tomaba los anticonceptivos sin perder una hora, y por si acaso algo sucedía, la píldora del día después la cual era recetada por un amigo medico de ella.

Felipe había mencionado un par de veces, "sería fantástico tener hijos, una parejita quizás", y a ella se le erizó el pelo con solo la idea. Pero ella sabía cómo mantenerlo contento, y evitaba las conversaciones que fueran sobre hijos, " ni tonta arruinaría su figura, o dejar que los pechos se cayeran, o tener estrías en la barriga y piernas", pensaba, y pensando en eso, gastaba cantidades de dinero en cremas, gimnasio, masajes.

La fiesta continuaba, y Felipe pensaba en el gasto inútil de esta fiesta, y la cantidad de gente a la que no le interesaba ver, como la familia de Mariluz, la cual era pesada y siempre mirando todo por encima del hombro como si ellos fueran de alguna clase especial. Sobre todo, la hermana, Fernanda, quien siempre tenía una palabra cortante, o una broma plagada de ironía con la cual trataba claramente de molestarlo, pero el, la ignoraba sin darle el gusto de contestar las idioteces que se le ocurrían. Luego se distrajo pensando en la oficina, pues él era el ingeniero jefe de una gran compañía constructora, e iba en ascenso.

Felipe era hijo de una familia modesta, provinciana, de Talcahuano, y el padre trabajaba en la pesca artesanal junto al algunos amigos con los cuales lograron adquirir unos botes, pero los precios del pescado habían bajado debido a la competencia y a la poca pesca por los barcos chinos que asolaban los mares del Pacifico.

La madre se dedicaba a la casa, y los hermanos mayores ayudaban al padre en sus labores, y aunque no vivían mal, el dinero solo alcanzaba para lo justo.

Felipe desde niño fue estudioso, y se las arregló para sacar becas que lo ayudaron a mantenerse en el colegio, pues su madre vio en el algo diferente al resto de la familia, asi que cuando el padre quiso subirlo al bote, ella se opuso con dientes y garras, y el padre sin decir nada, pues nunca decía nada cuando la esposa tomaba una determinación, dejó a Felipe tranquilo.

Felipe fue el único de la familia que terminó la secundaría, y luego entró a la universidad con notas altísimas las cuales mantuvo hasta su graduación, lo que le significó un contrato con una de las compañías más prestigiosas del país. También significaba que la familia de Mariluz lo trataba como si tuviera alguna infección, y lo aceptaban con la nariz respingada.

Mientras pensaba sobre todo esto, entró a la casa y se dirigió al baño de su cuarto en el segundo piso, pero cuando se aprestaba a hacer sus necesidades, sintió una mano que lo cogía y antes de reaccionar, una boca se pegó a la suya. Miro asustado, y vio que era la hermana de su esposa. La empujó separándola de él, y le preguntó, ¿“qué te pasa?, estas borracha?”, y ella continuaba empujándolo hacia la pared mientras su mano le cogía el miembro y él trataba de zafarse, pero sin hacer escándalo, pues no quería que nadie los encontrara en esta situación inaudita.

“Vamos”, le decía el, ¿“que tú quieres?, hacerme un problema?”, y ella arrodillándose en el piso lo miro y le contesto casi con rabia, ¿“es que acaso no te has dado cuenta de que siempre he querido tener algo contigo?, ¿de qué desde siempre he estado enamorada de ti?, si, si, desde que empezaste a pololear con mi hermana solo he querido estar contigo, pero ella siempre se lleva todo lo que yo quiero, todo”, y seguía ella tratando de introducirse el pene en la boca, mientras él se trataba de alejar, asustado, horrorizado de lo que escuchaba pues no podía creerlo.

“Vamos”, le dijo Felipe, “esto es una equivocación tuya, yo estoy enamorado de tu hermana y no puede ser”.

Él trataba de hacerla entrar en razón, pero ella estaba fuera de sí. Felipe no podía entender la situación, pues ella siempre se había mostrado irascible con él, así que en su interior pensaba que podía ser una trampa de la familia para indisponerle con su esposa. Y en eso estaba, cuando su esposa y el resto de la familia entraron en el baño y los encontraron en esta incómoda situación.

La esposa se queda mirando la escena, con la familia detrás de ella, y dándose vuelta sale, mientras Felipe soltándose de la hermana trata de correr detrás de ella, pero la familia, o sea el padre, le impide el paso. Felipe trata de zafarse de él, pero el padre mirándolo directo a los ojos le dice, “ella no quiere verte, aparecido, mugroso con título, así que déjala sola…”, Felipe se gira y puede ver a la hermana de su esposa riéndose por lo bajo, y la madre sonriendo por lo bajo. Lo habían engañado de la manera más baja, pero la situación era muy difícil de explicar.

La hermana sale corriendo del baño detrás de Mariluz, mientras los padres lo mantenían encerrado dentro del baño. Felipe mira a los padres y les dice furioso, “no puedo creer que hayan hecho esta bajeza, y quieran destruir la felicidad de esta familia solo por sus intenciones malévolas”.

Ellos lo miran displicentes, contestando irónicos, “tú nunca fuiste parte de esta familia, advenedizo, así que puedes volverte por donde viniste hijo de mala muerte, pues nuestra hija no volverá a mirarte, de eso nos encargaremos nosotros”.

Cuando Felipe logra salir de la habitación, puede ver que todos los amigos estaban parados afuera mirando lo que había sucedido, y la música se había detenido. El bajó al primer piso a tiempo de ver el carro de Mariluz despareciendo calle abajo. Detrás de él, los padres salieron y se marcharon sin decir nada más. Y no era necesario. Los amigos empezaron a marcharse de a poco sin decir palabra. Todos posiblemente convencidos de su mal actuar.

Pronto él se quedó solo en la casa con la gente del catering, que estaban limpiando y guardando la comida intacta de la fiesta, mientras lo miraban con pena. El tomó una botella de whisky y sentándose en la terraza empezó a beber. No se percató cuando quedo solo en la casa, pues ya estaba completamente borracho y dormido en una de las silla de la terraza.

Felipe y Mariluz se separaron y ella nunca quiso escuchar las explicaciones que él le pudiera dar. La familia impidió cualquier contacto directo con ella, así que él, al final, dolido además por la actitud de ella que ni siquiera le daba el beneficio de la duda, firmó los papeles del divorcio, y se dedicó exclusivamente a trabajar.

Al poco tiempo, como recompensa por su excelente trabajo, fue manado a la oficina principal en Texas, USA, y así dejo el país y los lugares donde él fue feliz con Mariluz.

No la había vuelto a ver, y dejó que sus abogados se encargaran de todo. Le trató de escribir unas cartas, pero todas volvieron a su remitente sin abrir, así que cansado, dolido, y entendiendo que no habría forma de entenderse con ella, partió dejando todo atrás.

Houston en Texas fue un lugar que logró después de mucho tiempo calmar su desesperanza, y le dio nuevos impulsos para seguir creciendo profesionalmente. Hizo contactos que lo ayudaron a conseguir un nuevo trabajo en una multinacional, y viajó a Europa donde se instaló en Milán, Italia, y allí conoció a Stephania, una bella muchacha original de Bruselas con la cual empezaron una relación que los llevo a viajar por todo el mundo.

Tomaron cruceros por el mediterráneo, pasaron bellas vacaciones en Grecia y Creta, se perdieron en compras en el mercado de Ankara, un lugar que parecía sacado de las mil y una noches. Pasearon por París, de noche, y se sentaron en la plaza de la bastilla a deleitarse comiendo caracoles y bebiendo vino mientras la música de los violines los transportaba a otras épocas.

Conoció a la familia de ella, y él, trajo a su familia de Chile para que todos se conocieran, especialmente a sus hijos que ya estaban grandes y bajo el cuidado de su madre, pero era hora que él asumiera su responsabilidad.

