
Pequeño cuento

Una hija del famoso locutor de radio y presentador de televisión Jesús Quintero, conocido como EL LOCO DE LA COLINA, que justamente hoy hace un año de su fallecimiento, ha escrito un libro, narrando muchas de las importantes entrevistas que realizó su papá, a personajes como Felipe González Márquez , Presidente del Gobierno español, Dolores Ibarruri, La Pasionaria, miembro muy importante del Partido Comunista de España desde los tiempos de la Segunda República Española , y otros muchos que sería prolijo enumerar aquí.
También recuerdo en los programas televisivos de Los Ratones Coloraos, personajes conocidísimos y popularisimos, como eran Juan El Risitas, Antonio El Perro o El Cuñao, o José El Penumbra.
Yo tuve el placer de conocerle en mis tiempos de taxista, porque le llevé en mi taxi desde el Aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas, hasta la Estación del Ave de Atocha. Él iba vestido con un elegante traje muy peculiar de color marrón claro, y tocado con un gorro de igual color, con doble visera trasera y delantera, que me recordó a los trajes que usan los monteros ingleses en las cacerías del zorro. Le acompañaba una señora que, yo interpreté, sería su secretaria, de mediana edad y elegantemente vestida, que no despegó sus labios en todo el trayecto.
Lo que me llamó la atención, fue el interés que mostró Jesús por conocer la situación del Gremio del Taxi, del cual manifestó ser cliente habitual durante los años en que, trabajando en la radio en Madrid, terminaba a altas horas de la noche.
Le comenté la situación provocada por la irrupción en el mercado del Taxi por las VTCS (vehículos de alquiler con conductor), que tuvo, y sigue teniendo, los efectos de una inundación, dada la falta de todo tipo de regulación de horarios, días de libranza, y otras normas que si regulaban milimétricamente la actividad del Taxi.
Una vez llegados a la estación de Atocha, Jesús me pagó la carrera y me regaló una gran propina, y una amplia sonrisa, que yo le agradecí ampliamente. Ambas, la sonrisa y la generosa propina.
A los pocos días recogí con mi Taxi a Santiago Segura, el creador de Torrente, que en aquellos días estaba presentando la obra Los Productores, original de Mel Brooks, junto con José Mota, en la Gran Vía.
Él iba acompañado de una señorita, y me solicitaron que les llevara al aeropuerto, donde querían tomar un avión con destino a Barcelona.
En la radio del taxi yo llevaba puesto un CD, y sonaba My Way, de Frank Sinatra, y les manifesté mi disposición a cambiar o apagar la música, en el caso de que no desearan escucharla. Santiago me demostró que es un hombre simpatiquísimo, y no fingidamente como se me han dado otros casos de famosos, que aparentando ser muy simpáticos, me demostraron todo lo contrario. Santiago me dijo que le encantaba Sinatra y empezó a cantar My Way.
Le comenté que unos días antes, había llevado a Jesús Quintero y, lo agradable, simpático y generoso que me pareció y, por supuesto, la propina que me había dado.
Cuando llegamos y me abonó la carrera, llenó sus manos con todas las monedas que pudo reunir, y, regalándomelas dijo entre risas: “Espero que hables de mí, tan bien como me has hablado de EL LOCO DE LA COLINA”.
Por supuesto que sí, Santiago, lo haré, pero no solo por la propina, que también, sino por tu enorme simpatía.
Cuando me levanté y tomé mi medicación por la mañana, media hora antes del desayuno, como me había recetado el médico, me vinieron recuerdos de mi infancia, no sé por qué.
Recuerdos de cuando éramos pequeños en mi casa, que tenía un gran patio lleno de árboles frutales y flores que a mi madre le encantaba plantar para embellecer sus rincones. Allí pasábamos los días jugando y haciendo todo tipo de travesuras.
Mi padre nos construyó una especie de refugio en un viejo canelo. Allí subíamos por una escalera que nos llevaba al enclave de gruesas ramas, donde había bancos para sentarnos y una mesa improvisada.
