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Memorias

M

Silvia C.S.P. Martinson

El viejo caminaba por la calle como lo hacía todos los días. Sin embargo, en esa mañana de un cielo azul y sol radiante, las personas que, al igual que él, caminaban por allí, le parecían más alegres y felices.

No se había dado cuenta de que, mientras caminaba, los recuerdos de tiempos pasados afloraron ininterrumpidamente en su mente.
Eran memorias de su infancia, cuando vivía feliz e inocente en la casa de sus padres. Aquella casa estaba ubicada en el barrio más alejado de la ciudad.

El tranvía, el medio de transporte para quienes no tenían automóvil –y eran pocos los que lo poseían–, llegaba solo hasta algunos kilómetros antes de su casa. El resto del trayecto debía hacerse a pie, caminando bajo el sol, en días nublados o con lluvia y frío.

Con el crecimiento y expansión de la ciudad, esta situación cambió con los años.

Hoy en día, la población ha aumentado, al igual que los medios de transporte y comunicación, los cuales se han vuelto accesibles para la mayoría de las personas.
También con el progreso –y esto lo observaba el viejo– han surgido algunos inconvenientes, como el aumento de la delincuencia e inseguridad, que ya no permitían a la gente caminar despreocupadamente por las calles como antes.

Mientras caminaba, le surgieron nuevos recuerdos, como aquellos de cuando aún era niño. Se acordó de la casa donde vivía, que tenía un terreno que iba de una manzana a otra, con casi 100 metros de extensión.

En aquel terreno había árboles frutales ya adultos y grandes, como perales de diversas variedades y caquis, cuyos frutos, además de ser muy dulces, si su jugo caía sobre una prenda y no se lavaba de inmediato, quedaba manchada de un color óxido para siempre.
Había también parras de uvas blancas, rosadas y negras, con las que su madre preparaba jugos y deliciosos postres en el verano.

Había papaya, naranjos, limoneros y mandarinos, todos dando sus frutos. Recordó que sus padres cultivaban hortalizas y flores de las más diversas variedades.

Otro recuerdo que le vino a la mente fue el gallinero que había en el fondo del patio, donde criaban gallinas y un gallo cantor que lo despertaba cada mañana. Su padre recogía cada día varios huevos, que se guardaban en una cesta de paja en la cocina para su consumo posterior.

En aquella época no había duchas eléctricas, y el agua del baño se calentaba en el frío invierno en un gran fogón de leña, donde enormes ollas y un hervidor se dejaban hasta llegar al punto de ebullición. En su casa, recordó, había grandes tinas de aluminio en las que cabían él y su hermano, que servían exclusivamente como bañeras y que estaban colgadas en ganchos en el baño, que, sin duda, su madre mantenía siempre impecable.

La casa era sencilla, de madera, pero acogedora. Tenía dos habitaciones, una sala de entrada, otra más grande de estar, una amplia cocina y un baño.

Fuera de la casa había un gran cobertizo donde se guardaban una nevera de hielo comprado a un vendedor que pasaba semanalmente, así como la leche que adquirían del lechero, quien todos los días la vendía en la puerta de su casa.  Además de todo eso, allí se guardaban las herramientas de su padre.

Y así, caminando, recordó también al vendedor de pescado que pasaba todas las mañanas temprano frente a su casa gritando:
—¡pez pin! ¡pez pintado! ¡bagres y dorados! ¡pescado fresquito! ¡Compren para el domingo!

Con estos recuerdos aflorando en su mente, el viejo regresó, caminando lentamente, al final de aquella hermosa mañana a su casa, pensando si al día siguiente nuevos recuerdos volverían a su memoria, trayéndolo la alegría de rememorar tiempos y momentos tan agradables que había vivido.

Y pensó: "La vida es larga e inesperada. No sabemos lo que sucederá mañana, así que seré feliz ahora..."

Alondra

A

Silvia C.S.P. Martinson

Traducida al español por Pedro Rivera Jaro
 
Todos los días ella iba a su ventana y cantaba una canción para que él despertara por la mañana. Al atardecer, cuando la noche se acercaba, hacía lo mismo para que él durmiera plácidamente y lleno de encanto.
 
Tenía una voz bellísima y cada día traía consigo nuevas formas y matices en su canto.
Se conocían desde hacía muchísimo tiempo.
En verdad, por muchos años ella hacía inexorablemente lo mismo cada día.
 
Él la había salvado de morir, y desde entonces, ella le tenía un enorme cariño y un profundo amor. De la misma manera, él la quería y respetaba.
 
Así, ambos fueron creciendo, cada uno a su manera, madurando y disfrutando de la vida y la belleza de vivir cada día con nuevas experiencias.
 
Él se convirtió en un hombre apuesto, culto y elegante, siempre cortejado por mujeres hermosas. Ella lo observaba y admiraba mientras él siempre la acogía y protegía de todos los males.
 
Un día, él viajó muy lejos y estuvo ausente durante mucho tiempo.
 
Ella, sin embargo, en su simplicidad e inocencia, no dejó ni un solo día de visitar su ventana como siempre lo hacía.
 
Por fin, después de un tiempo, él regresó, y ella, feliz, fue a cantar en su ventana por la mañana esperando verlo, como siempre había sucedido. Pero entonces tuvo una sorpresa.
 
Él estaba acompañado por una hermosa mujer que, al verla cantar, sonrió y cerró la ventana. Aquella no apreciaba su canto.
 
Ella, entonces, celosa, arrancó de su cuerpo, con su pico, una pluma colorida y la dejó allí como recuerdo.
 
Se alzó al cielo, voló muy alto, altísimo, y nunca más regresó.
 
El hombre, sintiendo la ausencia de Laverca, su canto y la melodía que arrullaban sus sueños y escondían las tristezas del mundo, simplemente, sin consuelo, lloró hasta morir.
Las mañanas y las tardes quedaron silenciosas, tristes y vacías sin el bello canto de Laverca o Alondra.
 

¿Lo puedes creer?

¿

Alvaro de Almeida Leao

 

Torneo estatal de fútbol . El equipo local, Tamoio Futebol Clube, jugando por el empate contra el equipo visitante, Tupi Futebol Clube.