Al final, él y Stephania decidieron casarse, y así lo hicieron en una ceremonia muy íntima, con solo la familia y algunos amigos de ella, y después de una breve luna de miel en Tailandia, los dos volvieron a Milán y empezaron su vida juntos.

Los dos hijos de Felipe entraron al colegio y pronto se adaptaron a la vida en esta ciudad donde los negocios eran lo más importante.

Ella quedó embarazada y tuvieron una hija bellísima, como la madre, y los viajes a Bruselas a ver a los padres de ella eran frecuentes. O viceversa. Ellos viajaban a Milán y pasaban unos días que a veces se volvían viajes a Suiza, distante solo un par de horas de Milán.

Stephania estaba muy enamorada, y ambos llevaban una vida familiar que se extendía al resto de la familia chilena, quienes ahora viajaban muy seguido a visitar a los nietos.

Un día decidieron viajar a Chile de vacaciones, y prepararon las maletas, él quizás un poco preocupado pues había sido mucho tiempo desde que salió de allí y nunca más volvió; solo se enteraba de algunas cosas por boca de su padres.

De su primera mujer, no sabía nada pues ella no tenía contacto ni siquiera con los niños, que ya después de tantos años no preguntaban por ella; de Mariluz nunca quiso saber más pues salió muy herido de aquella relación, especialmente porque ella nunca quiso conversar con él y aclarar la situación acontecida el día de aquella barbacoa.

Los padres no la mencionaban, pues quizás ellos podían sentir el dolor profundo de él. Pero, aun así, Felipe estaba contento de regresar a Chile, su país, al cual siempre extraño.

Los lugares donde había vivido estos últimos años eran bellos y la gente lo trató muy bien, pero no era su patria, aquella misma que lo vio nacer pobre, que lo vio crecer esforzándose por mejorar, y la que pudo ver su caída y frustración de perder a Mariluz a la que había amado.

A la llegada de todos ellos al aeropuerto de Santiago, encontraron a los padres de él esperándolos. Vio el aeropuerto más grande, con más tienda y con mucho movimiento, y cuando salieron a la carretera, no podía creer la cantidad de vehículos, algunos muy elegantes que transitaban.

Cuando llegaron a la casa de sus padres, pudo ver una bella casa de ladrillo, con una cerca de hierro y un  jardín muy cuidado, donde Felipe reconoció la mano de su madre.

Los niños estaban felices y corrieron al patio donde se escuchaban los ladridos de un perro al que llamaban Larry. La casa no era muy amplia, pero si bastante cómoda, así que ellos se acomodaron en un cuarto, los niños en otro, y sus padres tenían la habitación matrimonial.

Ese día en la noche llegaron familiares a saludar, y algunos viejos amigos que se habían enterado del retorno de Felipe. Se destaparon algunas botellas de vino, se puso carne a la parrilla, y las cervezas abundaban, y en ese momento uno de los amigos le dijo, “supongo que sabrás algo de Mariluz, ¿no?”, y él negó con la cabeza sin decir palabra, pero el amigo siguió, “el padre falleció al poco tiempo de que ustedes se separaron, y la madre quedó en la ruina pues tenían muchas deudas”. Felipe no dijo nada, así que el amigo prosiguió, “la hermana se fue con un tipo que decía que era extranjero, que la embarazó y la abandonó, así que volvió a casa de la madre, y junto con Mariluz la ayudan a cuidar del bebe mientras ella trabaja en una tienda del centro comercial. Mariluz está de secretaria en la oficina de unos corredores de propiedades, y según lo que yo sé, pues un día me encontré con ella en la calle, la hermana y la madre le contaron la verdad sobre aquella barbacoa en tu casa, recuerdas?”.

El amigo miro a Felipe, y tomándolo del brazo, le dijo en un murmullo, “ella está muy arrepentida de no haberte escuchado, pero la familia le llenó la cabeza de tonteras en contra tuya, y creo que le gustaría verte solo para pedirte disculpas”.

Felipe miró al amigo, y tomando un sorbo de la botella de cerveza, se alejó sin decir palabra. El pasado que parecía tan lejano lo estaba cercando en un murmullo constante de lo que podría haber sido, claro, él no se arrepentía del camino tomado, pero siempre la duda lo perseguía, ¿“como hubiera sido si…?’.

Los días pasaron rápido, y estaban casi a punto de retornar a Milán, cuando un día al entrar a un supermercado, se encontró con Mariluz de frente. Ella se veía cansada, quizás un poco más degastada, no físicamente, pero sí emocionalmente.

Se miraron por unos segundos, y ella le saludó con una sonrisa; “hola, Felipe, cómo estas?”, y él, sin saber qué más decir, le contestó, “muy bien Mariluz, y tú, cómo estas?”.  Ella guardó un minuto de silencio, y luego le dijo: “tenía muchos deseos de verte desde que supe que estabas en Chile, aunque nunca supuse que sería en estas circunstancias, pero bueno, por favor no digas nada, déjame decir lo que debería haber dicho hace mucho; perdóname pues cometí el error más grande de mi vida. Mi hermana finalmente me confesó lo que aquel día sucedió, y después de la muerte de mi padre, mi madre me dijo todo lo que ellos habían hecho para separarnos, pero la verdad es que la culpable fui yo por no escucharte y creer”.

Felipe la miró con extrañeza, y le dijo muy suavemente, “siento que sea tarde ahora, Mariluz, y lamento que hayas visto mi inocencia cuando no hay nada que hacer, pues yo estuve muy enamorado de ti y nunca te fui infiel”.

"Yo lo sé, Felipe, ahora lo sé, -dijo ella- pero en aquel entonces era muy joven y no sabía lo que hacía o sentía, y me dejé engañar por el estúpido orgullo de mi familia”.

Felipe la miró detenidamente, y le contesóo con voz apesadumbrada, “ así es Mariluz, pero ya no hay nada que hacer, pues estoy muy enamorado de mi esposa, y tengo una maravillosa familia con la cual vivimos en Italia”. Y ella le dijo, “eso lo sé tambien, Felipe, solo quería que supieras la verdad; la mía. Y que sea muy feliz”.

Y dándose vuelta, se marchó dejando a Felipe solo en aquel pasillo de supermercado sin saber qué sentir. Pero solo había una decisión que tomar, y pagando lo comprado retornó al hogar de la familia y apenas entró, tomó a Stephanie en sus brazos y le dijo muy quedo al oído, “te amo más que nunca”.

 

Algún día

A

Carlos Boné Riquelme

Los primeros recuerdos que tengo de mi madre son confusos, bañados de una neblina que solo el tiempo y la distancia nos da.

La recuerdo alta, aunque ella nunca lo fue, pero desde mi casi metro de estatura, posiblemente ella era enorme, llena de vitalidad, de respuesta punzante y alegría sin freno.

Fueron tantos los momentos que compartimos, quizás no cercanos, pues mi madre no fue de cercanías, mas que eso, de horizontes plagados de distancias, que a veces semejaban intimidad.

Claro que tengo aun presentes los momentos en que me recostaba en su regazo, y sentía su mano volar por mis cabellos, casi ausente, con besos que me rozaron y que los mantuve en secreto para no compartir mis sueños.

Luego vino el tiempo de la rebeldía, de querer lo que ya era pasado; de pensar que la vida no es justa, y que no tenía lo que creía merecer.

Cuesta tanto llegar a la edad donde nos percatamos de que nada merecemos, solo lo que conseguimos a lomo de caballo salvaje; y siempre y cuando no te caigas de la silla, al primer salto de rodeo.

Hay que peinar canas, como dicen los antiguos, para saber que la vida nos entrega el trabajo sin hacer.