En este rincón del árbol jugábamos a las casitas, es decir, improvisábamos comida en latas que subíamos.
La comida estaba hecha de tierra húmeda, hojas de árbol y decorada con flores del jardín.
En nuestra imaginación infantil, las muñecas se comían toda esta comida y luego dormían en sus camas improvisadas.
Era un mundo de ensueño...
Otras veces jugábamos a juegos peligrosos, atando cuerdas a las ramas y bajando por ellas hasta el suelo, imaginando que, como el personaje Tarzán, estábamos en la selva.
Para nosotros, aquel patio, de casi 100 metros de largo y lleno de árboles frutales, era como un denso bosque lleno de posibilidades para aventurarnos en aquel paraíso nuestro.
En otra ocasión, imaginamos que estábamos en un circo y para ello atamos una cuerda de un árbol a otro, fuertemente anudada, y caminamos sobre ella así, como habíamos visto en un espectáculo circense.
Hubo muchas caídas y todavia hoy quedan cicatrices y dolores, las marcas de nuestras travesuras.
Mi mamá y mi papá trabajaron duro para mantenernos y darnos una educación digna, no con riqueza, porque no éramos ricos, sino principalmente con acceso a la cultura y a la educación, que en esa época era muy buena y se impartía en escuelas públicas bien conceptuadas, donde se tomaban exámenes rigurosos para poder asistir a ellas.
Bueno, en realidad, estos recuerdos me vinieron por la mañana mientras tomaba mi medicación matutina y pensé ¿por qué me ocurrieron?
Entonces recordé, también, que en aquella época sí que acabábamos enfermando.
Había enfermedades graves para las que ya existían vacunas, como para la parálisis infantil, la difteria y otras.
Sin embargo, en mi infancia, no sabría decir si por falta de vacunas o de recursos económicos, teníamos tanto enfermedades graves como normales, que podríamos decir que eran caseras.
Para las caseras, había varios remedios que mi madre conocía y aplicaba rigurosamente, por ejemplo: cuando nos dolía la garganta, hacíamos gárgaras con agua con sal y vinagre para hacer gárgaras y limpiar las amígdalas de infecciones.
Para la fiebre, nos metía en la cama bien tapados con mantas y nos daba té caliente con miel y limón y otra pastilla de aspirina para bajar la temperatura, lo que nos hacía sudar mucho, empapando la ropa, las sábanas y las mantas.
Creo que surtió efecto, porque la fiebre bajó y al día siguiente estábamos en vías de recuperación.
Pero lo que más odiaba, y lo que ella utilizaba a menudo para limpiar nuestros intestinos, era el famoso aceite de ricino, que actuaba como laxante, permitiéndonos expulsar elementos indeseables de nuestro cuerpo.
Según recuerdo, lo que realmente me disgustaba y me daban a menudo, porque era delgada y no me gustaba comer, era el llamado Aceite de Hígado de Bacalao. Solía correr por todo el patio escondiéndome para evitar tomarlo. Y cuando lograban atraparme y someterme a él, además de tener que tragármelo, recibía unos buenos azotes en el trasero para que aprendiera a no ser desobediente.
¡Cuánto se sacrificó mi madre para hacernos personas!
Mi padre trabajaba todo el día y sólo venía a casa por la noche.
Y hoy pienso que el aceite de hígado de bacalao fue efectivo...
Sigo siendo fuerte y sana, física y mentalmente, a pesar de los años que han pasado.
Mi madre tenía razón.
Cuando yo tenía como 12 años, más o menos, allá por el 1962, tuve una conversación con mi tía Cruz, que era la hermana menor de mi abuelo Pedro, en el maravilloso pueblo de Las Rozas del Puerto Real.
Era un día que habíamos aparejado su burra con su cabezada, su serón de dos senos, uno a cada costado, y con su cincha, y habíamos bajado a su huerto, en lo que llamábamos Arroyo del Valle, muy cercano al término de un pueblo vecino, Cadalso de los Vidrios.
