Autor/aCarlos Boné Riquelme

Nacido en Valparaiso, Chile, vivió su juventud en Concepcion, ciudad al sur de Santiago que ha influído definitivamente en su desarrollo literario. Emigró a Estados Unidos en los 80, y estudió Investigation Criminal, para luego graduarse con honores de la Universidad Metropolitan en Ciencias de Justicia Criminal con especializacion en Procedimientos Policiales. Ha dedicado parte de su vida a investigationes privadas. Sus libros son cronicas de Concepción o historias, casi todas basadas en personajes y situaciones reales.

Valparaíso 1954

V

Carlos Boné Riquelme

Yo nací una noche de crudo invierno en Valparaíso, Chile, mientras la lluvia y el viento azotaban las ventanas del hospital Van Buren.

Esto fue como un presagio de lo que sería mi vida, una continua tormenta. Y mi padre desde el pasillo, miraba el mar agitado en la bahía mientras los gritos de mi madre se confundían con los truenos y con el ruido de las olas golpeando los muros. Así vine yo al mundo. En un frio y lluvioso mes de agosto.

No tengo muchos recuerdos de aquellos sucesos, más allá de lo que mi madre algún día me conto, o lo de que mi padre, con las cejas arqueadas, algún día me recrimino en los momentos más álgidos de mi adolescencia.

De mi niñez tengo recuerdos muy vagos, pero hermosos. Las calles soleadas del Puerto de Valparaíso con las palomas cayendo en bandadas en las escaleras tibias del cerro de Playa ancha.

A mi madre si la recuerdo. Siempre sonriendo. Dejando escapar esas risas alocadas que galopaban retumbando por los pasillos vacíos de la vieja casona empinada en la cumbre del Parnaso, como debería haber sido. Recuerdo que no teníamos muchos muebles. Mas bien, fuera de las camas, la casa estaba vacía de muebles lo que me permitía recorrer y manejar mi triciclo libremente por los pasillos largos de madera crujiente.

Recuerdo las ventanas de vidrios, siempre abiertas, llenas de pedazos de colores reflejando arco iris en las murallas de papel café, y allá lejos, el cielo corriendo por mis ojos, alejándose al infinito entre nubes con formas que cambiaban constantemente con la fuerza del viento.

En aquella época no recuerdo amigos. Vagos también son los recuerdos de mis hermanas Lili y Quena. Es como si la soledad de mi niñez me hubiera tragado dejándome exhausto de memorias nítidas y solo mis padres mantengan una realidad confusa pero completa. Claro que recuerdo a mis abuelos paternos que por aquel tiempo Vivian en Viña del Mar. Y Viña del Mar era una ciudad Hermosa, moderna, y llena de vida. Con un gran turismo que en aquel tiempo era primordialmente nacional.

Las familias de clase media de todo el país llegaban en manadas apenas el sol empezaba a calentar con los primeros calores estivales. Venían a pasar la temporada veraniega junto al helado mar del Pacifico, mientras los residentes permanentes arrancaban como alma que lleva el diablo hacia otros lugares más desolados como Maitencillo, Tongoy, y las familias más pudientes, a Reñaca, Zapallar, y donde al final, todas ellas, terminaban siendo un reflejo de Viña del Mar; con los mismos vecinos que acudían a los mismo lugares escapando de los turistas de verano.

La casa de mis abuelos paternos estaba ubicada en 10 y medio norte con avenida Libertad, y era una calle corta donde vivían mis abuelos, tíos y primos, así que todos nos juntábamos a la hora del té, obligado en nuestra provincial costumbre y al almuerzo familiar en el enorme comedor de vetustos muebles oscuros y espejos que reflejaban la mesa repleta de comensales.

Aún me llega el olor del postre preferido de mi abuela: el “Rolly Poli”, que hasta el día de hoy nunca más he probado, pero que por alguna razón su sabor ya olvidado me rezuma en la memoria como un aroma dulzón y pegajoso.