Que lo que creímos que era nuestro, solo era un préstamo, y solo en aquel momento, llegamos al punto de percatarnos, ya despejados de egoísmo, que la vida es lo que es, y la gente da lo que puede, cuando puede.

Eso es lo que llamamos madurez.

El empate de lo tuyo y lo mío, donde puedo volver a recordar risas y llantos y complementar las dos en una sola.

Pues mi madre no ha sido perfecta; pero yo tampoco.

Mi madre ha sido egoísta; y yo, tambien.

Mi madre ha regalado risas, y chistes a montón, y yo the dejado lo mío sobre el tablero.

No tenemos nada que regañarnos, o arrepentirnos. Estamos en el empate, o quizás, en un jaque mate.

Lo único que puedo hacer, es recordar los buenos momentos, y pensar que pudieron ser mejores si yo hubiera abierto mi corazón sin rencores.

Como no reír de aquellas caminatas por calles desconocidas, con un “condorito” en mis manos.

¿O de tantas cosas compartidas en el secreto de la consagración divina?

Hoy solo veo la despedida; el camino truncado, los arboles tapando mi distancia, mis ojos cubiertos de nubes, y mi corazón desgarrado por la culpa.

Quizás pude hacer más por ti, pero no lo hice.

No quiero excusarme, pero es que siempre te vi tan fuerte, tan llena de vida, completamente hinchada de vientos y tempestades, que no pude ver la realidad, si no solo mis sueños y pesadillas.

Tuvo que pasar todo este tiempo para poder abrir mis ojos y abrazarme a tu recuerdo.

Y me abrazo a tantos recuerdos, a tantos momentos, a tantas cercanías, y quizás, a tantas lejanías.

Te miro en tu delgadez, y quizás hoy, te sentirías orgullosa del peso perdido, pues mas de algún día te quejaste de sobrepeso.

Y te recuerdo caminando sobre la línea del tren camino al casino de Schwager.

O equilibrar la cartera, aquella llena de maquillaje y que hoy solo está vacía.

Te recuerdo sentada en una micro, rumbo a tu destino, con tus labios pintados, tu cabellera rubia y tus ojos azules que miraban un mundo que se venia encima.

Y nunca lo compartimos, pues tú y yo, teníamos mundos que diferían como las piedras de la cascada.

Te recuerdo con el plato en la mano, hablando de lo que no se ni me interesa, pero si puedo admirar tus labios moviéndose y quisiera amarrar aquellas palabras para que fueran solo mías.

Y hoy extraño los recuerdos, y lloro por el silencio. Por aquellos huesos desnudos que nos miran desde la distancia.

La pensión

L

Carlos Boné Riquelme

 

En algún momento en medio de los 60, perdimos la casa. O quizás, mi madre con su sueldo magro de funcionaria Municipal no pudo pagar los dividendos, y así, terminamos viviendo en una casa de pensión.

Pero esa primera experiencia de vivir en una casa de pensión fue, en vez de una traumática situación, una aventura increíble, llena de misterios y personajes que aún están grabados en mi memoria.

Parece increíble decirlo, pero algo que podría haber tenido rasgos trágicos de pérdida, lo cual ya había experimentado con la disolución de la familia, se transformó en una fantástica aventura.

La pensión estaba localizada en Freire entre Aníbal Pinto y Colocolo, en la ciudad sureña de chile, llamada Concepción. Al lado de esta vieja casa de aire señorial pero antigua, se abriría luego, el Restaurant “Yungay”.

El edifico de la pensión, consistía en dos casas, pegadas una a la otra, de corte muy antiguo, con fachada gris y ventanas enormes, de madera, que miraban a Freire. Desde esa ventana yo podía ver la “librería Esmeralda”, donde compre muchos lápices y cuadernos, quedando grabado en mi memoria olfativa el olor a papel que flotaba en el aire, junto a un polvo dorado que se veía a la contraluz de las dos puertas del local.

El mostrados era largo y abarcaba toda la pared contraria a las puertas; las estanterías estaban llenas de artículos que parecían llamar a los compradores, y atraerlos hacia sus secretos escondidos entre paginas cuadriculadas, y frascos de oscura tinta.

El dueño y las dependientas, creo que eran dos, se vestían con guardapolvos, de esos café, hechos de un material grueso llamado “corduroy” que puede durar el tiempo que duran los recuerdos, y aún más.

Pero la pensión nuestra estaba en un segundo piso. Había que tirar de un cordón largo que llegaba al final de la escala, allá arriba, amarrado a una campanilla que hacía las veces de timbre. Y cuando sonaba, alguien corría a abrir la puerta, la cual tenía otro cordón que bajaba, y que, al ser tirado desde arriba, abría la puerta sin tener que bajar las largas escalas de madera. Era la tecnología del siglo veinte.

La dueña era una maravillosa mujer, a la que con el tiempo aprendí a querer; al igual que a las hijas y al hijo con los cuales compartí tantas tardes y días bellos. Mas que pensión, fue como encontrar una familia que, hasta hoy en día, cuando las veo, nos abrazamos con cariño.

La dueña de este mágico lugar, se llamaba Norma Espinoza, y era rubia, de piel muy blanca, y pelo de color rubio, algo regordeta, pero exudaba esa calidez que se pronunciaba desde su voz ronca y sus brazos que se extendían para dar órdenes alrededor de la casa.

Las hijas eran dos, Bencha y la Patricia. Las dos muy diferente, pues Patricia era exuberante, de caderas amplias, y bellas piernas con un cabello largo que le acariciaba la espalda y una voz algo meliflua debido a una operación de nariz.

La otra, Bencha, era bella de cara, algo subida de peso, pero con carisma fantástico a la cual yo me sentí atraído inmediatamente. Su risa y su alegría se expandía por toda la casa. Yo y ella, a pesar de la diferencia de edad, nos hicimos compinches y mi cariño por ella era sin barrera. Hasta hoy.

El hermano se llamaba Hugo, algo maceteado, robusto, de rostro redondo, pero muy agradable y divertido.

También la madre, la Sra., Norma, había adoptado a una muchacha delgadita, nerviosa, de cabellos enrulados y hermosos ojos negros llamada Carmen, con la cual, pues era de mi edad, hicimos amistad instantánea y corrimos por aquella casa jugando junto a las otras nietas llamadas Verónica, Yasmin y Karim, el nieto, y pasando días y tardes de increíble calor humano.

La casa tenía una habitación al frente de la escala, con ventanas de vidrios, la cual era amplia y donde dormían Bencha, Paty y Carmen.

Al lado de la escalera y mirando hacia Freire estaba la habitación que compartimos con mi madre. La pieza era grande, y teníamos una mesa con dos sillas, la cual nunca usamos mucho. Pero al medio de las camas estaba nuestra única y más querida posesión que nos seguía desde nuestra estadía en la ciudad de Curicó; un mueble de música con radio y tocadiscos que era mi escape junto a la lectura y la entrada a la adolescente sensación del amor.

Tambien tenia un hoyo en la pared desde donde se colaba de cuando en vez una rata a la que nunca vi, pero si escuché en sus rápidas excursiones, especialmente durante la noche. Yo dormía aterrado pensado que ella podía saltar a mi cama, e inventaba innumerables estrategias para evitarlo, derramando colonia alrededor de mi lecho, o desparramando pasta dental, que por alguna razón mágica, yo creía que ahuyentaría a la invitada no deseada.

Lo que nunca hic, fue usar veneno, o decirle este secreto mío, mío y de la rata, a mi madre que les tenía terror.

Al fondo se encontraba la habitación de la Sra. Norma, y al lado, el baño, que era de aquellos antiguos, con bañera de esas con patas, y donde el agua se calentaba con un calentador de aquellos a alcohol de “quemar”, un líquido rojo que siempre me pareció sospechoso, y el cual era depositado abriendo la parte baja del quemador; luego se prendía en la parte superior con una cerilla. Eso te daba quizás 10 minutos de agua tibia.

