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Recuerdos

R

Silvia C.S.P. Martinson

 

Mientras ella estaba sentada en uno de los cuatro rincones que había imaginado para interiorizarse y huir del mundo real que la rodeaba, comenzó a recordar hechos ocurridos en su pasado.

Recordó una casa que sus padres habían alquilado en un barrio que no era aquel en el que, posteriormente, prácticamente, vivió casi toda su infancia y juventud.

Esta vivienda era una casa de madera sencilla, pero ubicada en una calle tranquila que también tenía un gran patio donde pasaba horas jugando y soñando, como siempre, con sus amigos imaginarios.

Ella tenía entonces 4 o 5 años de edad.

Sentada en la tierra del patio le gustaba observar a las hormigas trabajando en grandes senderos, llevando pequeños trozos de verduras hacia sus nidos. Imaginaba que allí estaban con sus crías alimentándolas, como hacía su madre cuando las recogía a ella y a sus hermanos a la hora de comer. Le encantaba verlas trabajar, mucho más cuando cargaban hojas mucho más grandes que ellas mismas.

Su pensamiento retrocedió también a un hecho ocurrido en aquella época con su hermano menor, se llamaba Gustavo y tenía entonces 4 años.

Él fue a casa de una vecina amiga para jugar con la hija de esta, por quien él tenía especial afecto.

Los dos jugaron mucho y cuando él regresó a su casa fue rápidamente debajo del piso, ya que la vivienda se distanciaba del suelo y allí, en ese espacio, había muchos utensilios guardados.

Ella recordó además que la madre los llamó a cenar y ambos acudieron prontamente, ya que ella no permitía que sus órdenes no fueran cumplidas inmediatamente.

Después de la cena, ambos fueron a sus habitaciones para prepararse para dormir.

En aquella época los niños se iban temprano a la cama sin mayores quejas o molestias.

Al día siguiente, la madre de la niña tocó el timbre de la casa llamando a la madre de Gustavo, pues tenía que hablar con ella.

Las dos se encontraron en el portón de entrada, sin embargo, la otra señora no quiso entrar a pesar de ser invitada y con cierta brusquedad le relató a la madre de Gustavo que él le había robado a su hija una pulsera de oro.

La madre de este, asombrada, lo llamó y lo interrogó sobre lo que había hecho.

Él estuvo de acuerdo con el hecho de haberse quedado con la pulsera, sin embargo, argumentó que la niña se la había ofrecido, y contó además que había guardado la joya debajo del subterráneo en una cajita de madera donde guardaba las monedas que recibía de regalo en su cumpleaños.

Ante tal hecho, la madre, avergonzada, lo hizo buscar la caja y devolverle a la vecina la susodicha pulsera.

Mientras recordaba el hecho ocurrido, ella recordó además que hasta la fecha en que allí residieron, nunca más se les permitió a estos dos niños, Gustavo y su amiguita, jugar juntos.

Los padres de ambos pasaron a ignorarse mutuamente.

A Gustavo, hoy un hombre de respeto y joyero famoso, los objetos coloridos y brillantes siempre le llamaron la atención.

Él no tenía noción en esa época del valor exacto de las cosas, a pesar de que en su casa le enseñaban que nunca debía tomar algo que no le perteneciera.

Realmente él era muy inocente.

Una simple historia

U

Carlos Bone Riquelme

 

La mañana estaba fresca, aunque ya era enero en concepción y el sol brillaba en el cielo.

Hellen deja su casa en Cochrane, y camina recto hacia el centro de la ciudad.

Sus pasos son no solo apurados, sino seguros, pues tiene una importante cita que será crucial, aunque ella no lo sabe, para su futuro.

Pero volvamos un poco atrás.

Hellen estudiaba en la Universidad de Concepción, pero además había terminado un curso de secretariado en la escuela de Juanita Loosly, la mejor de toda la octava región, la cual ella pensaba que complementaron sus estudios con taquigrafía y otras habilidades propias de una secretaria.

Era verano y toda la familia se había ido al campo dejándola sola, a ella y Alicia, la muchacha que ayudaba en casa, pues ella debía terminar un último certamen de su carrera.

Pero durante el tiempo, sola su cabeza, siempre ocupada en hacer diferentes planes buscaba nuevas formas de ganar dinero adicional, y decidió que una buena manera sería trabajar haciendo reemplazos en el Banco de Concepción.

Así que hoy se levantó un poco más temprano poniendo en orden su Curriculum Vitae con algunos otros documentos que probaban sus estudios, notas, y trabajos hechos, como el de profesora asistente en una escuela de San Pedro.

La familia no sabía lo que ella planeaba, aún más, la esperaban para continuar un periodo de esparcimiento en aquel lugar idílico junto a la familia de cercanos amigos en la Zanja, propiedad de la familia Bruhn.

Hellen apuro un poco el paso, no por temor a llegar tarde, sino por nerviosismo pues la posibilidad de conseguir este trabajo de verano la excitaba mucho.

Cuando llegó frente a la entrada principal del banco, entró sin vacilar dejando que sus ojos verdes recorrieran el primer piso donde estaban las cajas y un sector de atención al cliente.

Hellen era delgada, de pelo castaño oscuro, pero lo que verdaderamente la destacaba, eran aquellos ojos que no solo eran almendrados, pero además brillaban con una pasión casi felina.

Ella apenas vaciló un segundo, y se acercó al guardia vestido de uniforme azul, para que le indicase la oficina de personal.

Una vez en la oficina le explicó a la secretaría el motivo de su visita, y le entregaron varios documentos para llenar, los que ella, lentamente y con mucho cuidado, los completó de punta a cabo.

Pasaron algunos días y recibió una llamada del banco para presentarse a una entrevista con el gerente de personal.

Hellen se sentía segura de que la contratan, pues su juventud le impedía ver dificultades, solo éxitos; y así, la entrevista se desarrolló de la manera que ella esperaba sintiendo que el puesto será suyo, sin importar en qué posición entrara, pues, al fin y al cabo, solo sería un reemplazo que duraría lo que restaba del verano pues luego ella volvería a sus clases en la universidad.

Fue citada a una última entrevista, donde la presentaron a quien sería la jefa durante este periodo de trabajo.

La jefa sería Luz María Larraín, quien era conocida de su familia, así que ella se sentía dueña del mundo.

