Autor/aPedro Rivera Jaro

Nació el 24 de febrero de 1950 en Madrid, España. Jubilado con estudios de Empresariales, Marketing y Logística. Dedicado por afición a la narrativa y poesía. Jurado en el Concurso Cultural FECI/INTE, participante en el Libro Versos en el Aire, con el poema ¿A dónde va? Concurso Villa de Lumbrales XXII, de la Asociación de Mujeres. Concurso de Editora Ex Libric, con el trabajo 48 Palabras. En 2023 escribió, mano a mano con la autora Silvia Cristina Preysler Martinson el libro, en español y portugués, Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

No puedo volver atrás

N

Pedro Rivera Jaro

Yo tenía una gran amiga
Y ella a mí de amigo me tenía
Pero, que pasó que la perdí?
Con el valor que tenía su amistad
¿Qué hice mal que la perdí?
No sirve de nada que yo quiera mantenerla
Ni sirve de nada que quiera conservarla.
También tuve un gran amor
y ese amor también a mi me amaba
pero ¿Qué ocurrió que lo perdí?
con el valor que tenía mi gran amor
¿Qué hice mal que lo perdí?
y de nada sirve que yo quiera mantenerlo
y no sirvió de nada que yo quisiera mimarlo.
Si encontrase mis errores del pasado
Si yo pudiera retrasar los dos relojes
de la amistad y del amor
Volvería a aquellos momentos
en que cometí las faltas
y desharía mis errores cometidos
para que, una vez enmendados
pasara el tiempo hasta hoy en día
sin perder ni el amor ni la amistad
Y seguir aumentando mi alegría.

¡ Mundo Mundo!

¡

Pedro Rivera Jaro

Había una familia en las Rozas del Puerto Real que tenía un perro llamado Mundo.

En aquellos días habían realizado la matanza del cerdo, criado durante todo el año y cebado con las castañas y bellotas tan sabrosas que se crían en sus montes.

Habían elaborado chorizos y morcillas, que una vez curados en las cuerdas y varas de su cocina se conservaban  y consumían a lo largo de todo el año, junto a los jamones, paletas, lomeras de tocino, careta, orejas y lomos curados igualmente.

Se utilizaban para su curación además de la sal, pimentón de la Vera, ajos de Las Pedroñeras y la hierba llamada orégano, que se cría en las laderas de sus montes y que tiene una calidad extraordinaria, y que sirve para la conservación de las carnes.

Aconteció que unos días después el padre de la familia enfermó y murió repentinamente. En aquella época se acostumbraba a velar a los muertos en su propia casa. Por parte de familiares y amigos, durante 24 horas hasta que el día siguiente se procedía a enterrar el cadáver.

Mundo, el perro, llevaba todo el día sin comer, por olvido de su ama, y estando hambriento se subió en una mesa y alcanzó una ristra de chorizos y los llevó en su boca, cruzando la sala del duelo, donde el ama de la casa dando gritos lastimeros empezó a decir: “Ay Mundo, Mundo, como te los vas llevando. Y de los mejores”.

Lo cómico de estas frases está en que, la mujer se refería a los embutidos que había robado el hambriento animal y, en cambio los asistentes al duelo creían que se estaba refiriendo a las personas que iban falleciendo en el correr del tiempo.

Un perro llamado Tenazas

U

Pedro Rivera Jaro

La abuela paterna de Estrella, mi esposa, se llamaba Concepción. Era la hija mayor del primer matrimonio del abuelo León, que posteriormente al quedarse viudo, caso en segundas nupcias con una chica joven llamada Leonor con la que tuvo otro montón de hijos.
 
El abuelo León estando viudo acostumbraba a llevar invitados a comer a su casa y correspondía a Concepción , como hija mayor, preparar comida al padre y a su invitado, cosa de la cual estaba muy harta.
 
Pensó que si hacia malos guisos, los invitados dejarían de acudir a su casa y cargarla de trabajos.  En consecuencia preparó unas patatas guisadas bien cargadas de picante que efectivamente el invitado no se atrevió a terminar de comer. Tampoco se atrevió a volver a su casa.
 
