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Raimundo Tío Mundo

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Silvia C.S.P. Martinson

Era viejo. Muy viejo.
 
Así nos parecía.
 
Este hombre mayor era de una simpatía y cultura increíbles.
 
Su cultura provenía de la mucha lectura que hacía y de los libros que lograba conseguir, aquellos que llegaban a sus manos.
 
Todos los que lo conocían y apreciaban su compañía lo obsequiaban con libros, fueran nuevos o viejos. No importaba.
 
A los libros y a sus parientes les dedicaba su tiempo después de años de trabajo en la pesca, es decir, en la captura de peces y su posterior venta en el mercado, donde desde temprano en la mañana ya se encontraba para la inspección y selección del pescado antes de su venta al público.
 
Residía en una isla cercana a la ciudad, donde mantenía, en un buen terreno, su casa y su familia. Estaba casado y tenía tres hijos que lo ayudaban en la plantación de hortalizas y árboles frutales, cuya venta permitía que el presupuesto doméstico fuera razonablemente suficiente para el mantenimiento y el bienestar de todos. Su nombre era Raimundo, pero todos lo conocían como Tío Mundo.
 
Después de muchos años de trabajo, se jubiló.
El trabajo duro le dejó secuelas. Tenía dolor en las caderas y caminaba con cierta dificultad.
Tío Mundo solía cruzar el río en barca para, en la ciudad, consultar a los médicos en el Centro de Salud y también visitar a sus parientes.
Sus primos y sobrinos lo conocían y apreciaban enormemente por su natural afabilidad y por las historias que solía contarles a todos, especialmente a los niños de la nueva generación familiar.
 
Cabe destacar que llegaba a las casas sin anunciarse, entrando y saliendo como si fueran suyas. Hasta los perros más bravos se acostaban a sus pies y le lamían las manos.
Los niños, al verlo, corrían a abrazarlo y, como siempre sucedía, le pedían que les contara historias.
 
Tío Mundo, con una gran sonrisa en el rostro, se sentaba en una silla bajo un árbol si el tiempo lo permitía, o en invierno cerca de una estufa de leña, que en aquella época había en casi todas las casas, y comenzaba a relatar cosas de su pasado que, para quien las escuchara, parecían sacadas de buenos libros de cuentos.
 
Los niños a su alrededor lo escuchaban embelesados, sin apartar la mirada. Una vez les contó sobre una serpiente que se escondió bajo un armario de su casa, recordemos que vivía en el campo.
 
La serpiente salía de debajo del armario por la noche y bebía la leche del plato del gato, que había sido puesta allí para el felino.
 
Con el tiempo, el gato comenzó a adelgazar, se volvió más arisco y triste, hasta que un día se descubrió la verdadera causa.
 
La serpiente, que era bastante grande, fue hallada en su escondite, de donde la sacaron y la mataron. Su cuerpo fue colgado de una rama alta de un árbol para que se secara y luego su piel, muy bonita, pudiera aprovecharse para la confección de un bolso para mujeres.
 
Los niños, con los ojos muy abiertos, pidieron más historias. Tío Mundo contó una más. Levantó la pernera del pantalón hasta la rodilla y mostró una cicatriz. Allí faltaba una buena parte del músculo.
 
Contó que estaba cazando un caimán a la orilla del río. Estaba tan atento al animal que no se dio cuenta de que cerca había un nido de víboras jararacas, serpientes muy venenosas y violentas, que suelen atacar a quienes perciben como amenaza.
 
En su afán por cazar el caimán, cuya carne es sabrosa y cuya piel es valiosa para la fabricación de calzado y bolsos, Tío Mundo no vio la serpiente. Con un ataque certero, la víbora lo mordió en la pierna y quedó prendida allí. Tío Mundo, conocedor de las lides del campo y del peligro del veneno mortal de la jararaca, no dudó. Sacó su machete y, de un solo golpe, cortó la cabeza de la serpiente, que aún estaba prendida a su pierna, llevándose también un buen pedazo de su propia carne.
 
Como siempre que iba a cazar, además de provisiones, llevaba en su barca artículos de primeros auxilios, como gasas, agua oxigenada y esparadrapos para curaciones si fueran necesarias. Así lo hizo en su propio cuerpo.
 
Terminó la historia para los niños, que estaban extasiados escuchándolo, diciendo que ese día regresó a casa y por un buen tiempo no volvió a cazar.
 
Tío Mundo, después de esa historia, se despidió de toda la familia y abrazó a los niños, que gritaban:
 
—¡Cuenta más, Tío Mundo! ¡Cuenta más!

La hija de Tadeo

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Carlos Boné Riquelme

 

La hija de Tadeo se llamaba Albertina, igual que la abuela de su esposa. Aunque su madre, Josefina, y la abuela ya habían fallecido hacía mucho, Josefina murió al dar a luz a Albertina.

Los padres vivían en el campo, donde Tadeo trabajaba de sol a sol para mantener a su familia con recursos precarios. Sin embargo, Josefina, con sus extraordinarias habilidades para extender y alargar el presupuesto familiar, se las arreglaba para dar de comer a su familia, y más de alguna cosilla extra aparecía por allí.

Pero la familia solo la conformaban Josefina, Tadeo y el perro Rufino, un animal feo y viejo que solía estar echado, durmiendo junto a la cocina de leña de la humilde casa. Afuera tenían tres chanchos y una vaca que les proveía de leche, además de algunas gallinas ponedoras, cuya producción ayudaba a aliviar el presupuesto familiar con la venta de algunos de aquellos enormes huevos que muchos vecinos venían a buscar cada semana.

