Autor/aPedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va? Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres. Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras. En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Una cesta de cuernos

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Pedro Rivera Jaro

 

En los años 60 existía en España una afición a la fiesta de los toros mucho más acentuada que en la actualidad. El crecimiento de los antitaurinos ha ido aumentando en detrimento de los aficionados a las corridas de toros. Al contrario de lo que ocurre con la afición al fútbol, que ha ido creciendo más y más hasta alcanzar los volúmenes actuales de seguidores a nivel mundial.

Recuerdo que, cuando era niño, conversaba con don Antonio, el marido de doña Luchi. Él era ingeniero, un hombre educado, y defendía la fiesta nacional a ultranza frente al fútbol, argumentando que era española, mientras que el fútbol lo habían inventado los ingleses.

Existían grandes maestros de la torería, y entre ellos descollaban un par de matadores que polarizaban la afición, exactamente igual que hoy ocurre con los equipos de fútbol más grandes, de los cuales un par siempre están en la disputa por el número uno.

Uno de los diestros se distinguía por un toreo apresurado, con movimientos acelerados y giros bruscos delante de la cara del toro. Tuvo graves cogidas en sus faenas porque arriesgaba mucho su cuerpo por la excesiva proximidad a la fiera, hasta el punto de que, al finalizar la faena, su traje de luces quedaba teñido de rojo por la sangre del toro. La gente joven prefería su forma de torear antes que las más clásicas de la tauromaquia.

Otro de los diestros se caracterizaba por un toreo mucho más clásico, siempre firme y sin perder la compostura, lo que atraía mucho más a los aficionados veteranos.

Yo no tomaré partido por ninguno de los dos, porque ambos toreros me gustaban en el desarrollo de sus faenas: uno por serio, y el otro por alegre.

El caso es que existían piques entre ellos por el tamaño de los toros y sus cuernos, y por la cercanía de los toreros a la punta de las astas al realizar las faenas.

Se cuenta que uno de ellos, que había estado casado con una bellísima señora y de la cual se había separado, al parecer por casos ciertos de infidelidad en su matrimonio, le mandó al otro, como regalo, una cesta llena de cuernos de toros bravos, enormes, presumiendo de los toros que mataba habitualmente en sus corridas.

Y dando a entender que los astados que mataba el otro maestro eran toros de escasa cornamenta, al contrario que los suyos.

El otro maestro, como respuesta, le envió una cesta llena de huevos, y dentro de ella un sobre con una nota manuscrita por él, que decía: “Cada uno regala de lo que tiene de sobra.”

No diré los nombres de ninguno de los dos matadores de toros, pero cualquier aficionado de entonces sabe quiénes eran. Y también sabe que aquel lance fue muy comentado públicamente y celebrado en los años 60.

En mi casa mando yo (cuando no está mi mujer)

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Pedro Rivera Jaro

Cuenta la leyenda de Rozas del Puerto Real que Majadillas, que era una aldea aneja a Cadalso de los Vidrios, fue abandonada en el primer tercio del siglo XIX porque se la comieron las hormigas. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que estaba situada en un paraje muy bonito, cercano al arroyo Tórtolas, y que del lugar se conservan en pie las ruinas de su iglesia de San Pedro. Además de la iglesia, en este pequeño poblado había 22 casas y 1 taberna. La población era de 20 vecinos que vivían dedicados a la agricultura.

Seguimos contando, según la leyenda, que a la aldea de Majadillas llegó un día una expedición enviada por la Hermandad Provincial de Ganaderos, interesados en incrementar allí el número de cabezas de ganado, que al parecer tenía los pastos muy desaprovechados. Dicha expedición llevaba vacas y caballos para donar a los lugareños, y el criterio que adoptaron para repartirlos se basaba en que aquellos hogares en los que la dirección de la casa la llevaba la mujer obtendrían una vaca lechera, y en los que fuera el varón quien dirigiera el hogar, se le regalaría un caballo.

El resultado de toda la operación fue que en todas las casas mandaba el ama de casa, excepto en la casa de Juan el Carbonero, que afirmó que en su casa mandaba él. En cada casa dieron una vaca, excepto en la casa de Juan el Carbonero, a quien le dieron un caballo totalmente blanco, que se llevó a su hogar tomado por el ronzal y lo ató en la anilla de hierro que había junto a la puerta de entrada de su casa.

