Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

Roberto Goñi

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Carlos Bone Riquelme

Conocí a Roberto Goñi, creo que fue en el año 1967, cuando él trabajaba para el Partido Nacional y mi madre era secretaria de ese mismo partido, cuya sede se ubicaba en Freire, casi al llegar a Colo Colo. Creo que fue mi madre quien nos presentó, y aunque Roberto era mayor que yo, tenía esa facilidad para sonreír y parecer un muchacho no mayor que nosotros.

Era maceteado y bajo, pero ese físico lo acompañaba con una liviandad que hacía parecer la vida como algo fácil de llevar, siempre acompañando su conversación con alguna risa que, sin ser estruendosa, se escuchaba por sobre las demás.

Roberto era esa clase de persona que no podía caer mal.

Inocente dentro de su madurez, y siempre con una apariencia de banalidad que le bajaba el perfil a cualquier tema que se tratara. Al poco tiempo, le presenté a Juan Navarrete —mi gran amigo “Catu”— a Roberto, y ellos congeniaron de inmediato, estableciendo una amistad.

Como si nada. Roberto y Catu pasaron muchas horas —algunas de las cuales compartí— en el “Samoa”, un restaurante ubicado en la esquina de San Martín y Caupolicán, jugando póker de “cacho” con algunos otros personajes que también recuerdo.

Allí estaba un tipo al que conocí muy poco, pero, por lo poco que traté con él, pude notar que era de esos personajes que siempre tienen una anécdota capaz de hacernos estallar de risa.

Para empezar, solo diré que era chofer de una funeraria.

También estaba el “Cojo” Fernández, un muchacho delgado, de tez morena, que tenía un defecto de nacimiento en un pie que lo hacía cojear. Pero Fernández era, al igual que los otros, un hombre de gran humor. Como se acostumbraba en ese tiempo, llamábamos al negro “negro”, al pelado “pelado” y, por supuesto, al cojo “cojo”, por lo cual el apelativo nunca le molestó.

Es más, lo usaba como modo de sacar ventaja en algunas situaciones. Como aquella vez en que Roberto intentó cobrarle una vieja deuda, y ante la negativa del Cojo de pagar, lo amenazó: “Te voy a sacar la mierda a combos por sinvergüenza”. Y el Cojo le respondió: “Pégame si querís, pero yo tengo este defecto, y así mismo te mando a la cárcel por pegarle a un incapacitado...”. Aun así, el Cojo era de un humor hilarante, y cuando yo me sentaba a la mesa con todos ellos, era imposible no reír y disfrutar de la vida.

Pero volviendo a Roberto: un día desapareció de Concepción y nunca más se le volvió a ver. Y me pregunté muchas veces qué habría sido de su vida.

Un día, ya por los años 80, mientras estaba en Santiago y caminaba sin prisas por el paseo Ahumada, haciendo tiempo para viajar de regreso a Concepción, de pronto me topé de frente con Roberto.

Está de más decir que nos abrazamos con gran cariño.

Cuando le pregunté por su vida, me miró un momento con una pena desacostumbrada en él, una expresión que me confundió.

Me dijo: “Invítame a un trago y te cuento”. Nos fuimos a la “Unión Chica”, un lugar conocido por quienes conocen Santiago (y los que no, pregúntenle a quien sí lo conoce).

La Unión Chica es un bar ubicado casi a la vuelta del prestigioso “Club de la Unión”, y de allí su nombre, aunque era un gran local, oscuro como todos los bares, con una larga barra.

Pedimos una botella de vino y nos sentamos en una de las mesas.

Y esto fue lo que Roberto me contó:

—Tú sabes que yo era soltero —y sin esperar respuesta continuó—: Bueno, conocí a una mujer con la cual me casé y tuve dos hijos.

Allí recordé haberlo visto del brazo con una mujer alta, bella, y de formas contundentes. Pero nunca le pregunté quién era… o no tuve la oportunidad, no sé...

—Bueno —siguió—, vivíamos en la casa de Cochrane y tuvimos dos hijos. Hasta que me obligaron a dejar la casa, pues la propiedad se vendió. Y la verdad es que no me estaba yendo nada bien en Concepción. Ella me convenció para viajar a Argentina en busca de mejores oportunidades.

—Y nos fuimos a Buenos Aires. Allí trabajamos en lo que pudimos y vivimos donde se podía: hoteles baratos, pensiones y conventillos. En una de esas, ella se enfermó. Cayó al hospital, y cuando salió, en muy malas condiciones, decidimos que era mejor volver a Chile. Pero no teníamos los recursos para regresar todos juntos, así que le pedimos a una familia vecina —que eran amigos nuestros— que cuidaran a los chicos hasta nuestro regreso.

—Y volvimos a Concepción. Pero al llegar, ella falleció y me quedé solo. Entonces volví a Buenos Aires a buscar a mis hijos, pero cuando llegué al lugar donde vivíamos, la familia que los cuidaba se había mudado sin dejar dirección.

—Me volví loco buscándolos. Recorrí cielo, mar y tierra sin resultado. Así volví a Concepción y me dediqué a tomar. Quería morir, que la vida se acabara, pero no tenía el valor para hacerlo. Me vine a Santiago, y aquí estoy, ganándome la vida ayudando a los pueblerinos —a la gente de provincia— a llenar formularios para las distintas oficinas públicas, por una propina...

Yo lo miré sin saber qué decir.

Esa noche nos emborrachamos hasta las patas, como en los viejos tiempos, y nos despedimos a las tantas de la madrugada con un largo abrazo.

Así lo vi alejarse en la noche de Santiago Centro, tambaleándose por el paseo Ahumada, con la cabeza gacha y tarareando una canción que no supe cuál era.

Perdí el viaje a Concepción, así que me quedé en un bar de la Estación Central, rumiando las penas de las vidas ajenas.

A las pocas semanas, me llegó la noticia de que Roberto se había ahorcado… Quizás esa misma noche reunió el valor y la decisión de hacerlo, no lo sé. Pero la duda y la pena me persiguen desde entonces…

 

Campos de madera

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Carlos Bone Riquelme

Muy temprano en la mañana, mi empleador, el contratista llamado Sr. Reynaldo Sepúlveda —de estatura baja, medio rellenito y con una gran sonrisa que se extendía hacia sus manos abiertas, listas como para dar un abrazo— me dejó en las oficinas de la compañía localizada en San Vicente, a dos pasos de la entrada del puerto.

INFORSA, leía el letrero.

Era una fría mañana de agosto, y el día olía a lluvia. El graznido de las gaviotas se escuchaba como un lamento que se perdía en las calles semivacías del puerto, y el edificio de dos pisos, blanco, de modernas líneas y con un pequeño parqueo, esta mañana se veía ocupado solo por unas camionetas blancas con el logo de la empresa.

Subimos al segundo piso, donde nos encontramos en una amplia oficina con algunas secretarias empeñadas en una lucha a muerte con las máquinas de escribir, y al final, una puerta que decía en grandes letras: “Gerencia”.

Nos pidieron esperar, y luego de algunos minutos —en los cuales yo me encontraba muy nervioso, sintiendo las miradas curiosas de las empleadas— la puerta se abrió y un señor de mediana estatura, de unos cuarenta, cuerpo atlético, con un bigote poblado y denso, nos enfrentó con una sonrisa y se presentó como el “Señor Parada”. Nos señaló que entráramos.

Y en la oficina de grandes ventanales que iluminaban el interior, se podía observar un escritorio bastante amplio. Detrás, sentado, estaba el gerente, a quien más tarde conocería como el “Sr. Varela”. Él era relativamente joven, alto, de pelo largo (pero no tan largo) y con aspecto desaliñado, pues vestía muy casualmente.

Después de algunos minutos de presentación, el Señor Parada me pidió que lo acompañara. Me llevó a los campos de depósito de madera que estaban ubicados en San Vicente, casi mirando el mar.

Una caseta de madera era lo único significativo, además de la gran cantidad de troncos apilados uno sobre otro, y de diferentes dimensiones.

A lo lejos se veían algunas figuras que se movían rápidamente entre las filas que armaban los troncos, mientras el olor a humedad y humo mezclado me hacía lagrimear los ojos.

El señor Parada me indicó que entrara en la “oficina de terreno”. Cuando la puerta se abrió, solo pude ver una banca pegada a la pared trasera, y una mesa con una silla donde se sentaba un muchacho de aproximadamente mi edad, que luego sabría se llamaba Fernando Castro.

“Castrito”, como le llamaban todos, era fornido, bajo, de mirada recta y mano firme. Me saludó con un fuerte apretón, mirándome recto, lo que ya me dio una buena impresión, y una franca sonrisa donde se veía una dentadura blanca. El Señor Parada se fue, dejándonos las presentaciones a nosotros.

Me senté vacilante en la banca y Fernando me explicó el trabajo: había que controlar los camiones que salían cargados de madera y anotar la cantidad de “trozas” que cargaban.

Además, había que controlar las horas de trabajo de los muchachos que estaban en el campo, y revisar las máquinas cargadoras, poniendo atención al cronómetro instalado en cada una. Eran varias máquinas, algunas Caterpillar, otras John Deere.

Desde mi lugar, veía a los cargadores frontales moviéndose rápido mientras levantaban grandes troncos que luego depositaban donde algunos de los muchachos les indicaban.

Parecían monstruos deslizándose entre el barro y las cortezas que se desprendían de los grandes troncos, que se mezclaban en el suelo dejando grandes manchas de color negruzco.

De pronto, la puerta se abrió y entró un muchacho delgado, sonriente, con un mechón de pelo cayéndole sobre el rostro lampiño.

Me miró con sorpresa fingida —pues ya sabía que yo había llegado— pero quería "tasarme" de cerca. Sin despegar los ojos de mí, saludó a Castro, quien rápidamente, adivinando la razón de esta visita, le dijo:

—Este es Bone, quien me ayudará aquí en la oficina.

Y girándose hacia mí, añadió:

—Este es Ulises, el ayudante de capataz.

Así quedaron claras las posiciones de cada uno en este lugar, que era totalmente extraño para mí.

Entonces Ulises me dijo:

—Sería bueno que conociera el terreno.

Y mirándome los pies, me aclaró:

—Pero también sería bueno que se pusiera botas, pues con esos zapatitos, se le van a mojar los pies al señorito.