Árbitro y asistentes contratados de fuera del estado. Estadio lleno. Veintitrés mil espectadores, de los cuales tres mil eran hinchas del equipo visitante. Acercándose al final del partido, con el marcador en cero a cero, es más que normal oír de la hinchada local: ...¡Se acabó!... ¡Se acabó!... ¡Es campeón!... ¡Es campeón!... ¡Es campeón!...

A los cuarenta y cuatro minutos del segundo tiempo, surge una desgracia. ¡Y qué desgracia!... El árbitro pita un penalti contra el equipo local. Faltaba solo que el delantero pasara al último defensor, cuando, en el área pequeña, éste le da un patadón que lo levanta con balón y todo. Penalti claro, legítimo. Aceptarlo, eso es lo que hay. A veces el interés personal no permite el uso adecuado de la razón.

Pocos aficionados felices y la gran mayoría pidiendo morir. En el campo, empujones, ofensas de un lado a otro, ¿cobran el penalti o no?, el empujón, esconder la pelota y el juego, que es lo que se dice, nada. Los asistentes, solidarios con la decisión del árbitro, lo protegen. La policía, astutamente haciendo "vista gorda" cuando se trata de las acciones en favor del equipo local.

El presidente del equipo local se acerca al árbitro, ya desabrochando ostentosamente su camisa para que se vea su “revólver” de caño plateado y lo "insulta feo" a gritos:

-¡Oye, tu tonto, cuando vivía en el gallinero de tu ciudad, a cualquier hora del día o de la noche, si quería, me acostaba con tu madre!

El árbitro ni se inmuta. Ya había oído algo similar en otras ocasiones y sabía cuál era su intención: provocar una reacción que lo dejara en una mala situación.

El delegado de la ciudad, ya dentro del campo, se acerca y empieza a coaccionar:

-¡Oye, vago, no tenías nada que pitar ese penalti cuando quedaba poco para terminar el partido! ¡Recapacita!... ¡Cambia tu decisión mientras hay tiempo!

-Aquí, se cometió un penalti, y mi obligación es pitarlo. Duélale a quien le duela.

-¿Conoces el dicho “quien siembra vientos, cosecha tempestades”? Creaste un gran problema, ahora resuélvelo. Sal de ahí si eres un verdadero hombre.

El árbitro y los asistentes con un solo objetivo: cumplir bien sus obligaciones.

Después de “largos e interminables” diez minutos de interrupción, el centro delantero del equipo visitante (su capitán y encargado oficial de los penaltis) se acerca al arquero del equipo local:

-Pues mira, arquero, si ninguna de las partes cede, no llegaremos a ningún lado.
-Sí, no está fácil...
-Tengo un matrimonio en mi ciudad dentro de poco, y de ninguna manera quiero retrasarme, porque soy el padrino de los novios.
-¿Y qué tengo yo que ver con eso?
-Particularmente, creo... No, no creo, estoy seguro de que el penalti fue correctamente señalado. Entonces, quisiera hacerte una propuesta.
-¿Propuesta?!... Piensa bien lo que vas a proponer. ¡Podrías salir mal! ¡Muy mal!
-¡Tranquilo!... Te propongo que convenzas al capitán de tu equipo para que dejen cobrar el penalti. Y entonces...
-Tu equipo ganará el campeonato.
-No, no es eso. Entonces, yo, que soy el encargado de patear el penalti, lo voy a tirar afuera, rescatando así la injusticia cometida.
-¿Lo garantizas?
-Puedes creerlo. Sabes bien que somos hombres de palabra.
-¿Se puede creer?
-Sin duda. No te pongas nervioso en el momento. Lo voy a tirar a unos dos metros por encima del arco.

El arquero no podía creer lo que oía. La situación había cambiado, de la noche a la mañana. Fue a hablar con el capitán de su equipo:
-Capitán, necesito hablar contigo, algo importante. Vamos allá, es una conversación privada.
-“Vale”, pero que sea rápido. Necesito estar con el equipo, levantando su moral.

El centro delantero del otro equipo, que es el encargado oficial de los penales, me prometió hace unos momentos que si dejamos que cobren el penalti, lo tirará afuera. Tiene un compromiso, está de padrino en un matrimonio. Necesita irse cuanto antes.
-¿Y qué piensas? ¿Te parece firme?
-Es un riesgo, es cierto, pero creo que lo hará como propone. Es cuestión de probar... Él hasta resaltó que somos hombres de palabra.
-Creo que es una... Pero me preocupa, el padre, hace un rato, defendió tan firmemente nuestros intereses ante el árbitro. Contradecirlo ahora no sería buena idea.
-El hecho de que, además de ser el capitán, seas hijo del delegado, pesa, es verdad, pero creo que lo más importante es conseguir el título para nuestro equipo.
-También lo creo. Entonces, arquero, hablaré con el árbitro.
-¿No sería mejor informarle primero al presidente de nuestro equipo?
-No. Cuantas menos personas involucradas, mejor.
-Bien recordado.

El capitán del equipo local se acerca al árbitro:
-Señor árbitro, yo, capitán de mi equipo, decido que el penalti, que creo no ocurrió en absoluto, debe ser cobrado. Te equivocaste  al señalarlo, pero como no quieres retroceder, paciencia... Tu carrera de árbitro ya se acabó. Un error técnico de esa magnitud es inconcebible.

Al escuchar semejante disparate, el presidente del equipo local se vuelve loco. Furioso se va hacia el capitán desafiante de su equipo y solo no se agredieron porque lo sujetaron.

La hinchada local, atónita, presencia al presidente del club peleando con su propio capitán.

El delegado, tras recomponerse de la sorpresa, va a hablar con su hijo:

-¿Qué hiciste, hijo?!... ¡Estás loco?!... ¿Tienes realmente idea de la responsabilidad que estás asumiendo?

-Sí, papá. Sé lo que estoy haciendo. No va a haber error.

Los jugadores del equipo local, indignados por tan infame decisión. El presidente del equipo local, tan enfurecido, está totalmente fuera de sí. El delegado es la personificación del desánimo.

La hinchada local, al ver a los jugadores y al árbitro dirigiéndose hacia el arco de su equipo, siente que el penalti será ejecutado. ¡Eso es lo que faltaba!... ¡No, no puede ser!...