Cuando su esposa vio el caballo blanco en su puerta, preguntó a Juan por él. Este le explicó que había escogido un caballo porque así podría usarlo para cargar los sacos de carbón vegetal que producía. Su esposa le contestó que el caballo blanco tenía que cambiarlo por otro que fuese negro, primero porque a ella le gustaba más de ese color, y segundo, porque con el polvo negro del carbón, siempre estaría sucio.

El carbonero volvió con el caballo y le dijo al responsable del reparto de los animales que se le cambiara por un caballo negro porque a su mujer le gustaba más de ese color. El responsable inmediatamente le dijo a su ayudante: “A éste, recógele el caballo y dale una vaca, porque en su casa manda su mujer, por mucho que diga que manda él".

No puedo volver atrás

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Pedro Rivera Jaro

Yo tenía una gran amiga
Y ella a mí de amigo me tenía
Pero, que pasó que la perdí?
Con el valor que tenía su amistad
¿Qué hice mal que la perdí?
No sirve de nada que yo quiera mantenerla
Ni sirve de nada que quiera conservarla.
También tuve un gran amor
y ese amor también a mi me amaba
pero ¿Qué ocurrió que lo perdí?
con el valor que tenía mi gran amor
¿Qué hice mal que lo perdí?
y de nada sirve que yo quiera mantenerlo
y no sirvió de nada que yo quisiera mimarlo.
Si encontrase mis errores del pasado
Si yo pudiera retrasar los dos relojes
de la amistad y del amor
Volvería a aquellos momentos
en que cometí las faltas
y desharía mis errores cometidos
para que, una vez enmendados
pasara el tiempo hasta hoy en día
sin perder ni el amor ni la amistad
Y seguir aumentando mi alegría.

¡ Mundo Mundo!

¡

Pedro Rivera Jaro

Había una familia en las Rozas del Puerto Real que tenía un perro llamado Mundo.

En aquellos días habían realizado la matanza del cerdo, criado durante todo el año y cebado con las castañas y bellotas tan sabrosas que se crían en sus montes.

Habían elaborado chorizos y morcillas, que una vez curados en las cuerdas y varas de su cocina se conservaban  y consumían a lo largo de todo el año, junto a los jamones, paletas, lomeras de tocino, careta, orejas y lomos curados igualmente.

Se utilizaban para su curación además de la sal, pimentón de la Vera, ajos de Las Pedroñeras y la hierba llamada orégano, que se cría en las laderas de sus montes y que tiene una calidad extraordinaria, y que sirve para la conservación de las carnes.

Aconteció que unos días después el padre de la familia enfermó y murió repentinamente. En aquella época se acostumbraba a velar a los muertos en su propia casa. Por parte de familiares y amigos, durante 24 horas hasta que el día siguiente se procedía a enterrar el cadáver.

Mundo, el perro, llevaba todo el día sin comer, por olvido de su ama, y estando hambriento se subió en una mesa y alcanzó una ristra de chorizos y los llevó en su boca, cruzando la sala del duelo, donde el ama de la casa dando gritos lastimeros empezó a decir: “Ay Mundo, Mundo, como te los vas llevando. Y de los mejores”.

Lo cómico de estas frases está en que, la mujer se refería a los embutidos que había robado el hambriento animal y, en cambio los asistentes al duelo creían que se estaba refiriendo a las personas que iban falleciendo en el correr del tiempo.

Un perro llamado Tenazas

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Pedro Rivera Jaro

La abuela paterna de Estrella, mi esposa, se llamaba Concepción. Era la hija mayor del primer matrimonio del abuelo León, que posteriormente al quedarse viudo, caso en segundas nupcias con una chica joven llamada Leonor con la que tuvo otro montón de hijos.
 
El abuelo León estando viudo acostumbraba a llevar invitados a comer a su casa y correspondía a Concepción , como hija mayor, preparar comida al padre y a su invitado, cosa de la cual estaba muy harta.
 
