La hija de Tadeo

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ALfredo Boné Riquelme

 

La hija de Tadeo se llamaba Albertina, igual que la abuela de su esposa. Aunque su madre, Josefina, y la abuela ya habían fallecido hacía mucho, Josefina murió al dar a luz a Albertina.

Los padres vivían en el campo, donde Tadeo trabajaba de sol a sol para mantener a su familia con recursos precarios. Sin embargo, Josefina, con sus extraordinarias habilidades para extender y alargar el presupuesto familiar, se las arreglaba para dar de comer a su familia, y más de alguna cosilla extra aparecía por allí.

Pero la familia solo la conformaban Josefina, Tadeo y el perro Rufino, un animal feo y viejo que solía estar echado, durmiendo junto a la cocina de leña de la humilde casa. Afuera tenían tres chanchos y una vaca que les proveía de leche, además de algunas gallinas ponedoras, cuya producción ayudaba a aliviar el presupuesto familiar con la venta de algunos de aquellos enormes huevos que muchos vecinos venían a buscar cada semana.

Josefina preparaba tortillas de patatas, las cuales eran famosas en la zona. Las ponía en una canasta tapada y salía a venderlas puerta por puerta. Así pasaban los días de la familia de Tadeo, hasta que Josefina le anunció su embarazo. La noticia los sorprendió a ambos, pues Josefina ya tenía casi cuarenta años y Tadeo bordeaba los cincuenta. Sin embargo, eso no disminuyó su alegría, y ambos se dieron a la tarea de preparar todo para el arribo del bebé, fuera niño o niña, acondicionando un espacio dentro de su habitación.

La casa la había construido Tadeo con sus propias manos en aquel terrenito heredado de sus padres en los alrededores de Quillón. Era una mezcla de madera, plástico y techo de zinc, materiales comprados con mucho esfuerzo en SODIMAC. No tenían electricidad, pero aquello no era motivo de preocupación en un hogar donde lo que más abundaba era el amor, la felicidad y la esperanza.

El agua no era potable, pues las cañerías aún no llegaban hasta la población donde vivían, a las afueras de la ciudad de Concepción. Así que, entre Tadeo y Josefina, bajaban hasta la orilla del río Biobío y llenaban varios contenedores de agua, con los cuales se lavaban, cocinaban y realizaban todos los menesteres del hogar.

Tadeo trabajaba en lo que fuera: un día como albañil en alguna construcción, otro acarreando paquetes en la estación de ferrocarriles o en la vega; también cargaba camiones y, a veces, barría calles o limpiaba patios de las familias más aventajadas de la ciudad.

Cada día era una lucha por ganar unos pesos, pero Tadeo lo hacía con alegría en su corazón. A pesar de su pobreza, él era feliz: estaba enamorado de Josefina y ahora tenía la esperanza de aquel nuevo hijo que llegaría a su vida.

Siempre había sido pobre. Su padre era inquilino en un fundo cercano a Florida y su madre limpiaba y cocinaba en la casa del patrón. Sin embargo, a Tadeo y a sus cuatro hermanos nunca les faltó algo para el “puchero” y todos fueron enviados a la escuela rural, donde aprendieron a leer y a escribir. Sin embargo, sin excepción, todos dejaron la escuela cuando aún eran pequeños.

Eventualmente, cada hermano tomó su propio rumbo en busca de mejores horizontes. Pero Tadeo, que era el menor de todos, se quedó acompañando a sus padres hasta que un día conoció a Josefina, quien llegó con su familia a trabajar al mismo fundo.

Tadeo y Josefina se miraron y fue amor a primera vista. Muy pronto, apenas pasados unos meses, se casaron. El padre de Tadeo tenía una pequeña parcela en Quillón que les cedió cuando contrajeron matrimonio. Con mucho esfuerzo, Tadeo construyó allí aquella casita: pobre, pero llena de felicidad.

Los padres de ambos no tenían mucho para compartir, pero lo que había se distribuía entre toda la familia. El tiempo pasaba hasta que el padre de Tadeo falleció de un ataque al corazón. El patrón le pidió a la madre de Tadeo que desalojara la casa, pues había contratado a un nuevo inquilino que la ocuparía. Así que ella se fue a vivir por un tiempo con Tadeo.

Pero pronto enfermó de los pulmones y falleció, dejándolos solos.

El tiempo pasó. Tadeo trabajaba todos los días, pero cuando regresaba a casa, sentía que todo esfuerzo valía la pena por la felicidad que le proporcionaba estar con su esposa y la independencia de vivir en su propia parcela: modesta, pero suya.

Así transcurrían los días, hasta que el embarazo inesperado los llenó de una enorme felicidad, mirando al futuro con esperanza.

El día en que Josefina dio a luz fue uno de aquellos que en el campo llaman “de perros”: el cielo estaba oscuro y llovía como “Dios manda”. Cuando los dolores del parto comenzaron, Tadeo no se atrevía a dejar sola a Josefina, así que, como pudo, trató de ayudar. Sin embargo, no fue suficiente. Aunque la niña nació, Josefina quedó muy débil por la pérdida de sangre y, a las pocas horas, falleció, pidiéndole a Tadeo que le pusiera el nombre Albertina, como su abuela.

Sobre el autor/a

Carlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

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