Sentí que mis mejillas enrojecían al sentir que el crudo comentario me ponía en un lugar poco agraciado. Pero, aun así, agradecí el consejo, y cogiendo unas botas de goma que Fernando me indicó, cambié mis zapatos de Astoriano por estas botas, que por algún tiempo serían mis compañeras de aprendizaje.

Claro que mis estudios de Arte no me habían preparado para esta faena, y se notaba en la forma de vestir y en la forma de hablar.

Y de alguna manera, ellos lo sentían.

Me prometí que yo les cambiaría esa percepción en poco tiempo. Ulises me llevó, podría asegurarlo, por el terreno más accidentado y con mayor cantidad de barro, para ver si me caía o, quizás, terminaba llorando.

No había mala intención en esta fechoría; era la forma de dar la bienvenida a quien claramente no pertenece a este mundo de trabajadores esforzados y que necesitan el dinero ganado a diario.

Ellos suponían que yo era un recomendado de los jefes, con algún grado de autoridad, y por supuesto, que los espiaba y dejaría saber a los “de más arriba” cada cosa que pasaba en este campo.

Entre los troncos encontramos a un muchacho delgado, de mirada esquiva —luego sabría que era un defecto en los ojos—, de pelo largo, pero que se veía con alguna autoridad entre los otros trabajadores.

—El jefe —me lo presentó Ulises secamente.

Se llamaba Gallegos, y con el tiempo aprendería a confiar en él. Era recto como una tabla y conocía el trabajo de arriba abajo. Aunque no perdonaba la flojera, estaba siempre listo para ayudar al que lo pidiera.

Al lado de él, estaba parado un muchacho bajito de estatura, ancho de hombros, de cabello desordenado y una sonrisa amplia con la profundidad del mar y sus cercanías.

Le decían “Chespirito”, y era el ayudante de confianza del gallego.

Más allá conocería al amigo que me ha acompañado por algunos decenios, y que, aunque en ese momento no lo recordaba, en algún momento fuimos compañeros del Liceo Enrique Molina Garmendia y, además, compañeros de lucha en aquellos tiempos de barricadas y marchas reivindicativas.

Se llama Miguel Elías.

Él tampoco se acordaba de mí, pero con el tiempo nos acercaríamos y compartiríamos muchas cervezas y vino del bueno.

Bueno, eso ocurriría con todos ellos, a los que recuerdo con mucho cariño.

Los operadores de los cargadores frontales eran más difíciles de convencer, pues claramente despreciaban mi origen de clase media y mi poco contacto con el trabajo de “hombres”.

Había uno especialmente, al que le decían “Rucio”, pues tenía un pelo anaranjado y una cara que se podría confundir en cualquier parte con un escocés de pura cepa, especialmente por el mal genio.

Estaba también Lucho, quien era compañero del Rucio; ambos eran empleados de la misma compañía contratista.

Lucho era de mediana estatura, de talante taciturno, pero muy amable.

Él me miraba con cierta pena, casi adivinando mi caída en desgracia y sintiéndola como si fuera suya. Esta sensación de caída me acompañó muchas veces durante mi adolescencia, pues yo venía de una clase media, de esas educadas y burguesas, pero que no estaba lejos de las clases trabajadoras.

Había uno al que le decían “el Pájaro Loco”, pues era muy delgado, de pelo largo y desordenado. En las tardes, cuando ya atardecía y el trabajo decrecía, él se sentaba a escuchar música al interior de su máquina, mientras todos lo mirábamos, esperando el momento del ataque.

Y de pronto, en forma inesperada, la máquina comenzaba a saltar y resoplar, levantando sus garras y luego dejándolas caer.

Esto duraba aproximadamente un minuto, para luego quedar nuevamente en silencio.

A esa hora, todos nos entrábamos a la oficina, riéndonos y comentando el suceso, que ya no era suceso, pero que nos sacaba de la monotonía de cuando no había embarque.

A veces, estas noches las salpicábamos con algún ingrediente sabrosón.

En un tonel vacío, de esos de petróleo, descargábamos un poco de carbón, le colocábamos una plancha de metal encima, tirando trozos de carne y longaniza encima.

Alguna botella de vino se paseaba alrededor, y mientras la noche nos miraba desde sus estrellas azuladas y brillantes, nosotros cantábamos una serenata de asado improvisado, mientras nos arropábamos en nuestro silencio, y a veces entre el eco de los camiones y de alguna canción que escapaba lloriqueante de una radio a baterías.

O el Rucio nos montaba a todos, como si fuera una pajarera ambulante, encima de su máquina para arrastrarnos al puerto, a esas casas que durante el día permanecen silenciosas, pero cuando la noche cae, se iluminan como guirnaldas de carnaval, y las risas escapan galopando entre las calles de piedras y asfalto.

Y allí, en torno a una botella de pisco, con algunas muchachas de formas abundantes y cariño que resbalaba desde sus ojos que han adivinado el amor a la distancia, se nos iba la noche.

El Gallego era tímido; casi retraído en estas lides. Pero sus combos retumbaban secos cuando la hora se prendía de infantes de marina.

Y el “Guatón” González se reía con Alcaíno, que murmuraba no sé qué palabras en algún oído de aquellos pintados de carmín.

Más de alguna vez lo escuché proponer a alguna de estas muchachas:
—Una noche, que, si me aguantas, te pago por dos noches.
Y las muchachas lo miraban entre risas y sonrisas incrédulas, pero luego se negaban, quizás con la premonición de aquellas que han visto mucho.

Más de alguna vez rentamos un taxi y terminamos en calle Orompello de Concepción, bailando en la “Boîte Tropicana” o en algún otro lugar de los cuales recuerdo solo las luces medio oscurecidas y las risas de los que no querían reír.

Y de pronto nos avisaban que venían varios barcos.

Teníamos que preparar madera para Libia, Kuwait, Dubái, Corea.

Y la actividad se volvía febril.

Ulises corría entre los paquetes de madera, mientras Sánchez gritaba con su voz delgada, que en esa hora no causaba risa.

El Gallego casi no hablaba y nosotros, con Fernando, apenas dormíamos. Pasábamos varios días entre embarque y embarque sin ver más que el polvo que levantaban las máquinas o los camiones.

Las camionetas de los contratistas llegaban rápidamente, descargando el petróleo para los cargadores, y los días se iban con rapidez.

Más de alguno se arrancaba para correr a la bodega más cercana a tomarse un “potrillo”, y el Gallego, o nosotros, que veíamos este desliz, mirábamos sin ver, ni siquiera cuando alguna botella encontraba su camino entre los troncos.

Eran muchos días y se necesitaba energía.

Y también nosotros encontrábamos el momento preciso para perdernos entre un gollete y chupar como si fuera mamadera, y sentir el tiritón casi milagroso que te devolvía la energía para algunas horas más.
Y de pronto todo terminaba.

Los barcos se perdían en lontananza y los camiones desaparecían hacia rumbos más productivos, y el campamento quedaba nuevamente en silencio, con todos relajados, durmiendo entre la madera fresca y el polvo translúcido que dejaba sueños en el aire.

Y llegaba el señor Sepúlveda a repartir los cheques, y eso traía la alegría de regreso.

Cada uno se perdía entre sus cuentas, calculando cuántas horas se habían trabajado esa quincena.

Y la noche volvería a ser día. Y en la mañana nos encontraríamos todos sentados en el sindicato de estibadores para saborear el tazón grande de café con leche y los huevos con longaniza que chorreaban grasa entre el pan amasado, la cebolla y las papas fritas; y todo esto a las siete de la mañana.

Y el sindicato lleno hasta las masas, con las risas y las conversaciones que duran lo que dura el desayuno.

A estas alturas, yo ya era parte del paisaje. Y los muchachos me aceptaban como uno más de aquellos que nos levantamos y acostamos juntos en contubernio cercano; de hermanos en la alegría y el dolor.

Y nunca me he sentido mejor que entre aquellos que me querían o no me querían, pero sin mentiras.

Concepción de mis recuerdos

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Carlos Bone Riquelme

 

La noche cae sobre Concepción, dejando sus calles solitarias, donde solo el reflejo incandescente de las luces se dibuja sobre el pavimento mojado.

El viento mueve las hojas incrustadas en las ramas de los viejos tilos de la Plaza de la Independencia, ya vacía a esta hora. Al frente, en el edificio de la Intendencia de la ciudad, se ven dos carabineros, arropados en sus gruesos chaquetones verdes de Castilla, cruzados con los cintos de color café, de donde pende una cartuchera con su pistola. Se mueven lentamente, tratando de capear el duro frío de la noche invernal.

En la entrada del edificio hay un pequeño escritorio que sirve de recepción, donde los carabineros se sientan ocasionalmente.

La lluvia se esparce en olas que azotan la acera. Algún transeúnte trasnochado pasa rápido, casi oculto debajo de un paraguas que se dobla con el viento.

Una micro destartalada corre lenta por Barros Arana, y allá lejos, en el vacío paradero de la esquina del Romano, la figura solitaria de “la mala Cueva” —o mejor dicho, “la mala suerte”— se estremece de frío, aún esperando a un posible y trasnochado cliente.

La llamábamos así porque su cara, marcada por el sarampión, alejaba a los posibles clientes. Al verla, huían con cualquier excusa banal, a menos que estuvieran muy borrachos y no se percataran de ese hecho. El apodo de “mala cueva” también venía de su costumbre de estar siempre en la misma esquina, todas las noches, guareciéndose de la lluvia y el frío bajo el paradero metálico, como esperando un micro que nunca llegaba.

En esa calle, solo los “Pool Víctor”, localizados frente a la entrada de la boîte “La Tranquera”, y el restaurante “Llanquihue” permanecían abiertos hasta casi el filo del toque de queda.

Aún estábamos en el año 1974, poco después del golpe de Estado de 1973 que derrocó al presidente Allende y trajo al poder al presidente de facto, Augusto Pinochet.

A esa hora, solo un par de mesas estaban ocupadas en los “Pool Víctor”, con los últimos golpes de taco y bola; y en el “Llanquihue” aún la máquina cervecera ofrecía esos largos copones bañados en espuma, llamados “Garzas” debido a su estilizada forma transparente, tirando sus últimos alientos mientras la reja de la entrada estaba casi cerrada.

