Carlos Boné Riquelme
Sentí la corriente de aire fresco que azoto mi rostro, y trajo escalofríos a mis huesos viejos y solo allí me percate de que la puerta del corredor, de aquel largo y oscuro corredor que lleva al patio trasero de la casa, había quedado abierta. Pero no quería levantarme de mi poltrona donde me sentía cómodo, cayendo de a poco en un letargo que era habitual después del almuerzo. Quise gritar a alguien que la cerrara, pero de pronto recordé que estaba solo.
No había nadie en la casa pues todos ya habían muerto; yo era el único sobreviviente en esta enorme casona que se encontraba en medio de la nada, en el campo, rodeado de montañas y árboles que transmitían en susurros los mensajes del más allá, y que yo recibía en imágenes que me rodeaban día y noche.
Entonces debía tomar una determinación, quizás levantarme de mi sillón y caminar hasta el fondo a cerrar la puerta, pero yo sabía que, en el camino, los brazos de mis padres y abuelos me detendrían en cada paso para arrastrarme al pasado, y yo no quería desatarme en millones de imágenes que solo añadirían un peso más al que ya tenía sobre mis hombros.
Escuche el sonido ululante de los árboles y quizás el mugido de las vacas haciendo coro, y quise tapar mis oídos para negarme al tiempo y a la vida. Pero allí sentí más que escuché, los pasos de la vieja Eulogia que desde la tumba se aproximaba a teñir mis días de pesados pensamientos que me arrastraban a aquellos momentos de cuando fui joven.
El fragor de la batalla, el estruendo de los cañones en el campo de batalla, los gritos adoloridos de aquellos que agonizaban y que persiguieron a mi padre, tambien me perseguían y la vieja Eulogia lo sabía, y se reía con aquella boca desdentada que mostraba la profundidad de la nada.
El miedo acompañó el frío, y me forcé a levantarme y recorrer el largo pasillo escuchando los murmullos de aquellos que alguna vez habitaron este caserón, pero que hoy me dejaron solo. Me tape los oídos, pero sus sombras vagas me perseguían bailando alrededor mío. Logré llegar a la puerta abierta, y en vez de cerrarla, salí sintiendo un vaho de alegría por escapar, aunque fuera solo por minutos de la tortura que me perseguía al interior de este cascaron que solo contenía recuerdos.
Mi vista se perdió a la distancia tratando de atrapar el paisaje que me circundaba en una sola mirada, y pude divisar los bosques en las laderas de las montañas, los verdes pastos que aún se mecían con la fuerza del viento, el rio que se perdía en el recodo, y todo me pareció una fantasía creada por mi mente exhausta de memorias escalonadas y entrelazadas con aquellos que murieron antes que yo.
Y me pregunto: ¿porqué solo sigo yo presente en esta realidad que me aprisiona?, pero no hay respuestas y aunque doy golpes a la oscuridad, aun sigo sin rumbo, esperando una respuesta que no llega.
Todo comenzó en otra época, cuando yo tenía solo cinco anitos. Mi madre estaba sola pues mi padre nos había dejado al cuidado de los abuelos mientras el cumplía sus labores en el ejército, apostado en alguna de las interminables fronteras donde las escaramuzas con el enemigo eran constantes.
Mi madre se encargó de las labores de padre y madre, aunque mis abuelos, especialmente la abuela además de Eulogia, la criada, ayudarono mucho en mi crianza, pues yo fui un hijo único. Me crie corriendo por esta misma casona donde hoy habito, solo que en aquel lejano tiempo estaba llena de gente, la cocinera Rosa, la muchacha del aseo, Mariluz, el muchacho de los mandados Rufino, y tambien la gente que trabajaba en la lechería, la que cuidaba los caballos, aquellos que llevaban las ovejas al monte, y en las tardes, el ruido de todos los trabajadores en el comedor del patio era increíble.
El ruido de las risas alegraba aquellas tardes mientras las mujeres, además de mi abuela y madre, bajo la atenta mirada de mi abuelos que desde la ventana de la casa que daba al enorme patio, vigilaba que todos aquellos rudos hombres de campo se comportaran decentemente. Pero ninguno de ellos se hubiera atrevido a decir o hacer imprudencias. Y no porque no fueran hombres, pero eran gente educada, de esos que recibieron su educación en el campo donde se respetaba a las mujeres y a los ancianos.
