Autor/aSilvia Cristina Preissler Martinson

Nació en Porto Alegre, es abogada y actualmente vive en El Campello (Alicante, España). Ya ha publicado su poesía en colecciones: VOCES DEL PARTENÓN LITERARIO lV (Editora Revolução Cultural Porto Alegre, 2012), publicación oficial de la Sociedad Partenón Literario, asociación a la que pertenece, en ESCRITOS IV, publicación oficial de la Academia de Letras de Porto Alegre en colaboración con el Club Literario Jardim Ipiranga (colección) que reúne a varios autores; Escritos IV ( Edicões Caravela Porto Alegre, 2011); Escritos 5 (Editora IPSDP, 2013) y en español Versos en el Aire (Editora Diversidad Literaria, 2022). En 2023 publica, mano a mano con el escritor Pedro Rivera Jaro, en español y en portugués, el libro Cuatro Esquinas - Quatro Cantos.

Desenlace

D

Silvia C.S.P. Martinson

Caminaban por la orilla del mar en una acera que separaba las arenas, el agua y las piedras del pavimento. Entonces, de repente, ella se acordó de lo que había sucedido hacía tanto tiempo.

Se acordó de la noche en que estaba sentada en su sala de estar y el reloj, que había sido de su abuelo, comenzó a dar campanadas, 9 en total. El sonido de este reloj tan antiguo era hermoso, pensó ella. Sin embargo, al mismo tiempo, le extrañó: no podían ser las 9 de la noche porque, en realidad, por la claridad aún era de día. Tal vez fuesen realmente las 7 de la noche; era verano y al anochecer la oscuridad solía llegar mucho más tarde.

Qué extraño, pensó ella entonces... En duda, resolvió ir hasta el reloj para verificar si la hora de las campanadas coincidía con la que marcaban las manecillas. Realmente coincidía. Las manecillas marcaban las 9 y el toque había acusado precisamente la misma hora. Ensimismada, sin embargo, resolvió comprobar la hora en su reloj digital y con asombro constató que eran en realidad las 7 de la noche.

¿Qué pasa?, pensó ella entonces. ¿Cómo podría un reloj que siempre había sido tan preciso adelantarse dos horas sin que nadie lo hubiera alterado? Conjeturó, pensó en varias hipótesis, pero no logró llegar a conclusión alguna, sea razonable o no.

Vivía sola en su casa en esa época. Su marido y su hija vivían y trabajaban en otra ciudad lejana. No tenía parientes cercanos, amigas, o sirvientes que pudieran tener acceso a su casa hasta el punto de alterar el antiguo reloj.

Pensando así, se desconectó del hecho y continuó leyendo el libro tan interesante que había adquirido hacía pocos días. Se trataba de El Cuervo, cuyo autor era el renombrado escritor Edgar Allan Poe. La lectura la entretuvo por algún tiempo, sin embargo, algo la incomodaba, no sabía qué, pero sentía una enorme sensación física de malestar, aliada a otra que no recordaba haber tenido alguna vez: era angustia, como si algo le faltara, una ausencia de algo que no conseguía identificar.

Siguió leyendo hasta que, cansada, resolvió parar un poco con la lectura e ir a tomar algún refrigerio para luego dormir. Miró nuevamente su reloj de pulsera. Marcaba exactamente las 19:30 horas.

Caminó hasta la cocina, preparó su refrigerio favorito; no tenía la costumbre de comer mucho por la noche. Se sentó a la mesa del comedor después de arreglarla adecuadamente para comer. Le gustaba tener la mesa bien puesta, aunque fuese solo para un refrigerio.

En ese momento fue sorprendida por las campanadas del reloj de la sala, que sonó 9 veces con la armonía de siempre, su sonido inconfundible tan bonito y conocido por ella desde niña. Lo había heredado de su abuelo y le dedicaba extremo cuidado, ya que él (el reloj) tenía en esa época más de 150 años. Era tradición en su familia, se acordó, pasar el reloj al hijo o hija mayor cuando el padre o la madre fallecían. Al oír sonar la hora de forma incorrecta, se asustó, por lo que esto quedó definitivamente grabado en su memoria.

