Carlos Bone Riquelme
La noche cae sobre Concepción, dejando sus calles solitarias, donde solo el reflejo incandescente de las luces se dibuja sobre el pavimento mojado.
El viento mueve las hojas incrustadas en las ramas de los viejos tilos de la Plaza de la Independencia, ya vacía a esta hora. Al frente, en el edificio de la Intendencia de la ciudad, se ven dos carabineros, arropados en sus gruesos chaquetones verdes de Castilla, cruzados con los cintos de color café, de donde pende una cartuchera con su pistola. Se mueven lentamente, tratando de capear el duro frío de la noche invernal.
En la entrada del edificio hay un pequeño escritorio que sirve de recepción, donde los carabineros se sientan ocasionalmente.
La lluvia se esparce en olas que azotan la acera. Algún transeúnte trasnochado pasa rápido, casi oculto debajo de un paraguas que se dobla con el viento.
Una micro destartalada corre lenta por Barros Arana, y allá lejos, en el vacío paradero de la esquina del Romano, la figura solitaria de “la mala Cueva” —o mejor dicho, “la mala suerte”— se estremece de frío, aún esperando a un posible y trasnochado cliente.
La llamábamos así porque su cara, marcada por el sarampión, alejaba a los posibles clientes. Al verla, huían con cualquier excusa banal, a menos que estuvieran muy borrachos y no se percataran de ese hecho. El apodo de “mala cueva” también venía de su costumbre de estar siempre en la misma esquina, todas las noches, guareciéndose de la lluvia y el frío bajo el paradero metálico, como esperando un micro que nunca llegaba.
En esa calle, solo los “Pool Víctor”, localizados frente a la entrada de la boîte “La Tranquera”, y el restaurante “Llanquihue” permanecían abiertos hasta casi el filo del toque de queda.
Aún estábamos en el año 1974, poco después del golpe de Estado de 1973 que derrocó al presidente Allende y trajo al poder al presidente de facto, Augusto Pinochet.
A esa hora, solo un par de mesas estaban ocupadas en los “Pool Víctor”, con los últimos golpes de taco y bola; y en el “Llanquihue” aún la máquina cervecera ofrecía esos largos copones bañados en espuma, llamados “Garzas” debido a su estilizada forma transparente, tirando sus últimos alientos mientras la reja de la entrada estaba casi cerrada.
“La Tranquera” ya había terminado sus últimos toques de música, y los últimos clientes se apuraban por entrar al hotel Bío-Bío o al Ritz.
Las “potocas”, unas muchachas muy alegres de esta ciudad, cruzaban la acera corriendo entre risas en busca del último taxi. Las luces de los semáforos pestañeaban con flojera nocturna, mientras el cruce diagonal frente al palacio de los Tribunales estaba impregnado del olor a orines de vagabundos o borrachos que pernoctaban allí.
Allí, cobijándose de la lluvia, dormía a veces un vagabundo al que todos temíamos. Le decían “el Zorro”, quizás por lo enojado de su rostro, cubierto casi por completo de negros pelos.
No sé por qué los muchachos le rehuíamos, pues nunca lo vi actuar violentamente. Solo mascullaba o a veces gritaba palabras inconexas y sin sentido. Tenía una actitud agresiva detrás de un gesto torvo que se ocultaba bajo su enmarañada barba negra. Sus ropas estaban raídas; siempre vestía un saco negro, unos pantalones harapientos y unos zapatos rotos. Cargaba un alto de cartones y bultos a la espalda y, durante los veranos, dormía en el parque Ecuador, donde a veces se le veía hacer sus abluciones matinales en la cascada.
También recuerdo a un muchacho alto de ojos claros, al que llamábamos “el Tío”, pues nos perseguía con una pistola de plástico, disparándonos balas imaginarias mientras gritaba: “¡Tío, tío, te maté tío!”. Y también a “Pepito Aste”, otra figura muy conocida entre los residentes de la ciudad, caminando siempre por San Martín con su figura delgada y agachada, deteniéndose a veces a conversar con algún transeúnte.
La calle Diagonal se veía larga y vacía de movimiento, lo que era raro.
