El mar se agitaba tranquilamente al impulso de una suave brisa.
La bandada se posó en las aguas verdes y transparentes con la suavidad con la que siempre volaba, planeando en el aire, girando, extendiendo las alas, cerrándose y sumergiéndose.
Bucear después de observar el lugar donde había más peces para alimentarlos.
Tardaron mucho tiempo en volar juntos, un tiempo que nadie contó.
Todos estaban encantados, por diferentes razones, la naturaleza lo había determinado así.
Pero entre ellos, los pájaros, estaba el que tenía más dones, era una vieja bruja que se había convertido en gaviota.
Las gaviotas la llamaban Zaida, la elegida. Por fin se posaron en el agua que estaba llena de apetitosos peces y comenzaron su tarea de buscar comida para sus crías.
Sin embargo Zaida, con su poderosa vista, vio al príncipe, de su antiguo recuerdo, caminando por la playa.
Había estado encantada durante mucho tiempo por el viejo mago que la deseaba, y al que se había atrevido a despreciar por amar al príncipe.
Su mirada siguió entonces a su antiguo amor hasta su casa.
La multitud saciada emprendió el regreso al lago, pero Zaida no les acompañó.
Siguió al príncipe a su casa y cada mañana, para sorpresa del año tras año, depositaba un pez de oro en su ventana.
Las estaciones y los días pasaban, ajenos al rebaño, ella permanecía allí, de tierra a mar, de mar a tierra.
Siempre se posaba en la misma ventana, hasta que un día sólo quedaron sus plumas blancas, ondeando al viento.
El príncipe, ajeno a todo, lo ignoró.
El tiempo pasó y el encanto cesó.
El mar sigue siendo verde y las gaviotas encantadas vuelven suavemente a él.
Miran a las profundidades en busca de sus antiguos amores, siempre con la esperanza de que para ellas el encanto se disuelva, algún día, en las verdes aguas del mar.