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Falleció Don Julio

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Carlos Bone Riquelme 

"Se murió de repente", dijo una vecina mientras compraba el pan en el almacén “El Buen Gusto”. Todas las vecinas presentes agregaron algo sobre lo bueno que había sido el caballero, lo triste que estaría su esposa y la hermana de esta, la cual vivía con ellos hacía algunos años. Según las malas lenguas, los tres se traían algo entre manos.

Fueran verdad los comentarios o no, el cadáver de don Julio yacía en un sarcófago negro, rodeado de velas y coronas que habían llegado rápidamente de todas partes de la comuna, como si hubieran anticipado su partida.

Las puertas de la casa funeraria, “El Gusano Sonriente”, estaban abiertas, y el ataúd se podía ver desde la calle, donde varios muchachos jugaban con una pelota hecha de calcetines viejos. De vez en cuando, entre gritos y polvareda, se detenían a mirar el espectáculo de gente que entraba y salía del lugar.

Las mujeres del poblado, vestidas de negro y con largos velos que cubrían sus rostros, entraban en procesión rezando entre sollozos, con el rosario entre las manos. Después de abrazar a “las dos viudas”, como ya las habían apodado a sus espaldas, se sentaban. Pálidas por la falta de sueño, ellas seguían las oraciones y de vez en cuando dejaban escapar un suspiro que intensificaba los rezos y los llantos a su alrededor.

Don Julio fue un hombre trabajador, que creció entre las chacras del pueblo, cuando este no era más que cuatro palos parados, con un estanco donde se vendían algunas vituallas. Estas eran adquiridas por los pocos habitantes del lugar, que a pie o a caballo, recorrían largas distancias para llegar a este pueblo llamado “El Desabrido”.

Nadie sabía de dónde procedía don Julio, quien tendría quizás quince años cuando se avecinó en el lugar. Empezó ofreciendo sus servicios como "inquilino" y, a fuerza de trabajo duro, bajo el sol y la lluvia, fue haciéndose un nombre y el respeto que este conllevaba.

Don Julio era de pocas palabras y las administraba con mucho cuidado. Su temperamento fuerte y un cuerpo lleno de músculos, presto a la violencia si era necesario, evitaban que los vecinos se metieran con él.

Tenía un carácter taciturno. Cuando raramente se dejaba ver por “El Desabrido”, entraba al bar del lugar, se acodaba solitario en un punto del mostrador y, dando a entender que no estaba para tonterías, bebía un par de tragos y se marchaba.

Más de uno se atravesó en su camino y salió muy mal parado, con lo cual, pronto se corrió la voz de que: “ese Julio tiene malas pulgas…”. Don Julio se construyó una casa de madera sin la ayuda de nadie y, poco a poco, la fue mejorando a medida que su situación prosperaba. En poco tiempo, se compró una hectárea de tierra y la usó para sembrar tomates, los cuales salían rojos y maduros, y los pobladores los buscaban para las ensaladas.

Poco a poco, la fama de los tomates de don Julio creció y las ventas aumentaron, con algunos dueños de fondas que le compraban los tomates por canastas.

Así compró una segunda hectárea y luego una tercera. Cuando apenas había alcanzado los veinticinco años, don Julio ya poseía varias hectáreas dedicadas a tomates, cebollas y una parcela solo para cilantro, menta y algunas otras hierbas. Ahora era él quien daba trabajo a los que llegaban merodeando por el lugar.

Con el tiempo, contrató a una mujer para que lo ayudara con las tareas del hogar. Doña Mercedes, una muchacha delgada y trabajadora, crecida en el lugar, limpiaba, lavaba y cocinaba para don Julio.

Con el tiempo, ambos se casaron, no se sabe si por amor o si, al final de cuentas, era conveniente. Lo que sí atrajo malos comentarios fue que, al poco tiempo, doña Mercedes trajo a su hermana menor, doña Chela, a vivir con ellos. Los comentarios empezaron a crecer en el pueblo, el cual ya tenía iglesia y un cura que se metía en todos los asuntos de los habitantes, tratando de llevar “las almas buenas al cielo, y las otras, al purgatorio…”.

Al padre Silvestre, que así se llamaba el cura, le llegaron los comentarios de las vecinas que, alarmadas o quizás envidiosas, corrieron a contarle al “pastor de almas” lo que acontecía en las tierras de don Julio.

Así el cura se apersonó un día en la casa de don Julio, quien a esa hora estaba en el campo, y aprovechó para darles un sermón a las dos mujeres que quedaron aterradas por la idea del infierno quemando sus carnes pecadoras.

No se sabe qué fue lo que aconteció a posteriori, pero lo que se corrió en el bar de don Chicho fue que, al cabo de un par de días, el cura amaneció con los ojos bien cerrados y la boca torcida por un golpe causado, "por una caída", según explicó el padre Silvestre a los vecinos. Sin embargo, siempre quedó la duda de si don Julio había visitado la parroquia en algún momento de la noche.

A pesar de que los comentarios continuaron, el cura nunca regresó a la chacra de don Julio, y de ahí en adelante, él hizo oídos sordos a los comentarios de las “viejas cotillas” del pueblo, a las cuales aconsejaba desde su confesionario que “se preocuparan de sus maridos mejor”, pues con el pueblo creciendo, ya se había instalado una casa de “dudosa reputación”, por no decir “reputísima”, la cual atraía a los hombres los fines de semana y también durante la semana.

Don Julio hizo crecer su chacra, la cual se convirtió en uno de los fundos más grandes de la región y en orgullo del pueblo, pues allí se vendían los mejores tomates que se pudieran encontrar en los alrededores. Además, muchos otros lugareños empezaron a cultivarlos, con lo cual, la venta de este fruto se extendió en su fama y recorrido, haciendo que viniera gente de otras regiones a buscar tan delicioso y rojizo elemento, necesario para ensaladas, salsas y demás.