Pero cuando llegaba la noche, todos se sentaban en torno a una enorme fogata y al compás del mate, se contaban historias, una más fantástica que la otra. A veces, algunos de ellos bajaban la voz, y mientras chupaban la bombilla sorbiendo el amargor de la yerba, y mientras el resplandor de las llamas iluminaban sus rostros, contaban historias del “maligno”, de aquel que acecha a los campesinos borrachos, o a las mujeres que se atreven a salir de noche por los caminos desolados, para llevarlos al infierno donde desaparecen y nunca más regresan a sus hogares.
Tambien contaban sobre los “entierros”, lugares donde estaban grandes fortuna de oro y plata y que aquellos que vendían su alma a diablo, eran guiados por “el patas de cabras” a encontrar los tesoros, y eran ricos para siempre, hasta que el “malulo” volvía a aparecer a cobrar la deuda.
Yo escuchaba aterrado estas historias mientras mi imaginación elaboraba detalles que luego, cuando era la hora de acostarse, me perseguían aun debajo de las sábanas donde yo me cobijaba escuchando ruidos y crujidos que me parecían del “más allá”.
A veces, me levantaba en medio de la noche y corría al cuarto de mi madre donde me acostaba al lado de ella mientras ella amorosamente me cobijaba entre sus brazos, y así, conciliaba el sueño.
Después de mucho tiempo, no sé cuánto, pues mis dedos solo contaban hasta diez, mi padre regreso. Venia viejo, cansado, amargado, y ya nunca más se escuchó su risa rebotando en las paredes, ni lo vi abrazando a mi madre mientras ella soltaba gritos de protesta que al final eran de placer.
Al comienzo, traté de acercarme a él, pero su frialdad de a poco me hizo alejarme y aunque mi madre trataba de explicarme que el estaba triste, su ceño adusto me daba miedo, y así, me perdía en el campo, yendo a sentarme cono los trabajadores con los cuales compartía sus comidas y risas. Y durante las tardes, cuando mi padre aparecía por el patio trasero, las risas de los inquilinos se apagaban y un silencio espectral nos rodeaba.
Mi padre parecía no darse cuenta, y sin mirar nadie cogía una botella de licor y sentado en una vieja mecedora se perdía en algún mundo lejano mientras bebía de la botella hasta que esta estaba vacía. Y luego cogía otra, hasta que, en la noche, mi madre ayudada por alguno de aquellos hombres lo llevaban a acostar entre gruñidos y denuestos que el soltaba al aire.
Poco a poco, los hombres dejaron de venir a comer a la casona, y ésta se quedó silenciosa, con las mujeres, incluida mi madre, se deslizaban por los corredores casi como fantasmas para no despertarlo de su letargo alcohólico. En aquel tiempo mi abuelo falleció, y mi padre no apareció al velorio, al cual llego toda la gente del pueblo, además de los trabajadores y la familia, alguna de la cual venia de lejos. Se preparo comida, y se sirvió mucho “gloriado”, y las guitarras sonaron tristes en medio de las conversaciones y los lamentos de las “lloronas” que hacían eco al sollozo de mi abuela.
Ella, mi abuela, se fue al poco tiempo, y mi madre, la vieja Eulogia, mi padre, el cual ya casi no salía de su habitación, y yo, nos fuimos quedando solos. Primero fue Rufino que partio casándose con Mariluz la muchacha del aseo, y los cuales le dijeron a mi madre que habían comprado una “tierrita por allí”, y querían formar su propio hogar sin trabajarle “a naiden”. Mi madre entendió y los dejo ir dándoles una plata adicional que los puso muy contentos, y ambos, cargados con canastos llenos de ropa y mercancías, desaparecieron en medio del polvo del camino.
Luego fue la cocinera que ya no quería escuchar los improperios que mi padre lanzaba en medio de su estado alcohólico, y tampoco aceptaba este silencio que se había apoderado de la casona. Se despidieron llorando con mi madre, abrazadas en la salida del rancho, y en medio de toda esa pena, nos quedamos solos lo tres.