Tenía un huertecito precioso con unas higueras que producían unos frutos riquísimos, que ella llamaba Cuello Dama
Tenía plantas de fresa, judías, tomateras, patatas, algunas cepas y algunos otros frutales, como ciruelos claudios, melocotones, guindos, etc. Según se entraba por una puertecita practicada en el murete de piedra seca o albarrada, que rodeaba todo el huerto, a mano izquierda había tres higueras grandes, y como a cinco metros de distancia, al frente a la derecha había un pozo de agua limpísima y fresca, de varios metros de profundidad y , con el cual regábamos el huerto, sacando el agua con una pértiga que se balanceaba arriba y abajo, en una horquilla que llevaba alojado un eje metálico y que llevaba un caldero de chapa galvanizada atado en la punta de la pértiga y en su parte trasera tenía atado otro cubo lleno de piedras que hacía de contrapeso cuando se elevaba el caldero lleno de agua, que se vaciaba donde empezaba el canalillo que llevaba el agua por su propia inclinación a los surcos del huerto.
Calculo yo que era un día de finales de agosto y estuvimos recolectando higos.
Las higueras tienen unas ramas flexibles que permiten acercarlas hacia el suelo para poder arrancar los higos y llenar las cestas de mimbre donde se guardaban. Ella me hacía un instrumento de una rama de árbol, que ella llamaba garabato, que no era otra cosa que una especie de gancho cortado justamente por encima de donde se juntaba la rama más gorda con uno de sus brotes.
Con ese garabato enganchábamos las ramas de la higuera y tirábamos hacia abajo, para llegar a coger los higos, que había que cortar sin arrancarles el pezón, que debía de quedar con el higo.
Estábamos en estas mi tía y yo, cuando le pregunté el porqué de que la higuera diera un primer fruto más grande que se llama breva y unos meses más tarde maduraban los higos, mientras que los otros árboles frutales que yo conocía solamente producen un fruto.
Ella se rió con la alegría que le producía el poder enseñarme cosas que yo desconocía y me contó una historia que a ella le había contado su abuela materna..
En los años en que Jesucristo y sus Apóstoles predicaban la Sagrada Doctrina por tierras de las riberas del Jordán y encontrándose cansados y sedientos, en un día de mucho calor, habían agotado sus provisiones de agua de beber, y solamente quedaba una calabaza llena de vino dulce que llevaba medio oculta San Pedro, y de la cual bebió éste medio a escondidas.
Obsérvole Jesús, y le preguntó: ¿Que bebes Simón? (Porqué era ese su nombre, antes de que Jesús le pusiera de nombre Pedro).
-Es vino Señor, ¿quieres probarlo?
Le pasó San Pedro la calabaza del vino dulce, y el Señor con la sed que tenía y el sabor tan dulcecito que tenía aquel vinillo, bebió con muchas ganas hasta que la dejó vacía. Al rato le entró a Jesús un tremendo sopor y se echó a dormir en una sombra próxima.
San Pedro pensó con temor que Jesús se había emborrachado y como consecuencia se había dormido. Y pensó que castigaría con su milagroso poder aquel líquido que le había derrumbado, y como consecuencia empezó a pensar la manera de que no maldijera aquel bebedizo que tanto le gustaba a él y las viñas que producían las uvas de las que se obtenía.
Cuando Jesús despertó, le preguntó a San Pedro que de dónde procedía aquel líquido que llamaba vino, a lo que le contestó que se obtenía del fruto de un árbol que se llamaba higuera. Entonces Jesús sorprendentemente le dijo con gran solemnidad:
- "Bendito sea ese árbol, que dé dos frutos al año".
Y desde aquel día la higuera nos regala las brevas como primer fruto y los higos como segundo fruto.
No sé si la leyenda es cierta o no lo es, lo que no podemos negar es que es muy bonita.
