Pedro Rivera Jaro
(Según narración de Emeterio Rivera)
Mi familia paterna, es oriunda de un pueblecito de Toledo, llamado Geríndote. Mi abuelo Apolonio siendo muy joven fue llevado por el ejército español a la guerra de Melilla, en Marruecos.
En otro momento os contaré ese episodio de la vida de mi abuelo, pero ahora quiero hablaros de mi tío Emeterio, que era el tercero por orden de nacimiento de los cinco que tuvieron mi abuelo Apolonio y mi abuela Isabel.
Lucía, Luis, Emeterio, Felix mi padre, y Victor cuyo verdadero nombre era Julián, pero llamado Victor por ser este el nombre de su padrino.
La siguiente narración está escrita por uno de los nietos de mi tío Emeterio, sobre un borrador manuscrito por él. Su nieto le llamaba Tello, el abuelo Tello. Es una historia de un hombre sencillo, que me la regaló, a mí, su sobrino Pedro.
En este momento me embarga la emoción por el recuerdo de uno de mis muy queridos tíos. Que Dios te tenga en su gloria tío querido.
Aún recuerdo cuando, con un lapicero, me dibujabas un pato, sobre una hoja de papel cuadriculado de un pequeño block.
Ahora hago yo lo mismo para mi bisnieta Makenna, mi americanita querida de 5 añitos, que vive en los EE.UU.
Quiero que seáis conscientes de que en mis historias, no distingo entre izquierdas y derechas, porque entre otras causas, creo firmemente que la gente buena se encuentra en todas las creencias políticas, exactamente igual que la mala.
Tenemos que situarnos en los primeros años cuarenta, conocidos como los años del hambre en España. Después de una sangrienta guerra civil, en la que se enfrentaron españoles contra españoles, España quedó arrasada, sus campos improductivos, la flor y nata de sus pobladores habían fallecido, había sido mutilada, o se había visto obligada a huir fuera de España, por temor a las represalias de los vencedores sobre los vencidos. Toda España se convirtió en un inmenso campo de prisioneros, en el que sin prisa, se iba investigando a cada preso sobre sus antecedentes y con todas las informaciones que pudieran aportar las personas que les conocían..
Más adelante las democracias europeas, una vez que la Segunda Guerra Mundial había finalizado, con la derrota de los nacionalsocialistas alemanes y fascistas italianos, decretaron el aislamiento de España, motivado porque el bando vencedor de los militares españoles, se suponía alineado con los perdedores en Europa.
El maná que supuso en Europa el Plan Marshall, no dejo en España ni un solo dólar, por lo que el daño se produjo, no sobre nuestros gobernantes, sino sobre el pueblo español, cuyas clases más humildes padecieron el azote del hambre y de enfermedades como la tuberculosis, sufriendo miles de muertes entre sus habitantes.
Mi tío Emeterio, a quien toda su familia llamábamos Mete y que cuando fue abuelo, uno de sus nietos llamaba Tello cuando era chiquitín, era el tercero de los cinco hermanos que quedaron huérfanos de madre el año 1928. Mi abuela Isabel, nacida en un pueblecito de Toledo próximo a Torrijos, llamado Gerindote, de donde también eran naturales su esposo Apolonio y sus cinco hijos,Contaba se trasladó a vivir a un barrio muy humilde del sur de Madrid con su esposo e hijos, donde falleció con treinta y pocos años.
Mi abuelo Apolonio, nunca quiso volver a casarse y permaneció viudo hasta su fallecimiento, trabajando con la familia Ferrando, propietarios de tierras en la zona sur de Madrid, (Pradolongo, San Fermín, Ciudad de los Ángeles, Orcasitas, etc.), y de un Parador de Ganados, en el que los ganaderos que traían animales al matadero de Madrid, los aposentaban la noche anterior a su llegada a dicho matadero para su sacrificio.
Mi tío Mete me regaló una historia que él vivió cuando tenía 19 ó 20 años y trabajaba en un taller de reparación de carros, propiedad del señor Diego Hurtado, manuscrita por él, y pasada a máquina por uno de sus nietos. Dicha narración es la mayor parte del traje que yo he confeccionado, cortando aquí y añadiendo allá, y que dice así:
El trabajo de reparación de carros era duro, muy distinto al de carpintero, o al de ebanista. En este oficio se trabajaba la madera de encina para los radios y las pinas de las ruedas, el álamo negro para los cubos, también de las ruedas, los varales y todo el bastidor del carro.