Sus padres estaban sorprendidos, pero al mismo tiempo orgullosos de su capacidad personal de gestión, así que aquel verano, Hellen, fue integrada a esa magnífica familia que era el banco de Concepción.

Pero aquellos meses de verano se extinguieron con rapidez, y llegó el día en que ella fue llamada nuevamente a personal pues su contrato estaba llegando al fin.

En esta nueva entrevista Hellen fue presentada con la interrogante de si quería continuar trabajando allí, pero ahora como empleada a tiempo completo.

Era una decisión difícil, pues solo le quedaban unos pocos ramos para graduarse de Licenciatura en Francés, Traducción Español Francés.

Ella se encaminó a la universidad, bajando por Cochrane para luego tomar Chacabuco directo hasta la Plaza Perú.

Los días de verano estaban quedando atrás, y el cielo se veía ya atiborrado de negras nubes que auguraban aquellas lluvias tan típicas del otoño penquista.

También corría un viento de aquellos que la hacían tiritar debajo de su abrigo, pero sus mejillas estaban arreboladas y un halo de vapor salía de su boca mientras sus pasos llegaban a la escuela de lenguas.

Podía ver las estatuas blancas que decoraban los caminos de la universidad, y ya el movimiento de estudiantes que regresaban a sus aulas se iba intensificando.

Pronto el tráfico sería mucho más con la llegada de los “mechones” o nuevos estudiantes que vendrían de todos los puntos del país.

Entró al edificio gris de la escuela, y se dirigió a la oficina de asuntos estudiantiles.

Cuando salió de allí, después de conversar con la persona que la orientó sobre sus estudios, se encontró con algunas compañeras con las cuales formaron un pequeño grupo desde donde se podían escuchar las risas de aquellas muchachas que estaban recién comenzando la vida que se les aproximaba con una rapidez que no podían imaginar.

Hellen tampoco lo sabía, pero el futuro se presentaba más complicado de lo que ella podía vislumbrar.

En los días siguientes ella decidió que podía seguir trabajando en el banco, y además terminar las clases que aún le quedaban pendientes.

Ella estaba acostumbrada a realizar varias actividades al mismo tiempo, así que aun a pesar de las dificultades, ella solo veía soluciones.

Y un día de marzo, fue contratada como empleada de planta del banco, con un sueldo mayor de lo que había recibido como reemplazo, y, además, recibiendo beneficios que ni siquiera sonaba a esta temprana edad.

Ella solo tenía 22 años y sentía que la vida le sonreía.

Día especial

D

María Manuela Asenjo

 

Me afano ante el espejo con la raya del párpado. Mi pulso temblón hace que haya tenido que limpiarla dos veces.

Primero el fondo blanco, el de efecto buena cara. El maquillaje un poco espeso, colorete…

Hace años que no me pinto, leo los apuntes posados en la repisa del lavabo con atención, cumpliendo cada paso, como si fuera la chuleta de una chica de instituto: sombra oscura en el inferior en forma de nuez que combine con el tono del iris o la ropa… ¡Ay, qué nervios! Reflejos luminosos en el superior… que resplandezca la mirada… Bueno, voy teniendo mejor cara. Espera, un poco más de polvo en los pómulos.

Miro el reloj por enésima vez, es casi la hora. En unos diez o quince minutos llegará. Tengo que estar impecable.

Retoco el perfilado de labios, me pongo la chaqueta de mi mejor traje sobre la blusa de seda. «Qué demonios —le digo a la mujer del espejo mientras pulverizo un poco de laca—, estás espectacular. Deberías arreglarte más a menudo».

He tardado en elegir qué zapatos ponerme. Pero elegí estos, los altísimos, de ante negro; estaban guardados al fondo del armario. La verdad es que me destrozan los pies, pero son los más sexys. Hoy estoy empeñada en que me vea despampanante, especialmente atractiva…

No he terminado de calzarme y oigo la llave entrar en la cerradura. Salgo de la habitación a la vez que él cierra la puerta. Da la vuelta, queda paralizado. Ha clavado sus ojos en mí y no puede apartarlos. Noto una mezcla de admiración, deseo y extrañeza.

—¿Y eso? —sospecha.

—¿El qué? —sonrío nerviosamente.

—Ese aspecto, ¿por qué te has puesto tan guapa?

—Quería darte una sorpresa.

—¿Y el niño?

—Lo llevé a casa de mi madre. Quería quedarme contigo a solas.

—No entiendo, ¿qué celebramos hoy? Además, no iremos a salir; te olvidas de mi esguince, me duele mucho el pie.

Sigue quieto sosteniendo las llaves y la cartera, junto a la entrada. Avanzo hacia él desde el fondo del pasillo, decidida.

Con mi sonrisa más embaucadora me pongo de puntillas acercando mi boca a su oído (¿detecto un ligero destello de temor en sus ojos?).

—Hoy es una fecha muy importante, cariño, hace exactamente siete años, tres meses y veinte días que empecé a convivir contigo. Y mira, habremos tenido un hijo, habremos pasado muchas cosas, habrás marcado un antes y un después en mi vida, de hecho, has dejado en mí huellas imborrables. Pero hoy por fin quiero darte las gracias. No sé lo que sucederá mañana, si podré cumplir mis proyectos, ni siquiera si los tengo. Lo que sí te aseguro, querido, es que ¡jamás volverás a ponerme la mano encima!

No le da tiempo a reaccionar. Intenta agarrar mi brazo, pero me suelto enérgicamente. Saco mi maleta y mi bolso del armarito de la entrada y salgo con paso firme, barbilla en alto y mirada desafiante. Solo yo noto cómo me tiemblan las piernas, mientras arrastro el equipaje, poniendo especial cuidado en que las ruedas pasen por encima de su dolorido pie.

Abajo me esperan en el coche, es el principio de mi nueva vida. Sé que mañana, por fin, habré despertado para siempre de estos siete años de pesadilla. Por eso retoco nuevamente mis pómulos en el ascensor, que no se note ni un resto del pasado.

El quiltro

E

Carlos Bone Riquelme

Caminaba unos pasos y se detenía a olisquear unas matas; quizás, las raíces de un árbol, para luego mirar a su alrededor con algo de indiferencia. Más allá, yo, sentado solo en una de las viejas bancas de madera reseca, lo miraba con algo de melancolía.

