Carlos Boné Riquelme
El miedo se escurría por mis entrañas con la avidez de un ave de rapiña y atenazaba mis extremidades, dificultando mis movimientos.
El olor a carne quemada y putrefacta se esparcía a mi alrededor, haciendo que mis arcadas solo me estremecieran en vano, pues ya no tenía nada en el estómago para expulsar.
Rogaba al cielo que los otros, aquellos que eran mis enemigos, no me encontraran, mientras el frío del terror no me dejaba pensar claramente.
“Tengo que calmarme”, pensé. “Debo tranquilizarme… debo tranquilizarme…”, me repetía una y otra vez, pero era difícil, casi imposible, dejar ese miedo atrás.
Mi arma, una Glock 19, colgaba de mis dedos agarrotados. Hacía tanto tiempo que no sentía estos deseos de encogerme, taparme debajo de unas cobijas y desaparecer, sintiendo la seguridad de la oscuridad.
Pero en este momento era imposible.
Sabía que me encontrarían si no lograba salir de allí. Y sabía con seguridad lo que pasaría si caía en sus manos.
Posiblemente no sobreviviría. Solo pensar en las torturas a las que sería sometido me congelaba de terror. Ya había visto el resultado de esas torturas en algunos compañeros que lograron escapar con vida, pero cuyas secuelas los perseguirían por mucho tiempo, probablemente toda su vida.
Conocía esas noches en las que los sueños se convierten rápidamente en pesadillas tan reales, de las cuales no puedes despertar, dejándote arrastrar por vericuetos intrincados de tu cerebro, tembloroso y con las sábanas mojadas de transpiración.
Pero yo estaba aquí, ahora, y tenía que moverme. Debía vencer el miedo antes de que ellos me encontraran.
Mis camaradas habían desaparecido, y no sabía si estaban cerca o si ya habían evacuado el área. No podía gritar para llamar su atención, pues no estaba seguro de quién escucharía mi llamado. Quizás ellos me encontrarían primero, y yo no tenía la seguridad de tener el coraje de volarme la tapa de los sesos antes de que eso sucediera.
Recordé mi adolescencia, esos momentos que yo creía decisivos, cuando pensé tantas veces en matarme, creyendo que tomar esa decisión sería fácil. Pero no lo es, ahora lo comprendía.
Ni siquiera en esta situación, donde me jugaba algo más que mis divagaciones juveniles, me sentía seguro de tener la valentía de coger el arma, acercarla a mi boca y, apretando los dientes, tirar del gatillo. Solo pensarlo me estremecía de terror.
Decidí empezar a moverme lentamente, tratando de no hacer el menor ruido, avanzando con mucho cuidado. Me deslizaba despacio, intentando que mi cuerpo no ofreciera un blanco fácil a algún tirador escondido.
Me acerqué con mucho cuidado a una ventana y miré hacia la calle. No se veía a nadie, y el silencio era opresivo entre los escombros de las casas derruidas.
Con sigilo, logré llegar hasta la entrada de un edificio y, pegándome al muro exterior sin perder de vista los edificios circundantes, atravesé la calle con mucho cuidado.
No recordaba cuántas balas quedaban en el cargador; no las había contado, pero no serían muchas.
El cuchillo aún estaba en su funda, pero no me sentía seguro de usarlo en última instancia. Matar así es personal, cercano, y puedes mirar a los ojos de tu contrincante mientras la vida se escapa de su cuerpo. Son solo segundos, quizás minutos, en los que los ojos adquieren ese color vidrioso y los labios se contraen con el último murmullo de sangre borboteando. Pero la sorpresa también puede ser tuya si el enemigo tiene más habilidad que tú en el manejo de esa arma. Es un juego mortal y rápido, hasta que uno de los dos comete el error que acaba con la vida de uno o del otro.
“Debo concentrarme”, pensé mientras me movía a lo largo de la calle, pegado a los muros externos de lo que alguna vez fue un colegio. No quise revisar mi arma por temor a que el ruido del metal se escuchara en ese silencio. Así que, esperando tener suerte, me moví con más rapidez, un poco más recobrado del miedo anterior.
A lo lejos escuché algunas explosiones y, actuando casi de manera automática, dirigí mis pasos en aquella dirección. Me ocultaba detrás de los escombros, escudriñando el área circundante con mucho cuidado, pues alguien con un fusil podía matarme con la misma facilidad que a una codorniz, de aquellas que mis amigos gustaban de cazar.
Mi Glock no tenía mucho alcance, así que mis posibilidades de sobrevivir en un combate eran muy pocas. Mi única alternativa era encontrarme con los míos, así que me arrastré hasta debajo de unos carros destruidos y llenos de agujeros de bala.
Al pararme, vi algo de movimiento en las cercanías de un edificio que algún día fue una iglesia. Rápidamente me agaché, pero al levantarme nuevamente vi que dos soldados apuntaban en mi dirección con sus M-4.
Levanté mis manos, sintiendo el frío recoger mi corazón, pero al cerrar los ojos y volverlos a abrir, pude ver que eran de los míos.
Grité con fuerza para que me reconocieran y eché a correr hacia ellos, sintiéndome libre de todo peligro, con la alegría inundando mi alma ya en ruinas.
Los soldados me reconocieron y me gritaron algo a la distancia que no alcancé a escuchar, pero vi que hacían gestos como advirtiéndome de algo.
Entonces solo escuché el chasquido de un tiro, un enorme dolor que me traspasó por completo, y todo se convirtió en un inmenso agujero negro.