De estos abuelos no recuerdo mucho. La “gringa”, como le decían a mi abuela, nunca aprendió a hablar en castellano fluido. Era alta, más alta que mi abuelo, rellenita en carnes, mirando por encima de sus espejuelos de lectura. Siempre vestida de negro y con faldas largas. Se comenta que, en Ohio, de donde ella procedía, su familia era “Amish”, lo que explicaría su serena austeridad, mientras mi abuelo era todo sonrisas, moviéndose con agilidad alrededor del caserón de dos pisos que colindaba con una casa con un gran patio donde todos los primos jugábamos en las tardes.

Mis primos eran Mónica, Nora, Coco, Gonzalo, Carlos y que junto a mi hermana Lili, pues Quena desapareció alrededor de ese tiempo de nuestras vidas, corríamos por la calle vacía o pasábamos al patio vecino a jugar con una chica que tenía el síndrome de Down, pero que era vivarás y cariñosa.

No recuerdo con mucha claridad los momentos más íntimos de familia, solo recuerdo los almuerzos en torno a la gran mesa familiar, llena de tíos y primos, y luego, los juegos alrededor de la calle, desde donde mirábamos la gran avenida Libertad como si fuera un misterio que debiéramos dilucidar. Yo debo haber tenido 3 o 4 años.

De aquella casa de los abuelos, nos mudamos a algún lugar del cual solo recuerdo el color amarillo de sus muros y sus pasillos interiores con patios llenos de flores satisfechas de sol.

Los viejos coches a caballo, Victorias les llamaban, que paseaban por las calles de adoquines con el chasquido del látigo restallando en el aire puro y límpido, y el paso de los tranvías cuyas antenas chisporroteaban en los cables eléctricos mientras se deslizaban por los rieles incrustados en el pavimento.

Allí, si recuerdo a mis hermanas, las dos, de polleras a la rodilla y peinadas con chasquilla, las dos siempre muy compuestas. Bueno, yo también he cambiado, y mucho, al punto de no reconocerme hoy en día.

Cómo olvidar los carros eléctricos que pasaban con su chisporroteo de electricidad por los rieles brillantes, y que para mí representaban la aventura de un viaje a lo desconocido. Pero aún más emocionante eran los ascensores que bajaban y subían al cerro con sus carros de Madera y los afiches de la crema dental Pepsodent en sus paredes. Y los cerros con sus casas de colores multicolores deslizándose plácidamente hacia el azul del cielo o hacia las crestas saladas del mar.

Luego de Viña del Mar vinieron muchas casas, pueblos y ciudades. Se explica por la profesión militar de mi padre que nos llevó de un extremo a otro de mi país, y que nos alejó de los lazos que inexorablemente se crean cuando tu naces y creces y te desarrollas en un solo lugar. Yo carecí de esa sensación de continuidad.

Hasta el día de hoy siento esa lejanía con el mundo, lo que me permite ver mis emociones en perspectiva. Es casi como si en vez de vivir mi vida, la viera a través de una transparencia, y por lo tanto yo no soy real y mis actos son estudiados y analizados sin espontaneidad.

Mas tarde vino la separación de mis padres, y por fin, un solo lugar donde vivir, aunque decir un solo lugar es complicado, pues en aquel tiempo solo recuerdo muchos barrios, muchas casas y apartamentos; es como si mi madre estuviera replicando lo que habíamos hecho hasta ahora, solo que en menor escala y dentro de la ciudad.

Sebastián Acevedo

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Carlos Bone Riquelme

 Serian quizás en los 80, o más tarde…fueron tiempos de agitación política en Chile, y no extraños en este Chile nuevo y antiguo, donde conocí a muchos de los personajes más estrambóticos e interesantes de esa concepción.