El baño también tenía una ventana trasera que daba como aun pequeño tejado que comunicaba a la casa de al lado donde vivía uno de mis grandes amigos de aquella época, Alexis Aspee.

Alexis tenía dos hermanas, Estrellita y creo que la otra, la más pequeña se llamaba Alicia, no estoy seguro. Los padres de Alexis eran, el muy delgado, creo que trabajaba en Huachipato la famosa refinadora de acero, de un fino bigote y modales muy cortantes pero amistoso.

Ella, alta, algo maciza, pero con una amplia y cálida sonrisa la cual siempre se abrió con cariño hacia mí.

La pensión tenía un largo pasillo, lleno de ventanales con vidrios que miraban hacia la parte trasera de negocios y casa aledañas, y que pasaba por una pequeña sala que tenía dos sillones y un gran ropero de aquellos con espejo con un tope de curvas maderas que le daban un toque “rococó”.

En esa sala había dos pequeñas habitaciones, una de las cuales era de Hugo. Luego venia el pasillo, el cual ya acabo describir, donde pegadas a la pared estaban unas mesas que hacían de comedor.

Existían, además, dos habitaciones, una de las cuales era ocupada por la madre de la Sra. Norma. Ella era una viejita de espalda curvada que vestía con un lago abrigo gris de lana tejida, y se amarraba el cabello blanco y largo que se acomodaba en la parte alte de su cabeza. Tenía la boca marchita y sin dientes, pero usaba una placa y los ojos eran de un azul, pálido, detrás de los espejuelos.

Al final del pasillo, había un cuarto donde dormía Alicia, la empleada de servicio. Luego vendría otra empleada llamada Berta. Y estaba la cocina grande de color verde oscuro, con grandes ventanas, pero oscura, con los platos y ollas repartidos encima de mesones.

La Sra. María, que era la cocinera, y la que mandaba en este reino de sartenes, tenía un hijo llamado Armando con el cual, siendo de mi edad, hicimos buenas migas y fue mi compañero de “Tacataca” en el negocio de Don Ismael Jasma que estaba localizado en Aníbal Pinto, casi al lado del “Emporio Alemán”, que, en aquel entonces, compartía local con “Saure”, la pastelería de los tan recordados hermanos.

Mas tarde, en los 80, quizás, el Sr. Jasma abrió otro local de juego y lotería en el subterráneo del edificio de la esquina de Aníbal Pinto y Barros Arana.

Recuerdo a Don Ismael como un hombre bajo de estatura, canoso, pero con gran personalidad, siempre sentado en la caja de los “Flipper”, como llamábamos a ese local de Aníbal Pinto.

Tambien allí conocí al hijo, que en aquella época era alrededor de mi edad, y con el cual creo haber conversado algunas veces.

Se salía de ese local para ver al “Mocambo” con ese grupo de amigos parados en la puerta, entre los cuales se encontraba a veces a Jorge Verdugo, Jorge Torress, y que luego se harían asiduos al “Nuria”, local que se abrió en pleno centro y que además tenía un comedor que era escenario de reuniones nocturnas que se daban después que las cortinas se bajaban.

Pero en la pensión de la Sra. Norma creo haber tenido una vida interesante que dio pábulo a a mi imaginación, y donde conocí a tanto personaje con los cuales hoy alimento mi propia historia.

Muchos años más tarde, me encontraría con Bencha nuevamente, que conservaba esa alegría juvenil de siempre, y con ella reestablecimos la relación de amistad que se extendió durante los días que viví en Concepción.

Creo que hasta hoy.

La diagonal y sus horizontales

L

Carlos Boné Riquelme

Mi madre me despertó temprano en la mañana avisándome que ese día iríamos al casino de Shwager.

Esta era una aventura muy esperada, pues el casino de Lota-Shwager estaba junto al mar, y era un edificio de líneas clásicas, blanco como se espera de algo clásico, y tenía unos bellos comedores atendidos por un impecable personal y el “plus”, era la piscina de aguas de mar con un verde pasto que la circundaba.
Lucho Tapia, el amigo de mi madre, nos recogería temprano para trasladarnos en el bus de la línea que corría hacia Lota, hasta el punto desde donde caminábamos siguiendo el curso de una línea de tren ya en desuso, rodeados de un bosque de altos y verdes árboles, hasta llegar al camino costero que nos dirigía a la puerta de este bello casino.

Para mí, esta era una aventura que me llevaba a encontrarme con varios de mis amigos, hijos de familias de estas ciudades, alguno hijos de ejecutivos de la gran compañía minera ENACAR.

Lucho Tapia era bajo, de pelo negro, con un gran bigote que resbalaba por su labio superior hasta cubrir el inferior, y tenía un gran sentido del humor.

Lucho fue un gran apoyo para mí en aquellos años que me sentía abandonado de padre, y aunque el no reemplazaba la figura paternal, fue una gran compañía para mí y me trato con gran cariño, aunque no recuerdo en esos cortos anos, cual exactamente era la visión que yo tenía de su relación con mi madre.

Creo no haberlo cuestionado, pues a pesar de mi edad yo imaginaba que esto era algo en lo cual no debía entrometerme, y solo disfrutar de los beneficios emocionales que me daba.

Y así fue. Nunca hice preguntas, ni tampoco cuestioné a mi madre en su devenir de separada en una relación que no era justamente la ideal.

Asi, llegamos al casino donde Lucho era conocido y bien venido, y donde no recuerdo si alguien, muchos de los cuales conocían a mi madre pues mi abuelo era abogado del sindicato de las minas.

Mi abuelo, además, fue hijo de un médico cirujano que vivió en coronel, especialmente durante la revolución del 91 y que fue un reconocido balmacedista; y todas las familias antiguas de la zona tenían relaciones muy cercanas y recordaban el pasado como si fuera presente.

Nosotros con mi madre visitábamos a muchas de estas familias en coronel, y la relación era estrecha, así que posiblemente esta situación con Luis Tapia era conocida y posiblemente comentada, pero no recuerdo haber sido exonerado de los grupos de amigos por esta circunstancia.

Asi que vivíamos en un limbo donde todos sabían, pero nadie decía nada, y la vida se mantenía serena y sin mayores complicaciones.

Mi madre, por lo demás, era una mujer de carácter fuerte e independiente y a pesar de la gran oposición de mis abuelos a muchas de sus decisiones que ellos consideraban desafortunadas, ella se mantuvo en su propia línea de actuación sin dejar que ellos influyeran en sus decisiones.

Una de las pocas consecuencias de sus actos, fue que mi abuelo corto el apoyo económico que nos mantuvo a flote por mucho tiempo después de la partida de mi padre, y tuvimos que mudarnos de ese bello y confortable apartamento de la diagonal, a un pequeño e incómodo lugar en Castellón con Las Heras.

Y no es que a mí me hubiera importado mucho, pues allí tuve algunos amigos, incluyendo a mi gran compañero al que aún recuerdo, llamado Hans Wolf, del cual nunca he vuelto a saber.

Hans era un gringo rubio, tranquilo, y vivía en Castellón con Rozas, creo, y nuestra amistad se estrechó por aquel tiempo, visitándonos muy a menudo.

Pero volviendo a la historia de Shwager, llegamos al casino y nos acomodamos en la piscina aun vacía pues a pesar de ser domingo, los habituales aun no llegaban.

Poco a poco, el lugar comenzó a llenarse, y mucha gente se acercó a saludar, mientras yo con los amigos salíamos a correr por los alrededores, incluyendo la playa y algunos roquerios cercanos.

Creo recordar que la playa era de arenas negras, cosa que nunca llamo mi atención, aunque si, admiraba a las gaviotas de pecho blanco y alas negras terminadas en punta que se mecían en lo alto como volantines de pico rosado y listo para hundirse en estas frías aguas y recoger su pesca.