Pensó que si hacia malos guisos, los invitados dejarían de acudir a su casa y cargarla de trabajos.  En consecuencia preparó unas patatas guisadas bien cargadas de picante que efectivamente el invitado no se atrevió a terminar de comer. Tampoco se atrevió a volver a su casa.
 
Las patatas se las puso de comida a su perro, de nombre Tenazas, quien cuando lleno de hambre se avalanzó al recipiente lleno de patatas para comerlas, dando el primero bocado, soltó un aullido lastimero y salió corriendo de la casa, y a día de hoy todavía no ha vuelto.
 
Conce, como la llamábamos todos era una mujer llena de vida y con ocurrencias llenas de gracia.

El timo de las coronas

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Pedro Rivera Jaro

El vuelo para Londres salía el próximo 7 de diciembre.

El día 4, como había hecho tantas veces en sus años de estudiante, Alberto estaba trabajando, ayudando a Diego a colocar placas de friso en las paredes de un salón, en la planta baja de una casa del poblado de Entrevías, en la zona que llamaban "de los Domingueros", porque a sus habitantes y actuales dueños les fue regalado, por parte del Ministerio de la Vivienda, el terreno sobre el cual construyeron su vivienda, así como los materiales de construcción necesarios. En cambio, la mano de obra la aportaron quienes iban a vivir allí, y lo hacían los domingos, que era cuando descansaban de sus respectivos trabajos.

Entre ellos había albañiles, carpinteros, fontaneros, electricistas, pintores, cerrajeros, etc., y se pusieron de acuerdo para ayudarse mutuamente en la construcción de sus respectivas casas.

Era ya mediodía cuando Diego le dijo a Alberto que era hora de ir a comer. Se acercaron a un bar próximo donde servían comida casera, buena y a buen precio.

Aproximadamente una hora después, ya estaban nuevamente trabajando cuando llegó la esposa de Diego con un recado para Alberto: debía marcharse al Hospital 1º de Octubre porque habían ingresado a su padre.

Tremendo sobresalto el de Alberto, que sabía lo fuerte que era su padre. Pensó de inmediato que habría sufrido un accidente con su camión.

Se desplazó hasta el hospital y, al llegar, se dirigió a recepción para preguntar por su padre. Dijo que creía que había sufrido un accidente con su vehículo de trabajo, pero allí le informaron que ese no era el motivo de su ingreso. Lo enviaron a la planta donde estaba hospitalizado para que hablara con el médico que lo había atendido y le explicara su estado.

Efectivamente, el médico le informó que su padre había sufrido un derrame cerebral debido a un aneurisma congénito que se le había reventado en el cerebro, probablemente a causa de algún esfuerzo efectuado en su trabajo, que era físicamente muy exigente.

Días después, cuando Alberto indagó entre los vecinos del lugar donde estaba situado el garaje del camión de su padre, pudo averiguar que aquella mañana, muy temprano, las baterías del camión se habían descargado. Como no pudo arrancarlo con la llave de contacto, tuvo que empujarlo con la ayuda de una barra de acero. Seguramente, aquel esfuerzo provocó la ruptura de una pequeña vena en su cerebro, lo que ocasionó una hemorragia interna que derivó en muerte cerebral repentina.

Al día siguiente lo mantuvieron con respiración asistida hasta que, finalmente, se produjo el electroencefalograma plano. Una vez que la familia comprendió que no había marcha atrás, dieron su aprobación para desconectar el respirador automático, y su fallecimiento fue declarado oficialmente. Solo tenía 51 años.

De inmediato, se comunicó la noticia a familiares y amigos. Su padre era un hombre muy apreciado, por lo que el velatorio y el entierro fueron muy concurridos.

En aquel entonces, en el sótano del hospital existían salas acondicionadas para el velatorio de los pacientes que fallecían allí.

En medio del dolor, el esposo de María, prima de Alberto, propuso la compra de flores para el entierro y se encargó de recaudar el dinero para las coronas. Encargó seis coronas de rosas rojas de Baccara, de tallo largo, en una floristería que conocía. Dado que era pleno invierno, las flores resultaron carísimas.

Tras el entierro, celebrado el día 7, Alberto decidió no tomar su avión y quedarse en Madrid para apoyar a su madre en su terrible pérdida.

