Silvia C.S.P. Martinson
Mientras ella estaba sentada en uno de los cuatro rincones que había imaginado para interiorizarse y huir del mundo real que la rodeaba, comenzó a recordar hechos ocurridos en su pasado.
Recordó una casa que sus padres habían alquilado en un barrio que no era aquel en el que, posteriormente, prácticamente, vivió casi toda su infancia y juventud.
Esta vivienda era una casa de madera sencilla, pero ubicada en una calle tranquila que también tenía un gran patio donde pasaba horas jugando y soñando, como siempre, con sus amigos imaginarios.
Ella tenía entonces 4 o 5 años de edad.
Sentada en la tierra del patio le gustaba observar a las hormigas trabajando en grandes senderos, llevando pequeños trozos de verduras hacia sus nidos. Imaginaba que allí estaban con sus crías alimentándolas, como hacía su madre cuando las recogía a ella y a sus hermanos a la hora de comer. Le encantaba verlas trabajar, mucho más cuando cargaban hojas mucho más grandes que ellas mismas.
Su pensamiento retrocedió también a un hecho ocurrido en aquella época con su hermano menor, se llamaba Gustavo y tenía entonces 4 años.
Él fue a casa de una vecina amiga para jugar con la hija de esta, por quien él tenía especial afecto.
Los dos jugaron mucho y cuando él regresó a su casa fue rápidamente debajo del piso, ya que la vivienda se distanciaba del suelo y allí, en ese espacio, había muchos utensilios guardados.
Ella recordó además que la madre los llamó a cenar y ambos acudieron prontamente, ya que ella no permitía que sus órdenes no fueran cumplidas inmediatamente.
Después de la cena, ambos fueron a sus habitaciones para prepararse para dormir.
En aquella época los niños se iban temprano a la cama sin mayores quejas o molestias.
Al día siguiente, la madre de la niña tocó el timbre de la casa llamando a la madre de Gustavo, pues tenía que hablar con ella.
Las dos se encontraron en el portón de entrada, sin embargo, la otra señora no quiso entrar a pesar de ser invitada y con cierta brusquedad le relató a la madre de Gustavo que él le había robado a su hija una pulsera de oro.
La madre de este, asombrada, lo llamó y lo interrogó sobre lo que había hecho.
Él estuvo de acuerdo con el hecho de haberse quedado con la pulsera, sin embargo, argumentó que la niña se la había ofrecido, y contó además que había guardado la joya debajo del subterráneo en una cajita de madera donde guardaba las monedas que recibía de regalo en su cumpleaños.
Ante tal hecho, la madre, avergonzada, lo hizo buscar la caja y devolverle a la vecina la susodicha pulsera.
Mientras recordaba el hecho ocurrido, ella recordó además que hasta la fecha en que allí residieron, nunca más se les permitió a estos dos niños, Gustavo y su amiguita, jugar juntos.
Los padres de ambos pasaron a ignorarse mutuamente.
A Gustavo, hoy un hombre de respeto y joyero famoso, los objetos coloridos y brillantes siempre le llamaron la atención.
Él no tenía noción en esa época del valor exacto de las cosas, a pesar de que en su casa le enseñaban que nunca debía tomar algo que no le perteneciera.
Realmente él era muy inocente.