También se empleaba el fresno para las pinas. Se trabajaba también mucho el hierro para la fabricación de un carro, en la confección de las llantas y aros de los cubos de las ruedas, barrotes laterales y pletinas de refuerzo. Todo este hierro había que prepararlo y forjarlo en la fragua a mano, a base de martillo y macho. En la fragua tenían un fuelle para encandilar el carbón y para hacer los taladros al hierro, tenían un taladro con un volante que había que mover a mano, porque entonces no tenían otros adelantos más cómodos para hacerlos.
El taller estaba situado en el sur de Madrid, en el barrio de Las Carolinas, cerca de la antigua carretera de Andalucía, hoy calle de Antonio López, en cuya carretera se cruzaba una vía de ferrocarril, con un paso a nivel con barreras, donde los vehículos que circulaban por élla, cuando se acercaba un tren y bajaban las barreras, se detenían hasta que terminaba de pasar y reemprendían su marcha.
Una tarde muy fría de aquel mes de Diciembre en la que estaban trabajando dentro del taller, llegó un señor con un carro tirado por una mula. Era un carro muy bonito, del tipo valenciano, con su toldo y sus cortinas, bien pintado, y que tenía en la parte de abajo una bolsa tipo arcón, donde los carreteros solían llevar sus objetos personales, apartados de la carga de mercancías que transportara.
Aquel señor entró en el taller diciendo que le habían dado un golpe en un varal del lateral del carro, y que se lo habían roto, por lo que necesitaba que se lo reparásemos. El maestro del taller le dijo que lo dejara para otro día, puesto que dentro no tenía hueco en aquel momento para introducir el carro dentro, y fuera hacía demasiado frío para poder trabajar. Pero aquel señor insistió tanto, que acabó convenciendo al Maestro, quien dijo a Emeterio que saliese fuera y lo reparase. Así lo hizo Emeterio tomando las herramientas y saliendo a la calle, donde soplaba un viento del norte que pelaba de frío.
El dueño del carro se quedó dentro del taller y se puso a charlar con el Maestro al lado de la fragua. Mientras mi tío Mete estaba arreglando el carro, y en un momento dado sintió la curiosidad de ver lo que había dentro del arcón, y levantó la tapa de madera que lo cerraba. Entre otras cosas, allí había muchos manojitos de palitos de unos 10 centímetros de largo, y una bolsa de tela con dos panes en su interior redondos, de unos 35 centímetros de diámetro cada uno. Los ojos se le fueron a Emeterio detrás de aquellos dos panes, puesto que hacía mucho tiempo que no veía unos panes así ni en pintura.. Además de los panes, junto a ellos, había 2 chorizos que, estirados vendrían a medir cada uno alrededor de 50 centímetros. También había un puchero de barro nuevecito, lleno de tajadas de conejo con chorizo en aceite. A pesar de que pasaba muchísimo hambre, Emeterio volvió a tapar el arcón y lo dejó tal como lo había encontrado al principio. Para que se hagan una idea del hambre que pasaba en aquella época mi tío Mete, les diré que todas las tardes, cuando salían del taller, él y su compañero Diego, que era de su misma edad e hijo del Maestro, se iban al Mercado Central de Frutas y Verduras de Legazpi, que les quedaba cerca del Taller, y allí descargaban naranjas de los camiones y por ese trabajo les daban a cada uno una buena bolsa de naranjas y algunas remolachas, que una vez cortadas en rodajas y asadas, les parecían tan ricas y engañaban al maldito hambre que pasaban.
Emeterio siguió con su trabajo, preparó 2 pletinas de hierro y paso al interior del taller para hacerles unos taladros. En ese momento el dueño del carro, se estaba haciendo el gracioso, contándole al Maestro algo que le producía fuertes carcajadas refiriéndose a los manojos de palillos que llevaba guardados en el arcón del carro. Contaba que unos días antes, según venía por la carretera vió tumbada en el suelo una acacía, que el viento había arrancado. Paró al lado y cargó dos brazadas de ramas de dicho árbol en el carro y fue haciendo manojitos de cuatro palitos cada uno, sentado en el carro mientras la mula le iba acercando al próximo pueblo en la provincia de Toledo. Al entrar en el pueblo, con los manojos ya hechos, metidos en una cesta empezó a pregonar: “Palojos de oro para curar la diarrea de los niños” (en aquellos días morían muchos niños de diarrea). Las madres del pueblo compraron todos los manojos que tenía en la cesta, a dos reales cada manojo. Al Maestro y a su hijo Diego, no les causaba risa la venta de palojos de oro, porque el nombre del pueblo donde los había vendido aquel estafador era Gerindote, donde había nacido mi padre, mi tío Mete y todos los miembros de mi familia paterna. Mi tío Emeterio se dio cuenta que aquel timador vivía de engañar a la gente humilde y le causó un profundo deseo de venganza, por el daño que hacía jugando con el dolor ajeno. Salió fuera del taller para terminar de arreglar el carro y llamó a Diego con la escusa de que le necesitaba y le mostré el contenido del arcón, y al verlo dijo a Emeterio:”vamos a quitarle un pan”, porque si a mi tío Mete se le iban los ojos, a Diego se le iban las manos. Mi tío le respondió que lo dejara de su cuenta. Entra al taller y si ves que va a salir, das con el martillo en la bigornia dos veces, para avisarme. De lo demás me encargo yo, le dijo mi tío.