El quiltro era flaco, de un color casi indefinible, y se movía siempre alerta, manteniendo las puntiagudas orejas indicando un tiempo y un espacio, aunque tranquilo, pero dejando saber que, sin duda, era un producto de la calle.

Se me acercó al trotecito y, parándose a una distancia prudente desde donde él podía escapar si algún movimiento mío lo alertaba de un peligro inminente. Pero yo lo miro con ojos de pariente pobre que reconoce en aquel otro a alguien que tiene similitudes de carácter.

Y él también pareció reconocer a un compañero de aquellos que vagan sin destino ni futuro; así que se acercó con más confianza para oler mis manos y sentir, quizás, el calor que emana de otro cuerpo.

Mi mano lo acarició, rascándole entre las orejas, y el quiltro cerró por un instante los ojos sintiendo el placer de una caricia, de esas que no se dan todo el tiempo; la mayor parte de las veces son patadas arteras acompañadas de algún garabato que alude a aquellos piojos que se anidan en los pelajes sucios. Pero ese momento duró solo un poco.

Pronto él estaba nuevamente alerta, como si alguna vez hubiera tenido la experiencia de una caricia para luego recibir el golpe traicionero. Y así su cuerpo se tensó, listo para alejarse rápido de mí, solo en el caso de que algo lo avisara de mis malévolas intenciones.

Pero yo estaba muy lejos de eso. Había encontrado un compañero; un "soul mate"; y nos habíamos reconocido como dos huérfanos de cariño que se encuentran en la mitad de aquello llamado ternura. Nos miramos a los ojos y en su pestañeo rápido y su movimiento de cabeza advertí que él me aceptaba como un hermano más de calles lóbregas y barrios solitarios.

Así, él se quedó parado a mi lado como para determinar si podríamos caminar el mismo camino. Y me olisqueó las piernas, quizás buscando el trasero para determinar qué clase de mastín yo era.

Yo casi sentí los deseos de tirarme en cuatro patas para acercarme aún más a él. Pero no era necesario. Cuando yo me levanté, casi oscureciendo, él me siguió caminando alegre a mi lado, quizás esperando un plato de comida caliente que le devolviera el sentido a su vida de quiltro callejero e independiente.

Y llegamos a mi pensión. Una casa vieja de un piso, llena de pasillos de maderas crujientes y ventanales de cristal, algunos rotos. Y entramos silenciosos tratando de no ser notados con el quiltro siempre a la siga.

Mi habitación estaba fría, pero al encender la lámpara de noche algunas sombras danzaban en las paredes mientras yo alcanzaba un trozo de pan añejo y, partiéndolo en dos, lo compartía con ese perro amigo. Él se devoró el mendrugo de un bocado y me miró esperando más. Su lengua colgando mientras los jadeos de su respiración me apuraban a conseguir algo más.

Y así que saqué más pan de la bolsa de tela y compartí la pobreza y la soledad con el quiltro que me acompañaba más que muchos otros que algún día se sentaron a la vera del camino a cambiar algunas palabras indecentes que el viento se llevó sin consecuencias.

El quiltro se acostó sobre la barriga mientras yo le acomodaba un plato con agua fresca y helada. Su lengua batió récord mientras él me miraba con algo parecido al compañerismo de quien da lo que tiene sin más de lo que se puede. Él lo entendía, pues su espíritu era libre de posesiones materiales, de hogares vencidos por el tiempo y de amores que solo duraban lo que una erección.

Y aquella noche dormimos el uno a la vera del otro. Él, tirado sobre algo que algún día fue alfombra, pero que hoy ya raída y descolorida era solo un recuerdo de tiempos mejores; y yo, en una cama de resortes vencidos y de colchón medio agotado de las lanas tiesas de tiempo y uso. Mis sábanas decían “El Melón”, una envasadora de harina que me arropaba tierna en su calor pobre pero honrado.

En la mañana desperté súbitamente alerta, sintiendo más que viendo la presencia de algo al lado de mi cama; y era el quiltro que me miraba respirando con su lengua agitada, esperando que yo le abriera la puerta para seguir con su libertad de calles peligrosas y solitarias.

Y así lo hice, pues la libertad no se puede atrapar ni con cariño… y se marchó alegre, moviendo la cola como si la noche hubiera sido una fiesta. Alguna vez lo volví a ver a la distancia, trotando entre la gente o corriendo entre los árboles, pero nunca más volvimos a acercarnos.

¿Para qué? Ya sabíamos más del uno y del otro que muchos psicólogos de terno y corbata, ya no necesitábamos más compañía que la de la vida y la muerte…

El estafador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Había un ruido intenso. Casi no se podía oír lo que él hablaba. A pesar de ello, continuaba haciéndolo sin parar. Al hombre no le daba vergüenza. Se cree joven, a pesar de tener 78 años.

Estuvo casado en varias ocasiones, cinco para decirlo con exactitud, y les echa la culpa de las separaciones a las mujeres. En su forma de ver, todas tienen algún defecto: bien físico, bien intelectual o bien moral. ¡Impresionante!

Está bien físicamente, a pesar de no ser un hombre atractivo, porque no es guapo y es bajito (1,60 m), pero relativamente tiene algún encanto porque es simpático. Es europeo y habla bien francés y español.

Como compañero para un chat de playa, es incluso interesante. Para sus amigos ricos es especialmente útil. Sí, para sus amigos ricos. En verdad, eso es lo que más le gusta: tener amigos y mujeres muy ricos, con los que pueda conocer y participar en sus fiestas y ambientes refinados. Aparentemente es una persona sencilla. Y es claro, cuando expone su situación financiera, aun entre sus palabras y acciones delata sus auténticas intenciones.

A los amigos que están en igual situación que él, cuando no tiene ninguno, se les acerca para cubrir su soledad. Sin embargo, a la primera ocasión, por negligencia, cambia cuando le surge alguien más rico. La vida también, en ocasiones, da sus sorpresas. Y así pasó.

Por un chat de internet, en el que intenta normalmente conocer a otras personas y relacionarse con ellas, conoció a una mujer hispanoamericana que parecía de buena posición financiera. Bien parecida, esbelta y relativamente joven para él. La diferencia de edad entre los dos ronda los 20 años (ella más joven que él).

