Pedro Rivera Jaro
El vuelo para Londres salía el próximo 7 de diciembre.
El día 4, como había hecho tantas veces en sus años de estudiante, Alberto estaba trabajando, ayudando a Diego a colocar placas de friso en las paredes de un salón, en la planta baja de una casa del poblado de Entrevías, en la zona que llamaban "de los Domingueros", porque a sus habitantes y actuales dueños les fue regalado, por parte del Ministerio de la Vivienda, el terreno sobre el cual construyeron su vivienda, así como los materiales de construcción necesarios. En cambio, la mano de obra la aportaron quienes iban a vivir allí, y lo hacían los domingos, que era cuando descansaban de sus respectivos trabajos.
Entre ellos había albañiles, carpinteros, fontaneros, electricistas, pintores, cerrajeros, etc., y se pusieron de acuerdo para ayudarse mutuamente en la construcción de sus respectivas casas.
Era ya mediodía cuando Diego le dijo a Alberto que era hora de ir a comer. Se acercaron a un bar próximo donde servían comida casera, buena y a buen precio.
Aproximadamente una hora después, ya estaban nuevamente trabajando cuando llegó la esposa de Diego con un recado para Alberto: debía marcharse al Hospital 1º de Octubre porque habían ingresado a su padre.
Tremendo sobresalto el de Alberto, que sabía lo fuerte que era su padre. Pensó de inmediato que habría sufrido un accidente con su camión.
Se desplazó hasta el hospital y, al llegar, se dirigió a recepción para preguntar por su padre. Dijo que creía que había sufrido un accidente con su vehículo de trabajo, pero allí le informaron que ese no era el motivo de su ingreso. Lo enviaron a la planta donde estaba hospitalizado para que hablara con el médico que lo había atendido y le explicara su estado.
Efectivamente, el médico le informó que su padre había sufrido un derrame cerebral debido a un aneurisma congénito que se le había reventado en el cerebro, probablemente a causa de algún esfuerzo efectuado en su trabajo, que era físicamente muy exigente.
Días después, cuando Alberto indagó entre los vecinos del lugar donde estaba situado el garaje del camión de su padre, pudo averiguar que aquella mañana, muy temprano, las baterías del camión se habían descargado. Como no pudo arrancarlo con la llave de contacto, tuvo que empujarlo con la ayuda de una barra de acero. Seguramente, aquel esfuerzo provocó la ruptura de una pequeña vena en su cerebro, lo que ocasionó una hemorragia interna que derivó en muerte cerebral repentina.
Al día siguiente lo mantuvieron con respiración asistida hasta que, finalmente, se produjo el electroencefalograma plano. Una vez que la familia comprendió que no había marcha atrás, dieron su aprobación para desconectar el respirador automático, y su fallecimiento fue declarado oficialmente. Solo tenía 51 años.
De inmediato, se comunicó la noticia a familiares y amigos. Su padre era un hombre muy apreciado, por lo que el velatorio y el entierro fueron muy concurridos.
En aquel entonces, en el sótano del hospital existían salas acondicionadas para el velatorio de los pacientes que fallecían allí.
En medio del dolor, el esposo de María, prima de Alberto, propuso la compra de flores para el entierro y se encargó de recaudar el dinero para las coronas. Encargó seis coronas de rosas rojas de Baccara, de tallo largo, en una floristería que conocía. Dado que era pleno invierno, las flores resultaron carísimas.
Tras el entierro, celebrado el día 7, Alberto decidió no tomar su avión y quedarse en Madrid para apoyar a su madre en su terrible pérdida.
Unos días después, se reunió con su amigo Felipe y su novia. La joven, al enterarse del fallecimiento del padre de Alberto, recordó que sus amigos, los dueños de la floristería Sakuskiya, en la calle Juan Bravo, habían enviado seis coronas de rosas rojas de Baccara a ese hospital en fechas coincidentes. Sin embargo, el pago de esas flores nunca se concretó.
Al final, Alberto descubrió que esas coronas eran las mismas que su familiar se había ofrecido a pagar, pero el dinero nunca llegó a la caja de la floristería.
De inmediato organizó una reunión con Fernando, el esposo de María, en la floristería. Todos suponían que él había pagado las flores, pero pronto quedó claro que Fernando había demostrado una habilidad de timador profesional.
Alberto pagó la corona encargada por él, sus hermanos y su madre, que Fernando, con "amabilidad", les había "regalado". El resto de las coronas, lamentablemente, la floristería nunca llegó a cobrarlas, a pesar de las reiteradas promesas de Fernando de que lo haría.
Hay personas capaces de aprovecharse de los demás en cualquier circunstancia, sin siquiera inmutarse.
Fernando había dejado una propina generosa para ganarse la confianza del encargado de la floristería y conseguir que le fiara las flores, bajo la promesa de que las pagaría en un par de días. Nunca cumplió su palabra.
Bajo su apariencia de hombre bien parecido y elegante, se escondía un estafador acostumbrado a engañar a quienes confiaban en él.