El tata y la nona

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Carlos Boné Riquelme

No crecí en un barrio, sino en muchos. Pero había alguien que me amarraba a la superficie de mi existencia: Mis abuelos maternos. El “tata” era abogado de profesión, sacerdote de corazón, y campesino en naturaleza. Y él me dejo los más bellos recuerdos de mi niñez.

Cuántas horas pase escuchando sus innumerables historias de las cual hasta hoy en día tengo recuerdos y que por supuesto he traspasado a mis hijos.

Pero en aquellos años 1966 y 67 vivimos en los altos de su apartamento rentado en Diagonal Pedro Aguirre Cerda 1167, Concepción, Chile.

Yo estoy convencido, hasta hoy, que mi tata fue el único abogado pobre, que no ganaba mucho dinero, que he conocido en mi vida. No me atrevo a decir el más honrado pues había, y aún los hay, muchos abogados decentes y honrados. Creo que hoy, increíblemente, aún los hay.

Yo lo sentía salir a trabajar alrededor de las cinco de la mañana, invierno o verano, con lluvias, tormentas y terremotos. Nada detenía su paso corto pero rápido hacia la vieja y desastrada micro que corría de Concepción a Lota, coronel y Schwager, las ciudades más trabajadoras y pobres que yo he conocido.

Creo que ahí aprendí que trabajo y riqueza no van necesariamente de la mano. Y mi abuelo también lo sabía. Por eso toda su vida fue Radical, aunque no continuó el viejo dicho de mi país, Radical, borracho y Bombero. Mi abuelo nunca fue Bombero, y tampoco borracho, aunque si le gustaba una cerveza fría, de las cuales guardaba una buena provisión bajo el viejo refrigerador “Frigidaire”.

También, después del almuerzo del domingo, degustaba un “Ballantines”, “on the rock”, fumando un delgado y apestoso “Tiparillo”.

Nunca dejó de trabajar como abogado defendiendo a los más pobres y desvalidos, pues el me repetía: “todos merecen una buena defensa, aunque no tengan dinero”. Y mi abuela protestaba pues el dinero para la renta escaseaba, y los clientes de mi abuelo solo pagaban con sacos de porotos, lentejas, y pollos, por lo que la comida en casa de mi abuelo nunca fue escasa. “Tenemos que pagar la renta, Osvaldo, le tienes que cobrar a tus clientes”, decía mi abuela en una letanía repetida todos los meses, y mi abuelo contestaba plácidamente: “ellos no tienen dinero Carmela, no te preocupes, Dios proveerá”, y me parece que Dios pasó mucho tiempo ocupado con los rezos de mi abuela, pues nunca faltó el dinero para pagar la renta al dueño del edificio, otro gran abogado de Concepción llamado Misael Inostroza, aunque con clientes más adinerados.

La familia Inostroza habitaba en el primer piso, y yo, desde mi elevado cuarto piso, en aquellas melosas tardes de verano, los veía desde mi balcón reunidos en el patio trasero del apartamento. Coincidentemente, el editor de mi primera novela llamada “Viví lo que viví “, Oscar Aedo, es pariente de ellos.

Los veranos con mi abuelo eran siempre de aventura, pues él, cada verano, compraba un carro, generalmente destartalado y desvencijado, pero capaz de las más inimaginables proezas a las cuales mi abuelo lo sometía, Y así, inexorablemente el domingo, al cual yo esperaba ansioso, nos montábamos en la “carcacha” de turno y salíamos sin rumbo fijo: “a donde el camino nos lleve”, decía mi abuelo; así, muchas veces nos perdimos en caminos polvorientos con casas de tejados descoloridos y puertas desvencijadas dando pábulo a historias que con el tiempo han sido magnificadas en mi memoria.

Mis recuerdos aún esta repletos de hoteles en pueblos perdidos de la mano de Dios, donde yo lavé mi rostro en jarros de porcelana, con una palangana del mismo material. Así mismo comíamos en los más diversos y variados lugares, generalmente casas de pobladores o pescadores, que nos acogían en sus hogares como una extensión más de la familia.

Recuerdo sabrosas cazuelas de gallina cocinadas en ollas de barro y sobre un fuego que dibujaba trazos oscuros en las murallas de greda y ladrillo. O quizás un cocimiento de cholgas en la isla de Tubul, la vieja isla a la que se cruzaba en un bote viejo y destartalado que nos mecía húmedo en sus olas de cresta salada. Recuerdo preguntar a mi abuelo, sorprendido por la cantidad de gente que el conocía: “y este quién es…?”, y mi abuelo contestaba: “son los Gonzales, hijos del Viejo Gonzales…”, y yo abría los ojos con orgullo y satisfecho de ver que mi abuelo era un personaje…claro que nunca comprendí la mirada y el guiño que mi abuela hacia a mis madre y hermana después de cada una de estas serias explicaciones. Mis padres se reían, y mis tíos y hermana miraban recto afuera por las ventanas sucias del coche.

Fueron estos, quizás, los momentos más tibios de mi niñez, los que me marcaron fuertemente con una imaginación vivida que caracoleaba por senderos desconocidos y que me impulsaron hacia la lectura. Y así, un día que no recuerdo, descubrí el mundo de la literatura; y los libros pasaron a ser una extensión de mí persona; una parte inherente de mis emociones, y el lugar secreto donde me escondía de la realidad. Eran el motivo, y la razón de donde yo podía viajar por lugares misteriosos con, “Sandokan, el tigre de la Malasia”, o correr las aventuras de “Jerry de las Islas”, o recorrer la historia con “Adiós al séptimo de Línea”.