Y, ahora, mientras caminaba en la playa con su amigo y compañero, los recuerdos le volvieron a la mente con una nitidez impresionante.

Recordó además que se fue a dormir, pero no conseguía conciliar el sueño; estaba inquieta y su cuerpo respondía con temblores involuntarios a su estado de ánimo. Eran exactamente las 10 de la noche, recordó, estaba aún despierta cuando su teléfono sonó insistentemente. Se levantó y fue a atenderlo. Su hermana la llamaba.

Hablaba con la voz embargada por un llanto casi convulsivo que le impedía pronunciar bien las palabras. Poco a poco ella se fue calmando y consiguió dar la noticia de que la madre de ambas había muerto de un infarto de corazón precisamente a las 9 de aquella noche. Mientras hablaban, aún llorando las dos, ella recordó que el reloj de la sala volvió a sonar y marcar las 9 sin que nadie lo tocara.

Al caminar en la playa con su compañero en ese momento, todos los hechos le volvieron a la memoria. Los dos se detuvieron un instante para descansar y disfrutar del paisaje que tan hermosamente se distinguía aquella mañana. Ella aprovechó ese instante para contarle todo lo que le había pasado en aquella triste noche y también para preguntarle lo que pensaba sobre tales acontecimientos.

Él la miró intensamente, sonrió simplemente, enigmáticamente y...

No dijo nada.

El observador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Él caminaba por las calles.

Tenía el hábito de hacerlo todas las tardes, fuera invierno o verano. Salía de casa siempre alrededor de las 17 horas.

Las 17 horas en invierno que, donde vivía, hacía mucho frío y casi ya era de noche. A esa hora el sol ya casi había desaparecido en el horizonte, sin embargo, era un paisaje de rara belleza...

Mientras caminaba, iba recordando hechos y momentos pasados de su vida, tanto familiares como profesionales.

En ese instante, le vino a la memoria la época en que trabajaba en un banco que era, al mismo tiempo, una inmobiliaria. Cabe decir que, en aquella época, era una novedad de gran éxito en su tierra.

Ese sistema de tener como clientes a los propietarios de inmuebles que colocaban allí sus propiedades para alquilar o vender, además de innovador, era de una practicidad sin igual.

Ese sistema fue traído de Europa por el padre del actual administrador del banco, cuando éste, por razones políticas y religiosas, fue obligado a huir del “Viejo Mundo” con su familia, debido a las persecuciones sufridas en una guerra cruenta y discriminatoria.
Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando recordó a dos compañeras que trabajaban allí, en ese banco.

Las dos ya eran algo mayores, no totalmente ancianas, sin embargo, en aquella época solía llamárseles a las mujeres así: “maduras”.

Eran solteras y no tenían pareja ni pretendientes.

Había clientes del banco que sólo querían ser atendidos por ellas. Este era el caso de las famosas hermanas Olivar, como eran conocidas por su apellido y también por ser descendientes directas de españoles.

Ambas eran riquísimas porque eran propietarias de muchos edificios y predios que mantenían alquilados y que habían heredado de su familia. También eran solteronas y ya mayores.

Cuando llegaban al banco, las dos funcionarias, que se llamaban respectivamente Estela y Nívea, debían dejar todo lo que estaban haciendo para atenderlas con prioridad.

Ellas llegaban al mostrador y llamaban, con un cariño forzado, a Estela y a Nívea de la siguiente manera:

— ¡Estelita querida, llegamos!

Y a Nívea así:

— ¡Nini querida, ven a atenderme, por favor!

Las dos hermanas se quedaban toda la tarde, de las 14 a las 17:30 horas, verificando sus cuentas, calculando lo que habían ganado o perdido (esto casi nunca ocurría), sumando incluso los centavos, pues eran muy tacañas.

Acaparaban totalmente la atención de Nívea, sin permitir siquiera que se alejara del mostrador.

Al final de la tarde se despedían y dejaban para Nívea y Estela un paquete de dulces que habían hecho hacía mucho, mucho tiempo atrás y que ambas, tras su partida, tiraban a la basura, debido al aspecto y al mal olor de los mismos.