Se fue a visitarla a su ciudad de residencia y se hospedaron en un hotel, donde mantuvieron relaciones íntimas que a él le parecieron bastante satisfactorias. Después, la convidó para que pasara unos días con él en su casa de la playa.

Ella vino. Llegó encantadora, se reunieron en la estación, a donde él fue a recogerla, como suelen hacer los hombres bien educados. La dama pensó entonces que había encontrado al hombre de su vida, el cual habría de satisfacerla en todas sus expectativas, que fundamentalmente consistían en casarse con un europeo para obtener la misma ciudadanía; un hombre más viejo al que pudiese dominar a su antojo, rico y propietario de bienes materiales que pudiesen hacer su vida llena de lujos y sin problemas preocupantes en lo económico.

¡Torpe engaño! Cuando constató la dura realidad, cuando no tuvo acceso a los restaurantes que ella pretendía, cuando pudo comprobar que tal apartamento en que él vivía era alquilado y que la comida era hecha en casa y escasa, pensó en cómo desembarazarse de la situación en la cual se había metido.

Urdió entonces y ejecutó con frialdad, calculadamente, su plan. Comenzó bebiéndose todas las botellas de cerveza que él tenía almacenadas en su casa, que eran aproximadamente quince. Después de bebérselas, durmió toda la noche en su cama, ocupando incluso el sitio de él. El día siguiente fueron a la playa y, después de almorzar en un restaurante modesto, donde nuevamente bebió ocho o nueve cervezas sin embriagarse.

Ante lo que estaba viendo, él se puso cada vez más enfadado y frustrado en sus sueños de grandeza. El plan de ella surtió el efecto deseado. Al acabar el fin de semana, ella se despidió y le dijo:

"¡Adiós, amor! Sencillamente no coincidimos en nuestros gustos. A mí me gusta el champán francés y a usted le gusta el agua. Lo siento."

Temprano en Concepción

T

Carlos Bone Riquelme

La mañana es gris y helada, y una leve llovizna se escurre desde el cielo negro y amenazador. Los edificios blancos, construidos en bloque, dejan paso a unos grises departamentos localizados detrás del pecaminoso barrio de Orompello. Caminando sobre las baldosas de cemento cubiertas de tierra, puedo llegar hasta el edificio donde vive Lukas.

Subo las escaleras de concreto gris de dos en dos y, deteniéndome frente a la puerta, tocando reciamente, grito “café, café…”. Este es el grito de guerra, de batalla con el que cada mañana me arrimo a este apartamento para despertar a mi gran amigo y compartir una taza de ese humeante Nescafé.

La puerta se abre y un señor en camisón de dormir y un tanto extrañado me mira con cara de enojo. Y allí, en ese momento, me percaté de que estaba en el piso equivocado. Muy avergonzado, le pido disculpas y llego al apartamento correcto donde Lukas ya me esperaba risueño y jocoso.

Lucho Miranda, quien vivía en el mismo apartamento en sus tiempos de estudiante universitario, se levanta para ir a la Universidad, y Lukas calienta la pava preparando dos tazas de café entre chistes y risas.

Conozco a Lukas, aunque no éramos amigos, desde aquellos tiempos de Tucapel y Chacabuco donde compartimos esquinas con muchos otros.

Los hermanos Carlos y Daniel Campos, Los Vernier, los hermanos Carlos y Jorge Yacoman, los Valde, los hermanos Jorge y Bautista Vanshowen… todos residían en el barrio, pero en aquellos tiempos éramos solo conocidos y nuestra verdadera amistad se inició mucho tiempo después, al regreso de Lukas desde Buenos Aires, donde residió por algún tiempo.

Claro que no volvió solo. Se trajo a una Argentina bastante buena, aunque un poco sobrealimentada.

Carmencita, la madre de Lukas, una señora de una personalidad fuerte y carácter de hierro, les entregó un pequeño apartamento en los altos de un edificio en la esquina de Aníbal Pinto con Maipú, donde ellos se instalaron, pero que pronto se convirtió en el lugar de encuentro de los “Hipitos” de Concepción.

Llegaba Willie Arce, “el Distorsion”, el cual con muy mala suerte siempre era encontrado en el apartamento por la señora Carmen en actitudes sospechosas, y por lo cual ella le tenía gran inquina. Lucho Varela, un muchacho muy callado y pacífico, pero al cual un día echamos a patadas con Lukas, pues se comió nuestro almuerzo… y muchos otros a los cuales no recuerdo o sería largo mencionarlos.

Claro que la luna de miel con la Argentina, y también con la madre, le duraría poco a mi amigo, pues un día, ella ya cansada, me refiero a la Sra. Carmen, de tanta algarabía a sus expensas, sacó a Lukas del apartamento con vientos frescos y la Argentina con mucha melancolía volvió a Buenos Aires, dejando a Lukas aliviado y contento.

Nosotros nos mudamos todos a vivir a una casa de pensión en Maipú con Castellón. Lukas y yo compartimos una habitación en el segundo piso y “Distorcion” en el primer piso. Desde la ventana se podía ver el campanario de La Merced, y en la esquina existía una fuente de soda donde en 1976 pude ver una de las últimas peleas de Mohamed Ali contra Frazier.

Esa noche recuerdo el local lleno de parroquianos, donde se encontraban varios de los residentes de la pensión.

Bajando hacia la estación, por Maipú, se encontraba “Donde Golpea el Monito”, y más abajo, el Mercado Central con sus olores salpicados de mariscos y pescados frescos… En la esquina de Caupolicán y Maipú estaba lo que fue “Claramunt”, y luego cambió su nombre transformándose en una fuente de soda cualquiera.

La calle Maipú siempre estaba llena de carretones y con gritos de los obreros de la mañana cargando carnes y verduras frescas al interior del mercado… En Rengo, casi con Freire, se abrió “Senosiain” y más arriba el Stromboli, el lugar de los pasteles de choclo y de las rozagantes y embriagantes humitas y cazuelas de vacuno.

En su segundo piso pasamos algunas noches de cervezas y vino, aunque el piso de madera no nos tranquilizaba por su crujiente bamboleo. “Corona que todo lo soluciona”, abrió sus puertas en Freire y un poco más allá la botillería de los Martínez, hoy cerrada y olvidada… Casi al llegar a la estación, la Casa del Freno, que era del papá de Luciano González, quien trajo el primer Camaro blanco importado de USA. Luciano tocaba la guitarra con Johnny y él aportaba unos equipos electrónicos también importados de “Gringolandia”.