“La Tranquera” ya había terminado sus últimos toques de música, y los últimos clientes se apuraban por entrar al hotel Bío-Bío o al Ritz.

Las “potocas”, unas muchachas muy alegres de esta ciudad, cruzaban la acera corriendo entre risas en busca del último taxi. Las luces de los semáforos pestañeaban con flojera nocturna, mientras el cruce diagonal frente al palacio de los Tribunales estaba impregnado del olor a orines de vagabundos o borrachos que pernoctaban allí.

Allí, cobijándose de la lluvia, dormía a veces un vagabundo al que todos temíamos. Le decían “el Zorro”, quizás por lo enojado de su rostro, cubierto casi por completo de negros pelos.

No sé por qué los muchachos le rehuíamos, pues nunca lo vi actuar violentamente. Solo mascullaba o a veces gritaba palabras inconexas y sin sentido. Tenía una actitud agresiva detrás de un gesto torvo que se ocultaba bajo su enmarañada barba negra. Sus ropas estaban raídas; siempre vestía un saco negro, unos pantalones harapientos y unos zapatos rotos. Cargaba un alto de cartones y bultos a la espalda y, durante los veranos, dormía en el parque Ecuador, donde a veces se le veía hacer sus abluciones matinales en la cascada.

También recuerdo a un muchacho alto de ojos claros, al que llamábamos “el Tío”, pues nos perseguía con una pistola de plástico, disparándonos balas imaginarias mientras gritaba: “¡Tío, tío, te maté tío!”. Y también a “Pepito Aste”, otra figura muy conocida entre los residentes de la ciudad, caminando siempre por San Martín con su figura delgada y agachada, deteniéndose a veces a conversar con algún transeúnte.

La calle Diagonal se veía larga y vacía de movimiento, lo que era raro.

En Ongolmo esquina Diagonal existía un sitio eriazo que durante la primavera recibía al circo “Águilas Humanas”; más tarde vendría el circo “Frankfurt", y con el tiempo, alcancé a ver también al circo “Tony Caluga”.

En esa misma esquina estaba la estación de gasolina de Larroulet, y más tarde, por la Diagonal, se instaló el “Café Colombia”, centro de reunión de los estudiantes universitarios, famoso por sus “papitas fritas”.

La Diagonal era la calle de las peleas estudiantiles, mientras por San Martín llegaban los buses de las fuerzas policiales, estableciendo un cordón de protección para evitar, infructuosamente, que las protestas alcanzaran el centro de la ciudad.

Por San Martín llegaban también los carros lanza-agua, o “guanacos” como los llamamos en Chile, que se movilizaban hacia la Diagonal, donde los muchachos intentaban protegerse detrás de los postes del alumbrado, inútilmente, pues terminaban bañados de pies a cabeza.

Desde mi ventana en la Diagonal 1167, tercer piso, vi a un osado muchacho subirse al techo de uno de estos carros, golpear el vidrio y luego saltar al suelo para escapar.

A mediados de los 80, en la Plaza Perú se instalaron numerosos negocios, como la “Rotisería Pujol”, cafeterías y librerías.

La calle Chacabuco, antes estrecha y llena de piedras, ya se estaba ampliando, convirtiéndose en una avenida comercial, llena de tiendas y restaurantes.

En un sitio eriazo, en la esquina de Orompello y Diagonal, se instalaba el gran circo “Águilas Humanas”, que llegaba con los primeros rayos de la primavera, trayendo su carga de cabritas, payasos y animales que solo habíamos visto en libros, desfilando por el centro de la ciudad entre los gritos y algarabías de los pequeños que mirábamos sorprendidos.

El aserrín olía a risa y diversión mientras los muchachos nos escurríamos por los palcos y la galería para ver al “Tony Caluga” y sus compañeros, gritando con voces melosas y dándose palmetazos que resonaban por encima de las carcajadas de los concurrentes.

Se iba ese circo para dar paso al siguiente: “El Frankfurt”, con su carpa verde.

Pero durante el invierno todo quedaba vacío, igual que el edificio inconcluso que, más tarde, sería el “Colegio Médico”, donde en los años 80 asistí a una charla del cardenal Silva Henríquez.

Allí estaba también, en la Plaza Perú, la “Pinacoteca de Arte”, donde comenzaban las peleas estudiantiles y donde, junto al Arco de Medicina, se mantenía el último baluarte de la inmunidad universitaria.

Esa inmunidad fue violada en la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando, de madrugada, los militares entraron y apresaron a los estudiantes que vivían en las cabinas.

Fui testigo aquella mañana, mientras me dirigía al centro de la ciudad, de los muchos estudiantes tirados en el suelo, con las manos cruzadas detrás de sus cabezas, mientras algunos militares, indiferentes, los vigilaban con sus fusiles prestos.

Desde allí podíamos acceder al barrio universitario, con sus calles barrosas y el querido cerro Caracol mirándonos desde lo alto.

Detrás, “La Agüita de la Perdiz”, un barrio pobre y sentido, en medio de viejas y señoriales casonas que, con la nariz respingada, lo observaban con desprecio.

Pero también por esas polvorientas calles anduvimos y compartimos tragos y bailes con los muchachos de “La Agüita de la Perdiz”.

Muchas noches de toque de queda fueron pasadas allí, al golpe de la guitarra y con el calor de la amistad humilde y abierta.

Hacia la estación se erguía el “Cecil Hotel”, junto a la pequeña plaza que, hace algún tiempo, tuvo días de gloria con su fachada imponente y clásica.

La plaza Prat, pequeña y modesta, albergaba las oficinas de “Vía Sur”, la clásica compañía de buses que desapareció, tragada por el crecimiento económico de los 80.

Y a la vuelta de la esquina, el pequeño y mal trajeado “Diablo Rojo” —o “Derby”—, la boîte que alojaba a una concurrencia nocturnal, y a veces delincuencial, donde recuerdo haber bailado una noche con mi esposa, de casi nueve meses de embarazo…

Mujer de noche

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Carlos Bone Riquelme

 

Ella llegó a esa extraña ciudad de líneas geométricas y edificios en altura, pero cubiertos de cristales iluminados que mostraban líneas excesivamente modernas, muy lejanas a las que estaba acostumbrada.

No se cansaba de admirar las calles, que, aunque extrañamente semivacías, eran limpias, libres de toda basura, papeles, excrementos y todo aquello que normalmente cubre las superficies en su ciudad natal.

Tampoco se escuchaban los gritos de vendedores ambulantes o de gente conversando en las aceras, los cuales no existían, y esto sí la confundía.

Cargando en una mano un bolso de viaje con sus pertenencias más necesarias, y en el hombro contrario, la cartera, la cual su esposo continuamente le decía que parecía mochila por lo grande y llena de utensilios privados que ella contenía.

Para decir la verdad, la cartera pesaba mucho más que el bolso.

Frente a ella encontró repentinamente la dirección buscada, y empujando la puerta de vidrio transparente, se adentró en un espacio amplio, pero con habitaciones llenas de gente que parecían estar en reuniones muy importantes, aunque desde la recepción no se podía escuchar lo que hablaban.

Se paró al medio algo confundida, pues no sabía exactamente dónde ir, y de pronto pudo ver el cartel que anunciaba en letras negras de molde, pero con filigranas de colores en los bordes: “Seminario sobre la liberación femenina”.

Dando un suspiro de alivio, abrió la puerta y se encontró en medio de un debate sobre el rol de la mujer moderna en la sociedad masculina, pero al mirar a su alrededor, pudo observar muchos hombres escuchando y opinando sobre el tema.

La panelista desde el frente del salón estaba engarzada en una discusión sobre la necesidad de tener más mujeres en los puestos de mando, generalmente dedicados solo a hombres, destacando el hecho de que, en las últimas décadas, de acuerdo con las estadísticas nacionales, eran más mujeres las que se graduaban de carreras científicas, como matemáticas, ingeniería, medicina y química.

Estas aseveraciones tenían muy buena acogida por la mayoría de los asistentes, pero de todas maneras muchas de las presentes tenían que dejar oír sus observaciones sobre el tema.

Ella se sentó en una silla vacía y se dispuso a escuchar las opiniones del resto, aunque, a pesar de haber sido seleccionada en su trabajo de asistente social como delegada a este congreso de feministas, no tenía una opinión muy enterada sobre el tema.

En conocimiento de esto, sus jefes pensaron que era la más adecuada para asistir al evento, y formar una idea más libre sobre el tema, y adquirir conocimiento de cómo aplicar estas nuevas ideologías en los centros de trabajo.

Así que ella se sentía comprometida con el tema, y aunque tampoco creía en la predominancia de la mujer en todos los campos laborales, la idea de que se abrieran espacios en las esferas más altas de la jerarquía para ellas era apasionante.

Había que reconocer que la sociedad estaba muy cerrada a la idea de tener mujeres en puestos de mucha responsabilidad, como cirujanos, pilotos de aviones, ingenieros constructores, dejando labores alineadas con lo “femenino” a las mujeres que estaban en estos campos.

¡Para qué hablar de las fuerzas armadas!

Aunque a las mujeres se las entrenaba con rigurosidad en el campo físico, no eran admitidas en el frente de combate, pues el pensamiento general era que no serían capaces de resistir la presión que conlleva la muerte, y el constante bombardeo y ráfagas que podrían alterar los nervios de ellas y llevarlas a un ataque histérico.

Además, se discutía seriamente que el ciclo menstrual y la menopausia afectan el desempeño psicológico de las mujeres, dejándolas incapacitadas de tomar decisiones en momentos de serios conflictos.

Estas presunciones, pues no eran más que eso, de acuerdo con lo que ella pensaba, la descolocaban, aunque nunca enfrentó a nadie en discusiones de este tipo por considerarse fuera del contexto laboral o profesional, siendo verdad que estas ideas desvalorizaban el trabajo de las mujeres en el ámbito profesional.

Pero, aun así, ella guardaba silencio cuando estos temas eran tratados en los grupos de amigos o colegas, y cuando le preguntaban directamente por su opinión, ella reía, como se esperaba de una mujer, con una risa estúpida, contestando: “no sé mucho sobre el tema…”, y con eso dejaba a los hombres satisfechos de su ignorancia y a las mujeres furiosas por no tener una defensora más de sus derechos.