Nunca se me olvidó, y ahora me da mucha satisfacción contárosla a todos vosotros, al tiempo que recuerdo a aquella anciana a la que yo quería tanto, que era mi tía Cruz.
Extraño pensé: "MI LUGAR SOÑADO"
Nunca me había imaginado en toda mi vida proyectar un final para mí en algún lugar definido.
Después de todo lo que he vivido, trabajado, estudiado, formado mi familia, vivido en diferentes lugares y viajado, me parece extraño establecerme definitivamente en un lugar.
La vida pasó y pasa tan rápido que no me di cuenta de que en cierta forma envejecemos.
Recién ahora, con la interesante propuesta de escribir un texto sobre "Mi Lugar Soñado" me detuve a pensar qué sería para mí ese lugar.
De niña tuve la suerte de tener una familia compuesta por padre, madre y hermana, que naturalmente satisfacían mis necesidades materiales y sobre todo, a través del cariño y atención de mis padres recibí enseñanzas sobre moral, amistad, religión y respeto al ser humano. En definitiva, un hogar.
Cuando fui mayor me casé y formé una familia, ejerciendo en este nuevo hogar el papel de madre, esposa y compañera en las decisiones que la vida nos obligaba a tomar.
No siempre las correctas, pero sí las que nos parecían en ese momento las más adecuadas y aceptadas para la situación que se presentaba.
Así que en aquellos años, en aquellos momentos y lugares en los que viví me instigaron a suponer que eran: "Mi lugar soñado".
El tiempo pasa, la hija crece, se casa y sigue su camino. La muerte también llama a nuestra puerta por su natural exigencia y se lleva consigo a nuestros seres queridos, que inevitablemente tuvimos que aceptar.
Entonces el hogar se desmorona, dejando el vacío con el que se vive y los recuerdos que a veces nos deslumbran, recordándonos los momentos felices, los logros de lo que fue "Mi lugar soñado".
Ahora, en este momento, cuando vivo lejos de mi país pero feliz, voy a empezar a imaginar lo que finalmente me gustaría tener como un lugar que podría llamar "Mi lugar soñado".
He vivido tanto en varias ciudades pequeñas y grandes que en este preciso instante, si no es viajando que me gusta mucho, mi mente se transporta a una montaña.
Una montaña verde, llena de bosques y rápidos de agua clara, donde me bañaba todos los días de calor y donde bajo la sombra de los árboles me quedaba a componer mis versos y a soñar.
Desde esta montaña, no muy alta, podía ver, bajo un cielo muy azul, los valles y las casitas que allí había.
Casi en la cima de esta colina tendría mi casita de piedras naturales, pintada de blanco, muy sencilla, con un salón unido a la cocina donde prepararía la comida, el té o el café para recibir a los amigos. Un dormitorio para los invitados, otro para mí, dos cuartos de baño, una chimenea de leña en el salón para calentarme en los días fríos. Muebles sencillos y cómodos y ventanas adornadas con geranios en el exterior, además de cortinas blancas que volarían con el viento.
Un jardín con rosas y otras flores adornaría la entrada de la casa que no tendría vallas que limitaran la entrada. Y en la puerta esperándome con una copa de vino blanco, cuando llego por la tarde o la noche, el hombre que me gusta y me encanta todos los días.
Un gallinero del que recogería los huevos.
Un huerto con muchos árboles frutales.
Un huerto donde cultivaría diversas verduras.
Los animales salvajes correrían libres por los alrededores, sin miedo a ser capturados.
Al final de la parcela construiría una tumba sencilla que se utilizaría después de mi muerte y en ella se escribiría en una placa lo siguiente:
“Aquí yace una mujer que vivió intensamente y murió feliz diciendo”: “Aquí he vivido hasta ahora “Mi lugar soñado”.”