Tantas veces quede embelesado mirando el actuar de estas aves, las cuales en grupo circundaban espacios en el cielo sin perder de vista el movimiento del mar.

Mis amigos me gritaban para que yo saliera de ese estado casi catatónico que me inspiraban tanto las aves, como el movimiento lento de las olas que acariciaban la playa.

Y corríamos nuevamente por las colinas suaves, alrededor de muchas bellas casas que circundaban el casino que se erigía elegante, casi ideal, mirando hacia un horizonte plagado de misterios.

A veces, el cielo se cubría de nubes negras que soltaban rayos que iluminaban discretamente la lejanía, dejándonos incrédulos y asustados con el retumbar de los truenos que anunciaban la lluvia fría que nos empaparía.

Volvemos al casino donde el comedor esta iluminado con sus lámparas de múltiples lagrimas que reflejan colores e imágenes que se multiplican y se muestran en los grandes espejos de marcos dorados.

Sentados a la mesa de mantel blanco y jarrones de cristal, pedimos la comida del día, y alguna botella de vino oscuro nos acompaña, mientras las conversaciones se multiplican alrededor.

La lluvia cae dejando lagrimones en las ventanas, y oscureciendo el paisaje que se muestra distorsionado desde adentro, pero una suave música ambiental, quizás Bert Kempfer, acompaña las papas doradas cubiertas de cilantro, y el biftec que oscuro, con aristas quemadas en la parrilla, reposa en medio de una cama de lechugas verdes.

Al medio de la mesa, las alcuzas de aceite y vinagre, y los típicos potes de sal y pimienta que pequeños en comparación con los primos de figuras más elegantes, reposan listos para aderezar la ensalada.

Los mozos se mueven atentos al llamado de los comensales, y el ruido de descorchar botellas, y del sonido del líquido siendo vertido en las copas en medio de risas, apaga un poco la música.

Los recuerdos se diluyen en medio de días como este, los cuales compartí con Lucho Tapia, muchas veces él y yo solos, cuando el me pedía que lo acompañara a hacer alguna entrevista, pues él fue periodista del diario La Patria, de Concepción.

Nunca me pregunte si él tenía hijos propios, pues parecía ansioso de ser algo más que el simple amigo de la mama.

Y así, el me trataba con cariño, cariño que en aquellos tiempos fueron un bálsamo en medio de la sensación de abandono que la partida de mi padre me dejo.

Mañanas de soledad

M

Carlos Boné Riquelme

 

Temprano en la mañana caminaba desde mi pensión hasta el parque ecuador, a veces sintiendo la garua fresca, que junto al viento que soplaba desde el mar, me acariciaba el rostro dejando una sensación de limpieza.

El parque aun solitario, me saludaba desde sus árboles centenarios, con aquellos caminos de barro oscuro que perfilaba las viejas casona que se alineaban en algunos puntos de él.

Escuchaba el crujir de la tierra que se apisonaba debajo de mis zapatos, y podía ver las copas desnudas de los árboles extendiendo sus ramas a lo alto, como pidiendo clemencia al invierno duro.

Mis ojos se nublaban de emoción al ver el cielo gris fundirse con el cerro caracol y mis pasos me encaminaban inexorablemente hacia lo alto de sus suaves curvas.

El olor de la tierra, de las frescas hojas dormidas mezclándose con el barro que blandamente se hundía debajo de mis pies, hacía que de mis ojos salieran surcos salados que se amalgamaban ciegamente con el viento frío que de a poco me envolvía en sus alturas.

Y no es que fueran altas las curvaturas dormidas de mi cerro querido, pero si eran altos los pensamientos que giraban como remolinos hasta perderse allá lejos, casi en la punta de aquella torre metálica que traía señales a los hogares dormidos.

Me perdía entre árboles y hojarasca, olvidando el mundo que existía a lo lejos, para solo sentir el rumor quieto de los insectos y sus conversaciones con las aves que friolentas extendían sus pequeñas alas para sacudir el rocío.

Fue temprano en la mañana cuando viví tantas y tantas emociones que en mi adolescencia transparentaban la madurez que me acechaba, y a la cual no quería abrazar.

Solo deseaba llorar dormido, quizás reír sin razón, correr entre las plantas y flores que marchitas me dejaban escapar por un momento.

Fueron los últimos días de mi vida, lo demás solo ha sido una repetición, un eco de lo ya aprendido en aquellas solitarias mañanas en el parque.

El caracol

E

Carlos Boné Riquelme

 
La baba va dejando un rastro húmedo, mientras el caracol, con sus cachitos definitivamente al sol, se va arrastrando lentamente en dirección a ninguna parte. Pero se mueve. Y deja huella. Y ocupa un lugar en el espacio y el tiempo.
 
Pero en eso, llega un enorme zapato que lo pisa convirtiéndolo en un amasijo de trozos indefinidos de caparazón, con una sustancia transparente que unos segundos antes tenía vida.
 
Aún el amasijo ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo, pero ya no es importante, pues en pocos minutos se hallará cubierto de hormigas diminutas que usaran cada fragmento del caracol, para su propia subsistencia. Lo que fue, ya fue. Y se fue para hundirse en un pasado sin retorno.
 
Muchas veces he observado atentamente el progreso de un caracol, o el salto de un sapo. O quizás el reflejo de una hoja deslizándose sobre la superficie de un río hasta perderse en la lejanía de las aguas convulsas.
 
Cuántas veces me he quedado extasiado mirando el reflejo de mi propia imagen en un cristal, para solo poder definir el misterio de la desaparición de mi imagen en la medida que la luz se desvanece. Y el resultado es siempre el mismo. De asombro. ¿Cómo puede ser que lo que estuvo ya no esté? Y claro que entiendo el efecto gravitacional de la tierra y el sol, y porqué los cambios de luz se suceden periódicamente, pero es que es sorprendente.
 
Ver algo que de a poco de desintegra, y por más esfuerzo que tú hagas, de todas maneras, se desvanece para quizás volver a aparecer horas después con las primeras luces del sol. Pero ya no será la misma imagen. Parecida, quizás. Pero no la misma, aunque uno quiera engañarse y decir, “si es igualita”, pero no lo es.
 
Al mirar atentamente, veras quizás una arruguita más, que no quieres reconocer y la llamaras, “marcas de expresión”. Guevadas. Son arrugas. Y quizás las bolsas bajo los ojos se marcarán un poco más. Y si eres observador podrás ver que al igual que el caracol, te vas desintegrando de a poco; te vas despareciendo, al igual que hoja en el torrente líquido.
 
Cuántas veces me senté a la orilla de la desembocadura del rio Bio-Bio para mirar las olas quebrarse en chasquidos de dedos blancos, que por un momento se elevan para luego caer y no volver, pues el que vuelve, es otro y diferente.
 
Esos pequeños cambios que se dan tan rápidos, como relámpagos de pensamiento, me hacen cavilar sobre lo pasajero de todo lo que hacemos y pensamos que logramos. Así como el arrastrarse de un caracol; el salto del sapo; el deslizarse de las nubes en el cielo; la conversación de café; el cómo me dices, “te amo”; el sonido de la lluvia; el apretón de manos; cada acción, y cada reacción tiene su paralelo en el universo hasta cambiar y desaparecer por completo, al igual que un eco.
 
Han sido incontables oportunidades en que me he quedado extasiado por horas mirando la calle con su actividad de carros, personas, animales, sonidos reverberando en el espacio y el tiempo. Y de apoco todo se apaga, y queda silencioso. La gente se va. Los carros detienen sus motores dejando los últimos gases elevarse y desaparecer en la nada. Lo gritos y voces callan. Y todos nos olvidamos de ese momento único que vivimos por unas horas; y en cada segundo; en cada minuto; ese momento se va para no volver nunca más…

Universidad de Concepción

U

Carlos Boné Riquelme 

Los paseos por la Universidad de Concepción siempre me traen anhelos de vidas pasadas y recuerdos de momentos que no se han perdido con el tiempo, pues están presentes en mis recuerdos.
 