Josefina preparaba tortillas de patatas, las cuales eran famosas en la zona. Las ponía en una canasta tapada y salía a venderlas puerta por puerta. Así pasaban los días de la familia de Tadeo, hasta que Josefina le anunció su embarazo. La noticia los sorprendió a ambos, pues Josefina ya tenía casi cuarenta años y Tadeo bordeaba los cincuenta. Sin embargo, eso no disminuyó su alegría, y ambos se dieron a la tarea de preparar todo para el arribo del bebé, fuera niño o niña, acondicionando un espacio dentro de su habitación.

La casa la había construido Tadeo con sus propias manos en aquel terrenito heredado de sus padres en los alrededores de Quillón. Era una mezcla de madera, plástico y techo de zinc, materiales comprados con mucho esfuerzo en SODIMAC. No tenían electricidad, pero aquello no era motivo de preocupación en un hogar donde lo que más abundaba era el amor, la felicidad y la esperanza.

El agua no era potable, pues las cañerías aún no llegaban hasta la población donde vivían, a las afueras de la ciudad de Concepción. Así que, entre Tadeo y Josefina, bajaban hasta la orilla del río Biobío y llenaban varios contenedores de agua, con los cuales se lavaban, cocinaban y realizaban todos los menesteres del hogar.

Tadeo trabajaba en lo que fuera: un día como albañil en alguna construcción, otro acarreando paquetes en la estación de ferrocarriles o en la vega; también cargaba camiones y, a veces, barría calles o limpiaba patios de las familias más aventajadas de la ciudad.

Cada día era una lucha por ganar unos pesos, pero Tadeo lo hacía con alegría en su corazón. A pesar de su pobreza, él era feliz: estaba enamorado de Josefina y ahora tenía la esperanza de aquel nuevo hijo que llegaría a su vida.

Siempre había sido pobre. Su padre era inquilino en un fundo cercano a Florida y su madre limpiaba y cocinaba en la casa del patrón. Sin embargo, a Tadeo y a sus cuatro hermanos nunca les faltó algo para el “puchero” y todos fueron enviados a la escuela rural, donde aprendieron a leer y a escribir. Sin embargo, sin excepción, todos dejaron la escuela cuando aún eran pequeños.

Eventualmente, cada hermano tomó su propio rumbo en busca de mejores horizontes. Pero Tadeo, que era el menor de todos, se quedó acompañando a sus padres hasta que un día conoció a Josefina, quien llegó con su familia a trabajar al mismo fundo.

Tadeo y Josefina se miraron y fue amor a primera vista. Muy pronto, apenas pasados unos meses, se casaron. El padre de Tadeo tenía una pequeña parcela en Quillón que les cedió cuando contrajeron matrimonio. Con mucho esfuerzo, Tadeo construyó allí aquella casita: pobre, pero llena de felicidad.

Los padres de ambos no tenían mucho para compartir, pero lo que había se distribuía entre toda la familia. El tiempo pasaba hasta que el padre de Tadeo falleció de un ataque al corazón. El patrón le pidió a la madre de Tadeo que desalojara la casa, pues había contratado a un nuevo inquilino que la ocuparía. Así que ella se fue a vivir por un tiempo con Tadeo.

Pero pronto enfermó de los pulmones y falleció, dejándolos solos.

El tiempo pasó. Tadeo trabajaba todos los días, pero cuando regresaba a casa, sentía que todo esfuerzo valía la pena por la felicidad que le proporcionaba estar con su esposa y la independencia de vivir en su propia parcela: modesta, pero suya.

Así transcurrían los días, hasta que el embarazo inesperado los llenó de una enorme felicidad, mirando al futuro con esperanza.

El día en que Josefina dio a luz fue uno de aquellos que en el campo llaman “de perros”: el cielo estaba oscuro y llovía como “Dios manda”. Cuando los dolores del parto comenzaron, Tadeo no se atrevía a dejar sola a Josefina, así que, como pudo, trató de ayudar. Sin embargo, no fue suficiente. Aunque la niña nació, Josefina quedó muy débil por la pérdida de sangre y, a las pocas horas, falleció, pidiéndole a Tadeo que le pusiera el nombre Albertina, como su abuela.

La casa embrujada

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Silvia C.S.P. Martinson

 

Los conocí y, ciertamente, eran personas serias, íntegras y no dadas a mentiras o invenciones.

En realidad, sufrieron mucho y por un largo tiempo con lo que les sucedió.

Por motivos de trabajo en un nuevo negocio que el jefe de familia emprendió, se vieron obligados a mudarse de la ciudad donde vivían, donde estaban bien, disfrutaban de comodidad y tenían acceso a educación de nivel superior en caso de necesitarlo en el futuro.

La familia en cuestión estaba compuesta por el padre y la madre, ambos jóvenes, y una niña de aproximadamente dos años.

Llegaron a esta nueva ciudad, bastante grande y muy conocida por su puerto, su antigüedad y sus tradiciones, ubicada en la provincia de donde eran originarios. La pareja había nacido en la capital de esa provincia.

Al llegar a la ciudad, lo hicieron con grandes proyectos de progreso y mejora financiera, ya que habían invertido gran parte de sus ahorros en este nuevo negocio.

Gracias a la ayuda de amigos, alquilaron una casa antigua en un barrio céntrico. Estaba bien ubicada, era grande y cómoda, aunque vieja. Una vez allí, se instalaron con su mudanza.

La pareja tomó el dormitorio más grande de la casa, y la niña, uno contiguo al de ellos, un poco más pequeño y algo sombrío.

La casa tenía un largo pasillo desde el cual, lateralmente y desde la entrada, se distribuían las demás habitaciones: primero, una oficina y una sala de recepción, seguidas por los dormitorios del matrimonio, de la hija y de huéspedes, en caso de que los hubiera.