Al final, llegando a Arturo Prat, las consabidas mesitas de los compradores y vendedores de ropa usada, llamada “Falabella Prat”, uno de los cuales recuerdo a Alejandro, un muchacho emprendedor que luego se traslada gracias a su esfuerzo personal y gran talento para los negocios, a un pequeño local en Maipú, para luego comprar varios locales con una inmensa casa donde algún día jugamos Pool en una de las mesas compradas por Alejo… Más tarde, casi en los 1980, Alejandro abriría el “Mercado Persa” en Barros, casi al llegar a Rengo… Esa es una muestra del emprendimiento, el esfuerzo y el trabajo…

Por allí, en Prat, estaba la mansión de “Charly Manson”… La llamábamos así pues era una de esas casas viejas o conventillos de pasillos interminables de maderas negras y muchas habitaciones, casi todas vacías, cubiertas de oscuridad, donde Charly, también fallecido, vivía con varias muchachas en un rastro de comunidad y donde siempre lo veríamos descansando entre almohadas y rodeado de sus odaliscas de dudosa procedencia… Pero Charly fue siempre abierto a los amigos, ofreciendo refugio al que lo necesitara o pidiera, como muchas veces nosotros lo hicimos…

Con miel se cazan las moscas (que no con hiel)

C

Pedro Rivera Jaro

 
Aquella mañana aparecieron por todo el Barrio multitud de pintadas. Puertas
de garaje, muros de edificios, y en general cualquier lienzo de pared remata do con cemento, amanecieron con mezclas artísticas de colores variopintamente combinados para obtener composiciones luminosas, que los adornaban con gran acierto.
 
Por ejemplo, en una pared que estaba frente a unos jardines, habían pintado
unos árboles que parecían conformar un pequeño parquecito vegetal.
 
Un segundo ejemplo: en una puerta de garaje de una comunidad vecinal habían pintado un precioso y reluciente automóvil rojo, que parecía salir de dentro, con los faros encendidos.
 
Parece que varios vecinos habían observado, desde sus ventanas, a grupos
de adolescentes como de 13 o 14 años, armados de sprays, pintando al anochecer, y dichos vecinos fueron a hablar con el director del Colegio Público que estaba cercano, porque pensaban que los jovencitos podían ser alumnos suyos.
 
El director les recibió con una sonrisa, y a continuación, les rogó que le acompañaran. Les dió un paseo por todos los patios traseros del Colegio y les mostró las paredes interiores, que estaban igualmente llenas de pintadas.
 
Había probado a obligar a los alumnos a parar de pintarrajear las paredes, amenazándoles con castigos, si se les sorprendía haciéndolo, pero dichas amenazas no consiguieron ningún resultado. Los chicos siguieron emborronándo todo, a escondidas, con sus pinturas.

Los vecinos regresaron a sus casas, mas sorprendidos que cuando vinieron a
quejarse al Colegio.
 
El Director, que estaba preocupado por la situación, estuvo durante varios
días meditando, y al final, elaboró un plan de acción.
 
Reunió a los alumnos en el salón de Actos, y les propuso organizar un Concurso de Pintura en el que voluntariamente podrían participar, seleccionando préviamente los mejores artistas de entre todos los alumnos. Tendrían que formar 10 equipos de pintura y efectuarían sus pintadas sobre las paredes interiores
de los patios del Colegio.
 
En primer lugar deberían pintarlas todas de blanco, haciendo así desaparecer
todas las pinturas realizadas anárquicamente por todo el Colegio. A continuación pintarían los temas seleccionados por los equipos, y una vez terminados serían juzgados y valorados por todo el común de alumnos. Se les clasificaría
del primero al décimo, y se les otorgarían los correspondientes diplomas, en
función de las puntuaciones obtenidas por cada uno de ellos.
 
El resultado fue un éxito aplastante, y no volvieron a verse mas pintadas por el
barrio. Los artistas se sintieron valorados por obra y gracia de un director que
utilizó su jerarquía y su intelecto, para demostrar una vez mas que las moscas
se cazan con miel, que no con hiel. Donde no funcionó la amenaza, triunfó la
inteligencia.

Roberto Goñi

R

Carlos Bone Riquelme

Conocí a Roberto Goñi, creo que fue en el año 1967, cuando él trabajaba para el Partido Nacional y mi madre era secretaria de ese mismo partido, cuya sede se ubicaba en Freire, casi al llegar a Colo Colo. Creo que fue mi madre quien nos presentó, y aunque Roberto era mayor que yo, tenía esa facilidad para sonreír y parecer un muchacho no mayor que nosotros.

Era maceteado y bajo, pero ese físico lo acompañaba con una liviandad que hacía parecer la vida como algo fácil de llevar, siempre acompañando su conversación con alguna risa que, sin ser estruendosa, se escuchaba por sobre las demás.

Roberto era esa clase de persona que no podía caer mal.

Inocente dentro de su madurez, y siempre con una apariencia de banalidad que le bajaba el perfil a cualquier tema que se tratara. Al poco tiempo, le presenté a Juan Navarrete —mi gran amigo “Catu”— a Roberto, y ellos congeniaron de inmediato, estableciendo una amistad.

Como si nada. Roberto y Catu pasaron muchas horas —algunas de las cuales compartí— en el “Samoa”, un restaurante ubicado en la esquina de San Martín y Caupolicán, jugando póker de “cacho” con algunos otros personajes que también recuerdo.

Allí estaba un tipo al que conocí muy poco, pero, por lo poco que traté con él, pude notar que era de esos personajes que siempre tienen una anécdota capaz de hacernos estallar de risa.

Para empezar, solo diré que era chofer de una funeraria.

También estaba el “Cojo” Fernández, un muchacho delgado, de tez morena, que tenía un defecto de nacimiento en un pie que lo hacía cojear. Pero Fernández era, al igual que los otros, un hombre de gran humor. Como se acostumbraba en ese tiempo, llamábamos al negro “negro”, al pelado “pelado” y, por supuesto, al cojo “cojo”, por lo cual el apelativo nunca le molestó.