Frente a frente, el centro delantero del equipo visitante – consciente de su deber – y el arquero del equipo local – tranquilo, para él, promesa es promesa –.

Finalmente, el árbitro autoriza el tiro. El centro delantero pega un potente disparo al ángulo izquierdo del arco y, al ver la pelota entrar en la red, corre “a mil” hacia su vestuario.

El arquero del equipo local, sin que nadie entienda por qué, inicia una persecución al "malhechor tramposo" para hacerlo pagar. Al mismo tiempo, el presidente del equipo local, con un revólver en mano, busca al "maldito" capitán de su equipo. Este, que no es tonto, se dirige a la salida del estadio. El delegado, al percatarse del peligro de vida que acecha a su hijo, lo protege, poniéndose entre los dos. En ese momento, la figura del padre prevalece sobre la del delegado.

El delegado, en súplica, le dice al presidente del equipo local:

-¡Hombre de Dios, no dispares a mi hijo! ¿No es suficiente todo lo malo que está pasando?

De no haber sido por la heroica actitud del delegado, la situación habría sido terrible.
La hinchada local, que pedía morir, está siendo debidamente atendida.

El equipo visitante, "a lo suyo", sin aceptar provocaciones, celebró el gol y ya había reemplazado a su centro delantero. Espera el reinicio del partido.

El equipo local, sin condiciones en todos los aspectos, no regresa. Entonces, el árbitro da por terminado el partido y proclama en el acta al Tupi como ganador, con un marcador de uno a cero.

Por la noche, la fiesta del “matrimonio” en la sede del Tupi. El goleador centro delantero irradia felicidad, ¡y vaya que sí! La novia – la fiel hinchada del Tupi – y el novio – el título de campeón del torneo – todos sabemos que serán felices para siempre.

La Pituca

L

Carlos Boné Riquelme

 

Se llamaba María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, y venía de una de esas familias que se dicen de mucha prosapia. Sus antepasados se remontaban a tiempos de la colonia, cuando uno de sus antepasados llegó a Chile proveniente de Argentina, con el ejército libertador, y, luego de que San Martín volviera a sus tierras, él se quedaría embrujado en el amor de una chilena de sociedad, Doña Mercedes Urrutia.

Ella, Doña María Rosa de Las Mercedes y Zamorano, era delgada, alta, de rasgos muy definidos y herméticos, y su porte demostraba su total conciencia de clase y providencia. Lo único que no coincidía con su porte altivo era que no poseía un peso.

Vivía en lo que fuera la residencia familiar, pero con el crecimiento de la ciudad, la casa poco a poco había quedado relegada a un barrio que era de esos llamados de clase media, y quizás tirado a baja.

La fortuna familiar había sido dilapidada por sus antepasados, muy elegantes todos ellos, pero que no sabían de inversiones o administración, y, por lo tanto, el dinero se fue en fiestas, viajes y carreras de caballos con fuertes apuestas que, por supuesto, se perdieron.

Así, de a poco, la casa cayó en ruinas, pues no había dinero para reparaciones, y cuando el barrio comenzó a cambiar, y todas las familias pudientes empezaron a emigrar a los barrios de esos llamados “altos”, ellos debieron quedarse en la casa de familia y tratar de sobrellevar la vida con la máxima austeridad, y, por supuesto, con mucha dignidad.

Así, Doña María Rosa se había quedado solterona, pues su familia no le encontró a un caballero de su alcurnia para formar familia en este barrio, y ella no tenía el dinero necesario para asistir a las fiestas de los que ella consideraba “de su altura”.

Tampoco nadie sabía el gran secreto que ella ocultaba en lo más profundo de su alma.

Y así, de a poco, empezó a encerrarse para que nadie conociera su condición de “pobretona”, y salía solo a comprar, pues tampoco tenía la servidumbre que solía tener cuando creció. Como apenas podía pagar la electricidad, ella trataba en las noches de usar velas, y en el invierno frío, se calentaba con un “guatero” o con un brasero.

El carbón se lo traía un viejo pariente de mejores recursos, que, apiadado por la pobre existencia de esta vieja relación, le traía algunas vituallas, carbón, velas, y lo que ella pudiera necesitar, sin que pareciera una limosna, pues María Rosa era muy orgullosa.

Si ella hubiera detectado el menor cariz de pena en su conocido, no le habría abierto más la puerta, y aunque el interesado en que estas cosas llegaran a destino era más bien ella, aun así, el orgullo era mayor, y preferiría morirse de frío o de hambre que causar lástima.

En el barrio todos la conocían y la respetaban, pues reconocían en ella una de aquellas rarezas casi extintas del siglo pasado, pero que había visto mejores tiempos que ellos en este barrio.

Cuando, en sus raras salidas, María Rosa caminaba lento, pues sus piernas con artritis ya no la acompañaban bien, pero siempre erguida, con mirada altanera y ojos distantes, que solo saludaban a sus vecinos con una corta venia y una sonrisa casi desdeñosa; nadie le decía nada.

Todos sabían que, “la pituca”, como la llamaban todos en el barrio, aunque nadie hubiera osado decírselo en su cara por el respeto que inspiraba ella. Y el dueño del almacén “El Silvestre”, Don Silvestre Manzano, la atendía con gran delicadeza, y cuando ella le murmuraba que, “le anotara el pedido pues ya mandaría el dinero con alguno de sus sirvientes”, cosa que él sabía que no existían, y aun así, le decía con respeto, “así lo haré, Doña María Rosa”.

Y el muy atento le daba instrucciones al muchacho de los mandados para que le llevara lo pedido a la “mansión de los Zamorano”, y lo decía fuerte para que ella lo escuchara, pues sabía que ya estaba un poco sorda.

Ella no daba muestras de enterarse, pero muy dentro de sí, sentía un gran contento de que aun la reconocieran por lo que ellos habían sido.

Pero había algo que ella no sabía, no adivinaba. Don Silvestre siempre estuvo enamorado de ella. Y él tampoco sabía que ese amor era correspondido por Doña María Rosa, pero él nunca se hubiera atrevido a confesarle su amor secreto, y ella nunca hubiera aceptado ese amor.