Todas estas habitaciones estaban a la izquierda del pasillo, que conducía a un gran y cómodo baño, donde incluso había una enorme bañera de mármol.

Siguiendo el pasillo hasta el final, este desembocaba en un amplio salón donde, además de sofás y sillones, había un espacio para el comedor, con una mesa y sillas para varias personas.

La sala de estar terminaba en otra dependencia, que era la cocina, la cual, además de los objetos propios de una cocina, tenía dos ventanas para iluminación y una antigua estufa de leña que aún no había sido retirada de la casa.

En la sala de estar había una puerta que daba acceso al jardín interno, al garaje adyacente y a otra dependencia en el fondo del patio, que estaba llena de muebles viejos, herramientas y ropa desgastada abandonada allí.

Las ventanas de la casa eran altas y se cerraban por dentro con grandes contraventanas de madera con cerrojos de hierro dobles, que no permitían la entrada de luz ni de extraños.

Cuando llegaron a la casa, la familia comenzó a colocar sus muebles y pertenencias en los lugares que les parecían más adecuados.

En la puerta del dormitorio de la pareja, encontraron un par de pantuflas de hombre, todavía relativamente nuevas.

Con todo en su sitio, la señora comenzó a limpiar la casa y el jardín interno, donde, tras arrancar toda la maleza, plantó verduras y flores que apreciaba.

Con el tiempo, comenzaron a notar cosas extrañas en la casa.

La niña ya no podía dormir por las noches y lloraba constantemente mientras hablaba.

El cuarto en el que dormía, por más calefacción que le pusieran, siempre estaba helado.

Los padres ya no tenían el descanso al que estaban acostumbrados en la antigua ciudad, ya que la niña lloraba por la noche e, increíblemente, se expresaba en idiomas desconocidos tanto para ella como para sus padres.

Las contraventanas de madera de la sala y la cocina, por más que las aseguraran por la noche, amanecían abiertas, dejando entrar la luz.

Un día, el padre, desesperado, tomó un martillo y enormes clavos, asegurando que las ventanas ya no podrían abrirse solas.

A la mañana siguiente, los clavos estaban en el suelo y las ventanas, todas sin excepción, estaban abiertas.

Los negocios comenzaron a ir de mal en peor, incluso en la relación con los socios, que no eran tan honestos como parecían al principio.

Después de un tiempo, en contacto con una familia vecina que siempre los observaba con curiosidad, supieron que esa casa había estado deshabitada durante muchos años porque nadie lograba vivir allí.

El último inquilino había salido corriendo de la casa, dejando allí sus pertenencias, ropa, muebles viejos y calzado. Se fue literalmente con la ropa puesta en su coche y nunca más regresó.

Les contaron, además, que en esa casa ocurrió una tragedia años atrás.

En la habitación donde dormía la niña, después de una gran discusión por celos entre los dueños de la casa, el hombre apuñaló a la mujer hasta la muerte, dejándola tendida en el suelo, completamente ensangrentada. Luego huyó y desapareció por completo de la ciudad.

Los vecinos, alertados por el mal olor del cadáver, llamaron a la policía y el caso quedó esclarecido.

La pareja, ya cansada y sin recursos financieros para continuar con los negocios en esa ciudad, se mudó nuevamente a la capital donde habían nacido y crecido.

Con el tiempo, en contacto con otras personas, supieron que en esa ciudad antigua tales historias y hechos no eran infrecuentes.

Cada casa vieja donde habitaron y vivieron muchas personas a lo largo de más de 500 años guardaba sus propias historias, marcadas en cada calle, cada esquina y cada rincón.

Dicen que es peligroso caminar solo allí por la noche... Eso dicen...

Misterio

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Sílvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro.

Los dos eran amigos inseparables desde que se conocieron, cuando aún eran jóvenes.

Frecuentaban los mismos lugares, como bailes y fiestas en sociedades donde podían comprar sus entradas. Además, como la ciudad en la que vivían aún no tenía el tamaño de una metrópoli, lograban con cierta facilidad acceder a estos ambientes.

Fue en una noche de baile, en aquella época en la que las jóvenes, acompañadas por sus padres o al menos por sus madres, iban a bailar al club. Ellas se sentaban en las mesas previamente reservadas para el evento.

Normalmente, los bailes se realizaban al ritmo de conjuntos musicales cuyos artistas eran contratados para tocar casi toda la noche, hasta la madrugada del día siguiente, cuando finalmente las personas se retiraban a sus hogares.

En esos bailes, las jóvenes solían ir bien vestidas y maquilladas. Se sentaban en las mesas entre sonrisas pícaras y seductoras, esperando que algún joven caballero las invitara a bailar.

Era considerado una gran grosería que una joven se negara a bailar con un hombre que la invitara. Lo máximo que podía hacer era aceptar una sola canción y luego pedir que la llevaran de vuelta a su mesa, alegando con delicadeza que tenía dolor en los pies o que estaba cansada.

Normalmente, después de eso, era común que la joven ya no recibiera más invitaciones para bailar esa noche. Los hombres se comunicaban entre sí, contando lo sucedido y, como forma de venganza, ninguno de ellos volvía a invitarla a bailar.

Siguiendo con nuestra historia, los jóvenes de los que hablamos al inicio se llamaban André y Ricardo.

Una noche, André y Ricardo asistieron a un baile que celebraba la llegada de la primavera.

Se vistieron de gala y se dirigieron al club, que se llamaba Barroso.

Allí, entre una danza y otra, conocieron a dos jóvenes bastante bonitas que se encontraban en la misma mesa. Eran hermanas.

Bailaron con ellas toda la noche y, junto con su madre, las acompañaron hasta su casa.

