Carlos Boné Riquelme
A Diego Padilla Fuller lo conocí. Todo el mundo en la ciudad conocíamos a Diego desde niño. Igualmente, a las tres hermanas, las cuales siempre andaban juntas. Recuerdo a la madre de Diego, pero ella falleció y Diego y las hermanas quedaron solas. No creo que haya sido una época fácil para ellos, pero, aun así, las hermanas estaban siempre risueñas y contentas; y Diego era la imagen de la alegría y el optimismo.
Diego era un muchacho delgado, no muy alto, de claros ojos azules que le bailaban en las órbitas con una chispeante mirada que siempre te contagiaba de algo llamado esperanza.
Nunca lo escuché quejarse, aunque en momentos supe que lo pasaba mal. Pero Diego era resiliente al igual que su familia. Ellos vivían en una vieja casa en Rengo o Lincoyán casi al llegar a Freire que perteneció a la familia por mucho tiempo.
La familia de Diego era antigua y fue muy respetada por su historia en Concepción. Pero como le pasó a muchas familias, incluyendo la mía, por malos negocios o decisiones, el dinero desapareció quedando solo la rancia prosapia que no ayuda a pagar las cuentas.
Pero Diego era parte del panorama penquista, y por supuesto, aunque menor que nosotros, pertenencía a aquel lugar llamado "el Astoria".
Más tarde, yo ya casado y dedicado de lleno a mi trabajo de “Falte”, o sea, vendedor ambulante, necesité alguien que me ayudara y así lo dije alguna vez en algún lugar y Diego me escuchó y se ofreció.
Llegamos a algún acuerdo del tipo económico, y con mi amigo Pedro Riquelme, que también trabajaba conmigo, junto a Diego, recorrimos la zona vendiendo, desde Lota a Coronel y Shwager, de Chillan a Cabreo y Bulnes, sin dejar a atrás Florida.
Diego siempre andaba bien vestido, no elegante pues la situación no lo permitía, pero lo recuerdo con un traje de dos piezas, azul, sin corbata, pero con la camisa abierta al tope.
Nos ayudaba a cargar los bolsos y cajas; nos ayudaba a vender, y así descubrí que Diego tenía un talento innato para llegar a la gente.
Sería ese aspecto de niño inofensivo, y quizás, ese carácter alegre y divertido que nunca le faltaba, pero las clientas lo querían mucho.
Y así compartimos montones de cosas con Diego. Como algún día que andábamos vendiendo en Florida pues allí teníamos unas escuelas donde nosotros llegábamos a ofrecer diferentes mercancías y les vendíamos a las profesoras y ayudantes, recolectando el dinero a final de mes.
Pero en aquel funesto día, nos hicimos amigos del director de la escuela, un hombre simpático y campechano que nos invitó entre venta y venta a tomar “una copita de chicha” que al final se transformó en varias botellas, dejándonos a los tres en un estado calamitoso. Y no teníamos opción, teníamos que volver a la escuela pues toda la mercancía estaba expuesta en una de las salas.
Y cuando llegamos, la sala estaba llena de profesores y empleados que rápidamente se dieron cuenta por el bamboleo y el olfato de nuestra precaria situación alcohólica. Está de más decir que el Director desapareció como ratón saltando por la borda de un barco en naufragio, el cual éramos nosotros, y nunca más tuvimos acceso a esa escuela.
Con Pedro y Diego luego nos reíamos y lo tomamos como una anécdota, pero eso me dio una lección: No confiar en los directores de escuelas rurales.
Diego pasó a ser parte de la familia. Él llegaba por mi casa y metiéndose a la cocina le pedía a la cocinera que le preparara café y un sándwich a lo cual la Sra. Rosa accedía encantada.
Y si ella le veía un botón menos, un rasgón en la ropa, se lo remendaba inmediatamente. La verdad es que Diego tenía más poder en mi casa que yo. Mi esposa lo quería pues además Diego era servicial. Si alguien, no solo nosotros, cualquiera, necesitaba algo, Diego no vacilaba en ofrecer su ayuda.
Y allí estaba siempre con su buena disposición ayudando al que lo necesitara sin reparar en sus propias necesidades.
Diego no pedía nada para él. Y yo sabía cuánto lo necesitaba, pues tenía además ese orgullo de las buenas clases que no quería que nadie supiera de sus desventuras. Y las mujeres lo querían. Lo buscaban. Y así diego tenía su harén. Pero nunca hablaba de sus conquistas. Él era un caballero innato. Y aunque a veces yo le trataba de tirar de la lengua, Diego callaba sus aventurillas sin soltar ni siquiera un cochino detalle.
Mas tarde trabajaríamos junto a Juan Navarrete, el cual físicamente era muy parecido a Diego, así que los confundían por hermanos, y Juan que era muy bromista le corría chistes que a Diego lo avergonzaban pues él era muy discreto. Poco amigo de los garabatos. Nunca lo escuché decir muchos. Y era católico. Creyente de esos pechoños.
Asi que hoy, que Diego ya nos dejó hace mucho espero que este sentado a la diestra de aquel que nos creó haciendo lo que él hace tan bien; alegrar la vida y alivianar el espíritu…