Las patatas se las puso de comida a su perro, de nombre Tenazas, quien cuando lleno de hambre se avalanzó al recipiente lleno de patatas para comerlas, dando el primero bocado, soltó un aullido lastimero y salió corriendo de la casa, y a día de hoy todavía no ha vuelto.
 
Conce, como la llamábamos todos era una mujer llena de vida y con ocurrencias llenas de gracia.

El timo de las coronas

E

Pedro Rivera Jaro

El vuelo para Londres salía el próximo 7 de diciembre.

El día 4, como había hecho tantas veces en sus años de estudiante, Alberto estaba trabajando, ayudando a Diego a colocar placas de friso en las paredes de un salón, en la planta baja de una casa del poblado de Entrevías, en la zona que llamaban "de los Domingueros", porque a sus habitantes y actuales dueños les fue regalado, por parte del Ministerio de la Vivienda, el terreno sobre el cual construyeron su vivienda, así como los materiales de construcción necesarios. En cambio, la mano de obra la aportaron quienes iban a vivir allí, y lo hacían los domingos, que era cuando descansaban de sus respectivos trabajos.

Entre ellos había albañiles, carpinteros, fontaneros, electricistas, pintores, cerrajeros, etc., y se pusieron de acuerdo para ayudarse mutuamente en la construcción de sus respectivas casas.

Era ya mediodía cuando Diego le dijo a Alberto que era hora de ir a comer. Se acercaron a un bar próximo donde servían comida casera, buena y a buen precio.

Aproximadamente una hora después, ya estaban nuevamente trabajando cuando llegó la esposa de Diego con un recado para Alberto: debía marcharse al Hospital 1º de Octubre porque habían ingresado a su padre.

Tremendo sobresalto el de Alberto, que sabía lo fuerte que era su padre. Pensó de inmediato que habría sufrido un accidente con su camión.

Se desplazó hasta el hospital y, al llegar, se dirigió a recepción para preguntar por su padre. Dijo que creía que había sufrido un accidente con su vehículo de trabajo, pero allí le informaron que ese no era el motivo de su ingreso. Lo enviaron a la planta donde estaba hospitalizado para que hablara con el médico que lo había atendido y le explicara su estado.

Efectivamente, el médico le informó que su padre había sufrido un derrame cerebral debido a un aneurisma congénito que se le había reventado en el cerebro, probablemente a causa de algún esfuerzo efectuado en su trabajo, que era físicamente muy exigente.

Días después, cuando Alberto indagó entre los vecinos del lugar donde estaba situado el garaje del camión de su padre, pudo averiguar que aquella mañana, muy temprano, las baterías del camión se habían descargado. Como no pudo arrancarlo con la llave de contacto, tuvo que empujarlo con la ayuda de una barra de acero. Seguramente, aquel esfuerzo provocó la ruptura de una pequeña vena en su cerebro, lo que ocasionó una hemorragia interna que derivó en muerte cerebral repentina.

Al día siguiente lo mantuvieron con respiración asistida hasta que, finalmente, se produjo el electroencefalograma plano. Una vez que la familia comprendió que no había marcha atrás, dieron su aprobación para desconectar el respirador automático, y su fallecimiento fue declarado oficialmente. Solo tenía 51 años.

De inmediato, se comunicó la noticia a familiares y amigos. Su padre era un hombre muy apreciado, por lo que el velatorio y el entierro fueron muy concurridos.

En aquel entonces, en el sótano del hospital existían salas acondicionadas para el velatorio de los pacientes que fallecían allí.

En medio del dolor, el esposo de María, prima de Alberto, propuso la compra de flores para el entierro y se encargó de recaudar el dinero para las coronas. Encargó seis coronas de rosas rojas de Baccara, de tallo largo, en una floristería que conocía. Dado que era pleno invierno, las flores resultaron carísimas.

Tras el entierro, celebrado el día 7, Alberto decidió no tomar su avión y quedarse en Madrid para apoyar a su madre en su terrible pérdida.