Mientras caminaba, recordó también a los viejos compañeros de trabajo, especialmente a Gastão, un joven que había venido del interior del estado y era descendiente de italianos.

Gastão era muy dedicado al banco y también muy ambicioso. Salió con muchas compañeras que le parecían más ricas que él, pero las cambiaba tan pronto como conocía a otra con mayor poder adquisitivo
.
Y así fue hasta el día en que conoció a la hija del dueño del banco. Dejó a su novia, que lo quería mucho, por esta nueva y rica joven. Con ella se casó y se convirtió, más adelante, en gerente de ese mismo banco, trabajando como un esclavo para su dueño y suegro, quien se aprovechaba de él mientras viajaba por el mundo con su familia, incluso llevando consigo a la esposa de Gastão.

Y así, caminando y recordando los hechos del pasado, se dio cuenta de que la noche ya se hacía sentir. El sol ya desaparecía en el horizonte dejando el cielo color púrpura, anunciando otra noche fría y clara.

Recordó aún que las noches en ese lugar, durante el invierno, eran siempre de una belleza sin igual, millones de estrellas brillando en las profundidades del universo, incitando a los hombres a soñar.

La vieja Alda

L

Silvia C.S.P. Martinson

Ella era vieja. Tan vieja que ya no se podían contar las arrugas en su rostro. Tampoco ella se acordaba con certeza en qué año había venido al mundo y, en verdad, cuántos años tenía.

Vivía en un pueblo antiguo cerca de la gran ciudad, donde habitaba en una casa tan antigua como ella, pero bien conservada y con cierto confort. No le faltaba nada. En el pueblo, todos la conocían y la respetaban. La llamaban la vieja Alda, que cuando se pronunciaba sonaba de una forma extraña porque era dicho en voz baja, de manera circunspecta por quien lo pronunciaba, casi como una reverencia a un santo.

La vieja Alda había nacido en este pueblo, se había criado, casado y también allí había perdido a todos los de su familia, su marido e hijos, en un fatal accidente de coche donde solo ella sobrevivió. Esto pasó hace muchos y muchos años. A ella solo le quedaron los buenos recuerdos y la gran capacidad que tenía para comprender la vida y superar los momentos duros y tristes que a todos nos ocurren.

Alda sabía lo que iba a pasar, ella lo había previsto. Sin embargo, nada pudo hacer para evitarlo. El Destino en toda su fuerza se impuso a todas las oraciones y peticiones que ella hizo para que tal cosa no sucediera. Su dolor fue enorme, sin embargo, con el paso de los años y gracias al trabajo que ejercía junto a la comunidad, la tristeza de la ausencia se suavizó y dio lugar a lo que realmente importaba: los dones que la vieja Alda traía consigo.

Sí, dones. Alda traía el raro don que acaece a algunas personas sin que se sepa ni por qué, ni por qué no. Ella preveía los acontecimientos, fueran buenos o malos. La gente del pueblo la conocía y respetaba por su capacidad de adivinar. Era común que llamaran a su puerta para consultarla sobre sus vidas, sus anhelos, sus perspectivas y sus dudas. Ella atendía a todos con la misma amabilidad de siempre y les dedicaba el tiempo que les pareciera necesario para que, al salir de su casa, estuvieran más confiados y tranquilos. No aceptaba regalos y mucho menos dinero a cambio de sus consejos. No tenía necesidad de esto.

El marido de Alda, al morir, le dejó una pensión mensual razonable que le permitía vivir con algo de confort y no depender de la ayuda de otras personas, mucho menos recibir dinero por ejercer su don en beneficio de los demás. El propio cura del pueblo la respetaba y nunca hizo ningún comentario despectivo sobre ella, en parte porque hacía algunos años ella había previsto la muerte de su hermano en un accidente de avión, preparándolo psicológicamente para la pérdida que iba a sufrir.

A un residente de la localidad, muy pobre, ella le dijo: "Muy pronto te convertirás en un hombre muy rico." Y así sucedió: él compró un billete de lotería que fue premiado con el mayor valor de dinero de aquel entonces. El hombre hasta hoy le agradece en pensamiento y también destina donaciones a entidades de caridad que visten y alimentan a los pobres. Este fue un consejo que ella le dio en aquel entonces.