Aunque la verdad era que una gran mayoría de mujeres preferían hacerse las estúpidas, pues las inteligentes y con opinión eran dejadas de lado, no encontraban maridos, pues los hombres sentían temor de la mujer muy inteligente, y así, ellas en su mayoría preferían reírse, dejar que sus pares masculinos se sintieran superiores y, de todas maneras, el poder del sexo los envolvía, terminando esclavos de lo que ellas decidían.

Pero esto no se extendía al campo laboral, donde los impedimentos para dejar que la mujer avanzara eran mucho más férreos, llamándose: “el techo de cristal”, el cual, de acuerdo con las feministas, era un techo que había que romper, pero como el cristal, dejaba muchas fragmentaciones que eran un peligro para aquellas que lograban superar todas las barreras de prejuicios sociales que esto conllevaba.

Otro punto por considerar era que, en muchos casos, la mujer misma era la peor enemiga de aquellas que subían a lo alto del techo masculino.

Las mismas mujeres hacían valer sus opiniones de que: “esta o aquella no estaba capacitada para hacer este trabajo…”.

Con esto, el tema de la superación de la mujer era mucho más complicado que solo cambiar paradigmas y conceptos, para elevar el estatus de las féminas en la sociedad del siglo XXI.

Y la conferencia era uno de aquellos intentos de avanzar en aquella dirección, pero, de acuerdo con lo que ella pensaba, era más de palabra que de hecho.

Aunque las feministas que invadieron las calles desnudas, orinando en las puertas de las iglesias y gritando insultos en contra de los hombres, tampoco consiguieron más apoyo que de unas cuantas organizaciones radicales que estaban más interesadas en un estado anárquico que en un verdadero cambio del estado de las mujeres comunes y corrientes.

Eso analizaba ella sentada escuchando las diferentes oraciones que no agregaban más a lo que ya se venía discutiendo desde Simone de Beauvoir.

La verdad, que ella hubiera preferido quedarse en casa, aunque hoy, le entusiasmaba esta moderna ciudad que había descubierto.

Quería abandonar pronto esta reunión, a la cual ella ya no le encontraba más sentido que aquel que le pagaba los gastos por un par de días y le daba la oportunidad de turistear gratis.

Una vez terminada la reunión, ella se quedó en medio de un par de grupos que conversaban y analizaban algunos libros y temas concernientes a la liberación de la mujer, pero estaba distraída, esperando el final de todo esto que justificara el gasto de su trabajo para que ella asistiera.

En camino a la salida, se encontró con un par de conocidas de otras oficinas públicas, y decidieron entre ellas parar en algún bar a tomar un trago antes de retirarse a sus habitaciones.

Caminaron por las calles solitarias hasta un “Bistró”, el cual era un lugar muy “trendy”, de acuerdo con lo que le comentaron, y entre gritos y risas, entraron en medio del humo y sonido de música que se escuchaba desde el interior.

El lugar era confortable, con sillones de “plush” y mesas pequeñas, semioscuro, con una banda en un pequeño escenario desde donde llegaba el sonido de un saxo y el retumbar de un contrabajo.

El piano marcaba las notas con claridad que se esparcían como aves de colores por la sala.

La verdad, es que todo este ambiente, muy diferente de aquellos bares de su ciudad, la hicieron relajarse, y el trago que llegó en un vaso largo, con un líquido de colores azulados, una sombrilla y un marrasquino, llamado “Sexo en la playa”, la deslumbró.

Sorbió lo dulce mezclado con lo salado, y allí comprendió el nombre sugestivo del trago.

Se rió para su interior, mientras las conocidas, pues no eran amigas, conversaban de cualquier tema, menos de la liberación de la mujer, que parecía no interesarles más allá de un par de tipos acodados en la barra que ellas encontraban “estupendos”.

Había dos o tres casadas en el grupo, las demás eran treintonas en busca de aventura, y este viaje les ofrecía la oportunidad perfecta.

A ella no le interesaban las aventuras, pero no era por estar casada, era simplemente que ese juego casual de sexo y amor, “one night stand”, como dicen los gringos, no era para ella.

Después de todo, estaba enamorada de su marido, quería a sus hijos y familia, y el motivo de este viaje fue más por la presión que le pusieron en el trabajo y, por qué no decirlo, le interesó saber más sobre este tema de la liberación femenina, que nunca le había importado.

Hasta ese momento la experiencia estaba recompensando el esfuerzo.

Era bastante tarde, de madrugada, cuando ella y un par más de las que estaban en el club decidieron marcharse, pero otras quedaron en compañía masculina, bailando o tomando algún trago, pero ella decidió que era suficiente.

Salieron del bistró y, tomando un taxi que se encontraba estacionado en la calle, se dirigieron al hotel, el cual era el mismo para la mayor parte de los asistentes a la conferencia.

El lugar era modesto, pero de buena calidad, con un recibidor bastante estrecho, limpio y bien iluminado. Las habitaciones cómodas, con una televisión de dimensiones bastante grandes, un cuarto de baño con un “bidet” de estos electrónicos y una ducha de puertas de vidrio.

Se acostó después de un baño relajante, encendió la televisión y se fue quedando dormida sin percatarse de lo tarde que era.

Despertó desconcertada, pues de pronto no sabía dónde estaba, pero abrió los ojos y recordó los eventos de la noche anterior, y sonriendo se estiró, y decidió dormir un poco más.

Era casi el mediodía cuando decidió levantarse para asistir a las próximas conferencias sobre la mujer en el siglo XXI.

No había apuro, el seminario se extendía por tres días, y cada uno tenía distintos temas para analizar.

El desayuno estaba cerrado, pero pidió un café en el bar del hotel y se sentó en una mesa redonda con mantel color perla, al lado de una ventana, y desde allí observó la calle en calma, mientras sorbía el líquido oscuro sin azúcar, como le gustaba.

Recordó entonces su casa, su familia, sus hijos que seguramente estarían levantándose para ir a la escuela, y su marido que debía estar lidiando con las labores del hogar que ella normalmente hacía.

Sonrió, pensando en lo poco que se valoraba el trabajo de la mujer en el hogar, lo que normalmente se consideraba como “descanso maternal” o como algo sin importancia.

Sin embargo, ahora, al estar fuera, en un hotel de una ciudad desconocida, se daba cuenta de todo el esfuerzo que implicaba tener la casa organizada, la ropa limpia, la comida preparada y los niños listos para salir.

“¡Es trabajo no pagado!”, pensó de pronto, recordando una de las frases más repetidas en la charla del día anterior.

Y era verdad.

Se sintió reconfortada al pensar que, al menos, ahora había mujeres y hombres discutiendo este tipo de cosas, tratando de cambiar, aunque fuera un poco, el modo de ver a la mujer en la sociedad moderna.

Se quedó un rato más, terminó su café, y se levantó con ganas de asistir a la próxima charla, esta vez sobre la maternidad y la vida profesional.

Ese sí que era un tema interesante, pensó.

Camino al salón donde se llevaría a cabo la conferencia, se cruzó con una mujer que le sonrió amablemente.

—¿Eres de la delegación del sur? —preguntó.

—Sí, ¿y tú?

—Del norte. Soy psicóloga. Me encantó lo de ayer —dijo mientras caminaban juntas—. Pero siento que a veces nos perdemos en tanto concepto y teoría.

—Yo también. Es como si todo lo que se dice se quedara en palabras. Me gustaría ver más acciones concretas.

—Totalmente de acuerdo. ¿Tú tienes hijos?

—Sí, dos. ¿Y tú?

—Tres. Todos hombres. ¡Imagínate el desafío!

Ambas rieron, y siguieron conversando hasta llegar al salón donde ya había varias mujeres —y también algunos hombres— tomando asiento.

Una mujer de cabello canoso, rostro amable y voz firme comenzó a hablar desde el escenario:

—La maternidad no puede seguir siendo un obstáculo en la carrera profesional de ninguna mujer.

Ella escuchó con atención.

La expositora hablaba de experiencias reales, de casos en que mujeres eran despedidas o pasadas por alto para ascensos solo por haber sido madres. Ella pensó en sí misma, en cómo su sueldo había quedado congelado desde hacía cinco años, justo después de tener a su segunda hija.

—Tenemos que dejar de romantizar el sacrificio femenino —dijo la expositora—. Cuidar, amar, nutrir… sí, pero también crear, liderar, decidir.

Fue como si esas palabras la sacudieran.

“Crear, liderar, decidir”.

¿Acaso no era eso lo que ella quería para sus hijas? ¿Para ella misma?

Salió de la charla con una mezcla de emociones que no terminaba de descifrar, pero con una energía nueva.

Sabía que no volvería igual a casa.

Ese viaje, al que fue casi obligada, se estaba transformando en algo más.

Una especie de revelación.

Y aunque aún no sabía bien cómo, sentía que algo dentro de ella había empezado a moverse.

Algo profundo.

Algo que, como una semilla, estaba listo para crecer.

El seminario continuó con una serie de conferencias que la hicieron reflexionar profundamente sobre su papel en la sociedad. Cada exposición la conectaba con temas que siempre había dejado a un lado, como la igualdad de género, el derecho a decidir sobre su propio cuerpo y la necesidad de cambiar las estructuras jerárquicas que siempre habían favorecido a los hombres.

Aunque al principio sentía que solo estaba allí por obligación, comenzó a disfrutar de la experiencia, pues entendió que las palabras de cada ponente estaban despertando una nueva versión de ella misma, una mujer que no se conformaba con los límites impuestos por los demás.

En el último día del evento, una de las conferencias tocó un tema que la dejó pensando por horas: las mujeres en el poder. Hablaron de cómo las mujeres, a pesar de sus capacidades, siempre eran vistas como menos aptas para ocupar posiciones de liderazgo, especialmente en el ámbito político y empresarial.

Fue durante esa charla que recordó un incidente en su trabajo, cuando una propuesta que ella había hecho fue rechazada sin siquiera ser discutida, solo porque era mujer. Lo que más la sorprendió en ese momento fue la manera en que su jefe, un hombre que ella respetaba, no solo desestimó su idea, sino que la ignoró por completo.

La ponente, una política conocida, mencionó que las mujeres debían ser parte activa de la toma de decisiones, no solo en el hogar, sino también en los gobiernos y en las grandes empresas.

Ella asintió con la cabeza mientras escuchaba, pensando que, aunque los tiempos habían cambiado, todavía quedaba mucho por hacer.