Unos días después, se reunió con su amigo Felipe y su novia. La joven, al enterarse del fallecimiento del padre de Alberto, recordó que sus amigos, los dueños de la floristería Sakuskiya, en la calle Juan Bravo, habían enviado seis coronas de rosas rojas de Baccara a ese hospital en fechas coincidentes. Sin embargo, el pago de esas flores nunca se concretó.

Al final, Alberto descubrió que esas coronas eran las mismas que su familiar se había ofrecido a pagar, pero el dinero nunca llegó a la caja de la floristería.

De inmediato organizó una reunión con Fernando, el esposo de María, en la floristería. Todos suponían que él había pagado las flores, pero pronto quedó claro que Fernando había demostrado una habilidad de timador profesional.

Alberto pagó la corona encargada por él, sus hermanos y su madre, que Fernando, con "amabilidad", les había "regalado". El resto de las coronas, lamentablemente, la floristería nunca llegó a cobrarlas, a pesar de las reiteradas promesas de Fernando de que lo haría.

Hay personas capaces de aprovecharse de los demás en cualquier circunstancia, sin siquiera inmutarse.

Fernando había dejado una propina generosa para ganarse la confianza del encargado de la floristería y conseguir que le fiara las flores, bajo la promesa de que las pagaría en un par de días. Nunca cumplió su palabra.

Bajo su apariencia de hombre bien parecido y elegante, se escondía un estafador acostumbrado a engañar a quienes confiaban en él.

Justicia por propia mano

J

Pedro Rivera Jaro

 

Corría el año 1973.
Aquel hombre había trabajado duro toda su vida, desde que tenía tan solo cinco años, y con el fruto de su esfuerzo había conseguido comprar una parcela de terreno, que valló convenientemente y a la cual instaló una gran puerta para camiones, de tres metros de altura.

Unos meses antes de fallecer, hizo algo a lo que siempre se había resistido, pero que, debido a sus necesidades económicas, no tuvo más remedio que aceptar: alquiló aquel gran solar a un comerciante de vehículos usados que, además, era policía desde hacía muchos años. Pensemos que, en aquel tiempo, España estaba bajo otro régimen político, muy diferente al actual, en el que los policías tenían mucho más poder que en la actualidad.

Durante unos meses, el propietario estuvo cobrando el importe del alquiler, aunque con cierto retraso respecto a las fechas acordadas con aquel policía.

Desgraciadamente, aquel hombre sufrió un derrame cerebral que acabó con su vida en muy pocas horas, dejando a su familia carente de los ingresos principales que la habían sostenido hasta entonces. Como anécdota, cabe mencionar que, una semana después de su fallecimiento, un comando de ETA ejecutó en Madrid un atentado con explosivos que provocó la muerte del presidente del Gobierno de España, don Luis Carrero Blanco.

A la viuda, por lo tanto, le hacía una tremenda falta la cantidad de dinero comprometida por el alquiler, pero el policía dejó de pagar lo estipulado en el contrato. Por dicho motivo, la señora tuvo una conversación con él, en la cual el hombre argumentó que su situación financiera en ese momento era delicada, que había comprado muchos vehículos usados y que se había quedado sin fondos. En consecuencia, pagaría el alquiler cuando pudiera.

La señora le contestó que, en ese caso, tendría que desalojar el solar para que ella pudiera alquilárselo a alguien que sí pudiera pagar el precio acordado.

El policía respondió que el solar era suyo y que lo seguiría siendo, quisiera ella o no, y que, para echarlo, tendría que gastar mucho tiempo y dinero en abogados y pleitos. Añadió que era policía y tenía muchas amistades en los juzgados.

Con gran disgusto, la señora les contó todo a sus cuatro hijos (tres varones y una mujer).

—¿Qué podemos hacer, hijos? No tenemos dinero para entrar en pleitos, y además, el alquiler nos hace mucha falta. Pensad en qué podemos hacer de ahora en adelante para solucionar nuestros problemas financieros.