Unos días después, se reunió con su amigo Felipe y su novia. La joven, al enterarse del fallecimiento del padre de Alberto, recordó que sus amigos, los dueños de la floristería Sakuskiya, en la calle Juan Bravo, habían enviado seis coronas de rosas rojas de Baccara a ese hospital en fechas coincidentes. Sin embargo, el pago de esas flores nunca se concretó.

Al final, Alberto descubrió que esas coronas eran las mismas que su familiar se había ofrecido a pagar, pero el dinero nunca llegó a la caja de la floristería.

De inmediato organizó una reunión con Fernando, el esposo de María, en la floristería. Todos suponían que él había pagado las flores, pero pronto quedó claro que Fernando había demostrado una habilidad de timador profesional.

Alberto pagó la corona encargada por él, sus hermanos y su madre, que Fernando, con "amabilidad", les había "regalado". El resto de las coronas, lamentablemente, la floristería nunca llegó a cobrarlas, a pesar de las reiteradas promesas de Fernando de que lo haría.

Hay personas capaces de aprovecharse de los demás en cualquier circunstancia, sin siquiera inmutarse.

Fernando había dejado una propina generosa para ganarse la confianza del encargado de la floristería y conseguir que le fiara las flores, bajo la promesa de que las pagaría en un par de días. Nunca cumplió su palabra.

Bajo su apariencia de hombre bien parecido y elegante, se escondía un estafador acostumbrado a engañar a quienes confiaban en él.

Justicia por propia mano

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Pedro Rivera Jaro

 

Corría el año 1973.
Aquel hombre había trabajado duro toda su vida, desde que tenía tan solo cinco años, y con el fruto de su esfuerzo había conseguido comprar una parcela de terreno, que valló convenientemente y a la cual instaló una gran puerta para camiones, de tres metros de altura.

Unos meses antes de fallecer, hizo algo a lo que siempre se había resistido, pero que, debido a sus necesidades económicas, no tuvo más remedio que aceptar: alquiló aquel gran solar a un comerciante de vehículos usados que, además, era policía desde hacía muchos años. Pensemos que, en aquel tiempo, España estaba bajo otro régimen político, muy diferente al actual, en el que los policías tenían mucho más poder que en la actualidad.

Durante unos meses, el propietario estuvo cobrando el importe del alquiler, aunque con cierto retraso respecto a las fechas acordadas con aquel policía.

Desgraciadamente, aquel hombre sufrió un derrame cerebral que acabó con su vida en muy pocas horas, dejando a su familia carente de los ingresos principales que la habían sostenido hasta entonces. Como anécdota, cabe mencionar que, una semana después de su fallecimiento, un comando de ETA ejecutó en Madrid un atentado con explosivos que provocó la muerte del presidente del Gobierno de España, don Luis Carrero Blanco.

A la viuda, por lo tanto, le hacía una tremenda falta la cantidad de dinero comprometida por el alquiler, pero el policía dejó de pagar lo estipulado en el contrato. Por dicho motivo, la señora tuvo una conversación con él, en la cual el hombre argumentó que su situación financiera en ese momento era delicada, que había comprado muchos vehículos usados y que se había quedado sin fondos. En consecuencia, pagaría el alquiler cuando pudiera.

La señora le contestó que, en ese caso, tendría que desalojar el solar para que ella pudiera alquilárselo a alguien que sí pudiera pagar el precio acordado.

El policía respondió que el solar era suyo y que lo seguiría siendo, quisiera ella o no, y que, para echarlo, tendría que gastar mucho tiempo y dinero en abogados y pleitos. Añadió que era policía y tenía muchas amistades en los juzgados.

Con gran disgusto, la señora les contó todo a sus cuatro hijos (tres varones y una mujer).

—¿Qué podemos hacer, hijos? No tenemos dinero para entrar en pleitos, y además, el alquiler nos hace mucha falta. Pensad en qué podemos hacer de ahora en adelante para solucionar nuestros problemas financieros.

La hija trabajaba como secretaria de dirección. El hijo mayor había terminado su carrera universitaria aquel mismo verano y había cumplido su periodo de prácticas como oficial de complemento. Tenía previsto marcharse a trabajar a un hotel en Londres para mejorar su conocimiento del inglés.