Evans Weason, un ingeniero y exfuncionario de impuestos internos. Evans era un personaje de familia, elegante, y con una gran imaginación e inteligencia. Mas de alguna vez yo lo compare al gran escritor Stendhal; especialmente el día que nos reunimos en su apartamento y compartimos un “pito”, que él estaba dichoso de probar; recuerdo como su imaginación excedió lo normal, agigantándose, y como tomando una botella entre sus manos, la empezó a describir con las características y detalles de cada uno de los que estábamos en la mesa, y sin mencionar un nombre, nosotros podíamos adivinar de quien se trataba. También recuerdo su isla, localizada camino a Chiguayante, donde más de una vez compartimos un asado a orillas del rio Bio-Bio.

En ese grupo están tres de los personajes más excéntricos y que recuerdo con gran cariño. Grandes amigos como Jorge Torres, con su insuperable y atlética figura trabajada en muchas horas de gimnasio y que aun hoy conserva. Renato Bursmeister, un gringo pálido, alto, e increíblemente penquista pero foráneo y con una gran conversación y un intelecto que puesto a prueba pudo haber llegado muy lejos; y Carlos Meissner. Hermano del gran Eduardo Meissner, pero completamente opuesto en personalidad. Carlos tenía una extrovertida personalidad, de conversación ágil e interesante y cultivada, te pedía a gritos sentarte y tomar un café con él y escuchar sus teorías económicas heredadas de un gran economista chileno, Felipe Herrera.

Jorge Torress es un amigo que conocí a través de mi madre allá en los 65 o 66; yo tendría quizás 10 y solía pasar a buscar a mi madre a su trabajo en calle Barros Arana, Mademsa, una tienda de artículos de línea blanca cuyo dueño era otro gran personaje de concepción, Don Juan Villagrán. Don Juan, un gran señor, y con una capacidad humana que podría haber parecido extraño en ese personaje alto y circunspecto de hablar lento pero recto; mi madre solía salir de su trabajo y pasaba al “happy hour” de la época en un local localizado al lado de su trabajo llamado el “Gons”, local que fue muy conocido, y cuyo dueño, Eudaldo Anglada, fue otro de los grandes personajes de concepción. El “gordo” Anglada fue socio de Miguel Torregrosa en la Tranquera y el Gons y protagonizaron uno de los quiebres comerciales más conversados en aquellos tiempos. Fue entonces, cuando por diferencias entre ellos, se pelearon y salieron dándose de golpes desde el interior de la Tranquera hasta Barros Arana, en frente de una multitud asombrada. Ambos eran altos, y uno Delgado, Miguel, y el otro maceteado, Eudaldo…pero ambos tenían una gran personalidad.

A Eudaldo lo conocí un poco más pues mi madre le sirvió de guía turística en su compañía de turismo, con viajes a Argentina, Perú y recorriendo Chile. Yo iba con mi madre al Gon’s, y aunque no podía beber alcohol, me daban “una primavera” sin alcohol y me sentaba en la barra a conversar con los parroquianos a los cuales les sorprendía y divertía este pequeño un tanto precoz. Así conocí a Jorge, y a otro gran amigo llamado Patricio Infante, gran tipo, locuaz, simpático, y que poseía unos ojos azules penetrantes y que el usaba con gran éxito para hipnotizar a sus clientes en ventas.

Con Jorge Torress compartimos algunas aventuras que llegaron inclusive, en los 90, a una estadía de el en mi casa en Sunrise, USA y donde me acompaño en algunas investigaciones cuando yo recién me iniciaba en esta profesión de Detective Privado en Miami. A Renato lo conocí en otra institución penquista, “el Dom”, cafetería localizada al lado de la Catedral Metropolitana en Concepción. El Dom hoy ya tiene otro nombre y con otro dueño. En aquellos tiempos, el fundador y dueño de ese café fue la familia Schiafino. Patricia Schiafino fue compañera y gran amiga de Elena en el Banco Concepción, donde primero se ubicó este café, y luego del fallecimiento del padre de Paty, el lugar lo compro Camilo Henríquez; gran tipo al cual recuerdo con su postura atlética de gallito de pelea, pero muy sociable y amable y siempre sonriente.

