Carlos Boné Riquelme
Salimos riendo de Radio Lautaro de Talca, después de ver el programa matutino de “a despertarse señor”, el cual hizo las delicias de mi infancia, con el periodista radial, muy conocido en la zona central, Don Alfonso Fernández.
Mi padre y mi madre reían felices, como hacía mucho no pasaba, comentando los chistes del periodista el cual era muy ágil y divertido a la hora de conducir el programa. Atrás quedo esa primera impresión de la sala con sus humildes bancas de madera, y creo que a esa escasa edad aprendí que a veces el contenido es mas importante que la estética.
Y en aquellos 1962, los señores de la radio hacían milagros con los recursos que les eran asignados. Pero la alegría que nos aportó esa hora en el programa duraría mucho, hasta hoy en día que cada vez que recuerdo aquellos momentos, no puedo evitar la sonrisa que el recuerdo trae a mi mente.
Ese era el tiempo donde el espectáculo se hacía en buses que partían en interminables giras alrededor del país, presentándose en estadios y gimnasios, o teatros de ciudades y pueblos. Donde los periodistas deportivos debían encogerse en hoteles modestos, y comer en pensiones baratas que los trataban como familia, pues eran conocidos.
La radio era el único medio de entretenimiento en nuestros hogares. En mi casa era una vieja Telefunken de pantalla iridiscente, con un dial manual que corría en medio de unos números que para mi eran un misterio. Y la onda se iba a cada rato, dejándonos a veces en medio de la telenovela, o del partido de futbol, sin saber si el gol había entrado en el arco o no.
La desesperación de mover la antena para recoger la emisión nuevamente era solo comparable con los garabatos que se escuchaban por toda la sala. En las tardes, eran muchos vecinos los que se apilaban en la sala a escuchar a Arturo Moya Grau, el mejor escritor y actor de telenovelas en la radio chilena. Y las mujeres lloraban y el capítulo serviría para la conversación del resto del día, mientras se servía la “once”, o se sorbía el mate.
A la entrada de los colegios, las madres que dejaban a sus hijos conversaban sobre los acontecimientos del capítulo del día anterior, esperando ansiosas las dos de la tarde, para seguir con el nuevo episodio.
Así que la decepción duro lo que el gusano en el pico del pollo, y entre risas y comentarios alegres, decidimos que era hora ya de almorzar. El almuerzo era una tradición que se seguía al pie de la letra. Ya fuera en casa, alrededor de la mesa familiar, o en el lugar donde la hora nos acogía. Y este día era en “Talca, Paris y Londres”, como era el dicho popular que ponía a esta ciudad en el medio de las capitales mas famosas del mundo.
Mi padre, como buen vendedor viajero, conocía las mejores” picadas” de cada ciudad. Y Talca no era la excepción. Pronto nos dirigió a una pequeña “fuente de soda”, con varias mesitas a lo largo de la pared, y un mesón donde algunos parroquianos comían o bebían una cerveza para “matar la calor”. Mi padre era conocido de los parroquianos, lo cual lo delato rápidamente por los saludos del dueño que atendía el lugar, y de uno que otro de aquellos sentados a la barra; por supuesto que mi padre salió al camino rápidamente, anunciando a viva voz, “esta es mi señora y mis hijos”, con lo cual se ganó una mirada de sospecha de parte de mi madre, lo cual le costaría algunas explicaciones mas tarde, cuando nadie estuviera presente.
Y mi padre, sospechándolo, le pidió al “garzón” los especiales del día. En aquellos tiempos, los menús solo existían en los clubes elegantes, en los lugares mas populares, se daban los especiales del día a viva voz. Y como yo era el celebrado este día, mi padre me dio la oportunidad de elegir, causando la rabia de mi hermana Liliana que empezó a reclamar diciendo, “siempre le dan todo a él, claro, es el regalón…”, mientras yo me reía feliz, para mis adentros, y así no causar más problemas.
Pero ya mi atención había quedado retenida en uno de los ofrecimientos del día, “pernil con papas cocidas y chucrut”. Había escuchado tantas veces hablar de esta delicia, a mis tíos, abuelos, padres, que, sin pensarlo dos veces, lo escogí rápidamente. Y aquí se hizo un silencio en el bar. Todos me estaban mirando, y luego de algunos instantes, empezaron a reír.
Yo me quedé sorprendido, pensando que quizás había cometido un error, pero no. El problema no era ese. Mi padre me miró sorprendido, y mirando a todos alrededor se rio, diciéndome “Carlitos, ese plato es muy grande para ti, mijo…”. Pero yo solo quería, al igual que venir al programa de la radio, ese plato. Y empezaron las apuestas alrededor del bar. Si me comeria todo el plato, o no.
Mi padre estaba vacilante, pero como la mayoría decía que yo no sería capaz de comer el plato completo, se sintió ofendido y se decidió a defender el honor familiar. Y pidió con voz fuerte al garzón, “tráigale el plato a mi hijo, que él se lo comerá todo”, mientras yo totalmente ajeno al problema que había causado, me regocijaba pensando que mi hermana tendría que contentarse con lo que mi madre le pidiera. Yo era el hombre de la casa, a pesar de mi edad.
Y mi padre cubrió las apuestas, y ya todo era excitación. Y llegó el plato, el cual era verdaderamente enorme. Un pernil de puerco, humeando de ese cuero cafecito y grasoso, mientras la carne casi dorada se escapaba por los bordes, con las patatas cocidas y el chucrut bañado en pimienta. Yo totalmente indiferente a la expectación causada alrededor del lugar, me saboreé, y cogiendo tenedor y cuchillo, corté el primer pedazo de carne, que se deslizó suave por mi paladar, sintiéndose como el manjar de lo dioses.
No presté más atención a lo que sucedió a mi alrededor, así que no recuerdo lo que comieron mis padres y hermana, o lo que pasaba con toda aquella gente mirando y observando a que yo no recibiera alguna ayuda de mi familia. Y de a poco, el hueso del pernil empezó a quedar a la vista, y las papas fueron devoradas al igual que el chucrut. Y cuando me deje caer hacia atrás en la silla, el plato estaba limpio, y solo el hueso quedaba como triste recuerdo de lo que fue ese magnifico pernil.
Todo el mundo se miraba consternado, sorprendidos de que en este cuerpo tan pequeño alcanzara tanta comida, Y las risas no se hicieron esperar, mientras mi padre orgulloso recogía el dinero de las apuestas, con lo cual, básicamente el almuerzo salió gratis. Yo tuve tiempo y espacio para comer el postre, y por parecer más agrandado, pedí un café.
Salimos de allí, con mis padres felices, riendo, yo sintiendo la mano de mi padre sobre mi hombro, y las patadas de mi hermana en las canillas. Solo puedo agregar, que, hasta el día de hoy, el pernil con papas cocidas y chucrut, además de la cazuela de vacuno, son mis platos favoritos.
En Concepción recuerdo la Séptima compañía de Bomberos en el Parque ecuador, donde comí los mejores perniles, y lugar al cual fui bastante a menudo.