Pedro Rivera Jaro
En el año 1955, cuando yo tenía 5 años, como era el hijo mayor de mis padres, mi mamá se servía de mí para hacer pequeñas compras de alimentos en las tiendas próximas a casa. Entre estas estaban la tienda de comestibles del señor Herrero, la carnicería de la plaza, la verdulería y frutería de la señora Matilde, y la casquería de Nieves, entre otras.
Ella me apuntaba lo que necesitaba en un trozo de papel, y yo lo entregaba en las tiendas, donde me daban lo solicitado. Así fue como, desde muy pequeño, aprendí a hacer las compras, distinguiendo la calidad de los productos.
A partir del año 1961, ya con 11 años, recuerdo que cogía mi bicicleta y el capacho, y me iba hasta el mercadillo de fruterías y verdulerías. Este estaba montado con paredes y techos de madera y formaba dos largas filas de barracas, una frente a la otra, además de una fila más corta en la entrada de arriba, que cerraba las filas principales. Recuerdo que, en esta última fila, estaba la tienda del señor Paco Osuna.
Mi madre me daba 25 pesetas y me decía:
—Hijo, no tengo más dinero.
—¿Y qué necesitas, mamá? —le preguntaba yo.
—Necesitamos fruta, judías verdes y patatas. Lo que tú veas, hijo.
En la frutería de la señora Matilde, que estaba al lado de casa, un kilo de plátanos costaba 13 pesetas. En cambio, en el mercadillo todo salía mucho más barato, sin que la calidad disminuyese.
En el capacho, que colocaba en el soporte trasero de la bicicleta, cabían bastantes kilos de fruta. Montado en mi bici, cruzaba la Colonia de San Fermín y llegaba hasta el poblado del mismo nombre. Una vez en el mercadillo, daba una vuelta completa observando las mercancías y los precios de los distintos productos.
En la segunda vuelta, iba comprando en cada puesto lo que había seleccionado en la primera. Por ejemplo: 2 kilos y medio de naranjas por 5 pesetas, otros 2 kilos y medio de manzanas por 5 pesetas, 2 kilos de patatas por 4 pesetas, 1 kilo de judías verdes sin hebra por 3 pesetas y 1 kilo de plátanos de Canarias por 8 pesetas. En total, las 25 pesetas que me había entregado mi mamá. En otras ocasiones, si me sobraba una peseta, ella me la regalaba.
En 1964, ya con 14 años, empecé a sentir vergüenza si las chicas de mi edad me veían con el capacho. En aquella época, estaba mal visto que los varones hicieran las compras, pues se consideraban cosas de mujeres. Hoy no es así, pero entonces lo era.
En consecuencia, le pedía a mi madre que mandase a mi hermana Maribel, que ya tenía 12 años, pero ella se negaba porque decía que los tenderos la engañaban y, en cambio, a mí no, porque sabía muy bien lo que compraba.
Siempre creí que exageraba.