La hija trabajaba como secretaria de dirección. El hijo mayor había terminado su carrera universitaria aquel mismo verano y había cumplido su periodo de prácticas como oficial de complemento. Tenía previsto marcharse a trabajar a un hotel en Londres para mejorar su conocimiento del inglés.

Sin embargo, al enviudar su madre, ella le rogó que no se marchara, pues se sentía muy desvalida sin su marido. El hijo cambió sus planes sin rechistar y se quedó en Madrid para apoyar a su madre viuda.

Los otros dos hijos menores encontraron empleo y contribuyeron económicamente al sostenimiento de la familia.

En cuanto al asunto del solar, sin levantar sospechas, los dos hermanos mayores decidieron dar un escarmiento a aquel policía abusivo.

Aquella noche, alrededor de las 22:00 horas, los dos jóvenes, de 19 y 24 años, treparon por la puerta de camiones del solar y entraron en él portando martillos y cuchillos.

Dentro había dos docenas de automóviles, los mejores que poseía aquel comerciante-policía, tirano y ladrón: Citroën Tiburón, Mercedes, Chevrolet, entre otros. Uno por uno, fueron rompiendo faros, pilotos y cristales, rajando los neumáticos y las tapicerías de los asientos y respaldos. Al cabo de un rato, no quedaba un solo vehículo sin destrozar.

Una vez concluida su tarea, saltaron nuevamente la puerta y regresaron a su casa.

Tres días después, el policía llamó a la viuda y quedó con ella para pagar su deuda y desocupar el solar donde guardaba sus mejores vehículos.

Y así ocurrió. No hubo necesidad de contratar abogados ni de iniciar un pleito.

Quizá comprendió que, a veces, la justicia llega por caminos inusitados e inesperados.

¿Dónde están las llaves?

¿

Pedro Rivera Jaro

Aquella mañana, el agente de policía municipal estaba dirigiendo el tráfico en la Glorieta de Embajadores, cuando llegó un coche muy lujoso conducido por un señor que hizo caso omiso de las señales de prohibición de aparcar y lo estacionó justo delante de una caseta de la Empresa Municipal de Transportes, donde hacía guardia un empleado de la misma para controlar a su personal.

El conductor se bajó del coche y entró en un bar próximo, cuyo nombre era El Portillo de Embajadores, en memoria del Portillo de la tercera muralla de Madrid, o Cerca de Felipe IV, por donde entraban los embajadores extranjeros que llegaban a la Corte madrileña para presentar sus credenciales al monarca de España.

Pasado un cuarto de hora, el policía se aproximó al vehículo con la intención de sancionar la infracción cometida por su conductor. Cuando llegó, observó que el coche estaba abierto y las llaves estaban puestas en el lugar habitual de arranque.

El agente tomó las llaves y se las guardó en un bolsillo de su pantalón. Luego se dirigió de nuevo al centro de la Glorieta para seguir dirigiendo el tráfico.

Pasaron unos cinco minutos más, y entonces el dueño del coche salió del bar y se dirigió hacia el vehículo. Abrió la puerta y, de repente, observó que las llaves no estaban en su sitio. Pensó que las tendría en alguno de sus bolsillos, así que empezó a palpar por todos y cada uno de ellos, sin conseguir encontrarlas.

Al no obtener resultado, comenzó a buscar por dentro del coche, entre los asientos y debajo de ellos. Pero el resultado siguió siendo exactamente el mismo: ¡NADA!

Luego empezó a buscar alrededor del coche y debajo de él. ¡NADA! Nuevamente, el resultado fue el mismo.

Volvió a entrar al bar para preguntar si acaso se le habrían olvidado allí. Pero tampoco estaban allí, ni nadie las había visto por ningún lado.

Mientras tanto, el agente de tráfico, que había observado todo desde el punto donde dirigía el tráfico, se acercó al coche con la libreta de sanciones y el bolígrafo en la mano. Sacó las llaves del coche de su bolsillo y las dejó debajo del coche, aproximadamente a una cuarta de distancia del borde.

Después se acercó al conductor y le informó de su intención de denunciarlo.