Al finalizar el seminario, se sintió diferente. Algo dentro de ella había cambiado. Las ideas, los debates y las teorías que había escuchado se transformaron en un motor interno que la empujaba a cuestionarse más, a desafiar las normas que hasta ahora había aceptado sin cuestionar.

Al regresar a su ciudad, sus compañeros y amigos notaron su cambio, aunque no supieron identificarlo exactamente. Ella comenzó a aplicar lo aprendido en su vida cotidiana: empezó a defender más sus opiniones en el trabajo, a hacer valer sus decisiones, y a exigir más espacio para sus ideas.

Ya no temía a los juicios ajenos, ni a la crítica, porque comprendió que su voz tenía tanto valor como la de cualquier hombre.

En casa, su marido y sus hijos también notaron la diferencia. Ella se volvió más firme, más independiente, y al mismo tiempo, más comprensiva con su rol en la familia. Entendió que la lucha por la igualdad no solo era una cuestión de justicia social, sino también de bienestar personal.

El cambio fue sutil, pero evidente.

Empezó a leer más sobre feminismo, sobre historia de las mujeres en la sociedad, y sobre cómo había cambiado la percepción de la mujer en el mundo.

Sus hijos la vieron como una madre diferente, una madre que ya no solo les enseñaba a ser buenos y responsables, sino que también les enseñaba a ser conscientes de la igualdad, a valorar el trabajo de las mujeres, y a cuestionar los prejuicios que se les imponían.

Su marido, aunque al principio no entendía muy bien la transformación, terminó respetando más sus opiniones y comprendió que la verdadera igualdad no se trataba de ser iguales en todo, sino de respetarse mutuamente, de compartir las responsabilidades y de reconocer las fortalezas de cada uno, sin importar su género.

Ella sabía que aún quedaba mucho por hacer, que la lucha por la igualdad de las mujeres era un proceso largo y complejo, pero estaba lista para ser parte de ese cambio. Se había dado cuenta de que el feminismo no era solo una lucha de mujeres contra hombres, sino una lucha por un mundo más justo para todos, donde las personas pudieran desarrollarse y ser felices sin que su género fuera un obstáculo.

Con el tiempo, decidió retomar sus estudios, como había prometido en su mente durante aquel viaje. Se inscribió en un programa de sociología, con el propósito de entender mejor los procesos sociales que afectaban a las mujeres.

Al principio, tuvo dudas. ¿Cómo podría balancear su vida personal, el trabajo y sus estudios? Pero decidió que si no lo hacía ahora, nunca lo haría. Y a pesar de los desafíos, encontró la manera de combinar todo: su trabajo, sus estudios y su familia.

La sociedad a la que aspiraba no sería alcanzada de un día para otro, pero ella estaba convencida de que cada paso, por pequeño que fuera, era un avance en la dirección correcta.

Y aunque, en ocasiones, las dudas y las dificultades la hacían sentir que estaba perdiendo la batalla, recordaba lo aprendido en aquel seminario: la importancia de luchar por lo que se cree, de cuestionar las normas y de nunca dejar de aprender.

Ella sabía que el futuro de las mujeres en la sociedad estaba en sus manos, y en las de todas las mujeres que se atrevieran a levantarse, a desafiar los límites y a construir, día a día, un mundo más equitativo.

Era una mujer del siglo XXI, con una visión clara, sin miedo a la lucha.

Y esa lucha recién comenzaba.

La hija de Tadeo

L

Carlos Boné Riquelme

 

La hija de Tadeo se llamaba Albertina, igual que la abuela de su esposa. Aunque su madre, Josefina, y la abuela ya habían fallecido hacía mucho, Josefina murió al dar a luz a Albertina.

Los padres vivían en el campo, donde Tadeo trabajaba de sol a sol para mantener a su familia con recursos precarios. Sin embargo, Josefina, con sus extraordinarias habilidades para extender y alargar el presupuesto familiar, se las arreglaba para dar de comer a su familia, y más de alguna cosilla extra aparecía por allí.

Pero la familia solo la conformaban Josefina, Tadeo y el perro Rufino, un animal feo y viejo que solía estar echado, durmiendo junto a la cocina de leña de la humilde casa. Afuera tenían tres chanchos y una vaca que les proveía de leche, además de algunas gallinas ponedoras, cuya producción ayudaba a aliviar el presupuesto familiar con la venta de algunos de aquellos enormes huevos que muchos vecinos venían a buscar cada semana.

Josefina preparaba tortillas de patatas, las cuales eran famosas en la zona. Las ponía en una canasta tapada y salía a venderlas puerta por puerta. Así pasaban los días de la familia de Tadeo, hasta que Josefina le anunció su embarazo. La noticia los sorprendió a ambos, pues Josefina ya tenía casi cuarenta años y Tadeo bordeaba los cincuenta. Sin embargo, eso no disminuyó su alegría, y ambos se dieron a la tarea de preparar todo para el arribo del bebé, fuera niño o niña, acondicionando un espacio dentro de su habitación.

La casa la había construido Tadeo con sus propias manos en aquel terrenito heredado de sus padres en los alrededores de Quillón. Era una mezcla de madera, plástico y techo de zinc, materiales comprados con mucho esfuerzo en SODIMAC. No tenían electricidad, pero aquello no era motivo de preocupación en un hogar donde lo que más abundaba era el amor, la felicidad y la esperanza.

El agua no era potable, pues las cañerías aún no llegaban hasta la población donde vivían, a las afueras de la ciudad de Concepción. Así que, entre Tadeo y Josefina, bajaban hasta la orilla del río Biobío y llenaban varios contenedores de agua, con los cuales se lavaban, cocinaban y realizaban todos los menesteres del hogar.

Tadeo trabajaba en lo que fuera: un día como albañil en alguna construcción, otro acarreando paquetes en la estación de ferrocarriles o en la vega; también cargaba camiones y, a veces, barría calles o limpiaba patios de las familias más aventajadas de la ciudad.

Cada día era una lucha por ganar unos pesos, pero Tadeo lo hacía con alegría en su corazón. A pesar de su pobreza, él era feliz: estaba enamorado de Josefina y ahora tenía la esperanza de aquel nuevo hijo que llegaría a su vida.

Siempre había sido pobre. Su padre era inquilino en un fundo cercano a Florida y su madre limpiaba y cocinaba en la casa del patrón. Sin embargo, a Tadeo y a sus cuatro hermanos nunca les faltó algo para el “puchero” y todos fueron enviados a la escuela rural, donde aprendieron a leer y a escribir. Sin embargo, sin excepción, todos dejaron la escuela cuando aún eran pequeños.

Eventualmente, cada hermano tomó su propio rumbo en busca de mejores horizontes. Pero Tadeo, que era el menor de todos, se quedó acompañando a sus padres hasta que un día conoció a Josefina, quien llegó con su familia a trabajar al mismo fundo.

Tadeo y Josefina se miraron y fue amor a primera vista. Muy pronto, apenas pasados unos meses, se casaron. El padre de Tadeo tenía una pequeña parcela en Quillón que les cedió cuando contrajeron matrimonio. Con mucho esfuerzo, Tadeo construyó allí aquella casita: pobre, pero llena de felicidad.

Los padres de ambos no tenían mucho para compartir, pero lo que había se distribuía entre toda la familia. El tiempo pasaba hasta que el padre de Tadeo falleció de un ataque al corazón. El patrón le pidió a la madre de Tadeo que desalojara la casa, pues había contratado a un nuevo inquilino que la ocuparía. Así que ella se fue a vivir por un tiempo con Tadeo.

Pero pronto enfermó de los pulmones y falleció, dejándolos solos.

El tiempo pasó. Tadeo trabajaba todos los días, pero cuando regresaba a casa, sentía que todo esfuerzo valía la pena por la felicidad que le proporcionaba estar con su esposa y la independencia de vivir en su propia parcela: modesta, pero suya.

Así transcurrían los días, hasta que el embarazo inesperado los llenó de una enorme felicidad, mirando al futuro con esperanza.

El día en que Josefina dio a luz fue uno de aquellos que en el campo llaman “de perros”: el cielo estaba oscuro y llovía como “Dios manda”. Cuando los dolores del parto comenzaron, Tadeo no se atrevía a dejar sola a Josefina, así que, como pudo, trató de ayudar. Sin embargo, no fue suficiente. Aunque la niña nació, Josefina quedó muy débil por la pérdida de sangre y, a las pocas horas, falleció, pidiéndole a Tadeo que le pusiera el nombre Albertina, como su abuela.

Llegada a Miami

L

Carlos Boné Riquelme

Yo había despertado hacía mucho, pero casi no pude dormir en toda la noche. No por incomodidad, sino por la angustia que me embargaba al pensar en lo duro que sería para mi familia este cambio radical en nuestras vidas.

Ignacio dormía en el piso del avión, delante de nuestros pies, en el espacio que quedaba entre el asiento y la división con la cabina delantera, en el asiento de emergencia. Cote, mi hija mayor, de apenas tres o cuatro añitos, seguía durmiendo entre Hellen y yo.

Hellen aún dormía el sueño de los justos mientras el zumbido de los motores se mezclaba con el susurro de algún pasajero moviéndose por el pasillo rumbo a los baños traseros.

Poco a poco, las luces se encendieron y el movimiento de las azafatas sirviendo el desayuno despertó a casi todos los viajeros. Hellen se desperezó lentamente mientras los niños continuaban durmiendo.

No los despertamos para que descansaran un poco más. Hellen y yo nos quedamos mirando en silencio. Con el paso de los minutos, el zumbido del motor se hizo más fuerte y la velocidad disminuyó.

La voz del piloto resonó a través de los parlantes, clara y fuerte.

El avión estaba iniciando su descenso hacia la ciudad de Miami. Levantamos las pequeñas persianas del avión y miramos hacia afuera. Las nubes aún se desparramaban con el viento, mientras un sol radiante y fuerte nos cegaba.

Poco a poco, pudimos ver la tierra mezclada con agua, que luego sabríamos que se trataba de los Everglades, los pantanos de Florida. Pronto, aparecieron las carreteras a la vista, con el tráfico intensificándose a medida que nos acercábamos a la ciudad del sol.

Observamos los edificios elevándose a lo lejos y, en el horizonte, el mar resplandecía con un brillo plateado, mientras la vibración de los motores se hacía más intensa.