Y así, cada vez que ella venía, él la miraba con el amor y la pasión encendida en sus viejos ojos, escondidos detrás de esos lentes gruesos de marco negro, que se iluminaban debajo de las espesas cejas que se asomaban debajo de la boina que usaba siempre para cubrirse la calva del duro frío invernal. Y muchas veces, no le cobraba la deuda que ya cubría varias hojas de su libreta, que no perdonaba al resto de los fiadores.

Era la única manera que él conocía para gritar su amor en silencio.

Y ella lo sabía.

Y esa era la única razón por la que ella caminaba ocasionalmente, “para no dar que hablar a las malas lenguas”, hasta el almacén, y dejaba que los minutos se alargaran un poco más, mientras Don Silvestre, parado al lado de ella, tomaba su pedido.

Este amor había comenzado muchas décadas antes.

¿Cómo pasó? No se sabe, pero Don Silvestre también llegó al barrio con sus padres, inmigrantes italianos, “bachichas”, como les decían, y con mucho trabajo habían levantado este negocito que les dio de comer y un poco más.

Un día, estando él con su padre en el almacén, llegó Doña María Rosa acompañada de una de las criadas, que, por aquel entonces, aún vivían en la casa señorial, y cuando Don Silvestre, que era un muchacho apenas empinando la adolescencia, de tez oliva, ojos despiertos y un cuerpo atlético, vio a Doña María Rosa, creyó que un ángel había caído del cielo.

Ella era bella, de ojos y piel clara, largo pelo ondulado cayendo por su espalda, y una mirada tierna que, cuando lo miró, él se quedó prendado para siempre, y ella, sin saberlo, también. Ella soñó muchas noches con él.

Fantaseó que él era un caballero extranjero que la venía a rescatar de esa soledad en la que ella estaba inmersa, pero en el fondo de su corazón, sabía que era un amor imposible, pues su familia no lo permitiría.

Y aunque ella trataba de ir al almacén con cualquier excusa, pero siempre acompañada de una criada, solo para verlo un momento, nunca le dio a él pie para hablarle. Y él también soñaba con ella cada noche.

Le escribía poemas.

Poemas que nunca le entregó, pero que tenía guardados en su escritorio, y que de vez en cuando leía. Por ella, él no quiso aceptar la beca a la universidad que le ofrecieron, ante la rabia e impotencia de sus padres.

Y se quedó en el barrio, como simple almacenero, pues así estaba cerca de ella. Y ella envejeció, junto a él, en el mismo barrio, año tras año, sin atreverse a confesar el gran amor que creció y se alimentó en ese secreto que cada uno llevaba en su pecho.

Un gorrión casi humano

U

Pedro Rivera Jaro

 
En lo que conocemos como Pasillo Verde, que era una antigua vía de ferrocarril,
existen una serie de tiendas que frecuentamos habitualmente mi esposa y yo, para
las compras diarias de alimentación. Una de ellas se llama Montepinos. En uno de sus dos locales, Montepinos tiene instalado un Mercadito en el que existen una pescadería, una charcutería, una pollería, una carnicería y una frutería.
 
En el otro local, situado justo enfrente, cruzando la calle, hay una cafetería, que, en
una parte alberga un horno de panadería, con su despacho de pan y pastelería.
 
El otro día fui a la panadería para comprar el pan, por encargo de mi esposa, y al abrirse la puerta de cristal, observé como por encima de mi hombro entraba volando una hembra de gorrión y se posaba enfrente, sobre el borde de una estantería.
 
Distingo entre hembra y macho, porque este lleva en su plumaje lo que llamamos
corbata que es una mancha oscura sobre su garganta y pecho, y la hembra no la
lleva, sino que es totalmente gris en su garganta y pecho, como el resto del plumaje
de su cuerpo.
 
Aquel animalito bajó al suelo y picoteaba en el, miguitas de pan y restos de comida,
que supongo se caían de las consumiciones de los clientes, que consumían en la
cafetería.
 
Intenté aproximarme a ella, y ella, dando cortos vuelos y saltitos, no me lo permitió.
Compré mi pan y me aproximé a la cajera, que me conoce y se llama Eva, y le
comenté el tema.
 
Ella me contestó que ya me había observado, y que el pajarito llevaba entrando desde la pandemia, cuando estuvimos recluídos en nuestros domicilios, y cuando al no
encontrar comida por la calle, entraba a buscarla allí dentro. Pero lo que llamó más
mi atención, fue saber lo que me dijo Eva, que era que, cuando esta pajarita tenía
crías, entraba con ellas para buscar alimentos para dárselos a los polluelos. También
me dijo, que si pudiese pillarla la metería en el horno, porque lógicamente ensucia
por todas partes con sus cacas. Pensemos que ella es la encargada de limpiar el local. Pero el animalito es lo suficientemente listo, como para no permitir que nadie le ponga la mano encima.
 
Cuando terminó su búsqueda de alimentos, esperó a que alguien volviese a abrir la
puerta y nuevamente salió a la calle. En mi modesta opinión, yo creo que un
animalito que demuestra esa inteligencia para sobrevivir ante las dificultades de la
vida, aunque no se trate de un humano, merece admiración y respeto.

La técnica y el hombre

L

Silvia C.S.P. Martinson

Traducido al español por Pedro Rivera Jaro
 

Un diálogo basado en la discusión, el 22.08.1968, de dos computadoras IBM (computadoras electrónicas) que llegaron, tras un largo debate, a la triste conclusión de que no son máquinas, sino genios.

¡Oh, hombre triste!
Hombre triste...
Que andas vagando,
en el tiempo,
deambulando...
Dentro de tu civilización,
desplazado,
estás solo en ti,
no te entienden,
los otros, los “hombres”,
no te quieren.
¿Por qué preguntas sobre el inicio?
¿Por qué quieres crear?
¡Todo está hecho!
Hoy, ya no eres tú,
hoy, eres masa.
Vuelve tu mirada.
E intégrate,
en la nada.

Todo narcótico en pequeñas dosis es un sedante, de la misma forma que la máquina para el hombre.