Don Julio abrió una pequeña fábrica de salsa de tomate, que comenzó envasando solo las pequeñas cantidades de tomate que sobraban de las cosechas. Pero con el crecimiento de las ventas y la producción, los tomates que quedaban descartados de las ventas al por mayor o menor, se dedicaban a la salsa, la cual aumentó también en demanda, así que la fábrica empezó a crecer poco a poco.

Don Julio, por primera vez en su vida, decidió viajar a la “capital” para comprar maquinaria con la cual mejorar la producción del rojizo elemento que sazonaba las pastas y demás.

Cuando llegó a Santiago, quedó asombrado por el movimiento de carros, la locomoción colectiva y la gente, algo que él nunca había visto. Pero él era un hombre práctico, así que empezó a sumar y a multiplicar la cantidad de botes de salsa necesaria para alimentar a toda esa población. Adquirió varias máquinas para convertir el tomate en pasta y luego envasarlo en botes que llevaban una etiqueta rojiza que anunciaba orgullosamente: “Salsa de Tomate Don Julio”.

Comenzó a viajar a la capital más seguido, “por negocios”, anunciaba en su hogar. Pero en el pueblo murmuraban que tenía “una amante escondida”, aunque nadie lo podía comprobar. Lo que sí se comprobó fue que, con el crecimiento económico de don Julio, más de un político andaba dándole vueltas para obtener su apoyo en las futuras elecciones.

Empezó a ser invitado a los clubes sociales y pasó a ser miembro del club “Colocolo”, al cual aportó fondos para su funcionamiento.

Don Julio mejoró su casa, trayendo además al pueblo adelantos como la electricidad, el agua potable, además de máquinas para lavar la ropa y una secadora con una rodela que la exprimía. También trajo el primer automóvil, que causó espanto en el pueblo cuando llegó soltando chispas y con un espantoso ruido que ahuyentó a los caballos que estaban parados frente al bar del lugar, haciendo que casi toda la gente del pueblo saliera a la calle a mirar el monstruo que don Julio traía.

Los chicos del pueblo corrían detrás del vehículo, gritando y jugando al mismo tiempo, cuando don Julio se montaba en el armatoste y soltaba la palanca larga que asomaba por el costado y que hacía de freno, mientras alguien movía la manivela que le daba la partida al motor. El carro se lanzaba por el camino de regreso al fundo.

Todo lo que él hacía era motivo de conversación en las tardes de invierno, alrededor del brasero, al compás del mate que pasaba de mano en mano, y donde las “cotilleos” de las mujeres transformaban cada cosa natural en un hecho del otro mundo.

Así se corrió la “bola” de que don Julio, siendo joven, había encontrado “un entierro” en su chacra y había hecho un pacto con el “malulo”, lo que le había traído toda esa riqueza.

Claro, esta explicación era mejor que la de decir que el hombre había trabajado como una mula por muchos años para conseguir lo ganado.

Pero así son las cosas en “pueblo chico, infierno grande”. Mientras tanto, las cosas en casa de don Julio seguían igual, con doña Mercedes y doña Chela atareadas con todo lo que implicaba llevar un hogar, aunque ahora tenían cocinera y empleada para ayudar con el lavado y la limpieza de los pisos, los cuales se llenaban de tierra con mucha facilidad.

La casa era grande, con un largo pasillo interior de parquet, el cual llevaba al cuarto principal y se comunicaba además con el enorme comedor que tenía una bella mesa de madera y muchas sillas.

El comedor se mantenía casi siempre a oscuras, pues eran muy pocas las ocasiones en que se había usado. Allí tenían un gran mueble de cristal donde los vasos y las tazas brillaban cuando las ventanas se abrían y dejaban entrar el sol. El pasillo tenía algunos sillones bastante cómodos y unas puertas dobles, cubiertas por cortinas blancas, que daban a un jardín que apuntaba hacia el camino de polvo que cruzaba el fundo en dirección a otras tierras y al pueblo.

En el jardín había una terraza donde unas sillas de mimbre reposaban mirando a unas palmeras de aquellas llamadas reales, que tenían un racimo de cocos pequeños que daban una miel riquísima llamada “miel de palma”. Las plantas y las flores decoraban todo aquel espacio y era el lugar preferido de doña Mercedes y doña Chela en las tardes estivales, mirando el sol desaparecer mientras bebían mate o algún jugo de durazno hecho con los duraznos de los árboles que había en el patio trasero.

En el patio trasero, también había un corredor, pero este estaba abierto, aunque tenía varias puertas que comunicaban con algunas habitaciones que miraban al pasillo interno a través de ventanas de vidrio con rejas metálicas forjadas.

Frente a este pasillo, había un gran espacio abierto donde una mesa con cuatro sillas esperaba a los dueños de casa para el almuerzo, cuando no llovía. Si el tiempo era malo, se refugiaban todos, con la cocinera y la ayudante, en la gran cocina de paredes verdes y una ventana que miraba hacia el granero.

Y esta era la vida de don Julio. Por las noches llegaban los grandes depósitos metálicos de leche, leche que era cuajada para, al día siguiente, hacer el quesillo fresco, el cual era puesto en la parte trasera del camión de don Julio, y él lo repartía en las tiendas del pueblo.

La vida era quieta y nada cambiaba su ritmo, hasta aquel funesto día en que don Julio amaneció muerto en su cama y, según decían las malas lenguas, en medio de sus “dos mujeres”.

En el fundo había un teléfono de manivela, así que ellas llamaron al pueblo de inmediato, y así fue como todos los vecinos se enteraron del acontecimiento. Llegaron carabineros y la ambulancia al fundo y, después de certificar que la muerte había sido por causas naturales, lo llevaron al pueblo. Allí, después de vestirlo y empolvarlo con una suerte de polvo de arroz, lo cual lo dejó aun más blanco de lo que estaba su cadáver, lo pusieron en aquella casa que pertenecía a la única funeraria del pueblo, localizada casi en el centro de la ciudad.