No muchos saben que antes de la Universidad hubo una escuela técnica donde se estudiaba abogacía y algunas otras profesiones, pero los títulos tenían que ser recibidos en Santiago. Por eso, el advenimiento de la Universidad, gracias a Don Enrique Molina Garmendia, fue uno de los grandes logros de esta ilustre ciudad.
 
Pero al margen de esto, un paseo por esas avenidas universitarias siempre fue, es y será uno de los grandes placeres de vivir en Concepción.
 
Yo solía pasear y recorrer la Universidad especialmente los fines de semanas. Me detenía en la “Laguna de los Patos” a admirar aquellos cisnes de cuello negro que nadaban elegantemente entre las flores de agua, nenúfares. que se abren en colores de húmedas formas. O aquellas caminatas hasta donde estaba la pequeña jaula donde los “Pudu-Pudu”, el ciervo enano original de la selva de Nahuelbuta se asomaba curioso, o quizás expectante de algún alimento, aunque el letrero colgado en la reja advertía, “no alimentar a los animales”. Al frente estuvo un casino donde muchas fiestas se produjeron en aquellos movidos años 70. También, más de algún día, casi cayendo la noche, me refugie junto a otros amigos, en su oscuridad ilustre para acciones menos ilustres.
 
Cómo no recordar esa sociedad formada por amigos de diferentes carreras llamada “la Sociedad del Ron”, cuyo fin era ocultar botellas de ron en diferentes lugares de la Universidad, para, en esas noches de parranda buscarlas y celebrar cada vez que alguna era rescatada de su anonimato etílico. Que emoción era entrar a esa biblioteca donde tantas horas pasamos estudiando y donde la querida “Checha” Montero me atendía con cariño cada vez que aparecía yo buscando una nueva aventura literaria. O mi querida amiga Antonieta, secretaria de la biblioteca, que siempre me atendió con cariño, dándome espacio para mis ventas de “cachemiras”. O el “platillo volador” con sus aulas empinadas desde donde divisar el pizarrón era una odisea. O la cafetería en el primer piso donde los quesos calientes con Nescafe fueron el consuelo de muchos días de hambre vividas en pensiones famélicas.
 
La escuela de sociología y Periodismo, cerradas durante, y después del año 1973, y donde conocí tantos amigos y que era compartida con antropología.
 
La escuela de educación donde tantas horas pase esperando la salida de mi “polola “de aquel tiempo, y luego caminar hacia el foro en la oscuridad de los faroles que iluminaban el frontis de la Escuela de ingeniería, las de química y física, la de matemáticas con sus pequeños paseos de árboles y flores y con algunas estatuas blancas escondidas en sus vericuetos. Allá está el recuerdo de mi gran amiga Lucy Puentes, secretaria de la escuela de Matemáticas, que junto a otras grandes amigas me recibían amablemente cada vez que yo aparecía a vender mis “Cachemiras”. Esa es otra historia que ya compartiré. Y al otro lado del foro, donde se instaló el primer computador IBM, y luego fue el hogar de la escuela de informática dirigido por esa otra gran amiga, Isabel Zurof. Mas abajo, en casi llegando a la plaza Perú, la extraordinaria Pinacoteca con su escuela de Arte y sus talleres de escultura que se divisaban desde la escuela de Lenguas; y el paseo estrecho que nos llevaba al arco triunfal de la escuela de Medicina. También “La Casa del Deporte” con sus historias increíbles, como la de aquel periodista que fue abandonado por la gente del MIR, desnudo, frente a la salida de los estudiantes. O de aquel incidente donde un estudiante muy conocido en Concepción le pego un puntapié en la cara a Bob Kennedy en su visita a la universidad. La foto de este puntapié dio Vuelta al mundo y creció como una leyenda urbana. Pero no olvidemos los hogares empinados en el cerro, bungalós, que fueron el orgullo de esa Universidad por lo modernos y porque se dio la oportunidad a aquellos que no podían pagar un hospedaje para vivir decentemente mientras estudiaban.
 
Y cerca, el hogar los Tilos, donde diariamente se otorgaban comidas a cientos de estudiantes, uno de los cuales fui yo. Tantas horas pasadas en ese comedor sentado con amigos de diferentes carreras conversando para definir en que mundo queremos vivir; sin saber que eso ya estaba determinado; pero disfrutamos analizando teorías y sueños. Y por primera vez yo vi estudiantes de Medicina, Ingeniería, sociología, Antropología, filosofía y Arte conversando y amarrando ideas sin peleas ni discusiones; horas trenzadas en conversaciones donde podíamos determinar sin llegar a conclusiones, definir sin limitar los trazos, dibujar sin pincel y al final solo descubrir que todos éramos iguales, con visiones parecidas del Universo, amarrados al mural de la escuela de Ingeniería desde donde
 
Pascal nos gritaba,“ que es el hombre frente al Universo, un puente entre el todo y la nada…”, y eso éramos nosotros desde el humilde hogar Los Tilos…

Me dejé la puerta abierta

M

Carlos Boné Riquelme 

Sentí la corriente de aire fresco que azoto mi rostro, y trajo escalofríos a mis huesos viejos y solo allí me percate de que la puerta del corredor, de aquel largo y oscuro corredor que lleva al patio trasero de la casa, había quedado abierta. Pero no quería levantarme de mi poltrona donde me sentía cómodo, cayendo de a poco en un letargo que era habitual después del almuerzo. Quise gritar a alguien que la cerrara, pero de pronto recordé que estaba solo.

No había nadie en la casa pues todos ya habían muerto; yo era el único sobreviviente en esta enorme casona que se encontraba en medio de la nada, en el campo, rodeado de montañas y árboles que transmitían en susurros los mensajes del más allá, y que yo recibía en imágenes que me rodeaban día y noche.

Entonces debía tomar una determinación, quizás levantarme de mi sillón y caminar hasta el fondo a cerrar la puerta, pero yo sabía que, en el camino, los brazos de mis padres y abuelos me detendrían en cada paso para arrastrarme al pasado, y yo no quería desatarme en millones de imágenes que solo añadirían un peso más al que ya tenía sobre mis hombros.

Escuche el sonido ululante de los árboles y quizás el mugido de las vacas haciendo coro, y quise tapar mis oídos para negarme al tiempo y a la vida. Pero allí sentí más que escuché, los pasos de la vieja Eulogia que desde la tumba se aproximaba a teñir mis días de pesados pensamientos que me arrastraban a aquellos momentos de cuando fui joven.

El fragor de la batalla, el estruendo de los cañones en el campo de batalla, los gritos adoloridos de aquellos que agonizaban y que persiguieron a mi padre, tambien me perseguían y la vieja Eulogia lo sabía, y se reía con aquella boca desdentada que mostraba la profundidad de la nada.

El miedo acompañó el frío, y me forcé a levantarme y recorrer el largo pasillo escuchando los murmullos de aquellos que alguna vez habitaron este caserón, pero que hoy me dejaron solo. Me tape los oídos, pero sus sombras vagas me perseguían bailando alrededor mío. Logré llegar a la puerta abierta, y en vez de cerrarla, salí sintiendo un vaho de alegría por escapar, aunque fuera solo por minutos de la tortura que me perseguía al interior de este cascaron que solo contenía recuerdos.

Mi vista se perdió a la distancia tratando de atrapar el paisaje que me circundaba en una sola mirada, y pude divisar los bosques en las laderas de las montañas, los verdes pastos que aún se mecían con la fuerza del viento, el rio que se perdía en el recodo, y todo me pareció una fantasía creada por mi mente exhausta de memorias escalonadas y entrelazadas con aquellos que murieron antes que yo.