Sin embargo, al enviudar su madre, ella le rogó que no se marchara, pues se sentía muy desvalida sin su marido. El hijo cambió sus planes sin rechistar y se quedó en Madrid para apoyar a su madre viuda.

Los otros dos hijos menores encontraron empleo y contribuyeron económicamente al sostenimiento de la familia.

En cuanto al asunto del solar, sin levantar sospechas, los dos hermanos mayores decidieron dar un escarmiento a aquel policía abusivo.

Aquella noche, alrededor de las 22:00 horas, los dos jóvenes, de 19 y 24 años, treparon por la puerta de camiones del solar y entraron en él portando martillos y cuchillos.

Dentro había dos docenas de automóviles, los mejores que poseía aquel comerciante-policía, tirano y ladrón: Citroën Tiburón, Mercedes, Chevrolet, entre otros. Uno por uno, fueron rompiendo faros, pilotos y cristales, rajando los neumáticos y las tapicerías de los asientos y respaldos. Al cabo de un rato, no quedaba un solo vehículo sin destrozar.

Una vez concluida su tarea, saltaron nuevamente la puerta y regresaron a su casa.

Tres días después, el policía llamó a la viuda y quedó con ella para pagar su deuda y desocupar el solar donde guardaba sus mejores vehículos.

Y así ocurrió. No hubo necesidad de contratar abogados ni de iniciar un pleito.

Quizá comprendió que, a veces, la justicia llega por caminos inusitados e inesperados.

¿Dónde están las llaves?

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Pedro Rivera Jaro

Aquella mañana, el agente de policía municipal estaba dirigiendo el tráfico en la Glorieta de Embajadores, cuando llegó un coche muy lujoso conducido por un señor que hizo caso omiso de las señales de prohibición de aparcar y lo estacionó justo delante de una caseta de la Empresa Municipal de Transportes, donde hacía guardia un empleado de la misma para controlar a su personal.

El conductor se bajó del coche y entró en un bar próximo, cuyo nombre era El Portillo de Embajadores, en memoria del Portillo de la tercera muralla de Madrid, o Cerca de Felipe IV, por donde entraban los embajadores extranjeros que llegaban a la Corte madrileña para presentar sus credenciales al monarca de España.

Pasado un cuarto de hora, el policía se aproximó al vehículo con la intención de sancionar la infracción cometida por su conductor. Cuando llegó, observó que el coche estaba abierto y las llaves estaban puestas en el lugar habitual de arranque.

El agente tomó las llaves y se las guardó en un bolsillo de su pantalón. Luego se dirigió de nuevo al centro de la Glorieta para seguir dirigiendo el tráfico.

Pasaron unos cinco minutos más, y entonces el dueño del coche salió del bar y se dirigió hacia el vehículo. Abrió la puerta y, de repente, observó que las llaves no estaban en su sitio. Pensó que las tendría en alguno de sus bolsillos, así que empezó a palpar por todos y cada uno de ellos, sin conseguir encontrarlas.

Al no obtener resultado, comenzó a buscar por dentro del coche, entre los asientos y debajo de ellos. Pero el resultado siguió siendo exactamente el mismo: ¡NADA!

Luego empezó a buscar alrededor del coche y debajo de él. ¡NADA! Nuevamente, el resultado fue el mismo.

Volvió a entrar al bar para preguntar si acaso se le habrían olvidado allí. Pero tampoco estaban allí, ni nadie las había visto por ningún lado.

Mientras tanto, el agente de tráfico, que había observado todo desde el punto donde dirigía el tráfico, se acercó al coche con la libreta de sanciones y el bolígrafo en la mano. Sacó las llaves del coche de su bolsillo y las dejó debajo del coche, aproximadamente a una cuarta de distancia del borde.

Después se acercó al conductor y le informó de su intención de denunciarlo.

El conductor respondió que solo había parado un minuto para dar un recado urgente a otro señor que le esperaba en el bar, pero que cuando salió no encontraba las llaves.