La máquina para el hombre se asemeja a los narcóticos, pues ambos, administrados en pequeñas dosis, funcionan como una terapia física y mental. Esto porque los narcóticos, cuando se aplican en grandes cantidades, proporcionan sensaciones que jamás se experimentarían en estado natural. De manera similar, las máquinas, en un número y perfección desmesuradamente grandes, privan al hombre de sus realizaciones previas, surgidas de su entonces poder creativo, las cuales le generaban alegría y satisfacción, haciéndolo sentir un ser superior.

Nos preguntamos entonces: ¿Debe el hombre detener el avance técnico y científico? ¿Es posible que lo logre en la actualidad?
¿Y si este avance se aplicara en beneficio de una mayoría en lugar de favorecer solo a una nación o un continente?

Aproximadamente hay en nuestro planeta 3 mil millones de habitantes, de los cuales más del 50 % son analfabetos y están desnutridos debido a su falta de acceso a los bienes y conforts que la técnica proporciona a quienes, afortunada o desafortunadamente, tienen acceso a ellos.

El hombre moderno, a través de su ciencia, penetra el cosmos, atraviesa las barreras de los enlaces atómicos en busca de un objetivo mayor y más profundo: el conocimiento y la identificación de su causa. Sin embargo, lo que más debería interesarle sería la comunicación y comprensión de sus semejantes, algo que la técnica no permite, pues esta individualiza y al mismo tiempo reemplaza al hombre. Así, allí donde podría haber un grupo humano realizando determinada tarea, que favorecería al mismo tiempo las relaciones entre ellos, se coloca una máquina: fría, indiferente, más eficiente, rápida y precisa, con un margen de error mínimo.

Basándonos en este hecho, es fácil suponer que las máquinas crearán máquinas, que gradualmente sustituirán al mundo de los hombres por un mundo mecánico, en el que la extensión de los cálculos escapará al dominio humano.

El violín

E

Carlos Bone Riquelme

 

El violín estaba en lo alto de un mueble, puesto en contra de la pared, y de cuando en vez, aquel señor lo miraba y lo tomaba en sus manos recordando momentos pasados que ya, poco a poco, se desvanecían de su mente, pero los cuales aún atesoraba con amor; y eso pasaba cuando cogía el violín, lo limpiaba del polvo que se acumulaba sobre su superficie brillante, y a veces, solo a veces, se atrevía a pasar el arco por sus cuerdas tensas y sentir el sonido que más de alguna vez escuchó cuando su amigo, su mejor amigo, quien fue el dueño de este sacro instrumento, tocaba.

Pues el violín no le pertenecía.

Había sido propiedad de aquel amigo de la infancia con el cual compartió juegos, como el de las canicas, o a las escondidas; con quien se sentó en la misma banca de la escuela y con el mismo con quien se inició en el arte de la música.

Fueron compañeros inseparables en las orquestas, y con él, tocaron en fiestas, conciertos al aire libre, hasta a veces, en cumpleaños de amigos donde rieron y conocieron a sus esposas.

Y aún después de casados, continuaron aquella amistad que los unía más allá de lo prosaico.

Pero el tiempo pasó y el amigo enfermó gravemente, y a pesar de los cuidados de su familia, un día el amigo falleció.

Aquel amigo de juventud dejó solo el violín que él tomó entre sus manos guardándolo como único recuerdo. Así, cuando él sentía la soledad visitar su puerta, cogía el instrumento y lo sentía temblar entre sus manos, vibrar entre sus dedos como si se estableciera una secreta comunicación con el más allá.

Y de pronto le parecía que, junto al sonido de la música de aquellas cuerdas, aquel entrañable amigo le susurraba secretos, le acariciaba los oídos con palabras que lo hacían sentir mejor en medio de aquella vaguedad que de a poco se establecía en su vida.

Solo su hija, aquella hija quien se había enamorado del hijo de su amigo, era la única que compartía esta delicada unión espiritual; y tenía con él aquel mismo convenio espiritual con aquel mágico violín.

Y aquel muchacho que compartió la adolescencia de su hija, después de la muerte de su amigo, también marchó a tierras extrañas dejando a su hija desolada, triste, pero prendida al viejo instrumento.

Era este sentimiento el que ellos dos compartían y que el resto de la familia ignoraba.

Ellos atesoraban este secreto que se transmitía solo en las miradas y el cual nunca mostraban abiertamente en conversaciones de sobremesa. Ellos, ambos, se miraban, miraban aquel noble instrumento el cual descansaba en lo alto de aquella repisa, y luego ambos sentían como alguna lágrima solitaria resbalaba por sus mejillas, mientras los recuerdos se acumulaban.

El tiempo pasó, y aquel señor falleció también, yendo a encontrarse con su amigo, y solo la hija conservó aquel violín; y ella sola era la que mantuvo la costumbre de delicadamente tomar el violín entre sus manos para luego limpiarlo y mantener sus cuerdas tensas y bruñidas con la cera que deslizaba con amor de amante hasta lograr la suavidad necesaria.

Ella aún recordaba a su amor de juventud, pero el tiempo había transcurrido y aunque el amor nuevamente tocó a su puerta, ella nunca olvidó al hijo del mejor amigo de su padre, pues aquel muchacho fue su primer novio, fue su primer amor, aquel que le cantó canciones al oído, y le susurró los primeros poemas de amor.

En medio de su vida matrimonial, que con los años le dio dos hijos, ella de cuando en vez, recordaba a aquel noviecillo que se había marchado a lejanas tierras a probar fortuna.

Su marido no tenía idea de aquel secreto que su esposa guardaba escondido entre su pecho y su espalda, en aquel lugar tibio que mantiene los sollozos, las alegrías y los momentos que no se quieren marchar de nuestras vidas.

Y en la vida cotidiana, a veces, junto al llanto de los hijos, ya todo parecía olvidado, pero cuando visitaba el hogar materno y miraba en dirección a donde se encontraba aquel viejo violín, los recuerdos volvían y se agolpaban en su memoria llevándola a coger el instrumento y acariciarlo como quien abraza a un amante.

Su madre la miraba extrañada y le decía que era hora de deshacerse de aquel violín: “el cual solo ocupa un espacio que se puede utilizar en algo más…”, y ella le contestaba que: “no, pues esto es lo único que queda de mi padre”, sin confesar lo que realmente ocupaba sus emociones de mujer enamorada de un recuerdo.