El conductor respondió que solo había parado un minuto para dar un recado urgente a otro señor que le esperaba en el bar, pero que cuando salió no encontraba las llaves.

En realidad, desde que llegó y aparcó, habían transcurrido como treinta minutos. Pero el policía se dio cuenta de que el hombre estaba muy preocupado, y le preguntó si había buscado las llaves detenidamente.

—Sí —contestó él—, por todas partes, pero no sé qué he hecho con ellas ni dónde las he dejado.

El policía se agachó y le dijo:

—Ahí están las llaves.

Esto produjo una tremenda alegría en el conductor.

El policía le dijo:

—Usted sabe que aquí no puede aparcar, y yo tendría que sancionarlo por no haber respetado la prohibición. Sin embargo, si usted me da su palabra de honor de no volver a repetirlo, y habida cuenta del mal rato que ha pasado, le perdonaré la sanción.

El conductor empeñó su palabra, y me consta que cumplió con ella durante todo el tiempo que el agente prestó su servicio de vigilancia y control del tráfico en Embajadores.

Yo personalmente creo que el objetivo de corregir estuvo mejor conseguido de la manera en que se hizo en este caso, que si se hubiera sacado dinero al infractor.

Un gorrión casi humano

U

Pedro Rivera Jaro

 
En lo que conocemos como Pasillo Verde, que era una antigua vía de ferrocarril,
existen una serie de tiendas que frecuentamos habitualmente mi esposa y yo, para
las compras diarias de alimentación. Una de ellas se llama Montepinos. En uno de sus dos locales, Montepinos tiene instalado un Mercadito en el que existen una pescadería, una charcutería, una pollería, una carnicería y una frutería.
 
En el otro local, situado justo enfrente, cruzando la calle, hay una cafetería, que, en
una parte alberga un horno de panadería, con su despacho de pan y pastelería.
 
El otro día fui a la panadería para comprar el pan, por encargo de mi esposa, y al abrirse la puerta de cristal, observé como por encima de mi hombro entraba volando una hembra de gorrión y se posaba enfrente, sobre el borde de una estantería.
 
Distingo entre hembra y macho, porque este lleva en su plumaje lo que llamamos
corbata que es una mancha oscura sobre su garganta y pecho, y la hembra no la
lleva, sino que es totalmente gris en su garganta y pecho, como el resto del plumaje
de su cuerpo.
 
Aquel animalito bajó al suelo y picoteaba en el, miguitas de pan y restos de comida,
que supongo se caían de las consumiciones de los clientes, que consumían en la
cafetería.
 
Intenté aproximarme a ella, y ella, dando cortos vuelos y saltitos, no me lo permitió.
Compré mi pan y me aproximé a la cajera, que me conoce y se llama Eva, y le
comenté el tema.
 
Ella me contestó que ya me había observado, y que el pajarito llevaba entrando desde la pandemia, cuando estuvimos recluídos en nuestros domicilios, y cuando al no
encontrar comida por la calle, entraba a buscarla allí dentro. Pero lo que llamó más
mi atención, fue saber lo que me dijo Eva, que era que, cuando esta pajarita tenía
crías, entraba con ellas para buscar alimentos para dárselos a los polluelos. También
me dijo, que si pudiese pillarla la metería en el horno, porque lógicamente ensucia
por todas partes con sus cacas. Pensemos que ella es la encargada de limpiar el local. Pero el animalito es lo suficientemente listo, como para no permitir que nadie le ponga la mano encima.
 
Cuando terminó su búsqueda de alimentos, esperó a que alguien volviese a abrir la
puerta y nuevamente salió a la calle. En mi modesta opinión, yo creo que un
animalito que demuestra esa inteligencia para sobrevivir ante las dificultades de la
vida, aunque no se trate de un humano, merece admiración y respeto.