A una joven le predijo que en su vida aparecería, viniendo de tierras lejanas, un hombre del que se enamoraría y vendría con él a casarse, y también que tendrían tres hijos; una niña y dos chicos, siendo que la chica nacería después del primer hijo varón. Predijo además que esta niña se convertiría en médica y ayudaría a salvar vidas en una guerra que sucedería en un lugar distante de allí. Esto realmente sucedió.

Los niños la adoraban porque por las tardes ella se sentaba en un banco de la plazuela que allí había y, rodeada por los pequeños, se quedaba horas contándoles historias bonitas, donde los ángeles y los espíritus buenos, en los que creía, hacían que ellos crecieran, fueran felices y alcanzaran la madurez comprendiendo todo y agradecidos admiraran cuán hermoso es vivir.

La vieja Alda vivió muchos, muchos años. Un día desapareció y nunca más fue vista en aquel pueblo. Sin embargo, aquellos que la amaban, en una noche límpida y serena, vieron aparecer en el cielo una nueva y brillante estrella. Y sin saberlo, todos se emocionaron.

 

Perdido

P

Sílvia C.S.P. Martinson

Caminaba lentamente por las avenidas que cruzaba sin prestar la más mínima atención al peligro del tráfico que, por suerte, a esa hora no existía. Era de noche, casi madrugada. Sí, caminaba, pero no se daba cuenta de lo que hacía. Su mente divagaba en mil recuerdos, en hechos que ocurrieron hace tanto tiempo que le quedaron marcados en el alma, influyendo en su forma de actuar, pensar y en su postura ante la vida. Había nacido en una familia pobre, rodeado de hermanos mayores primero y luego de otros tres menores.

Su padre trabajaba como vigilante nocturno de un edificio donde vivían personas acomodadas, de las cuales a veces recibía alguna ayuda en forma de sobras de comida o ropa usada, que distribuía entre los hijos más necesitados. Eran pobres, pero limpios. Vivían en una casa humilde, construida por él, el padre, en un barrio alejado.

La madre, a pesar de los muchos hijos, se mantenía como una mujer atractiva y bonita que todas las mujeres podrían envidiar, a pesar de su evidente pobreza. Ella era costurera, había aprendido la profesión cuando aún era muy joven, guiada por su madrastra, que en aquel entonces no tenía la capacidad ni la voluntad de proporcionarle una educación más refinada, pues pensaba que la escuela estaba destinada solo a las personas ricas y que a los pobres solo les tocaba trabajar y tener una profesión. Así eran, pues, sus padres.

Mientras caminaba, entre tantos pensamientos, los recordaba. Al andar, otros recuerdos le vinieron a la memoria sobre su juventud, cuando envidiaba a otros de su edad por tener más placeres y mejores condiciones económicas, mientras él trabajaba de día y, al mismo tiempo, estudiaba por la noche para intentar tener un futuro mejor.

Valió la pena. Se graduó en Economía. Era inteligente y dedicado a los estudios.

Su vida amorosa, sin embargo, se pautó por altibajos. Hubo ocasiones en que fue muy feliz, y otras tantas, profundamente decepcionado por sus elecciones equivocadas. Caminó hacia amores que le parecieron sinceros, se entregó por completo a quien no lo merecía.

Desilusionado y dolido, no supo reconocer a quien verdaderamente lo quería. Hizo padecer a otros lo que él había sufrido: negligencia, egoísmo, desinterés y falta de afecto verdadero.

Y en este caminar por el tiempo, por la vida, dejó recuerdos y también los cargó consigo. Al final del camino, aquella madrugada, cuando ya no había nada más, constató que estaba perdido, se adormeció al impacto imaginando cuán feliz podría haber sido si hubiera sido más simple y menos exigente.

La bocina del coche sonó fuerte. El ruido del freno al frenar fue estridente.

Él… no despertó nunca más.