Cuando cayó la noche, se presentaron los “cantaores” con sus guitarras y la música se dejó oír entre los llantos y lamentaciones, pero pronto el aguardiente empezó a correr entre los asistentes y se preparó un asado al palo en el patio, con lo cual la comida y la fiesta de despedida para don Julio estaban aseguradas.

Dicen algunos que la fiesta duró tres días, y luego fueron muy pocos los que acompañaron al difunto en su viaje al cementerio detrás de una carroza negra, con caballos empenachados con altos adornos negros que se sujetaban en sus cabezas, la cual pasó por el medio del pueblo, una mitad dormida, la otra mitad borracha. Y don Julio desapareció en un hoyo negro de la tierra que se lo tragó para siempre.

El cumpleaños de Víctor

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Silvia C.S.P. Martinson

Esta fecha era siempre muy esperada por todos los amigos. Víctor era el mayor de dos hermanos y también el más activo y desenvuelto de los dos.

Lo que vamos a contar sucedió cuando cumplía 10 años.

Los padres de Víctor eran amigos de mis padres, quienes también eran vecinos y amigos de su abuela materna. Vivían en una hermosa casa, grande y confortable, en un barrio cercano al nuestro.

La educación que recibíamos en aquella época era totalmente diferente a la que se les da a los niños hoy en día, al menos en nuestras familias. Al llegar a la casa de los anfitriones, debíamos ir bien vestidos y con la clara recomendación de saludar educadamente a los padres del cumpleañero y, por supuesto, a él.

No debíamos sentarnos a la mesa sin ser invitados y sin la autorización de nuestros padres.

Yo siempre fui muy alta y, en consecuencia, aparentaba más edad de la que tenía en realidad. En esa época, con 10 años, parecía tener 15 o 16.

La dueña de la casa, la madre de Víctor, era una cocinera excelente y, sobre todo, solía hacer dulces inigualables, tanto en sabor como en belleza.

Aún recuerdo que la mesa del comedor estaba cubierta de dulces y salados que apetecía probar. En el centro había un enorme pastel de cumpleaños bellísimamente decorado que, para nuestros ojos de niños, era una verdadera tentación.

Los adultos fueron acomodados en otro sector de la casa donde se les sirvieron bebidas y algunos aperitivos antes de la comida principal, que ocurriría más tarde.

A los niños se les servía más temprano junto al cumpleañero, para que le cantaran el "Feliz Cumpleaños" y él soplara las velas que, encendidas en el pastel, eran el número exacto de los años que cumplía Víctor.

Y así fue.

La madre de Víctor llamó a todos los niños invitados para que se sentaran a la mesa. Cuando llegó mi turno, ella simplemente me dijo que, como yo ya era una jovencita, debía esperar para sentarme a la mesa con los adultos.

Así que me dio una silla para sentarme y esperar allí.

Los niños se sentaron alegremente, no sin antes saludar al cumpleañero, y después "atacaron" (ese es el término correcto) literalmente las golosinas que allí había.

El tiempo pasó y yo tenía cada vez más ganas de comer, pero mi educación de la época no permitía, bajo ninguna circunstancia, atreverme a pedir algo.

Más tarde, los adultos fueron invitados a acercarse a la mesa que estaba nuevamente cubierta de las más diferentes y apetitosas golosinas.

Sin embargo, algo inesperado para mí sucedió: la dueña de la casa se olvidó de lo que me había dicho y no me invitó a pasar a la mesa de los adultos.

Entonces, discretamente, me acerqué a mi madre, que ya estaba comiendo y bebiendo, y le pedí un trozo del hermoso pastel que ella comía.

Ella simplemente me respondió, mirándome seriamente:

— ¿Ya no comiste?

Y sin esperar mi respuesta, dijo:

— ¡Ve a sentarte con los niños, que ese es tu lugar, y no nos importunes a nosotros ni a la dueña de la casa con tu falta de educación!

Me retiré, como me había ordenado, con mucha vergüenza y también mucha hambre.

Regresamos a casa ya de noche cerrada y yo, enojada, solo lloraba. Mi madre, a esa hora, no quiso saber el porqué. Fui a dormir con hambre.

Cuando al día siguiente le conté lo que había pasado, me prohibió contárselo a la madre de Víctor o a él.

Hasta hoy guardo en la memoria aquella hermosa mesa cubierta de dulces con las golosinas que tanto me apetecían y me apetecen.

Una fuente de refresco

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Celso Gonzaga Porto

Traducido al español por José Manuel Lusilla
De los recuerdos de mi infancia, me viene a la mente la historia de una antigua fuente. Estaba en la confluencia de las avenidas João Pessoa y Azenha, junto a una estatua de Bento Gonçalves, uno de los héroes de la Revolución Farroupilha, cuyo monumento fue inaugurado el 15 de enero de 1936 y colocado allí, en la Plaza Piratini, en 1941. En la década de los cincuenta, esa fuente se iluminaba por completo por la noche. Los focos instalados en el contorno interno de su estructura, dirigidos en ángulo a las boquillas que hacían brotar el agua, daban la impresión de que el agua salía en chorros de colores. El escenario es un ambiente característico del barrio de Azenha, en la ciudad de Porto Alegre, en Rio Grande do Sul. Y por allí circulaban los antiguos tranvías, transporte eléctrico sobre rieles cuya extinción se produjo el 8 de marzo de 1970 para dar paso al transporte en autobús, administrado por la Compañía Carris Porto Alegrense, la misma que administraba el servicio de tranvías desde 1872, siendo el 10 de marzo de 1908 la fecha del primer tranvía eléctrico que circuló por la ciudad. Pero volviendo a los recuerdos, me veo caminando con mis padres en el tranvía Teresópolis, cuya línea pasaba por aquella fuente. Fueron varias las veces que circulamos por allí por la noche. En mi fantasía infantil, me quedó la idea de que de esa fuente brotaba un refresco. Se lo comenté a mi padre y él intentó explicarme que no era eso lo que sucedía, diciéndome paso a paso cómo se producía aquel efecto.
No tuvo mucho éxito en su intento. En mi mente fantasiosa, se formó el sentimiento de estar siendo engañado. Probablemente, por no querer bajar del tranvía para poder saborear ese refresco. Como había varios colores, podría haber muchos sabores diferentes allí; quién sabe, limón, naranja, fresa o incluso algún sabor nuevo aún desconocido.
Los años pasaron y con ellos, la desilusión de mi fuente de refresco. La madurez me mostró que mi padre tenía razón. El agua mantenía sus características innatas de ser incolora, inodora e insípida. Todo el efecto no era más que luces artificiales proyectadas sobre los chorros de agua que brotaban de boquillas estratégicamente posicionadas de manera artística con el propósito de formar una ilusión óptica propicia para la fantasía de un niño. Nunca logré pasar caminando cerca de la fuente, pero una cosa me acompañó a lo largo del tiempo. La certeza de que, si pasara cerca, sin duda intentaría burlar la atención de los adultos y, con las manos ahuecadas, tomar un poco de esa agua que me permitiera un trago o un enjuague, para asegurarme de que aquello, realmente, no era refresco.