Es más, lo usaba como modo de sacar ventaja en algunas situaciones. Como aquella vez en que Roberto intentó cobrarle una vieja deuda, y ante la negativa del Cojo de pagar, lo amenazó: “Te voy a sacar la mierda a combos por sinvergüenza”. Y el Cojo le respondió: “Pégame si querís, pero yo tengo este defecto, y así mismo te mando a la cárcel por pegarle a un incapacitado...”. Aun así, el Cojo era de un humor hilarante, y cuando yo me sentaba a la mesa con todos ellos, era imposible no reír y disfrutar de la vida.

Pero volviendo a Roberto: un día desapareció de Concepción y nunca más se le volvió a ver. Y me pregunté muchas veces qué habría sido de su vida.

Un día, ya por los años 80, mientras estaba en Santiago y caminaba sin prisas por el paseo Ahumada, haciendo tiempo para viajar de regreso a Concepción, de pronto me topé de frente con Roberto.

Está de más decir que nos abrazamos con gran cariño.

Cuando le pregunté por su vida, me miró un momento con una pena desacostumbrada en él, una expresión que me confundió.

Me dijo: “Invítame a un trago y te cuento”. Nos fuimos a la “Unión Chica”, un lugar conocido por quienes conocen Santiago (y los que no, pregúntenle a quien sí lo conoce).

La Unión Chica es un bar ubicado casi a la vuelta del prestigioso “Club de la Unión”, y de allí su nombre, aunque era un gran local, oscuro como todos los bares, con una larga barra.

Pedimos una botella de vino y nos sentamos en una de las mesas.

Y esto fue lo que Roberto me contó:

—Tú sabes que yo era soltero —y sin esperar respuesta continuó—: Bueno, conocí a una mujer con la cual me casé y tuve dos hijos.

Allí recordé haberlo visto del brazo con una mujer alta, bella, y de formas contundentes. Pero nunca le pregunté quién era… o no tuve la oportunidad, no sé...

—Bueno —siguió—, vivíamos en la casa de Cochrane y tuvimos dos hijos. Hasta que me obligaron a dejar la casa, pues la propiedad se vendió. Y la verdad es que no me estaba yendo nada bien en Concepción. Ella me convenció para viajar a Argentina en busca de mejores oportunidades.

—Y nos fuimos a Buenos Aires. Allí trabajamos en lo que pudimos y vivimos donde se podía: hoteles baratos, pensiones y conventillos. En una de esas, ella se enfermó. Cayó al hospital, y cuando salió, en muy malas condiciones, decidimos que era mejor volver a Chile. Pero no teníamos los recursos para regresar todos juntos, así que le pedimos a una familia vecina —que eran amigos nuestros— que cuidaran a los chicos hasta nuestro regreso.

—Y volvimos a Concepción. Pero al llegar, ella falleció y me quedé solo. Entonces volví a Buenos Aires a buscar a mis hijos, pero cuando llegué al lugar donde vivíamos, la familia que los cuidaba se había mudado sin dejar dirección.

—Me volví loco buscándolos. Recorrí cielo, mar y tierra sin resultado. Así volví a Concepción y me dediqué a tomar. Quería morir, que la vida se acabara, pero no tenía el valor para hacerlo. Me vine a Santiago, y aquí estoy, ganándome la vida ayudando a los pueblerinos —a la gente de provincia— a llenar formularios para las distintas oficinas públicas, por una propina...

Yo lo miré sin saber qué decir.

Esa noche nos emborrachamos hasta las patas, como en los viejos tiempos, y nos despedimos a las tantas de la madrugada con un largo abrazo.

Así lo vi alejarse en la noche de Santiago Centro, tambaleándose por el paseo Ahumada, con la cabeza gacha y tarareando una canción que no supe cuál era.

Perdí el viaje a Concepción, así que me quedé en un bar de la Estación Central, rumiando las penas de las vidas ajenas.

A las pocas semanas, me llegó la noticia de que Roberto se había ahorcado… Quizás esa misma noche reunió el valor y la decisión de hacerlo, no lo sé. Pero la duda y la pena me persiguen desde entonces…

 

Una cesta de cuernos

U

Pedro Rivera Jaro

 

En los años 60 existía en España una afición a la fiesta de los toros mucho más acentuada que en la actualidad. El crecimiento de los antitaurinos ha ido aumentando en detrimento de los aficionados a las corridas de toros. Al contrario de lo que ocurre con la afición al fútbol, que ha ido creciendo más y más hasta alcanzar los volúmenes actuales de seguidores a nivel mundial.

Recuerdo que, cuando era niño, conversaba con don Antonio, el marido de doña Luchi. Él era ingeniero, un hombre educado, y defendía la fiesta nacional a ultranza frente al fútbol, argumentando que era española, mientras que el fútbol lo habían inventado los ingleses.

Existían grandes maestros de la torería, y entre ellos descollaban un par de matadores que polarizaban la afición, exactamente igual que hoy ocurre con los equipos de fútbol más grandes, de los cuales un par siempre están en la disputa por el número uno.

Uno de los diestros se distinguía por un toreo apresurado, con movimientos acelerados y giros bruscos delante de la cara del toro. Tuvo graves cogidas en sus faenas porque arriesgaba mucho su cuerpo por la excesiva proximidad a la fiera, hasta el punto de que, al finalizar la faena, su traje de luces quedaba teñido de rojo por la sangre del toro. La gente joven prefería su forma de torear antes que las más clásicas de la tauromaquia.

Otro de los diestros se caracterizaba por un toreo mucho más clásico, siempre firme y sin perder la compostura, lo que atraía mucho más a los aficionados veteranos.

Yo no tomaré partido por ninguno de los dos, porque ambos toreros me gustaban en el desarrollo de sus faenas: uno por serio, y el otro por alegre.

El caso es que existían piques entre ellos por el tamaño de los toros y sus cuernos, y por la cercanía de los toreros a la punta de las astas al realizar las faenas.

Se cuenta que uno de ellos, que había estado casado con una bellísima señora y de la cual se había separado, al parecer por casos ciertos de infidelidad en su matrimonio, le mandó al otro, como regalo, una cesta llena de cuernos de toros bravos, enormes, presumiendo de los toros que mataba habitualmente en sus corridas.

Y dando a entender que los astados que mataba el otro maestro eran toros de escasa cornamenta, al contrario que los suyos.

El otro maestro, como respuesta, le envió una cesta llena de huevos, y dentro de ella un sobre con una nota manuscrita por él, que decía: “Cada uno regala de lo que tiene de sobra.”