El cumpleaños de Víctor

E

Silvia C.S.P. Martinson

Esta fecha era siempre muy esperada por todos los amigos. Víctor era el mayor de dos hermanos y también el más activo y desenvuelto de los dos.

Lo que vamos a contar sucedió cuando cumplía 10 años.

Los padres de Víctor eran amigos de mis padres, quienes también eran vecinos y amigos de su abuela materna. Vivían en una hermosa casa, grande y confortable, en un barrio cercano al nuestro.

La educación que recibíamos en aquella época era totalmente diferente a la que se les da a los niños hoy en día, al menos en nuestras familias. Al llegar a la casa de los anfitriones, debíamos ir bien vestidos y con la clara recomendación de saludar educadamente a los padres del cumpleañero y, por supuesto, a él.

No debíamos sentarnos a la mesa sin ser invitados y sin la autorización de nuestros padres.

Yo siempre fui muy alta y, en consecuencia, aparentaba más edad de la que tenía en realidad. En esa época, con 10 años, parecía tener 15 o 16.

La dueña de la casa, la madre de Víctor, era una cocinera excelente y, sobre todo, solía hacer dulces inigualables, tanto en sabor como en belleza.

Aún recuerdo que la mesa del comedor estaba cubierta de dulces y salados que apetecía probar. En el centro había un enorme pastel de cumpleaños bellísimamente decorado que, para nuestros ojos de niños, era una verdadera tentación.

Los adultos fueron acomodados en otro sector de la casa donde se les sirvieron bebidas y algunos aperitivos antes de la comida principal, que ocurriría más tarde.

A los niños se les servía más temprano junto al cumpleañero, para que le cantaran el "Feliz Cumpleaños" y él soplara las velas que, encendidas en el pastel, eran el número exacto de los años que cumplía Víctor.

Y así fue.

La madre de Víctor llamó a todos los niños invitados para que se sentaran a la mesa. Cuando llegó mi turno, ella simplemente me dijo que, como yo ya era una jovencita, debía esperar para sentarme a la mesa con los adultos.

Así que me dio una silla para sentarme y esperar allí.

Los niños se sentaron alegremente, no sin antes saludar al cumpleañero, y después "atacaron" (ese es el término correcto) literalmente las golosinas que allí había.

El tiempo pasó y yo tenía cada vez más ganas de comer, pero mi educación de la época no permitía, bajo ninguna circunstancia, atreverme a pedir algo.

Más tarde, los adultos fueron invitados a acercarse a la mesa que estaba nuevamente cubierta de las más diferentes y apetitosas golosinas.

Sin embargo, algo inesperado para mí sucedió: la dueña de la casa se olvidó de lo que me había dicho y no me invitó a pasar a la mesa de los adultos.

Entonces, discretamente, me acerqué a mi madre, que ya estaba comiendo y bebiendo, y le pedí un trozo del hermoso pastel que ella comía.

Ella simplemente me respondió, mirándome seriamente:

— ¿Ya no comiste?

Y sin esperar mi respuesta, dijo:

— ¡Ve a sentarte con los niños, que ese es tu lugar, y no nos importunes a nosotros ni a la dueña de la casa con tu falta de educación!

Me retiré, como me había ordenado, con mucha vergüenza y también mucha hambre.

Regresamos a casa ya de noche cerrada y yo, enojada, solo lloraba. Mi madre, a esa hora, no quiso saber el porqué. Fui a dormir con hambre.

Cuando al día siguiente le conté lo que había pasado, me prohibió contárselo a la madre de Víctor o a él.

Hasta hoy guardo en la memoria aquella hermosa mesa cubierta de dulces con las golosinas que tanto me apetecían y me apetecen.

Recuerdos

R

Silvia C.S.P. Martinson

 

Mientras ella estaba sentada en uno de los cuatro rincones que había imaginado para interiorizarse y huir del mundo real que la rodeaba, comenzó a recordar hechos ocurridos en su pasado.

Recordó una casa que sus padres habían alquilado en un barrio que no era aquel en el que, posteriormente, prácticamente, vivió casi toda su infancia y juventud.

Esta vivienda era una casa de madera sencilla, pero ubicada en una calle tranquila que también tenía un gran patio donde pasaba horas jugando y soñando, como siempre, con sus amigos imaginarios.