Así pasó el tiempo, y ella llegó a la edad madura, los hijos crecidos, con nietos en camino y con un matrimonio que se deshojaba en malos momentos que la mantenían alejada de aquello que algún día ella suspiró como adolescente.

Así, el violín era lo único que la mantenía cerca de aquellos sueños de adolescente.

Aquel instrumento la llevaba continuamente, y quizás, desde que su matrimonio tomó aquel camino oscuro y sombrío, más frecuentemente al hogar materno a observar detenidamente el violín que le recordaba aquellos momentos felices de su infancia y adolescencia.

Su madre, ignorando todo este sentimiento que se compartió entre su hija y su marido, la veía a veces como ensimismada en aquel instrumento, y sin poder adivinar aquella fijación de ella con el objeto que para ella no tenía explicación, le decía: “uno de estos días cogeré ese maldito instrumento y lo venderé”, y la hija la miraba fijo, sin contestarle una palabra pues ella pensaba que era inútil tratar de explicarle aquella necesidad tan íntima de estar cerca del violín.

Un día, ella llegó a visitar a su madre, y al mirar hacia la repisa vio que el lugar estaba desocupado, y aunque lo buscó, el violín ya no estaba en la casa.

Corrió a la cocina donde su madre estaba ocupada preparando el puchero del almuerzo, y casi enloquecida le preguntó por el instrumento, a lo cual, su madre mirándola extrañada de esta reacción, le confesó que se lo había vendido al tendero de la esquina pues la hija necesitaba un instrumento para la escuela.

Pero el berrinche que ella le soltó a su madre fue de tal envergadura, que la madre tuvo que correr al almacén del tendero y pedirle el violín de regreso, el cual él le entregó de regreso sin dimes ni diretes, y el instrumento volvió a su lugar, de donde nunca más volvería a salir.

Y el tiempo siguió corriendo inevitablemente, y el matrimonio se debilitaba aún más, dejándola exhausta de amor y cariño, con solo aquel violín que la confortaba. Pero un día, mientras caminaba rumbo al hogar materno, a lo lejos divisó lo que le pareció ser la figura de aquel amor de juventud.

Ella se detuvo y miró con atención, pensando que quizás era solo un sueño, un figmento de su imaginación, una proyección de sus ocultos deseos de una juventud que ya se alejaba de su vida.

Pero no.

Él era, y caminaba rápidamente por aquella calle que los vio crecer. Y ella sintió las piernas flaquear y su vista se nubló, teniéndose que apoyar su cuerpo en una columna que se encontraba a la entrada de una señorial casa, una de aquellas con balcones ornamentados y altas puertas de madera con aldabas metálicas.

Él pasó a metros de ella, y ella no fue capaz de decir una palabra, de llamarlo como su corazón anhelaba; y él, se desvaneció sin verla por el recodo de una de aquellas calles estrechas. Cuando ella se recuperó, corrió detrás de él, pero ya era tarde.

Él desapareció como sus sueños y esperanzas.

Y ella caminó lento de regreso a su hogar, sin poder alejar la imagen de aquel amor de juventud de su retina.

El día se perdió hacia la noche, pero con ella sumida en sus pensamientos y recuerdos. Cuando llegó la mañana sin haber podido pegar una pestaña en toda la noche, apenas se levantó decidió correr hacia el que fue el hogar de su amor de juventud, donde ella sabía que aún vivía la familia.

Una vez allí, temblorosa golpeó la puerta y la hermana de aquel amor abrió mirándola extrañada de verla allí en su puerta después de tanto tiempo, y casi desencajada preguntando por su hermano.

Casi sin dejarla hablar, le espetó: “pero qué casualidad, maja, mi hermano se acaba de marchar de regreso a América, fíjate que estuvo una semana aquí y me preguntó por ti”.

A ella le pareció que el corazón le explotaba, y se tuvo que apoyar para no caer al piso sintiendo un gran dolor mientras se agitaba internamente por lo idiota que fue el día anterior de no llamarlo, de no gritarle que nunca lo olvidó, que allí estaba aquel violín de su padre, o para confesarle que aún lo amaba.

Pero de su boca solo salió un débil: “¿y tú crees que yo lo podría comunicar en América?”, la hermana se rió, y sin adivinar el tumulto de emociones que se agolpaban en su corazón, le contestó: “pero claro, que sí, si él se divorció después de un muy mal matrimonio, así que se pondrá muy contento”.

Los días posteriores fueron un cúmulo de emociones que se contradecían entre ellas, pero al final, le escribió un corto mensaje que le envió a través de su email personal. El mensaje no decía mucho, era solo un escueto: “¿cómo estás tú, supe que estuviste de visita aquí y no te pude ver?”

Y el corazón le palpitaba emocionado pensando que quizás no habría respuesta; pero a las pocas horas la pantalla se iluminó, y allí estaban aquellas mágicas palabras de él que le decían que también a él, le hubiera gustado verla.

Y el tiempo dio sus resultados, pues en poco tiempo ellos volvieron a encontrarse en Barcelona, la ciudad natal, y ella, después de varios meses de conversación, decidió dejar a su marido, el cual, sumido en una profunda niebla alcohólica, la dejó ir con pena, pero sin poder reconstituir lo que ellos, ambos ellos, sabían que estaba definitivamente roto.

Estando un día juntos en el hogar de la madre de ella, y conversando de tiempos pasados, tratando de reconstruir tantos años de separación, él de pronto le dijo con una profunda melancolía que era una lástima que nada quedara que le recordara a su padre, y ella, mirándolo amorosamente, alcanzó aquel violín que aún estaba depositado en aquella repisa, se lo entregó a él, que la miraba con atención y sorpresa, diciéndole en un susurro: “este era el violín de tu padre”.