No diré los nombres de ninguno de los dos matadores de toros, pero cualquier aficionado de entonces sabe quiénes eran. Y también sabe que aquel lance fue muy comentado públicamente y celebrado en los años 60.

Campos de madera

C

Carlos Bone Riquelme

Muy temprano en la mañana, mi empleador, el contratista llamado Sr. Reynaldo Sepúlveda —de estatura baja, medio rellenito y con una gran sonrisa que se extendía hacia sus manos abiertas, listas como para dar un abrazo— me dejó en las oficinas de la compañía localizada en San Vicente, a dos pasos de la entrada del puerto.

INFORSA, leía el letrero.

Era una fría mañana de agosto, y el día olía a lluvia. El graznido de las gaviotas se escuchaba como un lamento que se perdía en las calles semivacías del puerto, y el edificio de dos pisos, blanco, de modernas líneas y con un pequeño parqueo, esta mañana se veía ocupado solo por unas camionetas blancas con el logo de la empresa.

Subimos al segundo piso, donde nos encontramos en una amplia oficina con algunas secretarias empeñadas en una lucha a muerte con las máquinas de escribir, y al final, una puerta que decía en grandes letras: “Gerencia”.

Nos pidieron esperar, y luego de algunos minutos —en los cuales yo me encontraba muy nervioso, sintiendo las miradas curiosas de las empleadas— la puerta se abrió y un señor de mediana estatura, de unos cuarenta, cuerpo atlético, con un bigote poblado y denso, nos enfrentó con una sonrisa y se presentó como el “Señor Parada”. Nos señaló que entráramos.

Y en la oficina de grandes ventanales que iluminaban el interior, se podía observar un escritorio bastante amplio. Detrás, sentado, estaba el gerente, a quien más tarde conocería como el “Sr. Varela”. Él era relativamente joven, alto, de pelo largo (pero no tan largo) y con aspecto desaliñado, pues vestía muy casualmente.

Después de algunos minutos de presentación, el Señor Parada me pidió que lo acompañara. Me llevó a los campos de depósito de madera que estaban ubicados en San Vicente, casi mirando el mar.

Una caseta de madera era lo único significativo, además de la gran cantidad de troncos apilados uno sobre otro, y de diferentes dimensiones.

A lo lejos se veían algunas figuras que se movían rápidamente entre las filas que armaban los troncos, mientras el olor a humedad y humo mezclado me hacía lagrimear los ojos.

El señor Parada me indicó que entrara en la “oficina de terreno”. Cuando la puerta se abrió, solo pude ver una banca pegada a la pared trasera, y una mesa con una silla donde se sentaba un muchacho de aproximadamente mi edad, que luego sabría se llamaba Fernando Castro.

“Castrito”, como le llamaban todos, era fornido, bajo, de mirada recta y mano firme. Me saludó con un fuerte apretón, mirándome recto, lo que ya me dio una buena impresión, y una franca sonrisa donde se veía una dentadura blanca. El Señor Parada se fue, dejándonos las presentaciones a nosotros.

Me senté vacilante en la banca y Fernando me explicó el trabajo: había que controlar los camiones que salían cargados de madera y anotar la cantidad de “trozas” que cargaban.

Además, había que controlar las horas de trabajo de los muchachos que estaban en el campo, y revisar las máquinas cargadoras, poniendo atención al cronómetro instalado en cada una. Eran varias máquinas, algunas Caterpillar, otras John Deere.

Desde mi lugar, veía a los cargadores frontales moviéndose rápido mientras levantaban grandes troncos que luego depositaban donde algunos de los muchachos les indicaban.

Parecían monstruos deslizándose entre el barro y las cortezas que se desprendían de los grandes troncos, que se mezclaban en el suelo dejando grandes manchas de color negruzco.

De pronto, la puerta se abrió y entró un muchacho delgado, sonriente, con un mechón de pelo cayéndole sobre el rostro lampiño.

Me miró con sorpresa fingida —pues ya sabía que yo había llegado— pero quería "tasarme" de cerca. Sin despegar los ojos de mí, saludó a Castro, quien rápidamente, adivinando la razón de esta visita, le dijo:

—Este es Bone, quien me ayudará aquí en la oficina.

Y girándose hacia mí, añadió:

—Este es Ulises, el ayudante de capataz.

Así quedaron claras las posiciones de cada uno en este lugar, que era totalmente extraño para mí.

Entonces Ulises me dijo:

—Sería bueno que conociera el terreno.

Y mirándome los pies, me aclaró:

—Pero también sería bueno que se pusiera botas, pues con esos zapatitos, se le van a mojar los pies al señorito.

Sentí que mis mejillas enrojecían al sentir que el crudo comentario me ponía en un lugar poco agraciado. Pero, aun así, agradecí el consejo, y cogiendo unas botas de goma que Fernando me indicó, cambié mis zapatos de Astoriano por estas botas, que por algún tiempo serían mis compañeras de aprendizaje.

Claro que mis estudios de Arte no me habían preparado para esta faena, y se notaba en la forma de vestir y en la forma de hablar.

Y de alguna manera, ellos lo sentían.

Me prometí que yo les cambiaría esa percepción en poco tiempo. Ulises me llevó, podría asegurarlo, por el terreno más accidentado y con mayor cantidad de barro, para ver si me caía o, quizás, terminaba llorando.

No había mala intención en esta fechoría; era la forma de dar la bienvenida a quien claramente no pertenece a este mundo de trabajadores esforzados y que necesitan el dinero ganado a diario.

Ellos suponían que yo era un recomendado de los jefes, con algún grado de autoridad, y por supuesto, que los espiaba y dejaría saber a los “de más arriba” cada cosa que pasaba en este campo.

Entre los troncos encontramos a un muchacho delgado, de mirada esquiva —luego sabría que era un defecto en los ojos—, de pelo largo, pero que se veía con alguna autoridad entre los otros trabajadores.

—El jefe —me lo presentó Ulises secamente.

Se llamaba Gallegos, y con el tiempo aprendería a confiar en él. Era recto como una tabla y conocía el trabajo de arriba abajo. Aunque no perdonaba la flojera, estaba siempre listo para ayudar al que lo pidiera.

Al lado de él, estaba parado un muchacho bajito de estatura, ancho de hombros, de cabello desordenado y una sonrisa amplia con la profundidad del mar y sus cercanías.