Y ahí era donde empezamos a juntarnos en los 80, y allí conocí a Renato Burmeister. Renato era ingeniero, aunque nunca ejerció su profesión y su único trabajo conocido fue de gran conversador e intelectual. Pero es aún un gran tipo que no combina en esta Sociedad. Pertenece a otra época donde los valores e ideas son diferentes, y que me llevo a convertirme en gran admirador de él. Y así junto a él, conocí a Carlos Meissner que llego de España después de un gran conflicto personal, que incluía un divorcio, y un intento de suicidio. El también pertenecía a una de las familias antiguas de Concepción, y además con un hermano, Eduardo Meissner, gran pintor y que fue profesor en la Escuela de Arte de la Universidad de Concepción. Eduardo fue un gran intelectual y pintor, reconocido en Chile, con el cual también compartimos algunas historias, como cenas en su hogar y fiestas y salidas nocturnas.

Carlos, mientras tanto, era un gran orador, y a mí como a los otros amigos, nos entusiasmó su visión de la economía regional, muy influenciada por Felipe Herrera, con su posición de un gran Mercado común Latino Americano, y creo que todos quedamos embriagados con esta noción que algún tiempo más tarde me embarcaría en otra Aventura hacia Bolivia donde mis sueños de una economía conjunta murieron en una virulenta disputa civil en la Paz que me trajo lleno de pavor de regreso a Chile.

Ese fue el tiempo de las primeras grandes esperanzas en la política Latino Americana y que finalizaron en grandes fiascos como Chávez en Venezuela y Alan García en Perú. Carlos falleció hace ya algún tiempo, pero aún recuerdo con gran cariño a este gran hombre que podría haberse perfilado como un gran profesor.

Y Renato, amigo, cómo extraño nuestras largas tertulias acompañadas a veces por esos momentos de locura que nos embriagaba y te llevo más de una vez al cuartel de policía.

También recuerdo ese funesto día de octubre cuando estábamos compartiendo un café y de pronto gritos que provenían de la catedral nos llevaron a mirar que sucedía. Así fuimos espectadores circunstanciales de la tragedia que se Desarrolló desde los pies de la escalera de la Catedral. Vimos a un hombre que, parado en las escaleras de la iglesia, estaba gritando con desesperación, y a un oficial de carabineros tratando de calmarlo y acercarse lentamente a él, hablándole muy quedo. Pero de pronto, una llamarada exploto en el aire con un sonido que rompió la tranquilidad de esa tarde. Y esa antorcha humana corrió desde las gradas de la catedral hasta casi el centro de la Plaza de Armas localizada justo al frente, y cayendo a suelo se retorcía de dolor mientras algunos trataban de aplacar el fuego. Recuerdo como Renato, yo y muchos otros que nos encontrábamos en el café, horrorizados de este espectáculo, nos mirábamos consternados y sin creer lo que veíamos. La llegada de una ambulancia, de más policías, de espectadores que no podían entender lo que había sucedido en pleno centro de Concepción, y de nosotros que estábamos temblorosos e impactados, ha dejado un recuerdo trágico de aquella época, y creo que fue uno de los motivos que aceleraron mi partida de Chile. Pero aun hoy, la muerte de este hombre fue un impacto que aún recuerdo con espanto, la muerte de Sebastián Acevedo.

Miami y sus secretos

M

Carlos Boné Riquelme 

La ciudad de Miami nos sorprendió desde un comienzo. La sensación térmica es diferente, y se nota en el ambiente que no solo se mete entre tus ropas, sino que también penetra tus sentidos.

El primer amigo que hice en Miami se llama Enrique Maguazan. Lo conocí mientras trabajaba en una cafetería en el downtown de Miami, y lo encontraría algún tiempo más adelante, por casualidad, y por un tiempo trabajamos en construcción juntos.