El sur de Madrid en los 50

E

Pedro Rivera Jaro

 
En aquellos años, lo que hoy se conoce como calle de San Fortunato, entonces se llamaba Barrio de San José, y pertenecía al Distrito Arganzuela-Villaverde. Vivíamos de forma muy diferente a la actual. Hoy mi barrio dispone de Metro, varias líneas de autobuses, preciosos parques, calles pavimentadas con amplias y cuidadas aceras, Hospital, Ambulatorio Médico. Entonces la calle era de tierra, que cuando llovía y pasaban carros o vehículos mecánicos, que entonces eran muy escasos, formaban unos barrizales donde se manchaban nuestros calzados y ropas. Mi abuelo Pedro, el señor Gonzalo, Tío Panta, Paco y, en general los vecinos antiguos de su época, colocaron losas de granito procedentes de derribos del Madrid de la posguerra, a modo de aceras, y así se podía transitar al menos por ellas, sin pisar barro. Mi tío Faustino que había vivido allí hasta que se casó y se marchó a vivir a la calle de Marcelo Usera, se refería a nuestra barriada como si fuese Siberia.
 
Tampoco teníamos alumbrado público nocturno en la calle, pero mi padre instaló una bombilla cubierta, por encima del marco de la puerta de la calle, que encendíamos cada vez que teníamos que salir por la noche a la calle para hacer algún recado.
 
El alcantarillado llegó cuando la fábrica de cartón, Cartonajes Font y Masach, lo instaló desde su fábrica, junto a la carretera de Andalucía, hasta desaguar en el Río Manzanares, que habían convertido en un río sin vida debido a los vertidos que acabaron matando a los peces que, cuando niños, pescábamos en él. La conducción de las aguas residuales de la fábrica, tenía cada cincuenta metros unas bocas de alcantarilla con sus tapas de hormigón, y cuando la tubería se atascaba, por la boca anterior al atasco salía agua azul o roja, según lo que hubieran estado fabricando ese día. Las coloridas aguas llenaban de color toda la calle e incluso los vertederos de escombros que existían a partir del Camino de Perales, hasta llegar al río.
 
El agua para consumo de boca, higiene personal y lavado de ropa, íbamos a la fuente pública a recogerla con cántaros y botijos de barro, cubos y barreños metálicos, hasta que cuando llegó el invento de los plásticos estos eran de este material, que pesaba menos y si te rozaba en las piernas, no te producía heridas en ellas.
 
A principios de los años 60, mi padre compró una manguera de goma que cubría la distancia de cien metros que mediaban entre mi casa y la fuente pública, y con ella por las noches, cuando nadie más acudía a por agua a la fuente, llenábamos todos los recipientes que teníamos en los patios y durante varios días no necesitábamos acudir a élla.
 
A mediados de los años sesenta, conseguimos enganchar una toma de agua a la cañería que había ampliado el Canal De Isabel II, y ya nunca más tuvimos que acudir a la fuente pública a suministrarnos de agua.
 
A parte, para regar sacábamos el agua del pozo que había excavado mi abuelo Pedro, y que estaba en el patio, junto a la pila para lavar la ropa sucia.
 
Si hablamos de las casas donde vivíamos, eran casas de planta baja, que no tenían calefacción, como tienen hoy casi todas las viviendas. Normalmente tenían una estancia donde se desarrollaba la existencia de toda la familia.
Solía ser la cocina, y en ella había una estufa que se encendía con papeles de periódicos viejos, y astillas de leña, y a las que, una vez habían entrado en combustión, añadíamos un par de paletadas de carbón de piedra, o antracita. Abríamos el tiro de aire para que reavivara el fuego y cuando ya calentaba con fuerza, se dejaba el tiro prácticamente cerrado. De esta forma se reducía al máximo el consumo de carbón. Mi padre encargó a Alfredo el cerrajero, una protección de malla metálica, en forma rectangular, y con dos ganchos que se abrochaban a dos hierros empotrados en la pared, de manera que impedían que se volcase sobre nosotros.
Mi madre le encontró a esa malla de protección otra función de utilidad, cuando descubrió que las prendas lavadas, que en el tiempo lluvioso no se secaban, poniéndolas tendidas junto a la estufa, lo hacían divinamente.
 
Cuando nos preparábamos para irnos a dormir, y sabiendo que las sábanas estaban heladas, poníamos unas mantas pequeñas de muletón blanco, en la malla metálica, en las cuales nos envolvíamos antes de entrar en la cama, y después nos arropábamos con las mantas hasta la nariz.
 
Por la mañana al levantarnos, orinábamos en unos orinales blancos con el borde azul o rojo, según los casos, y la orina después de asearnos, la sacábamos al patio para tirarla al alcantarillado, y después aclarábamos con agua del pozo los orinales.
 
El aseo personal lo hacíamos en una palangana de cerámica blanca, donde con agua fría y jabón, frotábamos nuestros cuerpos con estropajo de esparto. Cuando transcurridos los años mi padre, después de instalar agua corriente en la casa, mandó construir un cuarto de baño, completo, nos pareció que entrábamos en el Paraíso. Los niños de hoy no saben la suerte que tienen de haber nacido en esta época, con todas las comodidades que les rodean.
 
Otro día os contaré cómo íbamos caminando por calles embarradas hasta el colegio y como era el trato que nos daban los profesores, y también os contaré cómo eran las personas que suministraban bienes y servicios en las puertas de nuestras casas, como por ejemplo el cartero, los teleros, el botijero, el coloniero, el paragüero-lañador, el mielero, el melonero, el afilador, etc.
 
Pero hoy se haría muy larga esa narración. Espero que os haya gustado. Un abrazo afectuoso queridos lectores.

Pensándolo mejor

P

Alvaro de Almeida Leão

Traducida al español por José Manuel Lusilla
 

Duda, portero titular de un equipo de fútbol, está en la gaveta, es decir, comprado por el adversario para hacer que su equipo pierda el partido. Con esta actitud espera solucionar un problema financiero, resultado de su condición de derrochador.

Para que todo salga bien, solo debe esperar un disparo hacia su portería, muy bienvenido, por cierto, y hacer como si intentara detenerlo. El partido se presenta sin favorito. El equipo de Duda tiene en su desempeño su punto fuerte. En el equipo contrario, destaca la dupla de ataque Cosme y Damián.

Duda se prepara para el partido de fútbol. No está en sus planes cometer un error garrafal. La frontera entre un error y la gaveta es muy delgada. Comienza el partido. Primer tiempo totalmente aburrido. Sin oportunidades de gol para ninguno de los dos equipos. Paciencia. ¿Qué se puede hacer? No se dio, no se dio.