Llegó entonces el anuncio para que el personal tomara asiento, pues estábamos a punto de aterrizar.

Cuando el avión tocó tierra, la sacudida remeció la cabina, pero a mí me estremeció hasta el fondo del tuétano, haciéndome sentir que una nueva vida comenzaba.

Y yo no tenía idea de cómo sería ese futuro.

Desde allí hasta inmigración pasó un largo rato caminando por pasillos interminables, llenos de pasajeros ansiosos por llegar a su destino, con ventanales que nos mostraban las pistas repletas de aviones en movimiento o detenidos junto a mangas que vomitaban más gente.

Al llegar a la Policía Internacional, el "Customs Office" u oficina de inmigración, nos dirigieron a una sala fuera de la vista del público y nos hicieron sentar. Bastante rato después, un oficial llegó y nos entregó unos sobres amarillos sellados, con instrucciones de llevarlos a la oficina del "Social Security Administration" para recibir los números de Seguro Social que acreditaban a mi familia como residentes legales de este país.

Cruzamos el inmenso aeropuerto como ánimas en pena hasta llegar al área de equipaje. No llevábamos mucho: un par de maletas y un gran bolso de los llamados "gusanos", como los que usan los militares.

Al llegar a la salida, vi a mi madre esperándonos con una sonrisa.

Los abrazos vinieron y se fueron, y al salir a la zona de taxis, el calor húmedo nos bañó en sudor.

Ya en el taxi, tomamos rumbo a Miami Beach, donde mi madre nos había rentado un pequeño apartamento que consistía en una habitación, sala-comedor y un baño.

Recuerdo a Hellen recorriendo el apartamento con cara de sorpresa, quizá buscando la habitación matrimonial.

—Welcome to our new reality, baby. No "master bedroom".

Nuestro dormitorio, por los próximos meses, sería la sala, en un sofá cama que resultó bastante incómodo, lleno de baches y resortes que se nos clavaban en la espalda y a los cuales aprendimos a esquivar.

Hellen no dijo una palabra, pero creo que allí, en ese momento, empezó a entender que lo que seguiría, es decir, los próximos diez años, no serían "chancaca e' Paita".

Recién llegado a Miami, buscar trabajo era como un ciego tanteando el piso después de un tropezón. Me percaté de que no sería fácil, especialmente cuando miré el mapa de la ciudad con sus interminables carreteras, calles y lugares desconocidos.

Comprendí que, a diferencia de nuestras ciudades, el "centro" no existía. Había muchos centros repartidos según la ciudad y los barrios, así que encontrar empleo podía ser una dificultad.

Empecé buscando en los negocios cercanos al lugar donde me encontraba, un barrio de clase media llamado Kendall.

Allí me encontré con la primera dificultad que uno no espera en Miami: en todas partes me pedían hablar inglés. Y más allá de "Here is the door" y "There is the window", además del típico "I, Tarzan; you, Jane; and that is the monkey, Chita", no sabía mucho más.

Así que tuve que bajar el nivel de mis pretensiones y, un día cualquiera, llegué al "Downtown", el centro de Miami.

¡Oh mami blue!

¡

Carlos Boné Riquelme

El humo sube lento, en espirales, hasta el alto techo de lo que era la piscina del Hotel Araucano, ubicada en el subterráneo de este. Sobre la piscina, una terraza que se usaba como pista de baile, no era grande, pero sí lo suficiente para acomodar a 15 o 20 parejas que, abrazadas, seguían el ritmo candente, casi erótico, de la música, con aquella voz suave que, como un quejido, dejaba escapar ese “oh mami, mami blue, oh mami blue…”.

La voz, de tono afroamericano, sonaba como si viniera de algún lugar de Alabama o Mississippi, pero en realidad provenía de España. Los asistentes, vestidos a la usanza de aquellos lejanos 1974, con suecos, pantalones anchos, camisas ajustadas al cuerpo con cuellos largos, y el cabello largo hasta los hombros.

Las chicas, con minifaldas, también suecos, algunas con jeans a las caderas y blusas que dejaban al descubierto el ombligo, y con melenas largas cayendo por la espalda. La luz no era muy baja, y así se podía adivinar que el local no había sido diseñado como discoteca. Sin embargo, en aquellos tiempos post-1973, los lugares de diversión eran populares, y así, muchos restaurantes que no eran sitios bailables empezaron a abrir los fines de semana funcionando como discotecas.

Liceos y colegios particulares también se usaban como lugares de baile, donde, además, se recaudaba dinero para el paseo de fin de curso. El Centro Italiano y otros conocidos lugares también adecuaban sus instalaciones como discotecas de fin de semana para los “lolos” y “lolas” de la época.

Estas fiestas solo duraban hasta el filo de la medianoche, cuando el toque de queda obligaba a cerrar y hacía que todos escaparan rumbo a sus hogares antes de que las patrullas militares o de Carabineros salieran a patrullar. Los rezagados debían correr por las calles totalmente vacías, ocultándose en los portales de las casas.

Los menos afortunados eran detenidos “in fraganti” y llevados a la comisaría o retén más cercano para el “control de identidad”.
Y así, una noche, fuimos detenidos y llevados a la 5ª comisaría, ubicada en la calle Ejército. Fuimos empujados a una celda maloliente, cuyo piso de concreto estaba mojado, aunque no se podía adivinar de qué tipo de líquido, si agua o orines de algún ebrio.

El lugar estaba medio lleno, con algunos de los detenidos apoyados contra las murallas frías, fumando, y en el piso había un “pallet” de madera donde yacían profundamente dormidos varios hombres, algunos de los cuales estaban borrachos y bañados en vómito, lo que contribuía al mal olor.

A algunos metros del suelo, había una cavidad abierta que hacía de ventana, pero con algunos barrotes metálicos; aunque el tamaño no era suficiente para dejar pasar a nadie, quien sabe, tal vez algún enano de circo intentó huir de esta celda alguna vez.

En una esquina estaba el “toilette”, de color indefinido, y cubierto de una costra color café. A nadie se le ocurriría decir el origen de esa cubierta maloliente, y mucho menos tratar de usarlo. Uno de los dormidos sobre el pallet tenía unos zapatos que brillaban, lo que los hacía parecer nuevos.

Más de uno de los ocupantes de la celda se percató, pero uno de ellos en especial comenzó a moverse lentamente en dirección al borracho.

Los que estábamos en la celda nos percatamos de lo sigiloso de sus movimientos, y aunque prestamos atención a los gestos del sujeto, nadie dijo nada. El tipo llegó a su objetivo, sacó uno de sus zapatos y lo comparó con el pie del dormido; cuando vio que eran casi del mismo tamaño, rápidamente le quitó uno, luego el otro, y los cambió por los que él tenía puestos, los cuales ya estaban bastante deteriorados, con las suelas agujereadas y el cuero gastado y viejo.

Nadie en la celda hizo ningún comentario.
Quizás fue esa especie de complicidad tácita que se origina en las cárceles o entre los detenidos lo que nos hizo callar, pero allá nos quedamos todos en silencio esperando el segundo acto de este drama.

Pasó la noche, llegó la mañana y, a eso de las 7, junto con el cambio de guardia, comenzaron a dejarnos salir, previa constatación de nuestras identidades, según nos decían. Aquellos sin cédula de identidad se quedaban detenidos por más tiempo.

Alrededor de las 8, los últimos que estábamos en pie fuimos liberados, quedando en el piso los borrachos aún dormidos. En este último grupo de liberados iba el que se había apropiado de los zapatos del ebrio, y cuando salimos a la calle, el tipejo se miró los pies con mucho orgullo y, de pronto, dejó escapar un grito: “¡Chuc… de su madre, estos zapatos son de plástico, por la… y los míos eran, por lo menos, de cuero!” Los demás soltamos la risa, y más de uno habrá pensado: “El crimen no paga…”

La Pituca

L

Carlos Boné Riquelme

 

Se llamaba María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, y venía de una de esas familias que se dicen de mucha prosapia. Sus antepasados se remontaban a tiempos de la colonia, cuando uno de sus antepasados llegó a Chile proveniente de Argentina, con el ejército libertador, y, luego de que San Martín volviera a sus tierras, él se quedaría embrujado en el amor de una chilena de sociedad, Doña Mercedes Urrutia.

Ella, Doña María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, era delgada, alta, de rasgos muy definidos y herméticos, y su porte demostraba su total conciencia de clase y providencia. Lo único que no coincidía con su porte altivo era que no poseía un peso.

Vivía en lo que fuera la residencia familiar, pero con el crecimiento de la ciudad, la casa poco a poco había quedado relegada a un barrio que era de esos llamados de clase media, y quizás tirado a baja.

La fortuna familiar había sido dilapidada por sus antepasados, muy elegantes todos ellos, pero que no sabían de inversiones o administración, y, por lo tanto, el dinero se fue en fiestas, viajes y carreras de caballos con fuertes apuestas que, por supuesto, se perdieron.

Así, de a poco, la casa cayó en ruinas, pues no había dinero para reparaciones, y cuando el barrio comenzó a cambiar, y todas las familias pudientes empezaron a emigrar a los barrios de esos llamados “altos”, ellos debieron quedarse en la casa de familia y tratar de sobrellevar la vida con la máxima austeridad, y, por supuesto, con mucha dignidad.

Así, Doña María Rosa se había quedado solterona, pues su familia no le encontró a un caballero de su alcurnia para formar familia en este barrio, y ella no tenía el dinero necesario para asistir a las fiestas de los que ella consideraba “de su altura”.

Tampoco nadie sabía el gran secreto que ella ocultaba en lo más profundo de su alma.

Y así, de a poco, empezó a encerrarse para que nadie conociera su condición de “pobretona”, y salía solo a comprar, pues tampoco tenía la servidumbre que solía tener cuando creció. Como apenas podía pagar la electricidad, ella trataba en las noches de usar velas, y en el invierno frío, se calentaba con un “guatero” o con un brasero.

El carbón se lo traía un viejo pariente de mejores recursos, que, apiadado por la pobre existencia de esta vieja relación, le traía algunas vituallas, carbón, velas, y lo que ella pudiera necesitar, sin que pareciera una limosna, pues María Rosa era muy orgullosa.