Enrique era alegre, desinhibido. Él era de Maracaibo, Venezuela, y estaba ilegal en este país, situación que resolvió casándose con una muchacha dominicana que sí tenía papeles. Pero el matrimonio fue por amor. Y así nos reencontramos con Enrique, y la primera noche, como para celebrar este reencuentro, yo ya estaba con Hellen y los muchachos en Miami, nos invitaron a una cena en su apartamento, muy modesto, en Ocean Drive y la tercera calle de Miami Beach, en un hotel que estaba cayéndose a pedazos, pero que tenía precios módicos y que incluía las ratas.

Era casi de noche cuando llegamos allí con Hellen, y ellos nos abrieron la puerta y desde adentro nos recibió la música a todo volumen y la dominicana bailando mientras cocinaba.

En medio de la mesa de centro encontré una montaña de polvo blanco, el cual mire sorprendido, y mirando a Enrique le pregunté, ¿que es esto mi hermano?. Y Enrique, muerto de la risa me contesto, “perico, brother, perico, y del bueno”.

Esta de más decir que Hellen y yo nos despedimos inmediatamente de ellos, que con cara de sorpresa preguntaban que sucedía. Sacando a Enrique hacia un lado le dije, “mi hermano, yo te quiero como si fuéramos de la misma leche, pero es que no puedo hacer esto, bro, imagina que la policía nos cae aquí y nos lleva a toditos en cana, ¿qué hacen mis hijos?”. Y Enrique entendió, y no se ofendió. Y esa fue la última vez que los vi a ambos.

A veces me pregunto que habrá sido de ellos, pero es que, en aquel tiempo, la droga estaba en todas partes, y la vida era peligrosa en Miami.

En medio de los 90 esta ciudad fue considerada la más peligrosa del mundo, debido a la cantidad de turistas asaltados, y muchos asesinados en estas calles que supuestamente son de diversión.

Hubo una política muy seria del gobierno de Miami que limpio y volvió las calles más seguras. Y de a poco, el turismo volvió a crecer, cosa que a los que vivimos en esta ciudad nos gusta, pues los turistas pagan nuestros impuestos. Ese es otro secreto de vivir en Miami; los impuestos son baratos gracias al turismo y a los Millonarios que tienen residencia en esta ciudad. Y solo por eso, “I love rich people”.

Les pido, please, que vengan todos los ricos del mundo a invertir a esta ciudad. Mientras más malos estén sus países, más gente de recursos nos llegan y enriquecen esta ciudad.

Lo he visto a lo largo del tiempo, y así crecen los hoteles, y las tiendas, y los restaurantes. Y se construyen más casas de lujo, que, por supuesto, usa manos de obra local, incluyendo profesionales, técnicos y obreros. Y luego, los agentes de propiedades, notarios, abogados, y oficiales públicos que inscribirán las nuevas propiedades, junto a los innumerables agentes del orden y empleados que llenan papeles y cuidan las calles.

Ahora, no se puede negar la cantidad de gente sin hogar que pulula por sectores aledaños al turismo, y que ellos apenas notan, pero de acuerdo con las estadísticas, ellos son casi en mayoría, drogadictos, alcohólicos, y gente que por alguna razón desconocida rompen con el sistema. Entre estos últimos, los estudios demuestran que casi el 70% son profesionales que en algún momento fueron exitosos. He conversado con alguna de esta gente que vive en las calles, y me he llevado la sorpresa de encontrar personas que hablan varios idiomas, o que confiesan haber tenido dinero en algún momento, pero ya no quieren seguir con ese estilo de vida, prefieren las calles y sus libertades.

En La Florida no es mucho el problema pues el clima permite vivir al aire libre. Además, ese multiculturalismo es extraordinario. De idiomas, comidas y costumbres. Tengo amigos de la India, Rusia, China, Pakistán, Bahamas, Argentina y de muchas latitudes. Para qué viajar si las culturas están al alcance de la mano. Y todos vivimos en armonía.