Encarnación

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Carlos Bone Riquelme

Así se llamaba, Encarnación, y desde aquella enorme cocina en la que dejaste transcurrir tu juventud fregando trastos y cocinando para otros, que a veces te mencionan entre plato y plato.

Llegaste joven, delgada, en pleno invierno, cubriéndote apenas con un chaleco que parecía tela de cebolla. Tiritabas toda, y desde debajo de aquel pelo que se pegaba a tu rostro, eso fue lo único que atinamos a decir: "Soy la Encarnación, patrona".

Yo, enroscado a las piernas de mi madre, te miré desde mis escasos cinco años, y tú me sonreíste despacio, como pidiendo disculpas por la intrusión, mientras mi madre te señalaba que entraras, pero directo a la cocina para que no mojaras el "parquet". Traías en tus manos un bulto de ropa tan mojado como tú, tus únicas posesiones, y contestaste las preguntas habituales de quien sería "la patrona", con seria humildad anquilosada en el conocimiento de cuál era tu posición en la vida.

Miraste la cocina, la cual sería tu reino por tantos años, y le dijiste a mi madre que sí sabías cocinar, pero que además podrías aprender lo que ella gustara. Entonces entraste en nuestras vidas, con la modestia crecida en el campo chileno, entre los aromos y los sauces, entre los ríos y las montañas. Eras joven, quizás rondando los trece años, pero ya debías aprender a ganarte la vida, pues la familia no podía alimentarte.

Encarnación sabía leer y escribir, lo poco que alcanzó a aprender en la escuela rural, y muchas noches me dormí escuchando su voz callada leyendo cuentos de navegantes intrépidos, o de personajes mitológicos que solo salen al campo de noche. Con ella aprendí a tomar el mate, el cual preparaba dulce con terroncitos de azúcar que desaparecían entre la yerba, disolviéndose como mis sueños.

Su risa era diáfana, de inocencia pura, y cuando yo, más grande, le preguntaba por su hogar, sus ojos se perdían misteriosos en las ventanas brillantes, para contarme historias de caballos y vacas, de vendimias y trillas, y ella parecía regresar a su infancia, que al igual que la mía, se alimentó de personajes inexistentes.

Esto nos acercó, y entre ella y yo, creció una secreta complicidad que aumentó hasta aquel tiempo cuando dejé el hogar, con mis padres ya maduros, y me fui a la universidad.

Encarnación aún permanecía soltera, nunca se casó, y quizás por esa razón, me atendía como si yo fuera su hijo, haciendo que mi madre, a veces, mostrara celos de este amor que para ella no era compartido.

Pero con el tiempo, aceptó esta relación tan particular, pues era un amor quieto, maduro, lleno de misterios que ella no podía entender. Es que con Encarnación vivíamos en otra dimensión, compartiendo el mundo de la mitología, alimentándonos de "traucos" y barcos fantasmas que asolaban las costas con figuras llenas de fuego, que podrían ser espíritus.

Mis padres envejecieron, y mi padre falleció repentinamente de un ataque cardíaco, así que regresé al funeral cuando recibí el llamado. Encarnación abrió la puerta con los ojos llenos de lágrimas, y me abrazó como si ella fuera mi madre. Cuando entré a la casa, supe que mi madre estaba durmiendo gracias a un tranquilizante, y en medio de la sala estaba el féretro donde yacía él, aquel que jugó conmigo tantas veces; el mismo que me enseñó a andar en bicicleta, y que se ponía al arco para que yo le pateara el balón.

Me paré a su lado sintiendo el pesado olor de las camelias y pude ver su rostro pálido, casi como la cera, donde ya no estaba él. Encarnación me dejó solo, mientras preparaba un café, que dejó en el comedor, mientras la gente que venía a dar el pésame me rodeaba con abrazos y palabras que no pude escuchar.

Cuando todo el mundo se fue, y el silencio envolvió nuestro hogar, pude despedirme de mi padre dejando que las lágrimas corrieran libremente por mi rostro, y entonces dejé que ella me secara las lágrimas, como cuando era niño, y abrazándome me cantara canciones del sur, llenas de melodías que parecían guitarras tocando al viento.

Ella me desnudó, y luego se acostó a mi lado, igual de desnuda que yo, y me abrazó tiernamente dejando que mis besos corrieran por sus pechos pequeños de mujer madura.

No hicimos el amor, pero esto nos unió más que nunca, pues fue como la confirmación de ese algo que como el cordón umbilical alimentaba mi espíritu.

Mi madre estaba como un fantasma, tomando tranquilizantes, y sin darse cuenta de lo que sucedía, nos dejó el espacio a Encarnación y a mí para conocernos íntimamente. Durante los días que pasé en mi hogar, dormimos juntos cada noche, acariciándonos y sintiéndonos amantes; y yo pude conocer el amor completo, aquella entrega del alma y la carne que solo se conoce en el misterio de la relación sagrada con una mujer.