Desde el primer día que mi padre me llevó a conocer El Rastro, cuando yo tenía como 10 años, me sentí atraído por este Gran Mercado Callejero hasta tal punto que a partir de entonces, me juntaba con mis amigos o, a veces, con mi primo Polo y nos acercábamos allí, a curiosear por todas aquellas calles en las que se podía encontrar cualquier cosa que buscases, un cinturón de cuero, un reloj, un disco de música, una bicicleta, una camiseta, unos pantalones, cualquier herramienta de mecánico, de albañil, de carpintero, de electricista o de cualquier otro oficio.
Entonces como ahora, había tiendas establecidas y muchas más que se extendían en tenderetes de lona con estructura metálica, que se montaban a lo largo de las aceras en la Ribera de Curtidores, Mira el Río, Plaza de Cascorro, Ronda de Toledo, Plaza de Vara del Rey, Carlos Arniches, Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, etc.
Recuerdo un domingo que acompañé a mi madre allí, y compramos dos bicicletas usadas de segunda mano, una de niña, sin barra superior entre el sillín y el manillar, de color rosado, que era para mi hermana Maribel, y otra más chiquitita de color azul, para mis dos hermanos pequeños, de la mitad de lo que le habría costado una sola de ellas si hubiera sido nueva.
Entre los dos, las llevamos en el autobús de la Colonia Agrícola, que nos llevó hasta la esquina de los Talleres Recuero, en el cruce de la Carretera de Carabanchel Alto y la de Villaverde Alto. Desde allí las bajamos rodando sobre sus ruedas hasta la Calle de San Fortunato, donde estaba nuestra casa.
Mi querida madre iba disfrutando por el camino, pensando en lo que gozarían mis hermanos, como así fue, desde el mismo momento en que pusieron sus ojos en ellas.
A mi madre la costó discutir con mi padre, porque el dinero en aquella época siempre era escaso, pero al final mi padre tuvo que reconocer que había hecho una buena compra, máxime viendo disfrutar a mis tres hermanos, aprendiendo a montar en bicicleta en el enorme patio de nuestra casa, ayudados por mí, para evitar que se cayeran al suelo.
Entre todas las calles de El Rastro, había una que tenía un atractivo especial para mí. La llamábamos la calle de los Pájaros, aunque su verdadero nombre es Fray Ceferino González.
En aquella calle vendían todo lo necesario para criar todo tipo de aves, tales como gallinas, palomas, jilgueros, canarios, mixtos, loros, guacamayos jacintos. Jaulas, piensos, redes de captura, ballestas o costillas, liga para atrapar pájaros vivos. Perros, gatos, conejos, hurones para su caza en madriguera, capillos para colocarlos en las bocas de las madrigueras y evitar su huida, etc.
En una ocasión compré una paloma y la junte con otras que teníamos en un palomar en casa. La paloma escapó y cuando la volví a ver fue en el mismo puesto en que la compré la semana anterior.
Esa calle estaba cada domingo atestada de gente, tanto que casi no se podía caminar por ella.
En la sociedad española de aquella época estaban bien vistas muchas costumbres que hoy en día son impensables, y que la ley persigue.
Hoy he caminado por aquella calle y no queda ninguna tienda de venta de animales. En cambio hay abiertos varios bares, una pizzería, un Hostel, un Centro Comunitario de personas mayores LGTBI, un local de pilates con entrenador personal, un local de práctica de Yoga, una Escuela de Circo y un Estudio de Arquitectura.
Nada que ver con lo de mi adolescencia y reflejo de la variación producida en nuestra sociedad.
En la esquina con la Ribera de Curtidores, existe hoy una tienda de ropa, calzados y de deportes de sky montaña, bastante buena por cierto, pero en el mismo local existía una de las mejores tiendas de música, donde los adolescentes buscábamos y encontrábamos los discos más modernos del momento, de 45, o Long Plays, los posters de los conjuntos más conocidos: Rolling Stones, The Beatles, Los Platers, Los Mustang, The Shadows, Paul Anka, Nat King Cole, Frank Sinatra, etc..