Aquel baile y aquel encuentro hicieron que, años después, Alice y Magda se casaran con estos dos amigos.

Los amigos disfrutaban de ir juntos a pescar o cazar, preferiblemente lejos de sus esposas. Aprovechaban esas ocasiones para beber más vino o cerveza de la cuenta, pasando los límites en el consumo de alcohol y terminando tan embriagados que ni siquiera se reconocían a sí mismos.

Pasaron los años, tuvieron hijos y nietos. También se jubilaron de sus trabajos y comenzaron a disfrutar de un poco más de descanso.

El hijo de uno de ellos compró una casa en la costa para que la familia pudiera disfrutar del verano junto al mar y escapar del calor de la ciudad, que había crecido mucho y se había convertido en una gran y agotadora metrópoli.

En uno de esos veranos, mientras los hijos y nietos aún no estaban de vacaciones, los dos amigos y cuñados viajaron a la casa del hijo de André con el supuesto propósito de prepararla para la llegada de la familia, ya que había estado cerrada durante todo el invierno.

¡Qué gran libertad tuvieron los dos!

Fueron en el coche de uno de ellos y, al llegar, se dirigieron a un bar donde compraron, además de comida, frutas, verduras y artículos de limpieza, varias botellas de vino y cerveza.

Por la noche, prepararon la cena mientras consumían vino y algún otro licor que encontraron en la casa.

Al día siguiente, cuando la familia llegó, los encontraron arrodillados en el suelo de la casa, rezando y haciéndose la señal de la cruz.

Sorprendidos, los familiares les preguntaron qué había sucedido, a lo que ellos respondieron que la casa estaba "embrujada" por espíritus malignos y que era necesario rezar y pedir a los ángeles que limpiaran el ambiente.

Aseguraron que durante toda la noche habían oído ruidos y sonidos provenientes de las habitaciones, el techo y todas las partes de la casa.

El hijo de André, dueño de la casa, al escuchar la historia, comenzó a reír sin parar, lo que provocó que su padre lo reprendiera diciéndole que "con esas cosas no se juega".

El hijo, que se llamaba Vicente, dejó de reír y explicó que, en realidad, hacía muchos años que en el desván de la casa vivía una pareja de animales con sus crías, que solo salían de noche para cazar murciélagos y ratas y alimentarse, ya que esta especie solía dormir durante el día.

Los dos ancianos no quedaron completamente convencidos. Sin embargo, después de haber bebido tanto y haber pasado la noche rezando en la "casa embrujada", finalmente se acostaron a dormir para recuperarse tanto del susto como del exceso de alcohol.

La historia se difundió entre la familia y, como una broma, cada vez que alguien iba a la costa decía:

—¡Voy para allá! ¡La Casa Embrujada me espera!

Llegada a Miami

L

Carlos Boné Riquelme

Yo había despertado hacía mucho, pero casi no pude dormir en toda la noche. No por incomodidad, sino por la angustia que me embargaba al pensar en lo duro que sería para mi familia este cambio radical en nuestras vidas.

Ignacio dormía en el piso del avión, delante de nuestros pies, en el espacio que quedaba entre el asiento y la división con la cabina delantera, en el asiento de emergencia. Cote, mi hija mayor, de apenas tres o cuatro añitos, seguía durmiendo entre Hellen y yo.

Hellen aún dormía el sueño de los justos mientras el zumbido de los motores se mezclaba con el susurro de algún pasajero moviéndose por el pasillo rumbo a los baños traseros.

Poco a poco, las luces se encendieron y el movimiento de las azafatas sirviendo el desayuno despertó a casi todos los viajeros. Hellen se desperezó lentamente mientras los niños continuaban durmiendo.

No los despertamos para que descansaran un poco más. Hellen y yo nos quedamos mirando en silencio. Con el paso de los minutos, el zumbido del motor se hizo más fuerte y la velocidad disminuyó.

La voz del piloto resonó a través de los parlantes, clara y fuerte.

El avión estaba iniciando su descenso hacia la ciudad de Miami. Levantamos las pequeñas persianas del avión y miramos hacia afuera. Las nubes aún se desparramaban con el viento, mientras un sol radiante y fuerte nos cegaba.

Poco a poco, pudimos ver la tierra mezclada con agua, que luego sabríamos que se trataba de los Everglades, los pantanos de Florida. Pronto, aparecieron las carreteras a la vista, con el tráfico intensificándose a medida que nos acercábamos a la ciudad del sol.

Observamos los edificios elevándose a lo lejos y, en el horizonte, el mar resplandecía con un brillo plateado, mientras la vibración de los motores se hacía más intensa.

Llegó entonces el anuncio para que el personal tomara asiento, pues estábamos a punto de aterrizar.

Cuando el avión tocó tierra, la sacudida remeció la cabina, pero a mí me estremeció hasta el fondo del tuétano, haciéndome sentir que una nueva vida comenzaba.

Y yo no tenía idea de cómo sería ese futuro.

Desde allí hasta inmigración pasó un largo rato caminando por pasillos interminables, llenos de pasajeros ansiosos por llegar a su destino, con ventanales que nos mostraban las pistas repletas de aviones en movimiento o detenidos junto a mangas que vomitaban más gente.

Al llegar a la Policía Internacional, el "Customs Office" u oficina de inmigración, nos dirigieron a una sala fuera de la vista del público y nos hicieron sentar. Bastante rato después, un oficial llegó y nos entregó unos sobres amarillos sellados, con instrucciones de llevarlos a la oficina del "Social Security Administration" para recibir los números de Seguro Social que acreditaban a mi familia como residentes legales de este país.