Volví a la universidad, pero mis noches eran de ella, pues la soñaba sintiendo su aroma natural, sus labios frescos junto al aliento a perejil, y sus manos que como soplos me recorrían entero. Apenas terminó el semestre, regresé a mi hogar, para saber que ella se había marchado.

Mi madre estaba desconsolada, pues en cuestión de semanas había perdido a su esposo, y luego a aquella mujer que nos acompañó por tantos años. No podía entenderlo, y yo caí en estado febril de desesperación que me llevó al alcohol, y pasaba las noches murmurando su nombre, y bebiendo de botellas hasta dejarlas vacías.

Pero un día desperté con la intención de encontrarla como fuera, y entré en el que fue su dormitorio y revisé cada espacio de este, hasta que encontré unas cartas de su familia con la dirección del hogar paterno.

Me despedí de mi madre y tomé un bus a Temuco, desde donde me embarqué en una micro interprovincial hacia un pueblo llamado Chesque. Llegué entrada la noche, pero preguntando encontré la casa de Encarnación, la cual era modesta, como aquellas casas de campo estucadas en blanco, con techo de tejas diseñadas por el clima duro del sur, y en su ventana, una luz iluminaba hacia el exterior.

Toqué la puerta, y Encarnación abrió, quedándose estupefacta de verme allí parado, frente a ella. Cuando la miré, pude ver que su vientre estaba abultado, y ella trataba de esconderlo bajo un mantel que pendía de sus manos, pero yo, de rompe y raja, le pregunté: "¿Es mío?", y ella soltó el llanto, pero yo la abracé, y le dije suavemente al oído: "A este muchacho lo criamos entre los dos".

Me fui

M

María Manuela Asenjo

Y yo me fui.

Y al instante, crispaste en un rictus amargo tu cara lívida.

Y después vagaste, contemplativo, por las calles oscuras. Sin entender.

Mucho tiempo después aún llorabas lágrimas de aturdimiento y regabas el jardín de agua salada.

En un rincón, en un no sé, en un por qué.

Incluso tú, ateo convencido, encargaste novenas en mi nombre, por mi alma. ¡qué alma!

Ahora ya, enemigo e ignorante de la tecla y de la técnica, aprendes fotoshop a toda prisa.

Retocando mis mejores fotos, para conseguir la perfecta que presida ese altar.

Con velas, con rosas de té, de aquellas mías, mis preferidas, las que nunca conseguimos que crecieran.

Despiertas sudoroso de mil pesadillas

Tú, insociable incorregible, sueltas frases de amor por mi persona, alabanzas inútiles y tardías a todo oído que quiera recogerlas.

Ahora, digo, ahora… si lo llego a saber, ironía en on , no me hubiera ido.

Pero me fuí, y nunca llegué a ver los altares, ni a mojarme con las lágrimas, ni a oler las rosas, ni a escuchar las palabras, que, por otra parte,
nunca hubieras dicho si no me hubiera ido.

Así que, a mi pesar … me fui.

 

Recuerdos

R

Silvia C.S.P. Martinson

 

Mientras ella estaba sentada en uno de los cuatro rincones que había imaginado para interiorizarse y huir del mundo real que la rodeaba, comenzó a recordar hechos ocurridos en su pasado.

Recordó una casa que sus padres habían alquilado en un barrio que no era aquel en el que, posteriormente, prácticamente, vivió casi toda su infancia y juventud.

Esta vivienda era una casa de madera sencilla, pero ubicada en una calle tranquila que también tenía un gran patio donde pasaba horas jugando y soñando, como siempre, con sus amigos imaginarios.

Ella tenía entonces 4 o 5 años de edad.

Sentada en la tierra del patio le gustaba observar a las hormigas trabajando en grandes senderos, llevando pequeños trozos de verduras hacia sus nidos. Imaginaba que allí estaban con sus crías alimentándolas, como hacía su madre cuando las recogía a ella y a sus hermanos a la hora de comer. Le encantaba verlas trabajar, mucho más cuando cargaban hojas mucho más grandes que ellas mismas.

Su pensamiento retrocedió también a un hecho ocurrido en aquella época con su hermano menor, se llamaba Gustavo y tenía entonces 4 años.

Él fue a casa de una vecina amiga para jugar con la hija de esta, por quien él tenía especial afecto.

Los dos jugaron mucho y cuando él regresó a su casa fue rápidamente debajo del piso, ya que la vivienda se distanciaba del suelo y allí, en ese espacio, había muchos utensilios guardados.

Ella recordó además que la madre los llamó a cenar y ambos acudieron prontamente, ya que ella no permitía que sus órdenes no fueran cumplidas inmediatamente.

Después de la cena, ambos fueron a sus habitaciones para prepararse para dormir.

En aquella época los niños se iban temprano a la cama sin mayores quejas o molestias.

Al día siguiente, la madre de la niña tocó el timbre de la casa llamando a la madre de Gustavo, pues tenía que hablar con ella.

Las dos se encontraron en el portón de entrada, sin embargo, la otra señora no quiso entrar a pesar de ser invitada y con cierta brusquedad le relató a la madre de Gustavo que él le había robado a su hija una pulsera de oro.

La madre de este, asombrada, lo llamó y lo interrogó sobre lo que había hecho.

Él estuvo de acuerdo con el hecho de haberse quedado con la pulsera, sin embargo, argumentó que la niña se la había ofrecido, y contó además que había guardado la joya debajo del subterráneo en una cajita de madera donde guardaba las monedas que recibía de regalo en su cumpleaños.

Ante tal hecho, la madre, avergonzada, lo hizo buscar la caja y devolverle a la vecina la susodicha pulsera.

Mientras recordaba el hecho ocurrido, ella recordó además que hasta la fecha en que allí residieron, nunca más se les permitió a estos dos niños, Gustavo y su amiguita, jugar juntos.