Poco a poco los peones tambien se fueron alejando, y los animales se vendieron o comieron, y el campo empezó a caer en el descuido. Mi padre falleció, de borracho, fue lo que escuche decir al doctor, y casi nadie nos acompañó a su entierro. Aparecieron algunos soldados que habían servido en el ejercito con mi padre, y ellos cargaron el cajón y le rindieron honores póstumos. Mi madre ellos atendieron como pudo en la casona, y escuchamos las historias de la guerra en la que mi padre había perdido su sanidad mental. En algunos momentos mi madre los hizo callar por lo crudo de sus relatos que quizás, explicaron porque mi padre regreso tan diferente a cuando marcho, apuesto, seguro de sí mismo, erguido como un héroe en su uniforme lleno de charreteras.
Cuando estos hombres se marcharon, mi madre quedo sumida en una tristeza que la hizo llorar, pero cuyas lagrimas oculto de mí, diciéndome que eran solo de pena porque estábamos tan solos. La vieja Eulogia apareció muerta un día en su cama, un ataque al corazón y se fue mientras dormía. La enterramos en una ceremonia privada, y con mi madre nos quedamos un poco más solos.
Y así crecí en esta casa, con mi madre envejeciendo y sin querer volver a casarse, aunque las proposiciones no le faltaron, pero ella quería estar sola, sin nadie que le volviera a agriar sus días, y yo la entendí, aunque yo tampoco me casé. No tuve hijos ni novias, y solo me dediqué a preparar quesos y licores los cuales vendía en el pueblo cercano, y con esto, más el montepío que mi madre recibía del ejército, lográbamos mantenernos. Pobremente, pero decentemente.
Estábamos casi en la ruina, solo esta casona sobrevivía a aquellos buenos tiempos. Pero los recuerdos en mi madre la comenzaron a atormentar y marchitar. De a poco comenzó a apagarse, y cuanto yo hice por mantenerla viva fue inútil. Asi llego el día que ya no levanto más de su lecho, y a pesar de todos mis esfuerzos ella comenzó a languidecer lenta e inexorablemente.
Mi desesperación se agrandaba y pasaba los días a su lado llorando y rogando que por favor no se fuera, que no me abandonara como el resto de la familia, pero todo fue inútil. Al final expiro, dejándome completamente solo en esta casona la cual no puedo abandonar, pues fuera de aquel, el mundo real no existe. La dejé por días alli, hasta que el hedor de la carne en descomposición fue demasiado y empezó a atraer animales salvajes a este lugar, y yo debía pasar horas persiguiendo ratas, perros hambrientos, lobos que aullaban noches enteras impidiéndome alcanzar el sueño. La envolví en las sábanas en las que ella reposaba y cavando un profundo hoyo en el patio, la enterré. No puse cruces ni nombres pues quería que la tierra la absorbiera y yo, a la vez, quería olvidar el lugar donde ella estaba. Pero no podía dejar de pensar en su rostro, sus manos abrazándome, su voz cantándome canciones de cuna. No podía dormir, y pasaba las noches sentado mirando el promontorio donde ella estaba enterrada. Las noches se hacían día, y las noches volvían.
El tiempo pasó, y ahora cuento casi 150 años, y cuando me miro al espejo, ya no envejezco. Mi pelo está blanco, y siento mis huesos doloridos, y mis ojos parecieran hundirse en las cuencas, pero mi existencia prosigue indeleble.
Los viajeros no se detienen a mi puerta, siguen de largo, pues todo parece que se desvaneció en el aire, y solo el monte y los animales que merodean alrededor son los habitantes de este lugar. Y en las noches, los espíritus recorren los pasillos, entrando a cada cuarto, pues yo los escucho conversar, reír, bailar, pero cuando corro a aquellos lugares, solo existe la nada. Y los ruidos me persiguen cada noche sin dejarme dormir. Durante el día, me es imposible conciliar el sueño, y así transcurren mis días y noches en una perpetua soledad donde nada existe, quizás yo tampoco soy real, pero mis pensamientos y sensaciones están aquí, vagando y esperando un final que no quiere llegar. Los caminantes son solo sombras que cuando les hablo no me escuchan, y no me ven. Mi única compañía, y es terrible, son las sombras y las voces que me llaman en las noches, que me persiguen por los pasillos oscuros, que cuando los llamo, se esconden y ríen con terrible carcajadas. Estoy solo, no puedo dejar esta casona, y solo tengo como compañía los fantasmas de aquellos que la habitaron. Yo soy un fantasma más que con mis ciento cincuenta años a cuestas espero la muerte con su liberador sueño eterno.