Silvia C.S.P. Martinson
Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
Luego me dijo que la bella mujer vivía recluida en su piso. Que cuando su marido salió cerró la puerta y se llevó la llave. Era demasiado celoso.
Luego me dijo que la bella mujer vivía recluida en su piso. Que cuando su marido salió cerró la puerta y se llevó la llave. Era demasiado celoso.
Ella murió.
No dejó ninguna herencia importante, sólo escribió una carta a su único y querido nieto.
Vivió cada día con intensidad, con alegría. Con la alegría de quien recibe el don de la vida.
Sufría achaques y dolores como cualquier anciano que, con el paso de los años y el desgaste natural del cuerpo, los tiene.
Tuvo algunos amigos que también conservó hasta el final de sus días. Los que se fueron por razones de la vida lo hicieron en silencio.
Algunos dejaron recuerdos amargos, que ella, sensatamente, arropó en un rincón de su memoria, en el lugar destinado a las cosas perdidas.
Y así, día a día, semana a semana, pasaron meses y años sin que ella se diera cuenta de la historia registrada en la eternidad que poco a poco iba escribiendo.
Y ahora, al final, le dejó a su nieto la versión no contada de su largo viaje en una carta dirigida sólo a él, que empezaba así:
Querido nieto.
Te quiero por encima de todo. Fuiste y eres el recuerdo más entrañable que llevo conmigo.
Mi fin se acerca. Lo siento.
Fui alegre, fui feliz.
He amado y he sido amada.
Y ahora te contaré lo que pasó en mi largo camino.
Yo .......
Su mano cayó, la pluma resbaló, la sonrisa se desvaneció gradualmente de sus labios, sus brazos cayeron a lo largo de su cuerpo, sus ojos se cerraron suavemente.
No terminó la carta.
Inmersa en sus sueños y recuerdos, se quedó dormida para siempre.
Otro verano, dirían todos.
Así comienza nuestra historia.
Sin embargo, tuvo lugar hace casi 50 años.
Sí, era verano. Un verano como cualquier otro.
Diferentes eran entonces los caminos y las situaciones que conducían a un merecido descanso tras un año de duro trabajo.
Mis padres trabajaban duro para mantener la casa que habían comprado con sacrificio y muchos ahorros. También trabajaron duro para proporcionar comodidad y una mejor educación a sus dos hijas. En otras palabras, a mi hermana y a mí.
Teníamos una vida modesta, pero estábamos rodeados de mucha cultura.
La música clásica impregnaba nuestros días, llenando la casa de sonido y belleza.
La lectura de buenos libros, de buenos autores era una constante en mi casa. Mi madre era una lectora insaciable.
De niños nos parecía algo aburrido, pero con los años nos dimos cuenta de lo mucho que nos ayudaba, tanto en nuestra vida profesional como en nuestras relaciones personales e interpersonales.
Y así pasaban los días y las niñas crecíamos, aprendíamos y también éramos corregidas, a veces duramente, cuando era necesario.
Los inviernos en mi pueblo en aquella época eran duros. Nos asolaba el frío con fuertes heladas, mucha lluvia y humedad.
Mi madre tenía un fogón de leña que mantenía encendido día y noche y con la que nos preparaba deliciosas comidas y proporcionaba a toda la casa un calor realmente acogedor.
De todos modos, así pasábamos los días de invierno, siempre a la espera de la llegada de la primavera, que por consiguiente era el presagio de un verano feliz y muy caluroso. Y esta expectativa se renovaba cada año.
Era la época que esperábamos con impaciencia, porque cada año mis padres alquilaban una casa diferente, siempre en la playa, en cualquier estación balnearia que encontraban, dentro de sus posibilidades económicas.
Recuerdo que uno de esos años alquilaron, según un anuncio del periódico dominical, una casa en la estación balnearia de Cidreira, en Rio Grande do Sul (Brasil).
Cuando llegamos allí, mis padres se quedaron muy sorprendidos. La casa estaba situada al final de un terreno un poco alejado del mar y, para nuestro descontento, era casi un cobertizo, es decir, un gran salón donde estaban alineados todos los muebles de una casa.
El salón, los dormitorios y la cocina estaban en una secuencia normal. El cuarto de baño, situado en el patio trasero, era primitivo y sólo mejoró de aspecto gracias a las labores de higienización llevadas a cabo por mi madre y mi padre. Ambos eran extremadamente meticulosos.
La casa estaba a gran altura del suelo. Había un enorme hueco entre el suelo de madera y el suelo arenoso del patio.
Después de comer nos echábamos la siesta debajo de la casa. Allí, mi padre había colocado unas tablas sobre las que nos tumbábamos a dormir.
Yo miraba al cielo para ver en las nubes figuras que había creado en mi imaginación, como animales, monstruos, hadas, duendes y montañas que formaban parte de este mundo.
Y así, poco a poco, me quedaba dormida.
Para nosotros, los niños, aquel verano fue una experiencia inolvidable.
Hasta el día de hoy lo recuerdo todo como si estuviera allí, ahora, en este mismo momento.
Lo que queda de esta leyenda es la escultura que muestra a Ubirici, la mujer india, llorando.
Todo el mundo le parecía mal, a los jóvenes los veía maleducados, criticaba a todo el mundo, mirando sólo el lado negativo de las personas, según sus conceptos.
En ese momento yo ya estaba interesada en su historia y con gran curiosidad le hice una pregunta, con la idea de dar continuidad a mi narración.
Observaron todo con atención mientras él le explicaba la historia de aquel parque, por quién y por qué había sido creado, deteniéndose en cada lugar donde el tiempo y los hechos habían dejado su huella.