En Ongolmo esquina Diagonal existía un sitio eriazo que durante la primavera recibía al circo “Águilas Humanas”; más tarde vendría el circo “Frankfurt", y con el tiempo, alcancé a ver también al circo “Tony Caluga”.
En esa misma esquina estaba la estación de gasolina de Larroulet, y más tarde, por la Diagonal, se instaló el “Café Colombia”, centro de reunión de los estudiantes universitarios, famoso por sus “papitas fritas”.
La Diagonal era la calle de las peleas estudiantiles, mientras por San Martín llegaban los buses de las fuerzas policiales, estableciendo un cordón de protección para evitar, infructuosamente, que las protestas alcanzaran el centro de la ciudad.
Por San Martín llegaban también los carros lanza-agua, o “guanacos” como los llamamos en Chile, que se movilizaban hacia la Diagonal, donde los muchachos intentaban protegerse detrás de los postes del alumbrado, inútilmente, pues terminaban bañados de pies a cabeza.
Desde mi ventana en la Diagonal 1167, tercer piso, vi a un osado muchacho subirse al techo de uno de estos carros, golpear el vidrio y luego saltar al suelo para escapar.
A mediados de los 80, en la Plaza Perú se instalaron numerosos negocios, como la “Rotisería Pujol”, cafeterías y librerías.
La calle Chacabuco, antes estrecha y llena de piedras, ya se estaba ampliando, convirtiéndose en una avenida comercial, llena de tiendas y restaurantes.
En un sitio eriazo, en la esquina de Orompello y Diagonal, se instalaba el gran circo “Águilas Humanas”, que llegaba con los primeros rayos de la primavera, trayendo su carga de cabritas, payasos y animales que solo habíamos visto en libros, desfilando por el centro de la ciudad entre los gritos y algarabías de los pequeños que mirábamos sorprendidos.
El aserrín olía a risa y diversión mientras los muchachos nos escurríamos por los palcos y la galería para ver al “Tony Caluga” y sus compañeros, gritando con voces melosas y dándose palmetazos que resonaban por encima de las carcajadas de los concurrentes.
Se iba ese circo para dar paso al siguiente: “El Frankfurt”, con su carpa verde.
Pero durante el invierno todo quedaba vacío, igual que el edificio inconcluso que, más tarde, sería el “Colegio Médico”, donde en los años 80 asistí a una charla del cardenal Silva Henríquez.
Allí estaba también, en la Plaza Perú, la “Pinacoteca de Arte”, donde comenzaban las peleas estudiantiles y donde, junto al Arco de Medicina, se mantenía el último baluarte de la inmunidad universitaria.
Esa inmunidad fue violada en la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando, de madrugada, los militares entraron y apresaron a los estudiantes que vivían en las cabinas.
Fui testigo aquella mañana, mientras me dirigía al centro de la ciudad, de los muchos estudiantes tirados en el suelo, con las manos cruzadas detrás de sus cabezas, mientras algunos militares, indiferentes, los vigilaban con sus fusiles prestos.
Desde allí podíamos acceder al barrio universitario, con sus calles barrosas y el querido cerro Caracol mirándonos desde lo alto.
Detrás, “La Agüita de la Perdiz”, un barrio pobre y sentido, en medio de viejas y señoriales casonas que, con la nariz respingada, lo observaban con desprecio.
Pero también por esas polvorientas calles anduvimos y compartimos tragos y bailes con los muchachos de “La Agüita de la Perdiz”.
Muchas noches de toque de queda fueron pasadas allí, al golpe de la guitarra y con el calor de la amistad humilde y abierta.
Hacia la estación se erguía el “Cecil Hotel”, junto a la pequeña plaza que, hace algún tiempo, tuvo días de gloria con su fachada imponente y clásica.
La plaza Prat, pequeña y modesta, albergaba las oficinas de “Vía Sur”, la clásica compañía de buses que desapareció, tragada por el crecimiento económico de los 80.
Y a la vuelta de la esquina, el pequeño y mal trajeado “Diablo Rojo” —o “Derby”—, la boîte que alojaba a una concurrencia nocturnal, y a veces delincuencial, donde recuerdo haber bailado una noche con mi esposa, de casi nueve meses de embarazo…