Carlos Boné Riquelme
La mañana estaba calurosa, y el centro de la ciudad parecía haber explotado de un momento a otro con la presencia de cientos de personas que caminaban; algunas rápidas, otras lentamente, mirando vitrinas, y muchas otras paradas en los lados con mantas extendidas en el piso, vendiendo miles de objetos de diferentes colores cuyo propósito no podía adivinar.
Allí, en medio de esta multitud, la vi: delgada, con pechos grandes, cabello castaño cayéndole por la espalda, y un bebé en los brazos. De edad indefinida, pero bebé, al fin y al cabo.
Una mesa pequeña se encontraba frente a ella, y pude divisar algunas pulseras doradas, collares de piedras de colores, cintas para el pelo, y algunas otras baratijas expuestas a la mano de quien quisiera adquirirlas.
La observé por largo rato, mientras ella compartía su tiempo hablando con algún posible comprador y susurrándole algo al niño, que a veces parecía moverse inquieto, o a veces dormía. Aquellas quedas palabras eran como cantos de cuna que ella soltaba tranquilamente, mientras su talle se movía en un gesto que daba cierta calma al bebé.
No pude evitar acercarme, y me paré enfrente de ella mientras cogía una pulsera entre mis dedos y le preguntaba por el precio. Así pude mirarla directamente a los ojos y observé su mirada quieta, modesta, casi perdiéndose en un río de miel.
Su nariz era pequeña y recta, y sus labios, mórbidos, de aquellos que llaman al beso y al erotismo, invitaban a solazarse mordiendo y restregando tus labios contra los de ella.
Su voz repitió el precio, mirándome extrañamente. Quizás percibió que mis intenciones no eran comprar, solo pararme allí como un pervertido para observarla en la quietud de su maternidad.
Entonces, decidido, saqué un billete y pagué por la pulsera mientras ella me miraba sorprendida. Yo me reí interiormente, pensando que quizás la había descolocado de aquella posición de adivinar y de no estar segura.
La volví a mirar mientras ella buscaba el sencillo para darme el cambio en el bolsillo de su chaleco deslucido, de un color verde suave, pero que le colgaba de los hombros como si le quedara grande.
Le hice un gesto de que no importaba, que se quedara con el vuelto, y me marché sin volverme a mirar, pero sintiendo la mirada de ella en mi espalda, como si me quemara.
Entré a una de las galerías, una de las tantas que se encuentran en el paseo, y allí, a resguardo de las miradas, me detuve sintiendo que mi acelerado pulso se calmaba un tanto.
Esperé un rato y, luego, dando la vuelta por otra galería, salí nuevamente al paseo y traté de llegar al mismo lugar donde ella se encontraba.
Pero ella ya no estaba allí.
Miré alrededor buscándola, pero entre el movimiento de la gente y los vehículos que transitaban por la avenida, tuve que darme por vencido y darme la vuelta, dirigiéndome a la plaza donde ya el monumento a Don Pedro de Valdivia no existe.
Solo la base de color blanco, o quizás crema, se encuentra allí como recuerdo de algunos días de violencia sin sentido.
Me senté en uno de los bancos de la plaza, y un muchachito de tez oscura con un cajón de lustrado me ofreció sacar brillo a mis zapatos. Yo, sin casi sentir o saber lo que hacía, le indiqué que aceptaba su oferta.
Casi sin respirar, el muchacho se sentó en una pequeña banquita que traía junto al cajón y, tomando uno de mis pies, lo acomodó encima de la caja negra, empezando a pasar un cepillo de oscuras cerdas sobre mi zapato.
Yo, olvidado de lo que me trajo a la plaza, me dejé ir, sintiendo el sol en mis ojos y el calor agradable que me envolvía entre el ruido de la calle y el zumbido de las conversaciones.
De pronto, una voz me despertó de mi sueño ligero, y al levantar la vista, la vi a ella parada frente a mí, mientras el muchacho proseguía con su labor de abrillantar mis zapatos de cuero viejo y gastado.
La miré sorprendido, sin decir una palabra, y ella, aún sosteniendo al bebé en sus brazos, se sentó a mi lado.
La dejé sentar mientras sentía algo extraño recorrer mis entrañas, y, sin pararme a pensar —pues, de lo contrario, no me atrevería nunca más—, le pregunté si quería irse conmigo.
Ella, sin decir palabra, asintió moviendo su cabeza, y allí supe que este era mi destino. No sé si bueno o malo, o quizás si algo resultaría de una mujer sola con un niño en brazos, pero la respuesta era que había que atreverse a las sorpresas, pues estas solo se dan ocasionalmente.