Si ella hubiera detectado el menor cariz de pena en su conocido, no le habría abierto más la puerta, y aunque el interesado en que estas cosas llegaran a destino era más bien ella, aun así, el orgullo era mayor, y preferiría morirse de frío o de hambre que causar lástima.

En el barrio todos la conocían y la respetaban, pues reconocían en ella una de aquellas rarezas casi extintas del siglo pasado, pero que había visto mejores tiempos que ellos en este barrio.

Cuando, en sus raras salidas, María Rosa caminaba lento, pues sus piernas con artritis ya no la acompañaban bien, pero siempre erguida, con mirada altanera y ojos distantes, que solo saludaban a sus vecinos con una corta venia y una sonrisa casi desdeñosa; nadie le decía nada.

Todos sabían que, “la pituca”, como la llamaban todos en el barrio, aunque nadie hubiera osado decírselo en su cara por el respeto que inspiraba ella. Y el dueño del almacén “El Silvestre”, Don Silvestre Manzano, la atendía con gran delicadeza, y cuando ella le murmuraba que, “le anotara el pedido pues ya mandaría el dinero con alguno de sus sirvientes”, cosa que él sabía que no existían, y aun así, le decía con respeto, “así lo haré, Doña María Rosa”.

Y el muy atento le daba instrucciones al muchacho de los mandados para que le llevara lo pedido a la “mansión de los Zamorano”, y lo decía fuerte para que ella lo escuchara, pues sabía que ya estaba un poco sorda.

Ella no daba muestras de enterarse, pero muy dentro de sí, sentía un gran contento de que aun la reconocieran por lo que ellos habían sido.

Pero había algo que ella no sabía, no adivinaba. Don Silvestre siempre estuvo enamorado de ella. Y él tampoco sabía que ese amor era correspondido por Doña María Rosa, pero él nunca se hubiera atrevido a confesarle su amor secreto, y ella nunca hubiera aceptado ese amor.

Y así, cada vez que ella venía, él la miraba con el amor y la pasión encendida en sus viejos ojos, escondidos detrás de esos lentes gruesos de marco negro, que se iluminaban debajo de las espesas cejas que se asomaban debajo de la boina que usaba siempre para cubrirse la calva del duro frío invernal. Y muchas veces, no le cobraba la deuda que ya cubría varias hojas de su libreta, que no perdonaba al resto de los fiadores.

Era la única manera que él conocía para gritar su amor en silencio.

Y ella lo sabía.

Y esa era la única razón por la que ella caminaba ocasionalmente, “para no dar que hablar a las malas lenguas”, hasta el almacén, y dejaba que los minutos se alargaran un poco más, mientras Don Silvestre, parado al lado de ella, tomaba su pedido.

Este amor había comenzado muchas décadas antes.

¿Cómo pasó? No se sabe, pero Don Silvestre también llegó al barrio con sus padres, inmigrantes italianos, “bachichas”, como les decían, y con mucho trabajo habían levantado este negocito que les dio de comer y un poco más.

Un día, estando él con su padre en el almacén, llegó Doña María Rosa acompañada de una de las criadas, que, por aquel entonces, aún vivían en la casa señorial, y cuando Don Silvestre, que era un muchacho apenas empinando la adolescencia, de tez oliva, ojos despiertos y un cuerpo atlético, vio a Doña María Rosa, creyó que un ángel había caído del cielo.

Ella era bella, de ojos y piel clara, largo pelo ondulado cayendo por su espalda, y una mirada tierna que, cuando lo miró, él se quedó prendado para siempre, y ella, sin saberlo, también. Ella soñó muchas noches con él.

Fantaseó que él era un caballero extranjero que la venía a rescatar de esa soledad en la que ella estaba inmersa, pero en el fondo de su corazón, sabía que era un amor imposible, pues su familia no lo permitiría.

Y aunque ella trataba de ir al almacén con cualquier excusa, pero siempre acompañada de una criada, solo para verlo un momento, nunca le dio a él pie para hablarle. Y él también soñaba con ella cada noche.

Le escribía poemas.

Poemas que nunca le entregó, pero que tenía guardados en su escritorio, y que de vez en cuando leía. Por ella, él no quiso aceptar la beca a la universidad que le ofrecieron, ante la rabia e impotencia de sus padres.

Y se quedó en el barrio, como simple almacenero, pues así estaba cerca de ella. Y ella envejeció, junto a él, en el mismo barrio, año tras año, sin atreverse a confesar el gran amor que creció y se alimentó en ese secreto que cada uno llevaba en su pecho.

El violín

E

Carlos Bone Riquelme

 

El violín estaba en lo alto de un mueble, puesto en contra de la pared, y de cuando en vez, aquel señor lo miraba y lo tomaba en sus manos recordando momentos pasados que ya, poco a poco, se desvanecían de su mente, pero los cuales aún atesoraba con amor; y eso pasaba cuando cogía el violín, lo limpiaba del polvo que se acumulaba sobre su superficie brillante, y a veces, solo a veces, se atrevía a pasar el arco por sus cuerdas tensas y sentir el sonido que más de alguna vez escuchó cuando su amigo, su mejor amigo, quien fue el dueño de este sacro instrumento, tocaba.

Pues el violín no le pertenecía.

Había sido propiedad de aquel amigo de la infancia con el cual compartió juegos, como el de las canicas, o a las escondidas; con quien se sentó en la misma banca de la escuela y con el mismo con quien se inició en el arte de la música.

Fueron compañeros inseparables en las orquestas, y con él, tocaron en fiestas, conciertos al aire libre, hasta a veces, en cumpleaños de amigos donde rieron y conocieron a sus esposas.

Y aún después de casados, continuaron aquella amistad que los unía más allá de lo prosaico.

Pero el tiempo pasó y el amigo enfermó gravemente, y a pesar de los cuidados de su familia, un día el amigo falleció.

Aquel amigo de juventud dejó solo el violín que él tomó entre sus manos guardándolo como único recuerdo. Así, cuando él sentía la soledad visitar su puerta, cogía el instrumento y lo sentía temblar entre sus manos, vibrar entre sus dedos como si se estableciera una secreta comunicación con el más allá.

Y de pronto le parecía que, junto al sonido de la música de aquellas cuerdas, aquel entrañable amigo le susurraba secretos, le acariciaba los oídos con palabras que lo hacían sentir mejor en medio de aquella vaguedad que de a poco se establecía en su vida.

Solo su hija, aquella hija quien se había enamorado del hijo de su amigo, era la única que compartía esta delicada unión espiritual; y tenía con él aquel mismo convenio espiritual con aquel mágico violín.

Y aquel muchacho que compartió la adolescencia de su hija, después de la muerte de su amigo, también marchó a tierras extrañas dejando a su hija desolada, triste, pero prendida al viejo instrumento.

Era este sentimiento el que ellos dos compartían y que el resto de la familia ignoraba.

Ellos atesoraban este secreto que se transmitía solo en las miradas y el cual nunca mostraban abiertamente en conversaciones de sobremesa. Ellos, ambos, se miraban, miraban aquel noble instrumento el cual descansaba en lo alto de aquella repisa, y luego ambos sentían como alguna lágrima solitaria resbalaba por sus mejillas, mientras los recuerdos se acumulaban.

El tiempo pasó, y aquel señor falleció también, yendo a encontrarse con su amigo, y solo la hija conservó aquel violín; y ella sola era la que mantuvo la costumbre de delicadamente tomar el violín entre sus manos para luego limpiarlo y mantener sus cuerdas tensas y bruñidas con la cera que deslizaba con amor de amante hasta lograr la suavidad necesaria.

Ella aún recordaba a su amor de juventud, pero el tiempo había transcurrido y aunque el amor nuevamente tocó a su puerta, ella nunca olvidó al hijo del mejor amigo de su padre, pues aquel muchacho fue su primer novio, fue su primer amor, aquel que le cantó canciones al oído, y le susurró los primeros poemas de amor.

En medio de su vida matrimonial, que con los años le dio dos hijos, ella de cuando en vez, recordaba a aquel noviecillo que se había marchado a lejanas tierras a probar fortuna.

Su marido no tenía idea de aquel secreto que su esposa guardaba escondido entre su pecho y su espalda, en aquel lugar tibio que mantiene los sollozos, las alegrías y los momentos que no se quieren marchar de nuestras vidas.

Y en la vida cotidiana, a veces, junto al llanto de los hijos, ya todo parecía olvidado, pero cuando visitaba el hogar materno y miraba en dirección a donde se encontraba aquel viejo violín, los recuerdos volvían y se agolpaban en su memoria llevándola a coger el instrumento y acariciarlo como quien abraza a un amante.

Su madre la miraba extrañada y le decía que era hora de deshacerse de aquel violín: “el cual solo ocupa un espacio que se puede utilizar en algo más…”, y ella le contestaba que: “no, pues esto es lo único que queda de mi padre”, sin confesar lo que realmente ocupaba sus emociones de mujer enamorada de un recuerdo.

Así pasó el tiempo, y ella llegó a la edad madura, los hijos crecidos, con nietos en camino y con un matrimonio que se deshojaba en malos momentos que la mantenían alejada de aquello que algún día ella suspiró como adolescente.

Así, el violín era lo único que la mantenía cerca de aquellos sueños de adolescente.

Aquel instrumento la llevaba continuamente, y quizás, desde que su matrimonio tomó aquel camino oscuro y sombrío, más frecuentemente al hogar materno a observar detenidamente el violín que le recordaba aquellos momentos felices de su infancia y adolescencia.

Su madre, ignorando todo este sentimiento que se compartió entre su hija y su marido, la veía a veces como ensimismada en aquel instrumento, y sin poder adivinar aquella fijación de ella con el objeto que para ella no tenía explicación, le decía: “uno de estos días cogeré ese maldito instrumento y lo venderé”, y la hija la miraba fijo, sin contestarle una palabra pues ella pensaba que era inútil tratar de explicarle aquella necesidad tan íntima de estar cerca del violín.

Un día, ella llegó a visitar a su madre, y al mirar hacia la repisa vio que el lugar estaba desocupado, y aunque lo buscó, el violín ya no estaba en la casa.

Corrió a la cocina donde su madre estaba ocupada preparando el puchero del almuerzo, y casi enloquecida le preguntó por el instrumento, a lo cual, su madre mirándola extrañada de esta reacción, le confesó que se lo había vendido al tendero de la esquina pues la hija necesitaba un instrumento para la escuela.