Ella tenía entonces 4 o 5 años de edad.

Sentada en la tierra del patio le gustaba observar a las hormigas trabajando en grandes senderos, llevando pequeños trozos de verduras hacia sus nidos. Imaginaba que allí estaban con sus crías alimentándolas, como hacía su madre cuando las recogía a ella y a sus hermanos a la hora de comer. Le encantaba verlas trabajar, mucho más cuando cargaban hojas mucho más grandes que ellas mismas.

Su pensamiento retrocedió también a un hecho ocurrido en aquella época con su hermano menor, se llamaba Gustavo y tenía entonces 4 años.

Él fue a casa de una vecina amiga para jugar con la hija de esta, por quien él tenía especial afecto.

Los dos jugaron mucho y cuando él regresó a su casa fue rápidamente debajo del piso, ya que la vivienda se distanciaba del suelo y allí, en ese espacio, había muchos utensilios guardados.

Ella recordó además que la madre los llamó a cenar y ambos acudieron prontamente, ya que ella no permitía que sus órdenes no fueran cumplidas inmediatamente.

Después de la cena, ambos fueron a sus habitaciones para prepararse para dormir.

En aquella época los niños se iban temprano a la cama sin mayores quejas o molestias.

Al día siguiente, la madre de la niña tocó el timbre de la casa llamando a la madre de Gustavo, pues tenía que hablar con ella.

Las dos se encontraron en el portón de entrada, sin embargo, la otra señora no quiso entrar a pesar de ser invitada y con cierta brusquedad le relató a la madre de Gustavo que él le había robado a su hija una pulsera de oro.

La madre de este, asombrada, lo llamó y lo interrogó sobre lo que había hecho.

Él estuvo de acuerdo con el hecho de haberse quedado con la pulsera, sin embargo, argumentó que la niña se la había ofrecido, y contó además que había guardado la joya debajo del subterráneo en una cajita de madera donde guardaba las monedas que recibía de regalo en su cumpleaños.

Ante tal hecho, la madre, avergonzada, lo hizo buscar la caja y devolverle a la vecina la susodicha pulsera.

Mientras recordaba el hecho ocurrido, ella recordó además que hasta la fecha en que allí residieron, nunca más se les permitió a estos dos niños, Gustavo y su amiguita, jugar juntos.

Los padres de ambos pasaron a ignorarse mutuamente.

A Gustavo, hoy un hombre de respeto y joyero famoso, los objetos coloridos y brillantes siempre le llamaron la atención.

Él no tenía noción en esa época del valor exacto de las cosas, a pesar de que en su casa le enseñaban que nunca debía tomar algo que no le perteneciera.

Realmente él era muy inocente.

Sensible

S

Silvia C.S.P. Martinson

Tu mirada es sensible
cuando me miras al saludarme;
en ella veo mil promesas,
en ella siento historias ocultas.
No dices palabras y en el silencio guardas
todos tus secretos.
Tu sentimiento es como tierras
que debo explorar.
Y de tesoros y oro escondidos
son tus sentimientos y deseos
que percibo y veo en ellos,
que me ocultas,
con la precaución de que tampoco
yo te haga daño.
Todavía no lo entiendes,
no confías, que mi amor,
sensible y definitivo,
aún pueda ser
tan grande, igual o mayor,
mucho mayor que el tuyo.

 

El estafador

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Había un ruido intenso. Casi no se podía oír lo que él hablaba. A pesar de ello, continuaba haciéndolo sin parar. Al hombre no le daba vergüenza. Se cree joven, a pesar de tener 78 años.

Estuvo casado en varias ocasiones, cinco para decirlo con exactitud, y les echa la culpa de las separaciones a las mujeres. En su forma de ver, todas tienen algún defecto: bien físico, bien intelectual o bien moral. ¡Impresionante!

Está bien físicamente, a pesar de no ser un hombre atractivo, porque no es guapo y es bajito (1,60 m), pero relativamente tiene algún encanto porque es simpático. Es europeo y habla bien francés y español.