El sur de Madrid en los 50

E

Pedro Rivera Jaro

 
En aquellos años, lo que hoy se conoce como calle de San Fortunato, entonces se llamaba Barrio de San José, y pertenecía al Distrito Arganzuela-Villaverde. Vivíamos de forma muy diferente a la actual. Hoy mi barrio dispone de Metro, varias líneas de autobuses, preciosos parques, calles pavimentadas con amplias y cuidadas aceras, Hospital, Ambulatorio Médico. Entonces la calle era de tierra, que cuando llovía y pasaban carros o vehículos mecánicos, que entonces eran muy escasos, formaban unos barrizales donde se manchaban nuestros calzados y ropas. Mi abuelo Pedro, el señor Gonzalo, Tío Panta, Paco y, en general los vecinos antiguos de su época, colocaron losas de granito procedentes de derribos del Madrid de la posguerra, a modo de aceras, y así se podía transitar al menos por ellas, sin pisar barro. Mi tío Faustino que había vivido allí hasta que se casó y se marchó a vivir a la calle de Marcelo Usera, se refería a nuestra barriada como si fuese Siberia.
 
Tampoco teníamos alumbrado público nocturno en la calle, pero mi padre instaló una bombilla cubierta, por encima del marco de la puerta de la calle, que encendíamos cada vez que teníamos que salir por la noche a la calle para hacer algún recado.
 
El alcantarillado llegó cuando la fábrica de cartón, Cartonajes Font y Masach, lo instaló desde su fábrica, junto a la carretera de Andalucía, hasta desaguar en el Río Manzanares, que habían convertido en un río sin vida debido a los vertidos que acabaron matando a los peces que, cuando niños, pescábamos en él. La conducción de las aguas residuales de la fábrica, tenía cada cincuenta metros unas bocas de alcantarilla con sus tapas de hormigón, y cuando la tubería se atascaba, por la boca anterior al atasco salía agua azul o roja, según lo que hubieran estado fabricando ese día. Las coloridas aguas llenaban de color toda la calle e incluso los vertederos de escombros que existían a partir del Camino de Perales, hasta llegar al río.
 
El agua para consumo de boca, higiene personal y lavado de ropa, íbamos a la fuente pública a recogerla con cántaros y botijos de barro, cubos y barreños metálicos, hasta que cuando llegó el invento de los plásticos estos eran de este material, que pesaba menos y si te rozaba en las piernas, no te producía heridas en ellas.
 
A principios de los años 60, mi padre compró una manguera de goma que cubría la distancia de cien metros que mediaban entre mi casa y la fuente pública, y con ella por las noches, cuando nadie más acudía a por agua a la fuente, llenábamos todos los recipientes que teníamos en los patios y durante varios días no necesitábamos acudir a élla.
 
A mediados de los años sesenta, conseguimos enganchar una toma de agua a la cañería que había ampliado el Canal De Isabel II, y ya nunca más tuvimos que acudir a la fuente pública a suministrarnos de agua.
 
A parte, para regar sacábamos el agua del pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que estaba en el patio, junto a la pila para lavar la ropa sucia.
 
Si hablamos de las casas donde vivíamos, eran casas de planta baja, que no tenían calefacción, como tienen hoy casi todas las viviendas. Normalmente tenían una estancia donde se desarrollaba la existencia de toda la familia.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
 
Cuando nos preparábamos para irnos a dormir, y sabiendo que las sábanas estaban heladas, poníamos unas mantas pequeñas de muletón blanco, en la malla metálica, en las cuales nos envolvíamos antes de entrar en la cama, y después nos arropábamos con las mantas hasta la nariz.
 
Por la mañana al levantarnos, orinábamos en unos orinales blancos con el borde azul o rojo, según los casos, y la orina después de asearnos, la sacábamos al patio para tirarla al alcantarillado, y después aclarábamos con agua del pozo los orinales.
 
El aseo personal lo hacíamos en una palangana de cerámica blanca, donde con agua fría y jabón, frotábamos nuestros cuerpos con estropajo de esparto. Cuando transcurridos los años mi padre, después de instalar agua corriente en la casa, mandó construir un cuarto de baño, completo, nos pareció que entrábamos en el Paraíso. Los niños de hoy no saben la suerte que tienen de haber nacido en esta época, con todas las comodidades que les rodean.
 