Los padres de ambos pasaron a ignorarse mutuamente.

A Gustavo, hoy un hombre de respeto y joyero famoso, los objetos coloridos y brillantes siempre le llamaron la atención.

Él no tenía noción en esa época del valor exacto de las cosas, a pesar de que en su casa le enseñaban que nunca debía tomar algo que no le perteneciera.

Realmente él era muy inocente.

Una simple historia

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Carlos Bone Riquelme

 

La mañana estaba fresca, aunque ya era enero en concepción y el sol brillaba en el cielo.

Hellen deja su casa en Cochrane, y camina recto hacia el centro de la ciudad.

Sus pasos son no solo apurados, sino seguros, pues tiene una importante cita que será crucial, aunque ella no lo sabe, para su futuro.

Pero volvamos un poco atrás.

Hellen estudiaba en la Universidad de Concepción, pero además había terminado un curso de secretariado en la escuela de Juanita Loosly, la mejor de toda la octava región, la cual ella pensaba que complementaron sus estudios con taquigrafía y otras habilidades propias de una secretaria.

Era verano y toda la familia se había ido al campo dejándola sola, a ella y Alicia, la muchacha que ayudaba en casa, pues ella debía terminar un último certamen de su carrera.

Pero durante el tiempo, sola su cabeza, siempre ocupada en hacer diferentes planes buscaba nuevas formas de ganar dinero adicional, y decidió que una buena manera sería trabajar haciendo reemplazos en el Banco de Concepción.

Así que hoy se levantó un poco más temprano poniendo en orden su Curriculum Vitae con algunos otros documentos que probaban sus estudios, notas, y trabajos hechos, como el de profesora asistente en una escuela de San Pedro.

La familia no sabía lo que ella planeaba, aún más, la esperaban para continuar un periodo de esparcimiento en aquel lugar idílico junto a la familia de cercanos amigos en la Zanja, propiedad de la familia Bruhn.

Hellen apuro un poco el paso, no por temor a llegar tarde, sino por nerviosismo pues la posibilidad de conseguir este trabajo de verano la excitaba mucho.

Cuando llegó frente a la entrada principal del banco, entró sin vacilar dejando que sus ojos verdes recorrieran el primer piso donde estaban las cajas y un sector de atención al cliente.

Hellen era delgada, de pelo castaño oscuro, pero lo que verdaderamente la destacaba, eran aquellos ojos que no solo eran almendrados, pero además brillaban con una pasión casi felina.

Ella apenas vaciló un segundo, y se acercó al guardia vestido de uniforme azul, para que le indicase la oficina de personal.

Una vez en la oficina le explicó a la secretaría el motivo de su visita, y le entregaron varios documentos para llenar, los que ella, lentamente y con mucho cuidado, los completó de punta a cabo.

Pasaron algunos días y recibió una llamada del banco para presentarse a una entrevista con el gerente de personal.

Hellen se sentía segura de que la contratan, pues su juventud le impedía ver dificultades, solo éxitos; y así, la entrevista se desarrolló de la manera que ella esperaba sintiendo que el puesto será suyo, sin importar en qué posición entrara, pues, al fin y al cabo, solo sería un reemplazo que duraría lo que restaba del verano pues luego ella volvería a sus clases en la universidad.

Fue citada a una última entrevista, donde la presentaron a quien sería la jefa durante este periodo de trabajo.

La jefa sería Luz María Larraín, quien era conocida de su familia, así que ella se sentía dueña del mundo.

Sus padres estaban sorprendidos, pero al mismo tiempo orgullosos de su capacidad personal de gestión, así que aquel verano, Hellen, fue integrada a esa magnífica familia que era el banco de Concepción.

Pero aquellos meses de verano se extinguieron con rapidez, y llegó el día en que ella fue llamada nuevamente a personal pues su contrato estaba llegando al fin.

En esta nueva entrevista Hellen fue presentada con la interrogante de si quería continuar trabajando allí, pero ahora como empleada a tiempo completo.

Era una decisión difícil, pues solo le quedaban unos pocos ramos para graduarse de Licenciatura en Francés, Traducción Español Francés.

Ella se encaminó a la universidad, bajando por Cochrane para luego tomar Chacabuco directo hasta la Plaza Perú.

Los días de verano estaban quedando atrás, y el cielo se veía ya atiborrado de negras nubes que auguraban aquellas lluvias tan típicas del otoño penquista.

También corría un viento de aquellos que la hacían tiritar debajo de su abrigo, pero sus mejillas estaban arreboladas y un halo de vapor salía de su boca mientras sus pasos llegaban a la escuela de lenguas.

Podía ver las estatuas blancas que decoraban los caminos de la universidad, y ya el movimiento de estudiantes que regresaban a sus aulas se iba intensificando.

Pronto el tráfico sería mucho más con la llegada de los “mechones” o nuevos estudiantes que vendrían de todos los puntos del país.

Entró al edificio gris de la escuela, y se dirigió a la oficina de asuntos estudiantiles.

Cuando salió de allí, después de conversar con la persona que la orientó sobre sus estudios, se encontró con algunas compañeras con las cuales formaron un pequeño grupo desde donde se podían escuchar las risas de aquellas muchachas que estaban recién comenzando la vida que se les aproximaba con una rapidez que no podían imaginar.

Hellen tampoco lo sabía, pero el futuro se presentaba más complicado de lo que ella podía vislumbrar.

En los días siguientes ella decidió que podía seguir trabajando en el banco, y además terminar las clases que aún le quedaban pendientes.

Ella estaba acostumbrada a realizar varias actividades al mismo tiempo, así que aun a pesar de las dificultades, ella solo veía soluciones.

Y un día de marzo, fue contratada como empleada de planta del banco, con un sueldo mayor de lo que había recibido como reemplazo, y, además, recibiendo beneficios que ni siquiera sonaba a esta temprana edad.

Ella solo tenía 22 años y sentía que la vida le sonreía.