Como compañero para un chat de playa, es incluso interesante. Para sus amigos ricos es especialmente útil. Sí, para sus amigos ricos. En verdad, eso es lo que más le gusta: tener amigos y mujeres muy ricos, con los que pueda conocer y participar en sus fiestas y ambientes refinados. Aparentemente es una persona sencilla. Y es claro, cuando expone su situación financiera, aun entre sus palabras y acciones delata sus auténticas intenciones.

A los amigos que están en igual situación que él, cuando no tiene ninguno, se les acerca para cubrir su soledad. Sin embargo, a la primera ocasión, por negligencia, cambia cuando le surge alguien más rico. La vida también, en ocasiones, da sus sorpresas. Y así pasó.

Por un chat de internet, en el que intenta normalmente conocer a otras personas y relacionarse con ellas, conoció a una mujer hispanoamericana que parecía de buena posición financiera. Bien parecida, esbelta y relativamente joven para él. La diferencia de edad entre los dos ronda los 20 años (ella más joven que él).

Se fue a visitarla a su ciudad de residencia y se hospedaron en un hotel, donde mantuvieron relaciones íntimas que a él le parecieron bastante satisfactorias. Después, la convidó para que pasara unos días con él en su casa de la playa.

Ella vino. Llegó encantadora, se reunieron en la estación, a donde él fue a recogerla, como suelen hacer los hombres bien educados. La dama pensó entonces que había encontrado al hombre de su vida, el cual habría de satisfacerla en todas sus expectativas, que fundamentalmente consistían en casarse con un europeo para obtener la misma ciudadanía; un hombre más viejo al que pudiese dominar a su antojo, rico y propietario de bienes materiales que pudiesen hacer su vida llena de lujos y sin problemas preocupantes en lo económico.

¡Torpe engaño! Cuando constató la dura realidad, cuando no tuvo acceso a los restaurantes que ella pretendía, cuando pudo comprobar que tal apartamento en que él vivía era alquilado y que la comida era hecha en casa y escasa, pensó en cómo desembarazarse de la situación en la cual se había metido.

Urdió entonces y ejecutó con frialdad, calculadamente, su plan. Comenzó bebiéndose todas las botellas de cerveza que él tenía almacenadas en su casa, que eran aproximadamente quince. Después de bebérselas, durmió toda la noche en su cama, ocupando incluso el sitio de él. El día siguiente fueron a la playa y, después de almorzar en un restaurante modesto, donde nuevamente bebió ocho o nueve cervezas sin embriagarse.

Ante lo que estaba viendo, él se puso cada vez más enfadado y frustrado en sus sueños de grandeza. El plan de ella surtió el efecto deseado. Al acabar el fin de semana, ella se despidió y le dijo:

"¡Adiós, amor! Sencillamente no coincidimos en nuestros gustos. A mí me gusta el champán francés y a usted le gusta el agua. Lo siento."

El reloj

E

Silvia C.S.P. Martinson

 
Escribo sin la prisa
porque te dejas dominar,
mientras miro el paisaje,
los pájaros, las olas, el mar.
Tú sigues caminando,
pendiente del tiempo que calculas
para que la caminata se acabara.
Al escribir, te describo, te hablo
de ello, de quien eres eterno esclavo.
Ello marca y determina para ti, sobre todo,
en cada minuto o en cada hora,
cuándo todo empieza,
cuándo, a tu antojo,
todo, al fin, debe se acabar.
Y a tu lado sigo,
pensando y rezando,
por quererte tanto,
que a mi lado sigas
olvidado del maldito,
en un rincón, en un sótano
ese reloj, de él, mal amigo,
¡El proscrito!

Exaltación

E

Silvia C.S.P. Martinson

 
Mil colores refleja el agua cristalina
en las olas que se extienden.
Es el sol que nos ofrece
el cielo azul de este día.
El alma alegre exulta
ante la intensa belleza, y se extasía
se funde en todo y en esta magia
vuela con los pájaros y en la alegría
hasta el infinito se eleva y planea...
Se despide de lo que le angustia
vibra, baila, canta y en hosannas,
nuestro pan, agradece a la Vida

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