Otro día os contaré cómo íbamos caminando por calles embarradas hasta el colegio y como era el trato que nos daban los profesores, y también os contaré cómo eran las personas que suministraban bienes y servicios en las puertas de nuestras casas, como por ejemplo el cartero, los teleros, el botijero, el coloniero, el paragüero-lañador, el mielero, el melonero, el afilador, etc.
 
Pero hoy se haría muy larga esa narración. Espero que os haya gustado. Un abrazo afectuoso queridos lectores.

El mercadillo del poblado de San Fermín

E

Pedro Rivera Jaro

 

En el año 1955, cuando yo tenía 5 años, como era el hijo mayor de mis padres, mi mamá se servía de mí para hacer pequeñas compras de alimentos en las tiendas próximas a casa. Entre estas estaban la tienda de comestibles del señor Herrero, la carnicería de la plaza, la verdulería y frutería de la señora Matilde, y la casquería de Nieves, entre otras.

Ella me apuntaba lo que necesitaba en un trozo de papel, y yo lo entregaba en las tiendas, donde me daban lo solicitado. Así fue como, desde muy pequeño, aprendí a hacer las compras, distinguiendo la calidad de los productos.

A partir del año 1961, ya con 11 años, recuerdo que cogía mi bicicleta y el capacho, y me iba hasta el mercadillo de fruterías y verdulerías. Este estaba montado con paredes y techos de madera y formaba dos largas filas de barracas, una frente a la otra, además de una fila más corta en la entrada de arriba, que cerraba las filas principales. Recuerdo que, en esta última fila, estaba la tienda del señor Paco Osuna.

Mi madre me daba 25 pesetas y me decía:
—Hijo, no tengo más dinero.
—¿Y qué necesitas, mamá? —le preguntaba yo.
—Necesitamos fruta, judías verdes y patatas. Lo que tú veas, hijo.

En la frutería de la señora Matilde, que estaba al lado de casa, un kilo de plátanos costaba 13 pesetas. En cambio, en el mercadillo todo salía mucho más barato, sin que la calidad disminuyese.

En el capacho, que colocaba en el soporte trasero de la bicicleta, cabían bastantes kilos de fruta. Montado en mi bici, cruzaba la Colonia de San Fermín y llegaba hasta el poblado del mismo nombre. Una vez en el mercadillo, daba una vuelta completa observando las mercancías y los precios de los distintos productos.

En la segunda vuelta, iba comprando en cada puesto lo que había seleccionado en la primera. Por ejemplo: 2 kilos y medio de naranjas por 5 pesetas, otros 2 kilos y medio de manzanas por 5 pesetas, 2 kilos de patatas por 4 pesetas, 1 kilo de judías verdes sin hebra por 3 pesetas y 1 kilo de plátanos de Canarias por 8 pesetas. En total, las 25 pesetas que me había entregado mi mamá. En otras ocasiones, si me sobraba una peseta, ella me la regalaba.

En 1964, ya con 14 años, empecé a sentir vergüenza si las chicas de mi edad me veían con el capacho. En aquella época, estaba mal visto que los varones hicieran las compras, pues se consideraban cosas de mujeres. Hoy no es así, pero entonces lo era.

En consecuencia, le pedía a mi madre que mandase a mi hermana Maribel, que ya tenía 12 años, pero ella se negaba porque decía que los tenderos la engañaban y, en cambio, a mí no, porque sabía muy bien lo que compraba.

Siempre creí que exageraba.

Adolescente de arrabal en los 60

A

Pedro Rivera Jaro


Aquellos chicos salían los domingos, después de comer, y se juntaban todos en los puntos que conocían y frecuentaban los días laborables. Por ejemplo, en un bar de la calle Antonio Salvador, cuyo nombre no recuerdo, pero que ellos llamaban El Orejas, haciendo alusión a los pabellones auditivos del dueño, y que hoy, sesenta años después, se ha convertido en un Restaurante Chino, como tantos negocios del barrio de Usera.
 