La niñez

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Carlos Boné Riquelme 

Trato de recordar el primer momento pasado con mi madre, y se me viene a la mente el hospital militar, donde ella estuvo internada por varios meses, y mi padre, yo de la mano, caminando por los lúgubres y amplios pasillos hasta una habitación donde la veo yacer en una cama de sabanas blancas, y mi primer impulso es saltar a la cama a abrazarla. Mi padre contiene el impulso, y me dice suavemente: “esta recién operada, Carlitos, no puedes moverla mucho”, y mi madre con una gran sonrisa en su rostro, me dice: “déjalo que se acueste al lado mío”, y allí me quede, acurrucado, sintiendo su olor que me penetraba suavemente por el olfato, y el hospital ya no parecía tan oscuro.

Estuve varios meses viviendo en casa de una hermana de mi abuela, la tía Aidé, quien me cuido como a un hijo, dejando solo maravillosos recuerdos en un tiempo que fue doloroso para la familia.

Mis hermanas desaparecieron, y nunca pregunté en casa de qué familiar quedaron, quizás con mis abuelos paternos. O maternos.

Mi siguiente recuerdo es caminando por Santiago de la mano de mi madre, y llegar a una esquina donde el trafico era mucho, y nos paramos frente a un estanco de revistas esperando cruzar en algún momento; y allí veo uno de los primeros números de la revista Condorito, y la imagen del pajarraco me queda grabada en la memoria. Y mi madre va y me compra la revista, la cual hizo las delicias de mi infancia, y me convirtió instantáneamente en fanático de Pepo. Dios lo tenga en su santa gloria; y con mi madre al lado.

Todas estas memorias son cortas, de segundos quizás, pero cada vez que rememoro me llegan los olores de las calles; de las casas, de la comida y las flores. Quizás también, el de la mantilla que colgaba siempre de los hombros de mi abuela. Veo a mis padres atravesando la alameda, solos ellos y yo. Entramos al edificio del club de oficiales, el cual tenia unos comedores iluminados por los enormes ventanales que daban a la alameda, y luego, el comedor principal que era grande y oscuro, y que solo una gran ventana, que daba a una especie de invernadero, o quizás jardín con piletas llenas de sapos, clareaba un poco.  Varias mesas esparcidas alrededor, y los garzones vestidos de impecable pantalón negro, con raya, y chaqueta blanca almidonada, que era en aquellos tiempos casi el uniforme en muchos lugares.

Recuerdo a mi padre comiendo erizos, y dejando que la arañita que viene dentro de su caparazón caminara por la lengua antes de triturarla entre el paladar y la lengua ante el espanto que se reflejaba en mi cara, lo cual daba espacio para risas de ambos, y para muchas preguntas donde ya no recuerdo las respuestas.

Mi madre vestida con un hermoso traje verde, y con su pelo cayendo sobre los hombros, mientras sus ojos no se despegaban de mi padre, el cual vestido impecablemente en su uniforme, se veía atractivo, lo que provocaba que muchas mujeres lo miraran.

Recuerdo, luego, a mi madre en lo alto de la escalera, en aquel enorme caserón de Valparaíso, donde nuevamente vi a mi madre después de muchos meses de ausencia.

Siento mi corazón latiendo rápido mientras corro escaleras arriba a sus brazos abiertos; y vuelvo a sentir la misma emoción que me hace apretar el pecho, y remojar los ojos. Asi son los recuerdos.

Hoy, mi madre partio con sus aciertos y desaciertos que plagaron nuestras vidas, no solo la de ella. Mi padre partio en ese viaje hace mucho mas tiempo. No se si encontraran en ese viaje que todos haremos algún día, pero ruego por que todos volvamos a reunirnos, y mientras tanto, los recuerdos los mantienen vivos en mi memoria, aunque sea solo por segundos.

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