Cruzamos el inmenso aeropuerto como ánimas en pena hasta llegar al área de equipaje. No llevábamos mucho: un par de maletas y un gran bolso de los llamados "gusanos", como los que usan los militares.

Al llegar a la salida, vi a mi madre esperándonos con una sonrisa.

Los abrazos vinieron y se fueron, y al salir a la zona de taxis, el calor húmedo nos bañó en sudor.

Ya en el taxi, tomamos rumbo a Miami Beach, donde mi madre nos había rentado un pequeño apartamento que consistía en una habitación, sala-comedor y un baño.

Recuerdo a Hellen recorriendo el apartamento con cara de sorpresa, quizá buscando la habitación matrimonial.

—Welcome to our new reality, baby. No "master bedroom".

Nuestro dormitorio, por los próximos meses, sería la sala, en un sofá cama que resultó bastante incómodo, lleno de baches y resortes que se nos clavaban en la espalda y a los cuales aprendimos a esquivar.

Hellen no dijo una palabra, pero creo que allí, en ese momento, empezó a entender que lo que seguiría, es decir, los próximos diez años, no serían "chancaca e' Paita".

Recién llegado a Miami, buscar trabajo era como un ciego tanteando el piso después de un tropezón. Me percaté de que no sería fácil, especialmente cuando miré el mapa de la ciudad con sus interminables carreteras, calles y lugares desconocidos.

Comprendí que, a diferencia de nuestras ciudades, el "centro" no existía. Había muchos centros repartidos según la ciudad y los barrios, así que encontrar empleo podía ser una dificultad.

Empecé buscando en los negocios cercanos al lugar donde me encontraba, un barrio de clase media llamado Kendall.

Allí me encontré con la primera dificultad que uno no espera en Miami: en todas partes me pedían hablar inglés. Y más allá de "Here is the door" y "There is the window", además del típico "I, Tarzan; you, Jane; and that is the monkey, Chita", no sabía mucho más.

Así que tuve que bajar el nivel de mis pretensiones y, un día cualquiera, llegué al "Downtown", el centro de Miami.

El timo de las coronas

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Pedro Rivera Jaro

El vuelo para Londres salía el próximo 7 de diciembre.

El día 4, como había hecho tantas veces en sus años de estudiante, Alberto estaba trabajando, ayudando a Diego a colocar placas de friso en las paredes de un salón, en la planta baja de una casa del poblado de Entrevías, en la zona que llamaban "de los Domingueros", porque a sus habitantes y actuales dueños les fue regalado, por parte del Ministerio de la Vivienda, el terreno sobre el cual construyeron su vivienda, así como los materiales de construcción necesarios. En cambio, la mano de obra la aportaron quienes iban a vivir allí, y lo hacían los domingos, que era cuando descansaban de sus respectivos trabajos.

Entre ellos había albañiles, carpinteros, fontaneros, electricistas, pintores, cerrajeros, etc., y se pusieron de acuerdo para ayudarse mutuamente en la construcción de sus respectivas casas.

Era ya mediodía cuando Diego le dijo a Alberto que era hora de ir a comer. Se acercaron a un bar próximo donde servían comida casera, buena y a buen precio.

Aproximadamente una hora después, ya estaban nuevamente trabajando cuando llegó la esposa de Diego con un recado para Alberto: debía marcharse al Hospital 1º de Octubre porque habían ingresado a su padre.

Tremendo sobresalto el de Alberto, que sabía lo fuerte que era su padre. Pensó de inmediato que habría sufrido un accidente con su camión.

Se desplazó hasta el hospital y, al llegar, se dirigió a recepción para preguntar por su padre. Dijo que creía que había sufrido un accidente con su vehículo de trabajo, pero allí le informaron que ese no era el motivo de su ingreso. Lo enviaron a la planta donde estaba hospitalizado para que hablara con el médico que lo había atendido y le explicara su estado.

Efectivamente, el médico le informó que su padre había sufrido un derrame cerebral debido a un aneurisma congénito que se le había reventado en el cerebro, probablemente a causa de algún esfuerzo efectuado en su trabajo, que era físicamente muy exigente.

Días después, cuando Alberto indagó entre los vecinos del lugar donde estaba situado el garaje del camión de su padre, pudo averiguar que aquella mañana, muy temprano, las baterías del camión se habían descargado. Como no pudo arrancarlo con la llave de contacto, tuvo que empujarlo con la ayuda de una barra de acero. Seguramente, aquel esfuerzo provocó la ruptura de una pequeña vena en su cerebro, lo que ocasionó una hemorragia interna que derivó en muerte cerebral repentina.

Al día siguiente lo mantuvieron con respiración asistida hasta que, finalmente, se produjo el electroencefalograma plano. Una vez que la familia comprendió que no había marcha atrás, dieron su aprobación para desconectar el respirador automático, y su fallecimiento fue declarado oficialmente. Solo tenía 51 años.

De inmediato, se comunicó la noticia a familiares y amigos. Su padre era un hombre muy apreciado, por lo que el velatorio y el entierro fueron muy concurridos.

En aquel entonces, en el sótano del hospital existían salas acondicionadas para el velatorio de los pacientes que fallecían allí.

En medio del dolor, el esposo de María, prima de Alberto, propuso la compra de flores para el entierro y se encargó de recaudar el dinero para las coronas. Encargó seis coronas de rosas rojas de Baccara, de tallo largo, en una floristería que conocía. Dado que era pleno invierno, las flores resultaron carísimas.

Tras el entierro, celebrado el día 7, Alberto decidió no tomar su avión y quedarse en Madrid para apoyar a su madre en su terrible pérdida.

