Pedro Rivera Jaro
Yo tenía entonces 6 años. Era un día soleado y caluroso del mes de Mayo de 1956. Eran unos minutos más tarde de las 12 del mediodía cuando volví a casa del colegio, y recuerdo que llegué hambriento. Entré en la cocina y miré por los cajones del armario, donde mi mamá solía guardar alimentos, como chorizo, salchichón, membrillo, etc. (entonces no teníamos frigoríficos), pero no encontré nada más que un paquete de papel de estraza, con tajadas de bacalao seco y salado, con el que mi madre acostumbraba a hacer patatas guisadas, pero que yo no alcancé a recordar que previamente ponía el bacalao en agua para desalarle.
Empecé a quitar la piel de algunas tajadas y a comérmelas para calmar mi apetito. Al cabo de un rato empecé a sentir una sed tremenda y la necesidad imperiosa de beber. Entonces no teníamos agua corriente del canal de Isabel II en casa, sino que mi mamá tenía que ir a buscarla a la fuente pública, con cántaros de barro, y los colocaba en una cantarera de madera que teníamos junto al fregadero de la cocina.
Yo todavía no tenía las fuerzas necesarias para manejar los cántaros de barro sin riesgo de romperlos, como ya me había ocurrido no hacía mucho tiempo y me había ganado unos cachetes.
Solo me quedaba para beber una botella de vidrio blanco transparente, con vino blanco en su interior, del cual mi papá bebía un vaso en las comidas, y que se hallaba habitualmente en la ventana.
Ni corto ni perezoso subí por el fregadero hasta la ventana y alcanzando la citada botella, me soplé un buen trago de vino blanco y apagué momentáneamente mi sed.
Pasado un rato yo tenía todos los efectos de una borrachera, aunque entonces no lo sabía.
Después de experimentar mareos y pasar muy mal rato,me tumbé en el suelo y me quedé dormido. Cuando mi mamá regresó a casa después de hacer los recados, me encontró en el suelo y se llevó un susto tremendo. Hasta que yo me fui espabilando y la conté lo que había comido y bebido. Ese día no tuve ganas de comer a mediodía, y hasta por la tarde estuve acostado, hasta que todo dejó de dar vueltas y se me arregló el mal cuerpo.
Aquel día aprendí a ser precavido y a no aventurarme a comer ni beber nada que no viniera directamente de la mano de mis mayores