En el descanso del partido, Duda piensa: ¿qué estará pasando con la dupla Cosme y Damián? Son jugadores tan eficientes. Hoy no están jugando a nada.

Damián, por cierto, es un gran amigo de Duda. Crecieron en el mismo barrio. Compañeros de juegos de canicas, de béisbol y de memorables partidos informales.

Segundo tiempo igual al primero. Faltando dos minutos para terminar el partido, aparece la dupla de atacantes con sensacionales jugadas en pared. Duda siente que ha llegado su esperado momento. Solo le falta superar al último defensor. Situación favorable, dos contra uno. Es solo marcar el gol y celebrarlo.

Duda se posiciona parado, con los brazos extendidos hacia arriba y el cuerpo inclinado hacia la derecha, señalizando así que se lanzará hacia ese lado. La pelota, ora con un atacante, ora con el otro, y Duda, que debería estar moviéndose de un lado a otro siguiendo la trayectoria del balón, no lo hace.

Al driblar al último defensor, Cosme da un pase a Damián, que venía un poco detrás, y éste, al ver la esquina derecha de la portería, perfecta para su estilo, golpea la pelota con el empeine, pero con un impulso y fuerza mayores a los necesarios.

Duda finge que el tiro lo tomó descolocado y lo hizo caer. Aunque la dirección era correcta, la pelota, al tomar una altura proporcional al gran impulso con el que fue lanzada, pasa a unos dos metros por encima del travesaño.

Duda se desespera, pide morir. Furioso, le reclama a Damián:

- ¡Vaya, Damián! ¡Era solo darle a la pelota con un toque suave! ¿Cómo pudiste perder un gol de esos?

-¿Cómo no fallar si yo y Cosme estamos en la gaveta para no hacer goles? Esta última jugada la hicimos para alegrar un poco a nuestra afición.

- ¿¡Qué!? ¿¡También en la gaveta!? No puede ser. Estoy perdido. Se acabó mi carrera.

Después del partido, pensando mejor, Duda, aunque con ganas de haber participado, terminó por pensar que estuvo bien, bueno, no, pensó que fue excelente no haber participado en la barbaridad a la que se prestó.

Es imprescindible no estar sujeto a juicios morales por deslices cometidos.

Extraña

E

Silvia C.S.P. Martinson

 

Cuando caminó sola y, con sus pasos lentos, pero seguros, emprendió nuevos rumbos en la búsqueda de objetivos más palpables, evidenció, sin duda, la gran capacidad que tenía para crear y ser reconocida.

Durante muchos años vivió insegura y dependiente de la opinión de amigos y parientes, consecuencia de una educación limitante y decadente.

Limitante porque no le permitía ser libre en su entorno para expresar sus sentimientos, deseos y dudas. Así que, hoy libre de tabúes y restricciones, conversa con nosotros, sus amigos, y nos cuenta, gentilmente, una historia antigua.

Todo sucedió en un fin de año, casi en la víspera de Navidad. Estaba en casa de su madre, ya que aún era muy joven y no trabajaba en ninguna empresa.

Sus quehaceres se limitaban a ayudar a su madre en las labores domésticas, tales como: barrer el patio, regar las plantas —su madre tenía muchas rosas, eran sus preferidas-, las poseía en su jardín, de múltiples colores todas ellas.

También ayudaba a poner orden en la casa todos los días. Al levantarse, era su obligación, antes de ir a la escuela, dejar su cama arreglada y su habitación en orden, sin ropa ni zapatos tirados por el suelo, como solía hacerlo antes de dormir por la noche.
Su madre era costurera. Confeccionaba vestidos de alta calidad para las mujeres de la sociedad local.

Este trabajo de costura, en la época de fin de año, cuando se acumulan las festividades junto con los bailes y las graduaciones, tanto en universidades como en escuelas militares, le proporcionaba excelentes ingresos económicos, dada la calidad del servicio que prestaba y la clientela que acudía a ella.
Entonces nos contó que en una Navidad así, su madre, agobiada, tampoco pudo salir a comprar los tradicionales regalos navideños para los hijos.

Los niños, con la ayuda del padre, que también trabajaba fuera, en el comercio, en una noche cercana a Navidad adornaron el árbol, un pino, con el pesebre y todos sus componentes, las bolas de cristal de colores y las luces propias que usaban para iluminar y alegrar el hogar, como hacían todos los años.
La madre, por su parte, el día de Navidad, se dedicó a entregar a sus clientas sus vestidos de fiesta y a recibir el pago por el trabajo realizado.

Aún así logró, esa tarde, en ese día de Navidad, asar en su fogón a leña el pavo que ya habían comprado de antemano.

Era tradición en su casa que en la noche de Navidad la familia se reuniera a cenar pavo relleno, ensaladas y postres diversos, los cuales la madre preparaba durante el mes y almacenaba en tarros de vidrio apropiados para tal fin.

Sin embargo, no había regalos que "Papá Noel" entregara, y los hijos, entristecidos, se alistaron para la cena.

Cuando, a las 12 de la noche, ya estaban cenando, de repente sonó el timbre de la casa.
Era una mujer muy rica en ese momento, por ser propietaria de una casa donde se realizaban grandes fiestas de la sociedad local.

Sin embargo, se sabía que había sido una mujer muy pobre en su infancia y que no había tenido la felicidad de recibir ningún regalo o juguete en Navidad para alegrar su vida.
Pues bien, esta señora, que había conocido la miseria y conocedora de las dificultades de aquella madre, se compadeció de los niños y llegó a la casa con los brazos cargados de juguetes. Osos de peluche grandes, juguetes diversos y perfumes para los padres, pero también telas para que confeccionaran su ropa.
De entre tantas clientas ricas, ella fue la única que recordó a una familia pobre y trabajadora.

Nuestra amiga, con lágrimas en los ojos, nos contó esta historia. Emocionada, dijo que, después de tanto tiempo, todavía recuerda a aquella señora y que todos los años, en la noche de Navidad, eleva su pensamiento a Dios en agradecimiento por la buena vida que tiene ahora junto a sus seres queridos, pero también pide, en oración, que proteja y bendiga a aquella mujer, donde sea que encuentre.

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