Día especial

D

María Manuela Asenjo

 

Me afano ante el espejo con la raya del párpado. Mi pulso temblón hace que haya tenido que limpiarla dos veces.

Primero el fondo blanco, el de efecto buena cara. El maquillaje un poco espeso, colorete…

Hace años que no me pinto, leo los apuntes posados en la repisa del lavabo con atención, cumpliendo cada paso, como si fuera la chuleta de una chica de instituto: sombra oscura en el inferior en forma de nuez que combine con el tono del iris o la ropa… ¡Ay, qué nervios! Reflejos luminosos en el superior… que resplandezca la mirada… Bueno, voy teniendo mejor cara. Espera, un poco más de polvo en los pómulos.

Miro el reloj por enésima vez, es casi la hora. En unos diez o quince minutos llegará. Tengo que estar impecable.

Retoco el perfilado de labios, me pongo la chaqueta de mi mejor traje sobre la blusa de seda. «Qué demonios —le digo a la mujer del espejo mientras pulverizo un poco de laca—, estás espectacular. Deberías arreglarte más a menudo».

He tardado en elegir qué zapatos ponerme. Pero elegí estos, los altísimos, de ante negro; estaban guardados al fondo del armario. La verdad es que me destrozan los pies, pero son los más sexys. Hoy estoy empeñada en que me vea despampanante, especialmente atractiva…

No he terminado de calzarme y oigo la llave entrar en la cerradura. Salgo de la habitación a la vez que él cierra la puerta. Da la vuelta, queda paralizado. Ha clavado sus ojos en mí y no puede apartarlos. Noto una mezcla de admiración, deseo y extrañeza.

—¿Y eso? —sospecha.

—¿El qué? —sonrío nerviosamente.

—Ese aspecto, ¿por qué te has puesto tan guapa?

—Quería darte una sorpresa.

—¿Y el niño?

—Lo llevé a casa de mi madre. Quería quedarme contigo a solas.

—No entiendo, ¿qué celebramos hoy? Además, no iremos a salir; te olvidas de mi esguince, me duele mucho el pie.

Sigue quieto sosteniendo las llaves y la cartera, junto a la entrada. Avanzo hacia él desde el fondo del pasillo, decidida.

Con mi sonrisa más embaucadora me pongo de puntillas acercando mi boca a su oído (¿detecto un ligero destello de temor en sus ojos?).

—Hoy es una fecha muy importante, cariño, hace exactamente siete años, tres meses y veinte días que empecé a convivir contigo. Y mira, habremos tenido un hijo, habremos pasado muchas cosas, habrás marcado un antes y un después en mi vida, de hecho, has dejado en mí huellas imborrables. Pero hoy por fin quiero darte las gracias. No sé lo que sucederá mañana, si podré cumplir mis proyectos, ni siquiera si los tengo. Lo que sí te aseguro, querido, es que ¡jamás volverás a ponerme la mano encima!

No le da tiempo a reaccionar. Intenta agarrar mi brazo, pero me suelto enérgicamente. Saco mi maleta y mi bolso del armarito de la entrada y salgo con paso firme, barbilla en alto y mirada desafiante. Solo yo noto cómo me tiemblan las piernas, mientras arrastro el equipaje, poniendo especial cuidado en que las ruedas pasen por encima de su dolorido pie.

Abajo me esperan en el coche, es el principio de mi nueva vida. Sé que mañana, por fin, habré despertado para siempre de estos siete años de pesadilla. Por eso retoco nuevamente mis pómulos en el ascensor, que no se note ni un resto del pasado.

El quiltro

E

Carlos Bone Riquelme

Caminaba unos pasos y se detenía a olisquear unas matas; quizás, las raíces de un árbol, para luego mirar a su alrededor con algo de indiferencia. Más allá, yo, sentado solo en una de las viejas bancas de madera reseca, lo miraba con algo de melancolía.

El quiltro era flaco, de un color casi indefinible, y se movía siempre alerta, manteniendo las puntiagudas orejas indicando un tiempo y un espacio, aunque tranquilo, pero dejando saber que, sin duda, era un producto de la calle.

Se me acercó al trotecito y, parándose a una distancia prudente desde donde él podía escapar si algún movimiento mío lo alertaba de un peligro inminente. Pero yo lo miro con ojos de pariente pobre que reconoce en aquel otro a alguien que tiene similitudes de carácter.

Y él también pareció reconocer a un compañero de aquellos que vagan sin destino ni futuro; así que se acercó con más confianza para oler mis manos y sentir, quizás, el calor que emana de otro cuerpo.

Mi mano lo acarició, rascándole entre las orejas, y el quiltro cerró por un instante los ojos sintiendo el placer de una caricia, de esas que no se dan todo el tiempo; la mayor parte de las veces son patadas arteras acompañadas de algún garabato que alude a aquellos piojos que se anidan en los pelajes sucios. Pero ese momento duró solo un poco.

Pronto él estaba nuevamente alerta, como si alguna vez hubiera tenido la experiencia de una caricia para luego recibir el golpe traicionero. Y así su cuerpo se tensó, listo para alejarse rápido de mí, solo en el caso de que algo lo avisara de mis malévolas intenciones.

Pero yo estaba muy lejos de eso. Había encontrado un compañero; un "soul mate"; y nos habíamos reconocido como dos huérfanos de cariño que se encuentran en la mitad de aquello llamado ternura. Nos miramos a los ojos y en su pestañeo rápido y su movimiento de cabeza advertí que él me aceptaba como un hermano más de calles lóbregas y barrios solitarios.

Así, él se quedó parado a mi lado como para determinar si podríamos caminar el mismo camino. Y me olisqueó las piernas, quizás buscando el trasero para determinar qué clase de mastín yo era.

Yo casi sentí los deseos de tirarme en cuatro patas para acercarme aún más a él. Pero no era necesario. Cuando yo me levanté, casi oscureciendo, él me siguió caminando alegre a mi lado, quizás esperando un plato de comida caliente que le devolviera el sentido a su vida de quiltro callejero e independiente.