Unos días después, se reunió con su amigo Felipe y su novia. La joven, al enterarse del fallecimiento del padre de Alberto, recordó que sus amigos, los dueños de la floristería Sakuskiya, en la calle Juan Bravo, habían enviado seis coronas de rosas rojas de Baccara a ese hospital en fechas coincidentes. Sin embargo, el pago de esas flores nunca se concretó.

Al final, Alberto descubrió que esas coronas eran las mismas que su familiar se había ofrecido a pagar, pero el dinero nunca llegó a la caja de la floristería.

De inmediato organizó una reunión con Fernando, el esposo de María, en la floristería. Todos suponían que él había pagado las flores, pero pronto quedó claro que Fernando había demostrado una habilidad de timador profesional.

Alberto pagó la corona encargada por él, sus hermanos y su madre, que Fernando, con "amabilidad", les había "regalado". El resto de las coronas, lamentablemente, la floristería nunca llegó a cobrarlas, a pesar de las reiteradas promesas de Fernando de que lo haría.

Hay personas capaces de aprovecharse de los demás en cualquier circunstancia, sin siquiera inmutarse.

Fernando había dejado una propina generosa para ganarse la confianza del encargado de la floristería y conseguir que le fiara las flores, bajo la promesa de que las pagaría en un par de días. Nunca cumplió su palabra.

Bajo su apariencia de hombre bien parecido y elegante, se escondía un estafador acostumbrado a engañar a quienes confiaban en él.

Imaginación

I

Silvia C.S.P. Martinson

Ella caminaba solitaria por las calles.

El tiempo pasaba lentamente, el día apenas comenzaba, las luces nocturnas de la ciudad se apagaban y las calles, poco a poco, se llenaban de gente. Gente que pasaba apresurada junto a ella, sin notar su presencia.

A ella poco le importaba la opinión o la atención de los demás.

Caminaba inmersa en sus pensamientos, pero al mismo tiempo apreciaba el hermoso amanecer que se presentaba.

Los árboles se cubrían de hojas después del largo invierno, aunque aún hacía frío. Las flores, cubiertas de rocío en los jardines, y las rosas rojas que tanto amaba extasiaban sus ojos y su alma.

Sus pensamientos iban y venían como por arte de magia y, a cada paso que daba, las cosas a su alrededor se transformaban.

¿En qué pensaba?
¿Qué poderes poseía?
¿Sería una bruja o un hada?

Se observaba a sí misma y le encantaban sus propias acciones cuando las tomaba.

En una avenida por la que pasó, los hombres se enfrentaban con palabras, al mismo tiempo que se agredían físicamente con armas, matándose unos a otros.

Ella se detuvo, los miró por un momento y una lágrima escapó de sus ojos. Al caer al suelo, todo se transformó.

La avenida se llenó de luz, de la luz de un sol nunca visto. Los jardines florecieron y los hombres, extasiados ante tanta belleza, dejaron de pelear, se miraron profundamente unos a otros, se dieron la mano, se abrazaron y siguieron cada uno su camino. Las armas desaparecieron.

En otra calle por la que pasó, las mujeres, preocupadas por su belleza y apariencia, entraban en las tiendas a comprar elegantes ropas, zapatos, perfumes, joyas y mil otras cosas que les parecían importantes. Y, cuando salían de esos lugares, no notaban a otras mujeres que, junto a sus hijos hambrientos, extendían sus manos en una súplica dolorosa de auxilio, de ayuda, para aliviar el hambre y el frío que las consumía.

Ella, al observar todo esto, nuevamente se conmovió y de sus ojos brotó otra lágrima. Lágrima que, al tocar el suelo, lo transformó todo.

El frío cesó, el sol brilló nuevamente, las mujeres ricas y poderosas tomaron conciencia de las otras, más miserables, y comenzaron a ayudarlas, sustituyendo sus harapos por ropas dignas, ofreciéndoles alimento y refugio para ellas y sus hijos.

En su caminar, llegó entonces a la orilla del mar que rodeaba aquella ciudad, bordeada por hermosas playas de arena blanca, donde el agua, de un verde cristalino, se derramaba lentamente sobre ellas, como el tiempo, como la eternidad.

Un grupo de pájaros, posados en el agua, la observó sonreír ante tanto esplendor y belleza. Entonces, alzaron vuelo y, en su camino, la tomaron por los brazos y, con ella, volaron hacia el infinito.

Amaneció el día. Ella despertó con la imagen vívida de lo que había soñado mientras dormía y pensó:

¿Habrá sido todo producto de su imaginación?
¿Sería realmente un hada?

Y así, soñando despierta, sonrió para sí misma una vez más.

 

Justicia por propia mano

J

Pedro Rivera Jaro

 

Corría el año 1973.
Aquel hombre había trabajado duro toda su vida, desde que tenía tan solo cinco años, y con el fruto de su esfuerzo había conseguido comprar una parcela de terreno, que valló convenientemente y a la cual instaló una gran puerta para camiones, de tres metros de altura.

Unos meses antes de fallecer, hizo algo a lo que siempre se había resistido, pero que, debido a sus necesidades económicas, no tuvo más remedio que aceptar: alquiló aquel gran solar a un comerciante de vehículos usados que, además, era policía desde hacía muchos años. Pensemos que, en aquel tiempo, España estaba bajo otro régimen político, muy diferente al actual, en el que los policías tenían mucho más poder que en la actualidad.

Durante unos meses, el propietario estuvo cobrando el importe del alquiler, aunque con cierto retraso respecto a las fechas acordadas con aquel policía.

Desgraciadamente, aquel hombre sufrió un derrame cerebral que acabó con su vida en muy pocas horas, dejando a su familia carente de los ingresos principales que la habían sostenido hasta entonces. Como anécdota, cabe mencionar que, una semana después de su fallecimiento, un comando de ETA ejecutó en Madrid un atentado con explosivos que provocó la muerte del presidente del Gobierno de España, don Luis Carrero Blanco.