Pero el berrinche que ella le soltó a su madre fue de tal envergadura, que la madre tuvo que correr al almacén del tendero y pedirle el violín de regreso, el cual él le entregó de regreso sin dimes ni diretes, y el instrumento volvió a su lugar, de donde nunca más volvería a salir.

Y el tiempo siguió corriendo inevitablemente, y el matrimonio se debilitaba aún más, dejándola exhausta de amor y cariño, con solo aquel violín que la confortaba. Pero un día, mientras caminaba rumbo al hogar materno, a lo lejos divisó lo que le pareció ser la figura de aquel amor de juventud.

Ella se detuvo y miró con atención, pensando que quizás era solo un sueño, un figmento de su imaginación, una proyección de sus ocultos deseos de una juventud que ya se alejaba de su vida.

Pero no.

Él era, y caminaba rápidamente por aquella calle que los vio crecer. Y ella sintió las piernas flaquear y su vista se nubló, teniéndose que apoyar su cuerpo en una columna que se encontraba a la entrada de una señorial casa, una de aquellas con balcones ornamentados y altas puertas de madera con aldabas metálicas.

Él pasó a metros de ella, y ella no fue capaz de decir una palabra, de llamarlo como su corazón anhelaba; y él, se desvaneció sin verla por el recodo de una de aquellas calles estrechas. Cuando ella se recuperó, corrió detrás de él, pero ya era tarde.

Él desapareció como sus sueños y esperanzas.

Y ella caminó lento de regreso a su hogar, sin poder alejar la imagen de aquel amor de juventud de su retina.

El día se perdió hacia la noche, pero con ella sumida en sus pensamientos y recuerdos. Cuando llegó la mañana sin haber podido pegar una pestaña en toda la noche, apenas se levantó decidió correr hacia el que fue el hogar de su amor de juventud, donde ella sabía que aún vivía la familia.

Una vez allí, temblorosa golpeó la puerta y la hermana de aquel amor abrió mirándola extrañada de verla allí en su puerta después de tanto tiempo, y casi desencajada preguntando por su hermano.

Casi sin dejarla hablar, le espetó: “pero qué casualidad, maja, mi hermano se acaba de marchar de regreso a América, fíjate que estuvo una semana aquí y me preguntó por ti”.

A ella le pareció que el corazón le explotaba, y se tuvo que apoyar para no caer al piso sintiendo un gran dolor mientras se agitaba internamente por lo idiota que fue el día anterior de no llamarlo, de no gritarle que nunca lo olvidó, que allí estaba aquel violín de su padre, o para confesarle que aún lo amaba.

Pero de su boca solo salió un débil: “¿y tú crees que yo lo podría comunicar en América?”, la hermana se rió, y sin adivinar el tumulto de emociones que se agolpaban en su corazón, le contestó: “pero claro, que sí, si él se divorció después de un muy mal matrimonio, así que se pondrá muy contento”.

Los días posteriores fueron un cúmulo de emociones que se contradecían entre ellas, pero al final, le escribió un corto mensaje que le envió a través de su email personal. El mensaje no decía mucho, era solo un escueto: “¿cómo estás tú, supe que estuviste de visita aquí y no te pude ver?”

Y el corazón le palpitaba emocionado pensando que quizás no habría respuesta; pero a las pocas horas la pantalla se iluminó, y allí estaban aquellas mágicas palabras de él que le decían que también a él, le hubiera gustado verla.

Y el tiempo dio sus resultados, pues en poco tiempo ellos volvieron a encontrarse en Barcelona, la ciudad natal, y ella, después de varios meses de conversación, decidió dejar a su marido, el cual, sumido en una profunda niebla alcohólica, la dejó ir con pena, pero sin poder reconstituir lo que ellos, ambos ellos, sabían que estaba definitivamente roto.

Estando un día juntos en el hogar de la madre de ella, y conversando de tiempos pasados, tratando de reconstruir tantos años de separación, él de pronto le dijo con una profunda melancolía que era una lástima que nada quedara que le recordara a su padre, y ella, mirándolo amorosamente, alcanzó aquel violín que aún estaba depositado en aquella repisa, se lo entregó a él, que la miraba con atención y sorpresa, diciéndole en un susurro: “este era el violín de tu padre”.

Solamente una vez

S

Carlos Bone Riquelme

 

El salón estaba iluminado con cientos de fulgurantes lucecillas que mostraban el resplandeciente espectáculo de decenas de muchachitas, las cuales, enfundadas en bellos vestidos, adornadas con joyas finísimas, y maquilladas y perfumadas para la ocasión, se desplegaban como mariposas por el lugar.

Las mesas con manteles blancos, vajilla de porcelana decorada con finísimas filigranas, servicio plateado (no se podría decir que es plata), y unos candelabros de centro de mesa con largas velas encendidas solo para dar la apariencia de luz.

La orquesta, vestida de negro, deja escapar ritmos tropicales como la rumba, cha-cha-cha, a veces algún bolero, donde las parejas de enamorados, o las que están por enamorarse, aprovechan para mezclar sus suspiros con las fragancias de los aromas femeninos y los aftershave de los caballeros.

De pronto, las luces bajan un poco de tono dejando aquello que llaman media luz, que, sin ser oscuro, da un aire de misterio y romanticismo al ambiente.

El director de la orquesta pide silencio con un gesto desde el escenario y anuncia que cantará algunas canciones el capitán del regimiento Chacabuco.

Los soldados, vestidos de uniforme de gala, aplauden entusiásticamente, pues el capitán era conocido por sus habilidades vocales, ya que en cada fiesta le pedían que cantara.

Del fondo del salón camina al centro una delgada figura, vestida de uniforme, pero sin gorra, y los ojos de todos se fijan en él, escuchándose algunos suspiros, pues el oficial era muy atractivo, no alto, pero muy apuesto.

Y de pronto, su voz profunda hechiza a los asistentes con algunas armonías bien vocalizadas, mientras él se desplaza por el salón, deteniéndose a veces delante de alguna mesa para luego proseguir su camino dejando que las notas se distribuyan por todo el lugar.

En algún momento se detuvo frente a una muchacha de resplandecientes ojos azules, largo cabello claro, bien peinado pero suelto por la espalda, y una sonrisa que mostraba aquellos dientes blancos y una mano enguantada que se levantaba para tapar un poco la excitación que ella sentía mientras él, el apuesto joven, cantaba el bolero: “Solamente una vez, amé en la vida… solamente una vez, y nada más…”, para luego continuar con aquella canción que decía: “Luna que se quiebra sobre las tinieblas de mi corazón…”

Y las demás muchachas miraban con envidia a la poseedora del corazón del joven oficial, que, una vez terminadas varias canciones, con las luces nuevamente iluminando el salón, se acercó a ella para invitarla a bailar.

Y bailaron esa noche, toda la noche, y muchas noches más, pues el casino de oficiales del regimiento Chacabuco se abrió para la boda de ambos.

El capellán del ejército los casó en una emocionante ceremonia, para luego salir bajo la corona de sables alzados para honrar a la pareja.

La fiesta fue la culminación de aquel romance que creció a la sombra de los tilos de la plaza de la Independencia, en paseos por el parque de Lota, paseos en bote desde la bahía de Talcahuano, y tantas cenas en el hogar de los padres de ella, pues los padres de él eran de Viña del Mar.

Para decir la verdad, no fue muy bien mirado por el padre de ella que se casara con un oficial de ejército, debido a la mala fama que tenían los oficiales por bebedores, fiesteros y busca pleitos.

El padre era un abogado conocido en la ciudad, relacionado con una familia antigua de Concepción y muy querido por todos los habitantes de la región, pues él trabajaba en Lota y Coronel.

El padre del señor abogado fue médico cirujano del ejército, y peleó en la guerra del salitre, y luego en la revolución del 91, terminando su carrera viviendo en Coronel.

Sus huesos están enterrados a la entrada del cementerio general de Concepción, donde se encuentra el monumento a los héroes del 79.

Pero a pesar de esta cercanía al ejército, o quizás por esto mismo, él no miró con buenos ojos esta relación, aunque no la impidió, pues eso iba en contra de sus pensamientos liberales.

Entonces aceptó como mal menor que la hija se casara con este oficial, que era muy simpático, atractivo y con gran futuro en su carrera militar.

La madre era hija de una ilustre familia de la ciudad, elegante, pero quien no dijo ni “chus ni mus” a esta relación, pues ella pensaba: “ya era hora de que las niñas se casaran”.

La otra hija era muy rubia, de ojos azules pero fulgurantes, los cuales mostraron el carácter fuerte de la muchacha, con lo cual la madre pensaba que sería muy difícil encontrarle pretendiente, por muy bella que fuera.

Además, ella decidió entrar a estudiar a la universidad de Concepción, lo cual no era muy bien visto por la sociedad penquista, pues las muchachas salían de las monjas y se casaban ya preparadas para llevar un hogar.

Pero esta muchacha no quería escuchar de cocina ni bordado: “no pienso zurcir calcetines ni cocinar cazuela”, le decía a su madre, que la miraba moviendo la cabeza en señal de desesperación.

Entonces esta hija iba junto a la otra a las fiestas en el casino de oficiales, como “chaperona”, lo cual le cargaba enormemente, pues ella hubiera preferido quedarse en casa a estudiar, pero con la esperanza de la madre de que: “por lo menos se case con un milico”.

Pero no todo resultó mal, pues en la universidad, esta muchacha conoció a un estudiante de ingeniería de origen ecuatoriano, hijo de una ilustre familia de Guayaquil, y se enamoraron y se casaron en una pequeña ceremonia sin fiesta ni más banquete que una comida en casa con la familia. Así lo quisieron ambos novios.

Luego partirían a vivir a Nueva York.

Y el menor de los hijos, al cual le decían “el rotario” por solo juntarse con rotos, conoció a una muchacha muy bella, delicada, elegante, de origen peruano, con la cual contrajo matrimonio, mientras él conseguía fijar su posición como empleado bancario.

Él llegó a gerente y contralor del banco, y todos fueron muy felices hasta que lo fueron.

Y esta es la historia de mis padres y tíos, a los cuales recuerdo y venero, al igual que a mis abuelos, el “tata” y la “nona”.

 

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