Y llegamos a mi pensión. Una casa vieja de un piso, llena de pasillos de maderas crujientes y ventanales de cristal, algunos rotos. Y entramos silenciosos tratando de no ser notados con el quiltro siempre a la siga.

Mi habitación estaba fría, pero al encender la lámpara de noche algunas sombras danzaban en las paredes mientras yo alcanzaba un trozo de pan añejo y, partiéndolo en dos, lo compartía con ese perro amigo. Él se devoró el mendrugo de un bocado y me miró esperando más. Su lengua colgando mientras los jadeos de su respiración me apuraban a conseguir algo más.

Y así que saqué más pan de la bolsa de tela y compartí la pobreza y la soledad con el quiltro que me acompañaba más que muchos otros que algún día se sentaron a la vera del camino a cambiar algunas palabras indecentes que el viento se llevó sin consecuencias.

El quiltro se acostó sobre la barriga mientras yo le acomodaba un plato con agua fresca y helada. Su lengua batió récord mientras él me miraba con algo parecido al compañerismo de quien da lo que tiene sin más de lo que se puede. Él lo entendía, pues su espíritu era libre de posesiones materiales, de hogares vencidos por el tiempo y de amores que solo duraban lo que una erección.

Y aquella noche dormimos el uno a la vera del otro. Él, tirado sobre algo que algún día fue alfombra, pero que hoy ya raída y descolorida era solo un recuerdo de tiempos mejores; y yo, en una cama de resortes vencidos y de colchón medio agotado de las lanas tiesas de tiempo y uso. Mis sábanas decían “El Melón”, una envasadora de harina que me arropaba tierna en su calor pobre pero honrado.

En la mañana desperté súbitamente alerta, sintiendo más que viendo la presencia de algo al lado de mi cama; y era el quiltro que me miraba respirando con su lengua agitada, esperando que yo le abriera la puerta para seguir con su libertad de calles peligrosas y solitarias.

Y así lo hice, pues la libertad no se puede atrapar ni con cariño… y se marchó alegre, moviendo la cola como si la noche hubiera sido una fiesta. Alguna vez lo volví a ver a la distancia, trotando entre la gente o corriendo entre los árboles, pero nunca más volvimos a acercarnos.

¿Para qué? Ya sabíamos más del uno y del otro que muchos psicólogos de terno y corbata, ya no necesitábamos más compañía que la de la vida y la muerte…

El estafador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Había un ruido intenso. Casi no se podía oír lo que él hablaba. A pesar de ello, continuaba haciéndolo sin parar. Al hombre no le daba vergüenza. Se cree joven, a pesar de tener 78 años.

Estuvo casado en varias ocasiones, cinco para decirlo con exactitud, y les echa la culpa de las separaciones a las mujeres. En su forma de ver, todas tienen algún defecto: bien físico, bien intelectual o bien moral. ¡Impresionante!

Está bien físicamente, a pesar de no ser un hombre atractivo, porque no es guapo y es bajito (1,60 m), pero relativamente tiene algún encanto porque es simpático. Es europeo y habla bien francés y español.

Como compañero para un chat de playa, es incluso interesante. Para sus amigos ricos es especialmente útil. Sí, para sus amigos ricos. En verdad, eso es lo que más le gusta: tener amigos y mujeres muy ricos, con los que pueda conocer y participar en sus fiestas y ambientes refinados. Aparentemente es una persona sencilla. Y es claro, cuando expone su situación financiera, aun entre sus palabras y acciones delata sus auténticas intenciones.

A los amigos que están en igual situación que él, cuando no tiene ninguno, se les acerca para cubrir su soledad. Sin embargo, a la primera ocasión, por negligencia, cambia cuando le surge alguien más rico. La vida también, en ocasiones, da sus sorpresas. Y así pasó.

Por un chat de internet, en el que intenta normalmente conocer a otras personas y relacionarse con ellas, conoció a una mujer hispanoamericana que parecía de buena posición financiera. Bien parecida, esbelta y relativamente joven para él. La diferencia de edad entre los dos ronda los 20 años (ella más joven que él).

Se fue a visitarla a su ciudad de residencia y se hospedaron en un hotel, donde mantuvieron relaciones íntimas que a él le parecieron bastante satisfactorias. Después, la convidó para que pasara unos días con él en su casa de la playa.

Ella vino. Llegó encantadora, se reunieron en la estación, a donde él fue a recogerla, como suelen hacer los hombres bien educados. La dama pensó entonces que había encontrado al hombre de su vida, el cual habría de satisfacerla en todas sus expectativas, que fundamentalmente consistían en casarse con un europeo para obtener la misma ciudadanía; un hombre más viejo al que pudiese dominar a su antojo, rico y propietario de bienes materiales que pudiesen hacer su vida llena de lujos y sin problemas preocupantes en lo económico.

¡Torpe engaño! Cuando constató la dura realidad, cuando no tuvo acceso a los restaurantes que ella pretendía, cuando pudo comprobar que tal apartamento en que él vivía era alquilado y que la comida era hecha en casa y escasa, pensó en cómo desembarazarse de la situación en la cual se había metido.

Urdió entonces y ejecutó con frialdad, calculadamente, su plan. Comenzó bebiéndose todas las botellas de cerveza que él tenía almacenadas en su casa, que eran aproximadamente quince. Después de bebérselas, durmió toda la noche en su cama, ocupando incluso el sitio de él. El día siguiente fueron a la playa y, después de almorzar en un restaurante modesto, donde nuevamente bebió ocho o nueve cervezas sin embriagarse.

Ante lo que estaba viendo, él se puso cada vez más enfadado y frustrado en sus sueños de grandeza. El plan de ella surtió el efecto deseado. Al acabar el fin de semana, ella se despidió y le dijo:

"¡Adiós, amor! Sencillamente no coincidimos en nuestros gustos. A mí me gusta el champán francés y a usted le gusta el agua. Lo siento."

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