Pedro Rivera Jaro
En los años 60 existía en España una afición a la fiesta de los toros mucho más acentuada que en la actualidad. El crecimiento de los antitaurinos ha ido aumentando en detrimento de los aficionados a las corridas de toros. Al contrario de lo que ocurre con la afición al fútbol, que ha ido creciendo más y más hasta alcanzar los volúmenes actuales de seguidores a nivel mundial.
Recuerdo que, cuando era niño, conversaba con don Antonio, el marido de doña Luchi. Él era ingeniero, un hombre educado, y defendía la fiesta nacional a ultranza frente al fútbol, argumentando que era española, mientras que el fútbol lo habían inventado los ingleses.
Existían grandes maestros de la torería, y entre ellos descollaban un par de matadores que polarizaban la afición, exactamente igual que hoy ocurre con los equipos de fútbol más grandes, de los cuales un par siempre están en la disputa por el número uno.
Uno de los diestros se distinguía por un toreo apresurado, con movimientos acelerados y giros bruscos delante de la cara del toro. Tuvo graves cogidas en sus faenas porque arriesgaba mucho su cuerpo por la excesiva proximidad a la fiera, hasta el punto de que, al finalizar la faena, su traje de luces quedaba teñido de rojo por la sangre del toro. La gente joven prefería su forma de torear antes que las más clásicas de la tauromaquia.
Otro de los diestros se caracterizaba por un toreo mucho más clásico, siempre firme y sin perder la compostura, lo que atraía mucho más a los aficionados veteranos.
Yo no tomaré partido por ninguno de los dos, porque ambos toreros me gustaban en el desarrollo de sus faenas: uno por serio, y el otro por alegre.
El caso es que existían piques entre ellos por el tamaño de los toros y sus cuernos, y por la cercanía de los toreros a la punta de las astas al realizar las faenas.
Se cuenta que uno de ellos, que había estado casado con una bellísima señora y de la cual se había separado, al parecer por casos ciertos de infidelidad en su matrimonio, le mandó al otro, como regalo, una cesta llena de cuernos de toros bravos, enormes, presumiendo de los toros que mataba habitualmente en sus corridas.
Y dando a entender que los astados que mataba el otro maestro eran toros de escasa cornamenta, al contrario que los suyos.
El otro maestro, como respuesta, le envió una cesta llena de huevos, y dentro de ella un sobre con una nota manuscrita por él, que decía: “Cada uno regala de lo que tiene de sobra.”
No diré los nombres de ninguno de los dos matadores de toros, pero cualquier aficionado de entonces sabe quiénes eran. Y también sabe que aquel lance fue muy comentado públicamente y celebrado en los años 60.