Leí con avidez de hambriento, recorriendo las bibliotecas y haciéndome conocido de las mujeres que las atendían, como la tía Teresa De Águila, la amorosa y querida directora de la biblioteca Municipal, a las cuales secretamente yo envidiaba, pues eran las custodias de estos sacros lugares llenos mundos desconocidos.

Leí sin ninguna organización, saltando de los románticos a los filósofos, y después a los filósofos existencialistas como Sartre, llenando mi cerebro de imágenes disimiles, de mundos exóticos, de ideas emocionantes. Mis días escolares eran una tortura, hasta el momento en que podía escapar y ser libre, correr a la biblioteca municipal a donde llegaba tembloroso de ansiedad, donde las custodias de mis sueños me dejaban pasar y elegir los libros, pues ya no eran capaces de dirigir mis pasos entre los anaqueles llenos de volúmenes polvorientos. Y ahí, solo entre miles de autores, mis pasos se aquietaban, mi pulso disminuía y mi atención se limitaba a lo que mis manos recogían, y al olor que exudaban esas cubiertas negras.

Cuántas tardes pase sin reconocer el tiempo que se iba. La luz solo existía mientras yo podía leer y perderme en esos mundos ajenos, pero míos.

Regresaba a mi hogar sumido en una nube que me envolvía llena de países extraños y personajes mitológicos. Y siempre cargaba bajo mi brazo un libro que ansioso leía hasta altas horas de la madrugada. El día solo era un intervalo entre lectura y lectura…nada más existía para mí; y me refugiaba de la realidad casi con rabia, pues deseaba vivir esas líneas, esos párrafos, conocer esos personajes extraños que se movían en áureas exóticas. ¡Que poco imaginaba yo lo que el futuro me guardaba…! Y claro, mi madre ya no tenía tiempo para mí o mi hermana Lili. Quena había desaparecido bruscamente de nuestras vidas, pero entre tanta mudanza, quizás yo creí que se había perdido en alguno de los lugares o casas donde vivimos. No recuerdo haber preguntado sobre Quena, y acepte su desaparición como una cosa casi natural. Debo explicar que mis hermanas eran siete años mayores que yo, así que esa brecha generacional también fue conspiradora de este olvido. Tampoco recuerdo a Lili mencionándola, y las dos eran de la misma edad, así que como deducción lógica pensé que, si Lili aceptaba esta desaparición con tanta naturalidad, poqué yo no. Entonces, la borre de mi memoria como si solo hubiera sido un fragmento de mi imaginación. Y así no la vi hasta mucho tiempo más tarde; y cuando la volví a encontrar, y el misterio se desveló, pero fue menos emocionante de lo que hubiera imaginado. Lili por lo demás estaba ya en la adolescencia y su interés en los chicos era mucho más que su interés en este hermano tan extraño y distante. Mi madre me veía como una transparencia a la cual de cuando en vez había que atrapar, así que, entre ambas, sin darse cuenta, me dejaron el espacio para poder escapar.

Solo quedaban mis abuelos y ellos eran mi única realidad. Mi abuela era seria pero bondadosa. Alta y delgada, siempre con los brazos llenos de claveles que eran su flor preferida. Su pelo era corto y gris y un chaleco colgaba siempre de sus hombros mientras le daba órdenes a la cocinera, o mientras caminábamos por el mercado entre los cientos de aromas germinados de cada puesto entre los gritos de los vendedores que llenaban el cielo verdoso de la vieja estructura de metal y vidrio. Lo recuerdo vívidamente, yo de la mano de mi abuela parado frente a los puestos llenos de manzanas, rojos tomates, mezclados con los verdores de los espárragos y lechugas y los olores variados penetrando mi olfato en una explosión de sensaciones. Allí estaban los sacos repletos de aceitunas negras las cuales inexorablemente yo alcanzaría con trémulos dedos.

Cuántas veces acompañé a mi “Nona” a los almacenes de barrio donde los sacos de porotos, de lentejas, los frascos llenos de azúcar, sal, o arroz se acumulaban en los mesones de madera vieja y resquebrajada; esto fue mucho antes de que los modernos supermercados invadieran la ciudad con sus modernas y frías vitrinas de alientos congelados, con sus vegetales y frutas empacados en plástico transparente. Este era aún el tiempo cuando por las calles empedradas corría el carretón del pan y de la leche tirados por caballos flacos repartiendo sus productos en los barrios donde las amas de casa o las empleadas se congregaban a comprar los productos mientras conversaban de los acontecimientos diarios.

Mas atrás, el grito del afilador de cuchillos, el del zurcidor de medias, o del viejo marino, al que siempre mire con desconfianza por sus pierna chuecas y por el gran saco que cargaba con dificultad en sus hombros mientras recorría los barrios de clase media comprando la ropa vieja.

A veces en las tardes, un canto fuerte y con una voz profunda nos estremecía: “manzanas, manzanerito, manzanas del manzaneroooo…”, era el tiempo de los días transcurriendo lento, con los estudiantes de la Universidad caminando en grupos o solitarios rumbo a sus pensiones. Yo me asomaba a la ventana desde donde veía pasar el mundo, y desde donde escuchaba el viejo reloj cucú de mi abuelo dar las campanadas que marcaban las horas; eran las siete de la tarde, y la puerta se abría, y mi abuelo entraba trayendo consigo un ramalazo de felicidad; yo corría a abrazarlo, y mi abuela ya estaba sonriendo pues su figura regordeta y su sonrisa blanca alegraban lo que quedaba del día.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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