Y me pregunto: ¿porqué solo sigo yo presente en esta realidad que me aprisiona?, pero no hay respuestas y aunque doy golpes a la oscuridad, aun sigo sin rumbo, esperando una respuesta que no llega.

Todo comenzó en otra época, cuando yo tenía solo cinco anitos. Mi madre estaba sola pues mi padre nos había dejado al cuidado de los abuelos mientras el cumplía sus labores en el ejército, apostado en alguna de las interminables fronteras donde las escaramuzas con el enemigo eran constantes.

Mi madre se encargó de las labores de padre y madre, aunque mis abuelos, especialmente la abuela además de Eulogia, la criada, ayudarono mucho en mi crianza, pues yo fui un hijo único. Me crie corriendo por esta misma casona donde hoy habito, solo que en aquel lejano tiempo estaba llena de gente, la cocinera Rosa, la muchacha del aseo, Mariluz, el muchacho de los mandados Rufino, y tambien la gente que trabajaba en la lechería, la que cuidaba los caballos, aquellos que llevaban las ovejas al monte, y en las tardes, el ruido de todos los trabajadores en el comedor del patio era increíble.

El ruido de las risas alegraba aquellas tardes mientras las mujeres, además de mi abuela y madre, bajo la atenta mirada de mi abuelos que desde la ventana de la casa que daba al enorme patio, vigilaba que todos aquellos rudos hombres de campo se comportaran decentemente. Pero ninguno de ellos se hubiera atrevido a decir o hacer imprudencias. Y no porque no fueran hombres, pero eran gente educada, de esos que recibieron su educación en el campo donde se respetaba a las mujeres y a los ancianos.

Pero cuando llegaba la noche, todos se sentaban en torno a una enorme fogata y al compás del mate, se contaban historias, una más fantástica que la otra. A veces, algunos de ellos bajaban la voz, y mientras chupaban la bombilla sorbiendo el amargor de la yerba, y mientras el resplandor de las llamas iluminaban sus rostros, contaban historias del “maligno”, de aquel que acecha a los campesinos borrachos, o a las mujeres que se atreven a salir de noche por los caminos desolados, para llevarlos al infierno donde desaparecen y nunca más regresan a sus hogares.

Tambien contaban sobre los “entierros”, lugares donde estaban grandes fortuna de oro y plata y que aquellos que vendían su alma a diablo, eran guiados por “el patas de cabras” a encontrar los tesoros, y eran ricos para siempre, hasta que el “malulo” volvía a aparecer a cobrar la deuda.

Yo escuchaba aterrado estas historias mientras mi imaginación elaboraba detalles que luego, cuando era la hora de acostarse, me perseguían aun debajo de las sábanas donde yo me cobijaba escuchando ruidos y crujidos que me parecían del “más allá”.

A veces, me levantaba en medio de la noche y corría al cuarto de mi madre donde me acostaba al lado de ella mientras ella amorosamente me cobijaba entre sus brazos, y así, conciliaba el sueño.

Después de mucho tiempo, no sé cuánto, pues mis dedos solo contaban hasta diez, mi padre regreso. Venia viejo, cansado, amargado, y ya nunca más se escuchó su risa rebotando en las paredes, ni lo vi abrazando a mi madre mientras ella soltaba gritos de protesta que al final eran de placer.

Al comienzo, traté de acercarme a él, pero su frialdad de a poco me hizo alejarme y aunque mi madre trataba de explicarme que el estaba triste, su ceño adusto me daba miedo, y así, me perdía en el campo, yendo a sentarme cono los trabajadores con los cuales compartía sus comidas y risas. Y durante las tardes, cuando mi padre aparecía por el patio trasero, las risas de los inquilinos se apagaban y un silencio espectral nos rodeaba.


Mi padre parecía no darse cuenta, y sin mirar nadie cogía una botella de licor y sentado en una vieja mecedora se perdía en algún mundo lejano mientras bebía de la botella hasta que esta estaba vacía. Y luego cogía otra, hasta que, en la noche, mi madre ayudada por alguno de aquellos hombres lo llevaban a acostar entre gruñidos y denuestos que el soltaba al aire.

Poco a poco, los hombres dejaron de venir a comer a la casona, y ésta se quedó silenciosa, con las mujeres, incluida mi madre, se deslizaban por los corredores casi como fantasmas para no despertarlo de su letargo alcohólico. En aquel tiempo mi abuelo falleció, y mi padre no apareció al velorio, al cual llego toda la gente del pueblo, además de los trabajadores y la familia, alguna de la cual venia de lejos. Se preparo comida, y se sirvió mucho “gloriado”, y las guitarras sonaron tristes en medio de las conversaciones y los lamentos de las “lloronas” que hacían eco al sollozo de mi abuela.

Ella, mi abuela, se fue al poco tiempo, y mi madre, la vieja Eulogia, mi padre, el cual ya casi no salía de su habitación, y yo, nos fuimos quedando solos. Primero fue Rufino que partio casándose con Mariluz la muchacha del aseo, y los cuales le dijeron a mi madre que habían comprado una “tierrita por allí”, y querían formar su propio hogar sin trabajarle “a naiden”. Mi madre entendió y los dejo ir dándoles una plata adicional que los puso muy contentos, y ambos, cargados con canastos llenos de ropa y mercancías, desaparecieron en medio del polvo del camino.

Luego fue la cocinera que ya no quería escuchar los improperios que mi padre lanzaba en medio de su estado alcohólico, y tampoco aceptaba este silencio que se había apoderado de la casona. Se despidieron llorando con mi madre, abrazadas en la salida del rancho, y en medio de toda esa pena, nos quedamos solos lo tres.

Poco a poco los peones tambien se fueron alejando, y los animales se vendieron o comieron, y el campo empezó a caer en el descuido. Mi padre falleció, de borracho, fue lo que escuche decir al doctor, y casi nadie nos acompañó a su entierro. Aparecieron algunos soldados que habían servido en el ejercito con mi padre, y ellos cargaron el cajón y le rindieron honores póstumos. Mi madre ellos atendieron como pudo en la casona, y escuchamos las historias de la guerra en la que mi padre había perdido su sanidad mental. En algunos momentos mi madre los hizo callar por lo crudo de sus relatos que quizás, explicaron porque mi padre regreso tan diferente a cuando marcho, apuesto, seguro de sí mismo, erguido como un héroe en su uniforme lleno de charreteras.

Cuando estos hombres se marcharon, mi madre quedo sumida en una tristeza que la hizo llorar, pero cuyas lagrimas oculto de mí, diciéndome que eran solo de pena porque estábamos tan solos. La vieja Eulogia apareció muerta un día en su cama, un ataque al corazón y se fue mientras dormía. La enterramos en una ceremonia privada, y con mi madre nos quedamos un poco más solos.

Y así crecí en esta casa, con mi madre envejeciendo y sin querer volver a casarse, aunque las proposiciones no le faltaron, pero ella quería estar sola, sin nadie que le volviera a agriar sus días, y yo la entendí, aunque yo tampoco me casé. No tuve hijos ni novias, y solo me dediqué a preparar quesos y licores los cuales vendía en el pueblo cercano, y con esto, más el montepío que mi madre recibía del ejército, lográbamos mantenernos. Pobremente, pero decentemente.

Estábamos casi en la ruina, solo esta casona sobrevivía a aquellos buenos tiempos. Pero los recuerdos en mi madre la comenzaron a atormentar y marchitar. De a poco comenzó a apagarse, y cuanto yo hice por mantenerla viva fue inútil. Asi llego el día que ya no levanto más de su lecho, y a pesar de todos mis esfuerzos ella comenzó a languidecer lenta e inexorablemente.