A la viuda, por lo tanto, le hacía una tremenda falta la cantidad de dinero comprometida por el alquiler, pero el policía dejó de pagar lo estipulado en el contrato. Por dicho motivo, la señora tuvo una conversación con él, en la cual el hombre argumentó que su situación financiera en ese momento era delicada, que había comprado muchos vehículos usados y que se había quedado sin fondos. En consecuencia, pagaría el alquiler cuando pudiera.

La señora le contestó que, en ese caso, tendría que desalojar el solar para que ella pudiera alquilárselo a alguien que sí pudiera pagar el precio acordado.

El policía respondió que el solar era suyo y que lo seguiría siendo, quisiera ella o no, y que, para echarlo, tendría que gastar mucho tiempo y dinero en abogados y pleitos. Añadió que era policía y tenía muchas amistades en los juzgados.

Con gran disgusto, la señora les contó todo a sus cuatro hijos (tres varones y una mujer).

—¿Qué podemos hacer, hijos? No tenemos dinero para entrar en pleitos, y además, el alquiler nos hace mucha falta. Pensad en qué podemos hacer de ahora en adelante para solucionar nuestros problemas financieros.

La hija trabajaba como secretaria de dirección. El hijo mayor había terminado su carrera universitaria aquel mismo verano y había cumplido su periodo de prácticas como oficial de complemento. Tenía previsto marcharse a trabajar a un hotel en Londres para mejorar su conocimiento del inglés.

Sin embargo, al enviudar su madre, ella le rogó que no se marchara, pues se sentía muy desvalida sin su marido. El hijo cambió sus planes sin rechistar y se quedó en Madrid para apoyar a su madre viuda.

Los otros dos hijos menores encontraron empleo y contribuyeron económicamente al sostenimiento de la familia.

En cuanto al asunto del solar, sin levantar sospechas, los dos hermanos mayores decidieron dar un escarmiento a aquel policía abusivo.

Aquella noche, alrededor de las 22:00 horas, los dos jóvenes, de 19 y 24 años, treparon por la puerta de camiones del solar y entraron en él portando martillos y cuchillos.

Dentro había dos docenas de automóviles, los mejores que poseía aquel comerciante-policía, tirano y ladrón: Citroën Tiburón, Mercedes, Chevrolet, entre otros. Uno por uno, fueron rompiendo faros, pilotos y cristales, rajando los neumáticos y las tapicerías de los asientos y respaldos. Al cabo de un rato, no quedaba un solo vehículo sin destrozar.

Una vez concluida su tarea, saltaron nuevamente la puerta y regresaron a su casa.

Tres días después, el policía llamó a la viuda y quedó con ella para pagar su deuda y desocupar el solar donde guardaba sus mejores vehículos.

Y así ocurrió. No hubo necesidad de contratar abogados ni de iniciar un pleito.

Quizá comprendió que, a veces, la justicia llega por caminos inusitados e inesperados.

¿Dónde están las llaves?

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Pedro Rivera Jaro

Aquella mañana, el agente de policía municipal estaba dirigiendo el tráfico en la Glorieta de Embajadores, cuando llegó un coche muy lujoso conducido por un señor que hizo caso omiso de las señales de prohibición de aparcar y lo estacionó justo delante de una caseta de la Empresa Municipal de Transportes, donde hacía guardia un empleado de la misma para controlar a su personal.

El conductor se bajó del coche y entró en un bar próximo, cuyo nombre era El Portillo de Embajadores, en memoria del Portillo de la tercera muralla de Madrid, o Cerca de Felipe IV, por donde entraban los embajadores extranjeros que llegaban a la Corte madrileña para presentar sus credenciales al monarca de España.

Pasado un cuarto de hora, el policía se aproximó al vehículo con la intención de sancionar la infracción cometida por su conductor. Cuando llegó, observó que el coche estaba abierto y las llaves estaban puestas en el lugar habitual de arranque.

El agente tomó las llaves y se las guardó en un bolsillo de su pantalón. Luego se dirigió de nuevo al centro de la Glorieta para seguir dirigiendo el tráfico.

Pasaron unos cinco minutos más, y entonces el dueño del coche salió del bar y se dirigió hacia el vehículo. Abrió la puerta y, de repente, observó que las llaves no estaban en su sitio. Pensó que las tendría en alguno de sus bolsillos, así que empezó a palpar por todos y cada uno de ellos, sin conseguir encontrarlas.

Al no obtener resultado, comenzó a buscar por dentro del coche, entre los asientos y debajo de ellos. Pero el resultado siguió siendo exactamente el mismo: ¡NADA!

Luego empezó a buscar alrededor del coche y debajo de él. ¡NADA! Nuevamente, el resultado fue el mismo.

Volvió a entrar al bar para preguntar si acaso se le habrían olvidado allí. Pero tampoco estaban allí, ni nadie las había visto por ningún lado.

Mientras tanto, el agente de tráfico, que había observado todo desde el punto donde dirigía el tráfico, se acercó al coche con la libreta de sanciones y el bolígrafo en la mano. Sacó las llaves del coche de su bolsillo y las dejó debajo del coche, aproximadamente a una cuarta de distancia del borde.

Después se acercó al conductor y le informó de su intención de denunciarlo.

El conductor respondió que solo había parado un minuto para dar un recado urgente a otro señor que le esperaba en el bar, pero que cuando salió no encontraba las llaves.

En realidad, desde que llegó y aparcó, habían transcurrido como treinta minutos. Pero el policía se dio cuenta de que el hombre estaba muy preocupado, y le preguntó si había buscado las llaves detenidamente.