En realidad, desde que llegó y aparcó, habían transcurrido como treinta minutos. Pero el policía se dio cuenta de que el hombre estaba muy preocupado, y le preguntó si había buscado las llaves detenidamente.

—Sí —contestó él—, por todas partes, pero no sé qué he hecho con ellas ni dónde las he dejado.

El policía se agachó y le dijo:

—Ahí están las llaves.

Esto produjo una tremenda alegría en el conductor.

El policía le dijo:

—Usted sabe que aquí no puede aparcar, y yo tendría que sancionarlo por no haber respetado la prohibición. Sin embargo, si usted me da su palabra de honor de no volver a repetirlo, y habida cuenta del mal rato que ha pasado, le perdonaré la sanción.

El conductor empeñó su palabra, y me consta que cumplió con ella durante todo el tiempo que el agente prestó su servicio de vigilancia y control del tráfico en Embajadores.

Yo personalmente creo que el objetivo de corregir estuvo mejor conseguido de la manera en que se hizo en este caso, que si se hubiera sacado dinero al infractor.

Un gorrión casi humano

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Pedro Rivera Jaro

 
En lo que conocemos como Pasillo Verde, que era una antigua vía de ferrocarril,
existen una serie de tiendas que frecuentamos habitualmente mi esposa y yo, para
las compras diarias de alimentación. Una de ellas se llama Montepinos. En uno de sus dos locales, Montepinos tiene instalado un Mercadito en el que existen una pescadería, una charcutería, una pollería, una carnicería y una frutería.
 
En el otro local, situado justo enfrente, cruzando la calle, hay una cafetería, que, en
una parte alberga un horno de panadería, con su despacho de pan y pastelería.
 
El otro día fui a la panadería para comprar el pan, por encargo de mi esposa, y al abrirse la puerta de cristal, observé como por encima de mi hombro entraba volando una hembra de gorrión y se posaba enfrente, sobre el borde de una estantería.
 
Distingo entre hembra y macho, porque este lleva en su plumaje lo que llamamos
corbata que es una mancha oscura sobre su garganta y pecho, y la hembra no la
lleva, sino que es totalmente gris en su garganta y pecho, como el resto del plumaje
de su cuerpo.
 
Aquel animalito bajó al suelo y picoteaba en el, miguitas de pan y restos de comida,
que supongo se caían de las consumiciones de los clientes, que consumían en la
cafetería.
 
Intenté aproximarme a ella, y ella, dando cortos vuelos y saltitos, no me lo permitió.
Compré mi pan y me aproximé a la cajera, que me conoce y se llama Eva, y le
comenté el tema.
 
Ella me contestó que ya me había observado, y que el pajarito llevaba entrando desde la pandemia, cuando estuvimos recluídos en nuestros domicilios, y cuando al no
encontrar comida por la calle, entraba a buscarla allí dentro. Pero lo que llamó más
mi atención, fue saber lo que me dijo Eva, que era que, cuando esta pajarita tenía
crías, entraba con ellas para buscar alimentos para dárselos a los polluelos. También
me dijo, que si pudiese pillarla la metería en el horno, porque lógicamente ensucia
por todas partes con sus cacas. Pensemos que ella es la encargada de limpiar el local. Pero el animalito es lo suficientemente listo, como para no permitir que nadie le ponga la mano encima.
 
Cuando terminó su búsqueda de alimentos, esperó a que alguien volviese a abrir la
puerta y nuevamente salió a la calle. En mi modesta opinión, yo creo que un
animalito que demuestra esa inteligencia para sobrevivir ante las dificultades de la
vida, aunque no se trate de un humano, merece admiración y respeto.

El sur de Madrid en los 50

E

Pedro Rivera Jaro

 
En aquellos años, lo que hoy se conoce como calle de San Fortunato, entonces se llamaba Barrio de San José, y pertenecía al Distrito Arganzuela-Villaverde. Vivíamos de forma muy diferente a la actual. Hoy mi barrio dispone de Metro, varias líneas de autobuses, preciosos parques, calles pavimentadas con amplias y cuidadas aceras, Hospital, Ambulatorio Médico. Entonces la calle era de tierra, que cuando llovía y pasaban carros o vehículos mecánicos, que entonces eran muy escasos, formaban unos barrizales donde se manchaban nuestros calzados y ropas. Mi abuelo Pedro, el señor Gonzalo, Tío Panta, Paco y, en general los vecinos antiguos de su época, colocaron losas de granito procedentes de derribos del Madrid de la posguerra, a modo de aceras, y así se podía transitar al menos por ellas, sin pisar barro. Mi tío Faustino que había vivido allí hasta que se casó y se marchó a vivir a la calle de Marcelo Usera, se refería a nuestra barriada como si fuese Siberia.
 
