Carlos Bone Riquelme
Caminaba unos pasos y se detenía a olisquear unas matas; quizás, las raíces de un árbol, para luego mirar a su alrededor con algo de indiferencia. Más allá, yo, sentado solo en una de las viejas bancas de madera reseca, lo miraba con algo de melancolía.
El quiltro era flaco, de un color casi indefinible, y se movía siempre alerta, manteniendo las puntiagudas orejas indicando un tiempo y un espacio, aunque tranquilo, pero dejando saber que, sin duda, era un producto de la calle.
Se me acercó al trotecito y, parándose a una distancia prudente desde donde él podía escapar si algún movimiento mío lo alertaba de un peligro inminente. Pero yo lo miro con ojos de pariente pobre que reconoce en aquel otro a alguien que tiene similitudes de carácter.
Y él también pareció reconocer a un compañero de aquellos que vagan sin destino ni futuro; así que se acercó con más confianza para oler mis manos y sentir, quizás, el calor que emana de otro cuerpo.
Mi mano lo acarició, rascándole entre las orejas, y el quiltro cerró por un instante los ojos sintiendo el placer de una caricia, de esas que no se dan todo el tiempo; la mayor parte de las veces son patadas arteras acompañadas de algún garabato que alude a aquellos piojos que se anidan en los pelajes sucios. Pero ese momento duró solo un poco.
Pronto él estaba nuevamente alerta, como si alguna vez hubiera tenido la experiencia de una caricia para luego recibir el golpe traicionero. Y así su cuerpo se tensó, listo para alejarse rápido de mí, solo en el caso de que algo lo avisara de mis malévolas intenciones.
Pero yo estaba muy lejos de eso. Había encontrado un compañero; un "soul mate"; y nos habíamos reconocido como dos huérfanos de cariño que se encuentran en la mitad de aquello llamado ternura. Nos miramos a los ojos y en su pestañeo rápido y su movimiento de cabeza advertí que él me aceptaba como un hermano más de calles lóbregas y barrios solitarios.
Así, él se quedó parado a mi lado como para determinar si podríamos caminar el mismo camino. Y me olisqueó las piernas, quizás buscando el trasero para determinar qué clase de mastín yo era.
Yo casi sentí los deseos de tirarme en cuatro patas para acercarme aún más a él. Pero no era necesario. Cuando yo me levanté, casi oscureciendo, él me siguió caminando alegre a mi lado, quizás esperando un plato de comida caliente que le devolviera el sentido a su vida de quiltro callejero e independiente.
Y llegamos a mi pensión. Una casa vieja de un piso, llena de pasillos de maderas crujientes y ventanales de cristal, algunos rotos. Y entramos silenciosos tratando de no ser notados con el quiltro siempre a la siga.
Mi habitación estaba fría, pero al encender la lámpara de noche algunas sombras danzaban en las paredes mientras yo alcanzaba un trozo de pan añejo y, partiéndolo en dos, lo compartía con ese perro amigo. Él se devoró el mendrugo de un bocado y me miró esperando más. Su lengua colgando mientras los jadeos de su respiración me apuraban a conseguir algo más.
Y así que saqué más pan de la bolsa de tela y compartí la pobreza y la soledad con el quiltro que me acompañaba más que muchos otros que algún día se sentaron a la vera del camino a cambiar algunas palabras indecentes que el viento se llevó sin consecuencias.
El quiltro se acostó sobre la barriga mientras yo le acomodaba un plato con agua fresca y helada. Su lengua batió récord mientras él me miraba con algo parecido al compañerismo de quien da lo que tiene sin más de lo que se puede. Él lo entendía, pues su espíritu era libre de posesiones materiales, de hogares vencidos por el tiempo y de amores que solo duraban lo que una erección.
Y aquella noche dormimos el uno a la vera del otro. Él, tirado sobre algo que algún día fue alfombra, pero que hoy ya raída y descolorida era solo un recuerdo de tiempos mejores; y yo, en una cama de resortes vencidos y de colchón medio agotado de las lanas tiesas de tiempo y uso. Mis sábanas decían “El Melón”, una envasadora de harina que me arropaba tierna en su calor pobre pero honrado.
En la mañana desperté súbitamente alerta, sintiendo más que viendo la presencia de algo al lado de mi cama; y era el quiltro que me miraba respirando con su lengua agitada, esperando que yo le abriera la puerta para seguir con su libertad de calles peligrosas y solitarias.
Y así lo hice, pues la libertad no se puede atrapar ni con cariño… y se marchó alegre, moviendo la cola como si la noche hubiera sido una fiesta. Alguna vez lo volví a ver a la distancia, trotando entre la gente o corriendo entre los árboles, pero nunca más volvimos a acercarnos.
¿Para qué? Ya sabíamos más del uno y del otro que muchos psicólogos de terno y corbata, ya no necesitábamos más compañía que la de la vida y la muerte…