—Sí —contestó él—, por todas partes, pero no sé qué he hecho con ellas ni dónde las he dejado.

El policía se agachó y le dijo:

—Ahí están las llaves.

Esto produjo una tremenda alegría en el conductor.

El policía le dijo:

—Usted sabe que aquí no puede aparcar, y yo tendría que sancionarlo por no haber respetado la prohibición. Sin embargo, si usted me da su palabra de honor de no volver a repetirlo, y habida cuenta del mal rato que ha pasado, le perdonaré la sanción.

El conductor empeñó su palabra, y me consta que cumplió con ella durante todo el tiempo que el agente prestó su servicio de vigilancia y control del tráfico en Embajadores.

Yo personalmente creo que el objetivo de corregir estuvo mejor conseguido de la manera en que se hizo en este caso, que si se hubiera sacado dinero al infractor.

¡Oh mami blue!

¡

Carlos Boné Riquelme

El humo sube lento, en espirales, hasta el alto techo de lo que era la piscina del Hotel Araucano, ubicada en el subterráneo de este. Sobre la piscina, una terraza que se usaba como pista de baile, no era grande, pero sí lo suficiente para acomodar a 15 o 20 parejas que, abrazadas, seguían el ritmo candente, casi erótico, de la música, con aquella voz suave que, como un quejido, dejaba escapar ese “oh mami, mami blue, oh mami blue…”.

La voz, de tono afroamericano, sonaba como si viniera de algún lugar de Alabama o Mississippi, pero en realidad provenía de España. Los asistentes, vestidos a la usanza de aquellos lejanos 1974, con suecos, pantalones anchos, camisas ajustadas al cuerpo con cuellos largos, y el cabello largo hasta los hombros.

Las chicas, con minifaldas, también suecos, algunas con jeans a las caderas y blusas que dejaban al descubierto el ombligo, y con melenas largas cayendo por la espalda. La luz no era muy baja, y así se podía adivinar que el local no había sido diseñado como discoteca. Sin embargo, en aquellos tiempos post-1973, los lugares de diversión eran populares, y así, muchos restaurantes que no eran sitios bailables empezaron a abrir los fines de semana funcionando como discotecas.

Liceos y colegios particulares también se usaban como lugares de baile, donde, además, se recaudaba dinero para el paseo de fin de curso. El Centro Italiano y otros conocidos lugares también adecuaban sus instalaciones como discotecas de fin de semana para los “lolos” y “lolas” de la época.

Estas fiestas solo duraban hasta el filo de la medianoche, cuando el toque de queda obligaba a cerrar y hacía que todos escaparan rumbo a sus hogares antes de que las patrullas militares o de Carabineros salieran a patrullar. Los rezagados debían correr por las calles totalmente vacías, ocultándose en los portales de las casas.

Los menos afortunados eran detenidos “in fraganti” y llevados a la comisaría o retén más cercano para el “control de identidad”.
Y así, una noche, fuimos detenidos y llevados a la 5ª comisaría, ubicada en la calle Ejército. Fuimos empujados a una celda maloliente, cuyo piso de concreto estaba mojado, aunque no se podía adivinar de qué tipo de líquido, si agua o orines de algún ebrio.

El lugar estaba medio lleno, con algunos de los detenidos apoyados contra las murallas frías, fumando, y en el piso había un “pallet” de madera donde yacían profundamente dormidos varios hombres, algunos de los cuales estaban borrachos y bañados en vómito, lo que contribuía al mal olor.

A algunos metros del suelo, había una cavidad abierta que hacía de ventana, pero con algunos barrotes metálicos; aunque el tamaño no era suficiente para dejar pasar a nadie, quien sabe, tal vez algún enano de circo intentó huir de esta celda alguna vez.

En una esquina estaba el “toilette”, de color indefinido, y cubierto de una costra color café. A nadie se le ocurriría decir el origen de esa cubierta maloliente, y mucho menos tratar de usarlo. Uno de los dormidos sobre el pallet tenía unos zapatos que brillaban, lo que los hacía parecer nuevos.

Más de uno de los ocupantes de la celda se percató, pero uno de ellos en especial comenzó a moverse lentamente en dirección al borracho.

Los que estábamos en la celda nos percatamos de lo sigiloso de sus movimientos, y aunque prestamos atención a los gestos del sujeto, nadie dijo nada. El tipo llegó a su objetivo, sacó uno de sus zapatos y lo comparó con el pie del dormido; cuando vio que eran casi del mismo tamaño, rápidamente le quitó uno, luego el otro, y los cambió por los que él tenía puestos, los cuales ya estaban bastante deteriorados, con las suelas agujereadas y el cuero gastado y viejo.

Nadie en la celda hizo ningún comentario.
Quizás fue esa especie de complicidad tácita que se origina en las cárceles o entre los detenidos lo que nos hizo callar, pero allá nos quedamos todos en silencio esperando el segundo acto de este drama.

Pasó la noche, llegó la mañana y, a eso de las 7, junto con el cambio de guardia, comenzaron a dejarnos salir, previa constatación de nuestras identidades, según nos decían. Aquellos sin cédula de identidad se quedaban detenidos por más tiempo.

Alrededor de las 8, los últimos que estábamos en pie fuimos liberados, quedando en el piso los borrachos aún dormidos. En este último grupo de liberados iba el que se había apropiado de los zapatos del ebrio, y cuando salimos a la calle, el tipejo se miró los pies con mucho orgullo y, de pronto, dejó escapar un grito: “¡Chuc… de su madre, estos zapatos son de plástico, por la… y los míos eran, por lo menos, de cuero!” Los demás soltamos la risa, y más de uno habrá pensado: “El crimen no paga…”

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