Tampoco teníamos alumbrado público nocturno en la calle, pero mi padre instaló una bombilla cubierta, por encima del marco de la puerta de la calle, que encendíamos cada vez que teníamos que salir por la noche a la calle para hacer algún recado.
 
El alcantarillado llegó cuando la fábrica de cartón, Cartonajes Font y Masach, lo instaló desde su fábrica, junto a la carretera de Andalucía, hasta desaguar en el Río Manzanares, que habían convertido en un río sin vida debido a los vertidos que acabaron matando a los peces que, cuando niños, pescábamos en él. La conducción de las aguas residuales de la fábrica, tenía cada cincuenta metros unas bocas de alcantarilla con sus tapas de hormigón, y cuando la tubería se atascaba, por la boca anterior al atasco salía agua azul o roja, según lo que hubieran estado fabricando ese día. Las coloridas aguas llenaban de color toda la calle e incluso los vertederos de escombros que existían a partir del Camino de Perales, hasta llegar al río.
 
El agua para consumo de boca, higiene personal y lavado de ropa, íbamos a la fuente pública a recogerla con cántaros y botijos de barro, cubos y barreños metálicos, hasta que cuando llegó el invento de los plásticos estos eran de este material, que pesaba menos y si te rozaba en las piernas, no te producía heridas en ellas.
 
A principios de los años 60, mi padre compró una manguera de goma que cubría la distancia de cien metros que mediaban entre mi casa y la fuente pública, y con ella por las noches, cuando nadie más acudía a por agua a la fuente, llenábamos todos los recipientes que teníamos en los patios y durante varios días no necesitábamos acudir a élla.
 
A mediados de los años sesenta, conseguimos enganchar una toma de agua a la cañería que había ampliado el Canal De Isabel II, y ya nunca más tuvimos que acudir a la fuente pública a suministrarnos de agua.
 
A parte, para regar sacábamos el agua del pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que estaba en el patio, junto a la pila para lavar la ropa sucia.
 
Si hablamos de las casas donde vivíamos, eran casas de planta baja, que no tenían calefacción, como tienen hoy casi todas las viviendas. Normalmente tenían una estancia donde se desarrollaba la existencia de toda la familia.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
 
Cuando nos preparábamos para irnos a dormir, y sabiendo que las sábanas estaban heladas, poníamos unas mantas pequeñas de muletón blanco, en la malla metálica, en las cuales nos envolvíamos antes de entrar en la cama, y después nos arropábamos con las mantas hasta la nariz.
 
Por la mañana al levantarnos, orinábamos en unos orinales blancos con el borde azul o rojo, según los casos, y la orina después de asearnos, la sacábamos al patio para tirarla al alcantarillado, y después aclarábamos con agua del pozo los orinales.
 
El aseo personal lo hacíamos en una palangana de cerámica blanca, donde con agua fría y jabón, frotábamos nuestros cuerpos con estropajo de esparto. Cuando transcurridos los años mi padre, después de instalar agua corriente en la casa, mandó construir un cuarto de baño, completo, nos pareció que entrábamos en el Paraíso. Los niños de hoy no saben la suerte que tienen de haber nacido en esta época, con todas las comodidades que les rodean.
 
Otro día os contaré cómo íbamos caminando por calles embarradas hasta el colegio y como era el trato que nos daban los profesores, y también os contaré cómo eran las personas que suministraban bienes y servicios en las puertas de nuestras casas, como por ejemplo el cartero, los teleros, el botijero, el coloniero, el paragüero-lañador, el mielero, el melonero, el afilador, etc.
 
Pero hoy se haría muy larga esa narración. Espero que os haya gustado. Un abrazo afectuoso queridos lectores.

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