Mi desesperación se agrandaba y pasaba los días a su lado llorando y rogando que por favor no se fuera, que no me abandonara como el resto de la familia, pero todo fue inútil. Al final expiro, dejándome completamente solo en esta casona la cual no puedo abandonar, pues fuera de aquel, el mundo real no existe. La dejé por días alli, hasta que el hedor de la carne en descomposición fue demasiado y empezó a atraer animales salvajes a este lugar, y yo debía pasar horas persiguiendo ratas, perros hambrientos, lobos que aullaban noches enteras impidiéndome alcanzar el sueño. La envolví en las sábanas en las que ella reposaba y cavando un profundo hoyo en el patio, la enterré. No puse cruces ni nombres pues quería que la tierra la absorbiera y yo, a la vez, quería olvidar el lugar donde ella estaba. Pero no podía dejar de pensar en su rostro, sus manos abrazándome, su voz cantándome canciones de cuna. No podía dormir, y pasaba las noches sentado mirando el promontorio donde ella estaba enterrada. Las noches se hacían día, y las noches volvían.


El tiempo pasó, y ahora cuento casi 150 años, y cuando me miro al espejo, ya no envejezco. Mi pelo está blanco, y siento mis huesos doloridos, y mis ojos parecieran hundirse en las cuencas, pero mi existencia prosigue indeleble.

Los viajeros no se detienen a mi puerta, siguen de largo, pues todo parece que se desvaneció en el aire, y solo el monte y los animales que merodean alrededor son los habitantes de este lugar. Y en las noches, los espíritus recorren los pasillos, entrando a cada cuarto, pues yo los escucho conversar, reír, bailar, pero cuando corro a aquellos lugares, solo existe la nada. Y los ruidos me persiguen cada noche sin dejarme dormir. Durante el día, me es imposible conciliar el sueño, y así transcurren mis días y noches en una perpetua soledad donde nada existe, quizás yo tampoco soy real, pero mis pensamientos y sensaciones están aquí, vagando y esperando un final que no quiere llegar. Los caminantes son solo sombras que cuando les hablo no me escuchan, y no me ven. Mi única compañía, y es terrible, son las sombras y las voces que me llaman en las noches, que me persiguen por los pasillos oscuros, que cuando los llamo, se esconden y ríen con terrible carcajadas. Estoy solo, no puedo dejar esta casona, y solo tengo como compañía los fantasmas de aquellos que la habitaron. Yo soy un fantasma más que con mis ciento cincuenta años a cuestas espero la muerte con su liberador sueño eterno.

Don Gustavo

D

Carlos Boné Riquelme

 

La esquina de Janequeo y Freire en nuestra ciudad Concepción, Chile, tenía durante el día una apariencia normal, de barrio cualquiera, en cualquier parte del mundo. Pero el epicentro de la actividad en esta esquina era el almacén de Don Gustavo Hernández.

Don Gustavo era un hombre serio, recto, pero campechano. Hombre rudo, de un humor irónico, acostumbrado al trabajo desde toda su vida, mantenía esa media sonrisa sardónica debajo de unos ojos negros, profundos, y un pausado andar. Era de cuerpo bajo, pero fuerte, y tenía una gran potencia en sus grandes y toscas manos, de trabajador innato, y apenas te conocía las extendía abiertas, prestas al saludo, con grandes dedos toscos y encallecidos, y si tu cometías el error de darle la tuya, de por seguro recibirías un apretón que te la dejaría trémula y temblorosa seguida de un comentario sarcástico de don Gustavo por aquel mequetrefe de ciudad: “que paso hombre…!!, no me diga que le dolió”.

En contraste, su esposa era pizpireta, ágil, dulce, con unos bellos ojos azules, heredados por varios de sus hijos, que todo lo miraban y lo veían, y que se movía con gran agilidad por el local y la casa, la cual solo a algunos pasos de distancia, ella manejaba a la perfección, casi como un reloj.

Después estaban los hijos, Gastón, Luchin, Antonio, y por supuesto, el retoño, Raúl. La regalona era la pequeña hermana de ellos que tenía los mismos ojos bellos, y el carácter tierno pero fuerte, heredado de la mama. Del mayor de los hermanos, Gastón, no recuerdo mucho más que era delgado y no muy alto, y solo aparecía de vez en cuando por el negocio y el hogar familiar. A Luchin le decíamos “el guatón” pues tenía una contextura gruesa, pero la verdad que él era muy fuerte, tanto como el padre, pero tenía una gran agilidad, la que yo la vi muchas veces en acción. Luchin era, y es hasta hoy en día después de décadas viviendo en Canada, un hombre de carácter, con una personalidad directa y risueña, lo que le ganaba el respeto y cariño de nosotros los amigos. Y sigue siendo el mismo con el cual reímos cuando lo llamo a Canadá donde reside desde hace mucho.

Antonio, o Tono como le llaman desde siempre, el que seguía, era más reservado y de hablar más pausado. Él fue el heredero de la personalidad paterna, o quizás el más parecido a Don Gustavo. Tenía ese mismo aire medio guasón, pero recto y directo, e igual a Luchin, un carácter fuerte, recto y seguro. Raúl, el menor de los hombres, era como un niño, siempre riendo y bromeando, pero armado con una gran curiosidad que lo convertía en un gran admirador de su hermano y sus amigos. A Raúl lo recuerdo con la sonrisa eternamente en sus labios, y esa alegría contagiosa que no escapaba a nadie.

Todos ellos conformaban una bellísima familia, y en ese hogar, siempre rondaba la alegría y la actividad. Y yo recuerdo especialmente esas “onces”, el té de las cinco, costumbre tradicional en Chile, en que llevaban a la mesa casi todos los productos del almacén consistentes en cecinas, quesos, pate, mermelada, las cuales en más de alguna ocasión tuve oportunidad de disfrutar.

Pero cuando la noche llegaba, y Don Gustavo bajando la cortina del almacén se marchaba, la esquina se transformaba.

Aparecían unas figuras que semejaban sombras en la oscuridad y convertían esa esquina en un punto de reunión donde nos juntábamos todos a fumar y conversar hasta altas horas de la noche. A veces aparecían botellas de alto flujo alcohólico, o más de algo que se fumaba pasándolo de mano en mano.

Lulo y su hermano, ambos altos y divertidos con la risa que da la seriedad de saber que la vida es algo serio; Jaime y Pato; el infaltable Luchin; a veces llegaba Alejandro Vila siempre acompañado de alguna historia, o anécdotas que nos hacía reír; el negro “Cayuzan” con su aire gansteril y su sonrisa blanca que brillaba en la noche, y que le daba el toque a reunión de lo que hoy conocemos como “ganga”. Pero “el negro” Cayuzan era divertido, buen amigo, gentil y amable y con un gran sentido del humor. Los hermanos Jiménez, grandes amigos a los que recuerdo con cariño; los hermanos Moena, y también aparecían los hermanos Quico y Lucho Kotman, Nano y Cuchepo Wolf al que llamábamos el “Alain Delon chileno”, pues él era muy atractivo y divertido con un gran magnetismo para las féminas. Y aparecían muchos otros advenedizos, que, como yo, llegaban y desaparecían como barajas en manos de un mago.

Las horas se desvanecían entre risas, conversaciones, murmullos y carcajadas hasta casi la mañana que nos ahuyentaba a todos con sus primeras luces. Y luego, de a poco, la esquina iba quedando nuevamente sola, como esperando las primeras horas del alba cuando Don Gustavo, impertérrito, abrigado en su chaquetón marinero azul marino, con paso lento pero seguro, llegaría a abrir el almacén para comenzar un nuevo día entre los sacos de porotos y lentejas, el queso en la vitrina al lado de la mortadela…

Síguenos