Una vez se juntaron allí, decidieron que irían a “ligar maricones”. Para ello usaban a El Susi, que era un chico de la pandilla, rubito y guapete. Juan Luis el Narices, el Salao, Armando y el Coqui, todos ellos curtidos en las peleas callejeras, lo utilizaban como gancho para atraer homosexuales, que en aquellos años estaban discriminados y perseguídos por su preferencia sexual, y por ello debían de tener un comportamiento muy disimulado a la hora de elegir sus parejas.
 
En la calle de la Concepción Jerónima, junto a Conde de Romanones, en una rinconada, había un local llamado El Toro Negro, que era frecuentado por homosexuales, donde El Susi echaba la red para ligar.
 
Cuando El Susi entablaba conversación con algún homosexual, y le dirigía a algún lugar escondido, cercano al río, y cuando este se las prometía tan felices y soñando con maniobras privadas con El Susi, de pronto irrumpían los otros y a la fuerza le robaban todo lo que llevase de valor, como dinero, pulseras de oro o de plata, reloj, anillos, etc.
 
Pero en una ocasión, aconteció que, cuando ya estaban culminando el aislamiento de la supuesta víctima, esta se resistió con bravura y se negó a dejarse robar. Los muchachos se abalanzaron sobre él dispuestos a darle una paliza, pero aquel hombre, resultó ser un experto practicante de Jiu Jitsu, y manejando hábilmente los cantos de sus manos, les empezó a aplicar golpes en sus cuellos y costillas, que producían gran daño y dolor.
 
Los adolescentes optaron por salir huyendo para no seguir recibiendo el merecido castigo.
Cuando lo contaban en el barrio, nos partíamos de la risa, ante aquella cómica situación.
 
Este comportamiento delictivo, era uno de los motivos por los que yo no quería ir con ellos, aunque eran conocidos míos en el barrio. Nunca me gustaron los abusos sobre otras personas, por el mero hecho de ser diferentes.
En aquella época nos gustaba ir a bailar y deseábamos entrar en los locales de baile, pero, dado que solo teníamos 14 ó 15 años, no nos estaba permitido, y por eso, cuando algún conocido nos habló de un gran salón de baile en Getafe, a donde nos dejarían entrar, a pesar de nuestra edad, pensamos dirigirnos allí.
Getafe hoy es una ciudad importante, que está como a doce kilómetros de Madrid en dirección a Toledo, pero entonces era un pueblo que empezaba a crecer con fuerza, como la mayoría de los que rodean Madrid.
 
Después de tantos años no puedo asegurarlo, pero creo recordar que el nombre del Salón de Baile era Emperador hasta allí nos desplazamos tomando un autobús de la Empresa Adeva y efectivamente, nos permitieron la entrada sin impedimento de edad.
 
Pasamos la tarde bailando, y cuando salimos de nuevo a la calle y nos dirigíamos a tomar el autobús de vuelta, a dos de los miembros del grupo se les ocurrió, intentar arrancar una motocicleta que estaba aparcada en la calle.
 
Consiguieron arrancarla y regresaron a Madrid subidos en ella, mientras el resto del grupo lo hicimos en los autobuses Adeva, como hicimos a la ida a Getafe. Una vez en Madrid, nos reunimos todos en los billares que había en la calle Almendrales, frente al cine Lux de Usera.
 
Uno de los dos que habían robado la motocicleta, cuando expresé mi intención de volver a mi casa, me dijo que me acercaba él, en la moto. Yo hubiese preferido irme en el autobús, pero no podía hacerlo sin ofenderle por mi rechazo. Subí en la moto detrás de él y me llevó hasta mi barrio.
 
Aquel trayecto en una moto robada, me produjo posteriormente preocupaciones familiares, cuando el hecho llegó a oídos de mi madre. La consecuencia fue que mi padre me prohibió frecuentar la compañía de aquellos chicos, que eran jóvenes delincuentes, y que llevaban una vida totalmente fuera de control familiar, y que mi padre no quería, ni para mí, ni para ningún otro de sus hijos

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