Aquella tienda era lo más en modernidad musical.
Y yo he recordado todo esto dando un paseo, caminando muy despacito, arriba y abajo de mi recordada calle de LOS PÁJAROS.
Cuando trabajaba como abogado en la ciudad donde vivía, observé muchos acontecimientos interesantes que tenían lugar en los pasillos del Foro.
Uno de ellos me llamó mucho la atención por su peculiaridad.
Las personas que allí se encontraban, especialmente los funcionarios de las oficinas de registro, acostumbrados a ver el sufrimiento ajeno, ya sea por la falta de un servicio judicial justo o por los dramas familiares que nos son muy comunes a los seres humanos, estaban horrorizados por lo que veían.
Vayamos a los hechos para no extendernos demasiado y aburrir al lector.
Sucedió así.
Todos los días por la tarde, cuando se celebraban las vistas y los jueces estaban desbordados de trabajo, y los secretarios preparaban el papeleo normal de cada caso para que fuera analizado por el magistrado asignado al caso, en el pasillo donde las partes esperaban su turno para ser oídas ocurrió lo siguiente.
Había un señor -no recuerdo su nombre, pero no viene al caso- que estaba sentado en un banco llorando a gritos.
Cuando le preguntaron qué ocurría, sollozó y dijo que su mujer le había pegado y echado de casa a esa hora.
Todos los presentes se apiadaron de él.
Resultó que este incidente se convirtió en algo cotidiano en el juzgado y atrajo la atención de jueces y funcionarios.
Un día, el juez compadecido le llamó a su despacho y le preguntó por qué sucedía esto y por qué no denunciaba lo que estaba pasando a la policía o al Ministerio Fiscal para que se tomaran las medidas legales oportunas.
Entre lágrimas y sollozos, le dijo al juez que amaba a su mujer y que siempre se reconciliaban por la noche en la cama, y que el Fórum era un entorno propicio para desahogar su dolor, ya que en la calle llamaría demasiado la atención.
El juez quedó estupefacto ante tan insólita actitud y, profundamente molesto por el atrevimiento y también por haberle hecho perder su precioso tiempo de trabajo, lo expulsó de su despacho, diciéndole que solucionara sus problemas en casa y que no volviera a pisar el pasillo de la judicatura con iniquidades.
Algún tiempo después, la verdad salió a la luz, como siempre ocurre.
Su mujer le pegaba porque no quería ir a trabajar aunque estaba sano.
Sobre todo, cogía el dinero de la casa, que ganaba limpiando, y se lo gastaba en casas de apuestas, juegos de cartas y carreras de caballos.
Y entonces nos preguntamos:
¿Dónde estaba la justicia o la injusticia en este caso?
Era un hombre de unos 35 años, con una fuerte apariencia física. Mi madre puesta frente a él, le asestó dos tremendas y sonoras bofetadas en ambas mejillas, y al mismo tiempo le decía a voces: ”ERES UN ABUSON Y UN SINVERGUENZA. Ahora mismo te subes al camión y das marcha atrás, como le has hecho tu a mi hija, que va a salir ella de la calle, antes de que tu vuelvas a entrar”
Al niño se le ocurrían todas las travesuras que os podáis imaginar. Un día mezclaba la sal en el azucarero, otro día añadía agua a la jarra del vino de la mesa, el siguiente día era en la leche donde echaba el agua. Hubo un día en que machacó varias guindillas de las mas picantes, y las añadió al puchero donde se estaba haciendo el cocido. El angelito no tenía desperdicio.
Lo último que recuerdo de sus esfuerzos a favor de los habitantes del pueblo, fue la creación de un taller de confección en uno de los locales de las escuelas públicas, con sus máquinas automáticas de coser, donde las mujeres jóvenes del pueblo cosían prendas para empresas importantes que las comercializaban y vendían al gran Público. Recuerdo entre ellas a El Corte Inglés, Galerías Preciados, Cortefiel, etc.