Le decían “Chespirito”, y era el ayudante de confianza del gallego.

Más allá conocería al amigo que me ha acompañado por algunos decenios, y que, aunque en ese momento no lo recordaba, en algún momento fuimos compañeros del Liceo Enrique Molina Garmendia y, además, compañeros de lucha en aquellos tiempos de barricadas y marchas reivindicativas.

Se llama Miguel Elías.

Él tampoco se acordaba de mí, pero con el tiempo nos acercaríamos y compartiríamos muchas cervezas y vino del bueno.

Bueno, eso ocurriría con todos ellos, a los que recuerdo con mucho cariño.

Los operadores de los cargadores frontales eran más difíciles de convencer, pues claramente despreciaban mi origen de clase media y mi poco contacto con el trabajo de “hombres”.

Había uno especialmente, al que le decían “Rucio”, pues tenía un pelo anaranjado y una cara que se podría confundir en cualquier parte con un escocés de pura cepa, especialmente por el mal genio.

Estaba también Lucho, quien era compañero del Rucio; ambos eran empleados de la misma compañía contratista.

Lucho era de mediana estatura, de talante taciturno, pero muy amable.

Él me miraba con cierta pena, casi adivinando mi caída en desgracia y sintiéndola como si fuera suya. Esta sensación de caída me acompañó muchas veces durante mi adolescencia, pues yo venía de una clase media, de esas educadas y burguesas, pero que no estaba lejos de las clases trabajadoras.

Había uno al que le decían “el Pájaro Loco”, pues era muy delgado, de pelo largo y desordenado. En las tardes, cuando ya atardecía y el trabajo decrecía, él se sentaba a escuchar música al interior de su máquina, mientras todos lo mirábamos, esperando el momento del ataque.

Y de pronto, en forma inesperada, la máquina comenzaba a saltar y resoplar, levantando sus garras y luego dejándolas caer.

Esto duraba aproximadamente un minuto, para luego quedar nuevamente en silencio.

A esa hora, todos nos entrábamos a la oficina, riéndonos y comentando el suceso, que ya no era suceso, pero que nos sacaba de la monotonía de cuando no había embarque.

A veces, estas noches las salpicábamos con algún ingrediente sabrosón.

En un tonel vacío, de esos de petróleo, descargábamos un poco de carbón, le colocábamos una plancha de metal encima, tirando trozos de carne y longaniza encima.

Alguna botella de vino se paseaba alrededor, y mientras la noche nos miraba desde sus estrellas azuladas y brillantes, nosotros cantábamos una serenata de asado improvisado, mientras nos arropábamos en nuestro silencio, y a veces entre el eco de los camiones y de alguna canción que escapaba lloriqueante de una radio a baterías.

O el Rucio nos montaba a todos, como si fuera una pajarera ambulante, encima de su máquina para arrastrarnos al puerto, a esas casas que durante el día permanecen silenciosas, pero cuando la noche cae, se iluminan como guirnaldas de carnaval, y las risas escapan galopando entre las calles de piedras y asfalto.

Y allí, en torno a una botella de pisco, con algunas muchachas de formas abundantes y cariño que resbalaba desde sus ojos que han adivinado el amor a la distancia, se nos iba la noche.

El Gallego era tímido; casi retraído en estas lides. Pero sus combos retumbaban secos cuando la hora se prendía de infantes de marina.

Y el “Guatón” González se reía con Alcaíno, que murmuraba no sé qué palabras en algún oído de aquellos pintados de carmín.

Más de alguna vez lo escuché proponer a alguna de estas muchachas:
—Una noche, que, si me aguantas, te pago por dos noches.
Y las muchachas lo miraban entre risas y sonrisas incrédulas, pero luego se negaban, quizás con la premonición de aquellas que han visto mucho.

Más de alguna vez rentamos un taxi y terminamos en calle Orompello de Concepción, bailando en la “Boîte Tropicana” o en algún otro lugar de los cuales recuerdo solo las luces medio oscurecidas y las risas de los que no querían reír.

Y de pronto nos avisaban que venían varios barcos.

Teníamos que preparar madera para Libia, Kuwait, Dubái, Corea.

Y la actividad se volvía febril.

Ulises corría entre los paquetes de madera, mientras Sánchez gritaba con su voz delgada, que en esa hora no causaba risa.

El Gallego casi no hablaba y nosotros, con Fernando, apenas dormíamos. Pasábamos varios días entre embarque y embarque sin ver más que el polvo que levantaban las máquinas o los camiones.

Las camionetas de los contratistas llegaban rápidamente, descargando el petróleo para los cargadores, y los días se iban con rapidez.

Más de alguno se arrancaba para correr a la bodega más cercana a tomarse un “potrillo”, y el Gallego, o nosotros, que veíamos este desliz, mirábamos sin ver, ni siquiera cuando alguna botella encontraba su camino entre los troncos.

Eran muchos días y se necesitaba energía.

Y también nosotros encontrábamos el momento preciso para perdernos entre un gollete y chupar como si fuera mamadera, y sentir el tiritón casi milagroso que te devolvía la energía para algunas horas más.
Y de pronto todo terminaba.

Los barcos se perdían en lontananza y los camiones desaparecían hacia rumbos más productivos, y el campamento quedaba nuevamente en silencio, con todos relajados, durmiendo entre la madera fresca y el polvo translúcido que dejaba sueños en el aire.

Y llegaba el señor Sepúlveda a repartir los cheques, y eso traía la alegría de regreso.

Cada uno se perdía entre sus cuentas, calculando cuántas horas se habían trabajado esa quincena.

Y la noche volvería a ser día. Y en la mañana nos encontraríamos todos sentados en el sindicato de estibadores para saborear el tazón grande de café con leche y los huevos con longaniza que chorreaban grasa entre el pan amasado, la cebolla y las papas fritas; y todo esto a las siete de la mañana.

Y el sindicato lleno hasta las masas, con las risas y las conversaciones que duran lo que dura el desayuno.

A estas alturas, yo ya era parte del paisaje. Y los muchachos me aceptaban como uno más de aquellos que nos levantamos y acostamos juntos en contubernio cercano; de hermanos en la alegría y el dolor.

Y nunca me he sentido mejor que entre aquellos que me querían o no me querían, pero sin mentiras.

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