Por la calle, esa tarde tan fría no pasaba nadie. Enfrente del taller había un solar, donde iban a construir una nave y habían descargado un viaje de bloques, para hacerlo. Mi tio se subió a la pila de bloques y retiró a un lado tres de ellos, en el hueco que quedaba, metió la bolsa con los panes, los chorizos y el puchero, volviendo a colocar los bloques encima para taparlo todo.
Después entró al taller y le dijo a su Maestro que el carro estaba reparado. Salieron a la calle el Maestro y el carretero, y después de pagar la reparación, el dueño del carro invitó al Maestro a tomar algo en un bar próximo a la carretera, a donde fueron los dos subidos en el carro.
Al rato volvió el Maestro al taller y como una hora mas tarde volvió el carretero al taller y nos dijo que le habían quitado un poco de comida que llevaba en el carro. Emeterio le preguntó que donde había dejado el carro cuando entraron al bar, porque si lo habían dejado fuera, allí se lo habrían quitado, que por allí cerca debido a que los vehículos paraban en el paso a nivel, andaban muchos rateros para robarles. El maestro reforzó esa explicación y el dueño del carro tuvo que marcharse resignado con su pérdida.
Al final de la jornada de trabajo, el Maestro se fue para su casa y entonces Diego y Emeterio que se quedaron para recoger el taller, salieron a por su tesoro escondido, lo recuperaron y lo metieron al taller, donde lo escondieron en el lugar que suponían mas seguro, no sin retirar previamente una ración para cada uno de los dos. A continuación se dirigieron hacia Legazpi, pero no para trabajar en el Mercado, sino que entraron en un cine que allí existía, junto a la boca de entrada del Metro. Una vez dentro del cine se pusieron a comer ambos con muchas ganas. Ese día ponían la película titulada La Salvaora, de Lola Flores y Manolo Caracol, pero los asistentes cercanos a ellos estaban mas pendientes de lo que estaban comiendo, que de ver la película.
Durante 5 días estuvieron comiendo del contenido de la bolsa del arcón del carro. Uno de los días invitaron a un muchacho de edad aproximada a la suya con un trozo de pan y otro de chorizo, porque al pobre se le iban los ojos detrás de la comida y les dio algo de compasión.
Durante esos cinco días cuando mi tía Lucía, su hermana mayor que fue quien se ocupó de criar y cuidar a todos los hermanos, le ponía las gachas que tenían cada noche para cenar, porque otra cosa mejor no tenían, Emeterio no tenía hambre. Eso les venía bien a los demás hermanos que saciaban mejor su apetito, pero a ella la preocupaba aquella falta de apetito de Emeterio, que no se atrevió a explicarla el porqué de su desgana.
A mi tío Mete le dio pena tirar aquel puchero nuevo de barro y lo dejó en el patio de la casa familiar, lo cual extrañó mucho a mi tía Lucía, que se hartó de preguntar a todos sus hermanos la procedencia del puchero. Esfuerzo baldío porque nadie lo sabía, excepto el tío Mete que no abrió su boca y simuló no saber nada.
Transcurrido un año, Diego y Emeterio, que al acabarse la comida volvieron a ir cada tarde al Mercado a descargar camiones, le contaron al Maestro lo sucedido, pero no le pareció bien.
Pasado un tiempo les disculpó, comprendiendo que la maldad del carretero mereció sobradamente el comportamiento de los dos muchachos, puesto que no había dudado en abusar de la desesperación de las madres de Gerindote en unos tiempos tan difíciles como fueron aquellos.